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Authors: Arthur C. Clarke y Frederik Pohl

El último teorema (29 page)

BOOK: El último teorema
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Bledsoe agitó la mano con ademán desdeñoso.

—¡Dios, pues claro que habría bajas! Muchas, sin duda. ¿Y qué? Al menos, caerían surcoreanos, y no estadounidenses. Bueno —se corrigió, haciendo una mueca al percatarse del inconveniente—, sí: allí también hay algún que otro soldado de Estados Unidos; pero ¡qué diablos! Para hacer una tortilla, habrá que cascar los huevos; ¡digo yo!

El joven tuvo la sensación de que la fiesta se estaba volviendo poco agradable, y creyó hallar el motivo cuando Bledsoe arrugó una servilleta y la lanzó a la papelera. Al caer, la pelota de papel rebotó en una botella de whisky vacía, lo que le hizo sospechar que aquélla no debía de ser la primera conversación que mantenía el veterano aquel día.

—En fin, señor Bledsoe —comentó aclarándose la garganta—; yo vengo de un Estado pequeño que tiene sus propias preocupaciones, y no pretendo criticar la actitud política de su país.

El norteamericano inclinó la cabeza a guisa de asentimiento.

—¡Ésa es otra! —exclamó, y se interrumpió para ofrecerle más licor. Al ver que rehusaba, se encogió de hombros y volvió a llenar su propio vaso—. Su islita, Shriii… Shriii…

—Sri Lanka —lo corrigió él con educación.

—Eso. ¿Saben ustedes lo que tienen allí?

—En mi opinión —aseveró tras considerar la pregunta—, debe de ser la isla más hermosa del…

—No le estoy hablando de toda la puñetera isla, ¡por Dios bendito! Hay un millón de islas bonitas en todo el mundo, y yo no daría un centavo por ninguna de ellas. Me refiero a ese puerto que tienen en… ¿cómo se llama…? Trincam… Trinco…

—Trincomali —apuntó con lástima el invitado—. Allí nací yo.

—¿Sí? —Y tras sopesar aquel detalle y no hallar motivo alguno para retenerlo, prosiguió—: De todos modos, no me interesa en absoluto la ciudad: es el puerto el que es una maravilla. ¿Sabe en qué podría convertirse? Podría ser la mejor base del mundo para una escuadra de submarinos nucleares, señor Sub… Subra…

Había vuelto a llenarse el vaso, y comenzaban a hacerse patentes los efectos del whisky de degustación. Ranjit suspiró y volvió a tenderle un cable.

—Subramanian, señor Bledsoe. Y sí, sabemos bien lo que podría dar de sí ese puerto convertido en base naval. Durante la segunda guerra mundial sirvió de cuartel general de la flota aliada, y mucho antes, el mismísimo lord Nelson lo había considerado el fondeadero más grande del mundo.

—¿Y qué coño pinta aquí Nelson? ¡Él hablaba de veleros, por Dios, y yo me estoy refiriendo a submarinos nucleares! Ese puerto es lo bastante profundo para que puedan sumergirse muy por debajo del braceaje necesario para que no los detecte, ni los ataque, claro, el enemigo. ¡Podríamos apostar allí decenas de embarcaciones, si no cientos! ¿Y qué hacemos? Vamos y dejamos que la India se quede con todo el dichoso puerto firmando un chollo de tratado. ¡La India, por Dios santo! Y yo me pregunto: ¿para qué demonios quiere la India una flota…?

Ranjit determinó que ya había oído bastante de aquel beodo testarudo. Gamini podía pensar lo que quisiera, pero él no tenía por qué aguantarlo. Por consiguiente, se puso en pie y dijo:

—Muchas gracias por el whisky, señor Bledsoe; pero me temo que tengo que irme.

Le tendió la mano para despedirse, aunque el anfitrión no le correspondió: alzando la mirada hacia él, volvió a tapar la botella con gesto deliberado y repuso:

—Discúlpeme un segundo: tenemos un asunto pendiente.

Y dicho esto, se introdujo en uno de los baños de la suite. Ranjit oyó correr agua y, pensándoselo mejor, se encogió de hombros y tomó asiento de nuevo. Con todo, hubo de esperar mucho más de un segundo. De hecho, habían transcurrido casi cinco minutos cuando volvió a aparecer T. Orion Bledsoe convertido en otra persona. Tenía la cara lavada y el cabello peinado, y llevaba una taza mediada de café solo humeante que debía de haberse servido, sin lugar a dudas, de la máquina que parecía formar parte de todos los cuartos de baño de los hoteles estadounidenses.

Sin ofrecer a su invitado otra taza ni explicación alguna, se sentó y, mirando la botella de whisky como asombrado de hallarla allí, preguntó en tono enérgico:

—Señor Subramanian, ¿le dicen algo los nombres de Whitfield Diffie y Martin Hellman?

Un tanto confuso por la brusquedad con que había cambiado tanto de tema como de conducta, aunque alentado en igual grado al ver que la conversación había entrado en un ámbito del que tenía, al menos, nociones, respondió:

—Claro, estamos hablando de criptografía de claves públicas. Son los creadores del procedimiento de Diffie, Hellman y Merkle.

—Exacto —respondió Bledsoe—. Creo que no hace falta que le diga que se encuentra en grave peligro por culpa de la informática cuántica.

Tenía razón. Aunque Ranjit jamás se había interesado de forma particular por la creación y el descifrado de códigos, si se exceptúa la proeza de dar con la contraseña de su profesor, no había en todo el planeta un solo matemático que no estuviese al tanto de aquel ámbito.

El procedimiento ideado por Diffie y Hellman se basaba en una idea muy sencilla, pero tan difícil de ejecutar que no había servido para nada hasta la aparición de ordenadores potentes de veras. El primer paso que había que dar para cifrar cualquier mensaje que quisiera tenerse en secreto consistía en representarlo como una serie de números. El modo más sencillo de hacer tal cosa consistía, por descontado, en sustituir la letra
a
con un 1; la
b
, con un 2, y así sucesivamente, hasta la
z
, a la que equivaldría el 26. (Evidentemente, a ningún criptógrafo del mundo de más de diez años de edad se le podía ocurrir tomar en serio un sistema tan trivial de sustituciones.) A continuación, esos números podían combinarse con otro número de porte colosal, al que llamaremos
N
, de modo que quedara oculta la sencilla permuta original. Bastaría, por lo tanto, añadir los números sustituidos a aquel N gigante.

Sin embargo,
N
encerraba también un secreto. Los criptógrafos lo creaban multiplicando dos números primos elevados, cosa que cualquier ordenador decente podía hacer en una fracción de segundo. No obstante, una vez obtenido el producto, tratar de descubrir cuáles habían sido los factores constituía una labor descomunal para la que aun las computadoras más rápidas podían necesitar no pocos años. De ahí que se denominara
cifrado ratonera
, pues en ésta resulta fácil entrar y casi imposible salir. Aun así, la criptografía de clave pública poseía una gran virtud: cualquiera podía codificar cualquier mensaje sirviéndose de la multiplicación de los dos números primos (hasta, pongamos por caso, un integrante angustiado de la resistencia francesa durante la segunda guerra mundial que fuese un paso por delante de la Gestapo y quisiera comunicar la dirección en que se movía un puñado de divisiones acorazadas alemanas); en tanto que sólo podía leerlo quien conociese los dos números primos.

Bledsoe tomó un sorbo de aquel café que comenzaba a enfriarse con rapidez.

—Se da la circunstancia, Subramanian, de que en este momento tenemos cierto tráfico de gran relevancia repartido por el mundo… No me pregunte de qué se trata, porque sólo tengo una ligerísima idea de lo que es y ni siquiera eso puedo revelarle. El caso es que en este momento importa más que nunca que dispongamos de un código indescifrable. Cabe la posibilidad de dar con un sistema de cifrado que no implique toda esa historia de multiplicación de números primos, y de ser así, nos gustaría contar con su ayuda.

Ranjit hizo cuanto pudo por no echarse a reír: le estaban pidiendo que encontrase lo que habían estado buscando todas y cada una de las agencias del mundo consagradas a la codificación desde 1975, año de la publicación del artículo de Diffie y Hellman.

—¿Y por qué han pensado en mí? —quiso saber.

—Cuando vi —respondió el otro pagado de sí mismo— las noticias relativas a su demostración del último teorema de Fermat, el asunto me recordó algo. ¿No es verdad que los matemáticos que investigan la cosa esa de las claves públicas usan lo que llaman «test de Fermat»? En ese caso, ¿quién podía saber más de eso que la persona que acababa de demostrar su teorema? Como había otros interesados en usted, comenzamos a hacer las gestiones necesarias para enrolarlo en nuestro equipo.

Al considerar todos los aspectos que volvían ridícula semejante idea, estuvo tentado de levantarse e irse, pues si bien era cierto que el test de Fermat servía de base a muchos métodos que se empleaban para identificar números primos, la de que la persona que había demostrado su último teorema fuera capaz de servir de ayuda en un proyecto relacionado con el desciframiento de claves públicas era, sin más, una conclusión ridícula.

De cualquier modo, aquélla era precisamente la oferta que le había pedido Gamini que aceptase, y ese hecho bastó para hacer que dominara sus ganas de reírse en la cara de Bledsoe y respondiera:

—¿Lo de «enrolar» quiere decir que me está ofreciendo trabajo?

—¡Claro, Subramanian, por Dios bendito! Se le proporcionarán todos los recursos que necesite, y al Gobierno de Estados Unidos no le faltan. Además, recibirá un salario generoso. ¿Qué le parecen…?

No pudo por menos de pestañear ante la cifra propuesta, suficiente para mantener a varias generaciones de Subramanian.

—Aceptable —se limitó a contestar—. ¿Cuándo empiezo?

—Ahora mismo no, me temo —declaró el otro con aire desabrido—. Hay que gestionar su habilitación de seguridad. No hay que olvidar que, en su país, pasó usted un par de meses en la trena bajo sospecha de haber participado en actividades terroristas.

—¡Menuda memez! —exclamó él, a punto de estallar—. Si yo no…

Bledsoe levantó la mano.

—Lo sé. ¿Cree usted que de lo contrario le estaría encomendando una misión así? Pero los encargados de dar el visto bueno a los que trabajan con nosotros se ponen de los nervios cuando oyen hablar de una banda de terroristas convictos como la de esos piratitas de usted. No se preocupe: está todo casi resuelto. Hemos tenido que recurrir a lo más alto; hasta ha hecho falta que intervenga la Casa Blanca. Tendrá usted su habilitación, aunque va a tener que esperar todavía un tiempo.

Con un suspiro, Ranjit optó por enfrentarse a la realidad.

—¿Cuánto? —preguntó.

—Tres semanas, quizá. Como mucho un mes. Lo mejor va a ser que siga con las charlas que tiene concertadas; yo me pondré en contacto con usted cuando tenga noticias para que venga a California.

No parecía quedar más alternativa.

—De acuerdo —aceptó—. Voy a necesitar su dirección para tenerlo al tanto de mi paradero.

Bledsoe sonrió enseñando dos pródigas hileras de dientes que Ranjit consideró semejantes a los de un tiburón.

—No se preocupe: sabré dónde encontrarlo.

* * *

Las tres semanas se trocaron en seis, y luego en dos meses. Ya había empezado a preguntarse cuánto duraría la generosidad de la fundación que se había hecho cargo de las cuentas de los hoteles en que se alojaban, y seguía sin noticias de Bledsoe.

—Es lo típico de la burocracia gubernamental —lo consolaba Myra—. Gamini te pide que aceptes el trabajo; tú dices que sí, y ahora no nos queda más remedio que ajustarnos a su calendario.

—Pero ¿dónde demonios está Gamini? —preguntó él enfurruñado.

Su amigo no había vuelto a dar señales de vida, y el mensaje que había enviado por correo electrónico al despacho de su padre a fin de solicitar su dirección había recibido por única respuesta la siguiente: «Se encuentra en el campo y no existe modo de localizarlo». Myra, al menos, pudo solazarse visitando a sus antiguos compañeros del MIT; pero Ranjit ni siquiera tenía eso. Cuando regresó al hotel, extenuada, resoplando y, por qué no decirlo, caminando como un pato, pero cargada de noticias sobre los logros impresionantes de algunos de sus colegas, la recibió con una pregunta inesperada:

—¿Qué me dices de coger el próximo avión a Sri Lanka?

Ella y su barriga tomaron asiento.

—¿Qué ocurre, cariño?

—Aquí no pintamos nada —anunció, guardando para sí el que, además, fuera hacía un frío espantoso—. He estado dándole vueltas a lo que dijo el señor Bandara. La de profesor titular de universidad no es mala vida. Además, voy a tener la posibilidad de investigar, y los dos sabemos que aún quedan por resolver otros muchos problemas de relieve. Si quieres que seamos ricos, podría tratar de dar con las imperfecciones de la ecuación de Black-Scholes, o si deseo un reto de verdad, siempre puedo recurrir al de
N
es igual a
NP.
Quien lo resuelva está llamado a revolucionar las matemáticas.

Myra se revolvió en la silla, tratando de ponerse cómoda, y al ver que no era posible, se inclinó hacia delante y estrechó entre las suyas la mano de su esposo.

—¿Qué es eso de
N
es igual a
NP
? —preguntó—. ¿Y la otra ecuación…?

La situación era peor de lo que ella había imaginado: Ranjit no mordió el anzuelo.

—El caso es —contestó él— que aquí estamos perdiendo el tiempo, y que no hay nada que nos impida dejarlo todo y volver a casa.

—Se lo prometiste a Gamini —le recordó ella—. Vamos a esperar sólo unos días más.

—Pocos —repuso con terquedad—: Una semana a lo sumo, y nos vamos de aquí.

* * *

Al final, no hizo falta tanto. Al día siguiente llegó un mensaje de teletexto que tenía por remitente al ex teniente coronel T. Orion Bledsoe. «Concedida habilitación —decía—. Preséntese en Pasadena cuanto antes.» Y lo cierto es que los dos estaban más que dispuestos a librarse de las inclemencias del clima de Boston. Sin embargo, estando listo ya el equipaje, a la espera de la limusina que iba a trasladarlos al aeropuerto Logan para que tomasen el vuelo que aterrizaría en el de Los Angeles, Myra se llevó de pronto la mano al vientre.

—¡Dios mío! —exclamó—. ¡Creo que eso ha sido una contracción!

Y estaba en lo cierto. Una vez que consiguió que Ranjit entendiese lo que estaba ocurriendo, no supuso complicación alguna hacer que el vehículo cambiara de rumbo para llevarlos al Hospital General de Massachusetts, en donde, seis horas después, se presentó ante el mundo por vez primera la pequeña Natasha de Soyza Subramanian.

CAPÍTULO XXIII

«Bill» el hortelano

E
n otra parte del cosmos, lejos, muy lejos de allí… No puede decirse que los grandes de la galaxia se hubieran olvidado de los revoltosos terrícolas, ya que, por constitución, eran incapaces de olvidar nada. Lo que ocurría era, sin más, que habían relegado al planeta Tierra al último recoveco de su mente colectiva para centrar su atención en asuntos más importantes o, cuando menos, más interesantes.

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