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Authors: Arthur C. Clarke y Frederik Pohl

El último teorema (28 page)

BOOK: El último teorema
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Todos aquellos elementos negativos tenían su compensación en la ciudad misma de Nueva York, tan distinta de Trincomali o aun de Colombo, y de hecho, de Londres.

—Es tan vertical… —comentó Ranjit a su esposa mientras la contemplaban de pie ante el ventanal de su habitación de hotel, situada en la planta sexagésimo sexta—. ¿Quién me iba a decir a mí que iba a dormir a estas alturas?

Aun así, en la urbe que se extendía ante ellos podía verse al menos una docena de edificios mucho más altos, y cuando caminaban por sus calles, no eran raras las ocasiones en que el sol apenas se veía por causa de ciclópeos muros de hormigón que sólo lo dejaban asomarse cuando se hallaba en lo más alto.

—Pero, eso sí: tiene un parque hermosísimo —señaló Myra con la vista clavada en el lago de Central Park, los gigantescos apartamentos que bordeaban su perímetro a lo lejos y los techos remotos del zoológico.

—No, si no me quejo —repuso Ranjit, quien en realidad tenía poco por lo que protestar. Aunque para llegar al despacho de que disponía Dhatusena Bandara en el edificio de las Naciones Unidas apenas había que atravesar la ciudad, el titular se encontraba en otro lugar, consagrado a una misión sobre la que nadie había tenido a bien ofrecer detalles. Así y todo, su oficina había puesto a disposición de la pareja a una joven señorita que los había hecho subir a la última planta del Empire State y probar el suntuoso deleite de la sopa de ostras que servían en la vieja estación de ferrocarriles Grand Central, y se había ofrecido a sacarles entradas para cualquier espectáculo de Broadway que quisieran ver. La idea no resultó demasiado atractiva a Ranjit, quien no había visto jamás más interpretaciones que las de la pantalla; pero Myra estaba encantada. Y eso bastó para complacerlo a él, quien, por otra parte, había descubierto el Museo de Historia Natural a escasas manzanas de allí. La institución era maravillosa por derecho propio en cuanto dechado de las construcciones museísticas a las que tanto se había aficionado el joven, y contaba además con un planetario de grandes dimensiones que ocupaba toda la zona septentrional. En realidad, la estructura erigida en Central Park West superaba con creces cuanto uno pudiese imaginar por «planetario».

—¡Ojalá estuviese aquí Joris! —exclamó él en más de una ocasión mientras recorrían las salas en que se hallaban expuestos los objetos apasionantes que conformaban la colección.

Entonces, cuando hacía ya mucho que Ranjit había dejado de tener esperanzas en verla aparecer, se presentó, de improviso, la única persona capaz de convertir en inolvidable una visita agradable. Al ir a abrir la puerta de la suite, persuadido de que quien había llamado no podía ser sino una camarera pertrechada con un juego de toallas limpias, se encontró con que al otro lado del umbral se hallaba, sonriente, Gamini Bandara sosteniendo en una mano un ramo de rosas para Myra y en la otra una botella de buen aguardiente de cocotero ceilanés para compartir con él. Como era la primera vez que estaban juntos desde la boda, tuvo lugar un rápido bombardeo de preguntas. ¿Les había gustado Inglaterra? ¿Qué opinaban de Estados Unidos? ¿Cómo andaban las cosas por Sri Lanka? Iban los hombres por la tercera ronda de licor cuando Myra reparó en que toda la conversación se había reducido a responder ella y su esposo las interrogaciones que formulaba su amigo.

—¿Y tú, Gamini? —dijo al fin—. ¿Qué estás haciendo en Nueva York?

Sonriente, extendió los brazos.

—Asistir a una puñetera reunión tras otra. ¡A eso me dedico!

—Pero —intervino Ranjit— ¿no estabas en California?

—Sí, es verdad; pero está pasando de todo en el ámbito internacional, y aquí está la sede de las Naciones Unidas, ¿no? —Tras apurar de un trago la tercera copa, adoptó un gesto más serio—. En realidad, he venido a pedirte un favor.

—Tú dirás —respondió enseguida él.

—No te precipites —le reprochó Gamini—. Supone estar comprometido un tiempo, aunque tampoco es mal cometido. Así que, si no te importa, voy a ir al grano. Durante tu estancia en Washington, se va a poner en contacto contigo un tal Orion Bledsoe, un tipo sacado de una película de cine negro que ocupa un puesto significativo en una sección del Gobierno de la que la gente normal no sabe nada. Su hoja de servicios no es de risa: estuvo en la primera guerra del Golfo, en todos los follones que hubo en lo que era Yugoslavia y en la segunda del Golfo, la que tuvo lugar en Iraq y fue mucho peor que la primera. En todos estos conflictos recibió, por este orden, la herida que le valió la pérdida del brazo derecho, la medalla del Corazón Púrpura, la Cruz de la Armada y, por fin, el cargo que ocupa ahora.

—¿Es decir…? —quiso saber Ranjit cuando vio que Gamini hacía ademán de detenerse.

Su amigo meneó la cabeza.

—¡Venga, Ranj! Eso voy a dejar que te lo cuente él mismo. Tengo que respetar ciertas reglas, ¿sabes?

—Pero ¿se trata de un puesto de trabajo de verdad?

Gamini volvió a guardar silencio.

—Sí, sí —aseveró al fin—. Lo que pasa es que tampoco puedo decirte ahora en qué consiste. Lo importante es que vas a hacer algo útil para la humanidad. A Bledsoe sólo lo necesitamos para que te proporcione la habilitacón de seguridad que necesitas.

—¿Que necesito para qué?

Sonriendo, su amigo volvió a cabecear, y a continuación un tanto turbado, señaló:

—Tengo que advertirte que Bledsoe es uno de esos carrozas que parecen de los tiempos de la guerra fría, y que es un poco capullo. Pero una vez que estés metido en el ajo, no tendrás que volver a verlo mucho. Además —añadió—, ya que cuando estoy en Estados Unidos suelo alojarme a menos de media hora de coche de esa parte del mundo, lo más seguro es que nos veamos mucho más, si es que eso te parece soportable. —Y tras hacer un guiño a Myra, se disculpó haciendo saber que llegaba tarde a otra de sus dichosas reuniones en la punta opuesta de la ciudad, expresó su deseo de volver a verlos cualquier día en Pasadena y se marchó.

Ranjit y su esposa se miraron.

—¿Dónde está Pasadena? —preguntó él.

—En California, si no me equivoco —respondió Myra—. ¿Crees que es allí donde vas a trabajar? Si aceptas el empleo, claro.

Él sonrió con cierta exasperación.

—Quizá no estaría mal pedir al padre de Gamini que nos diese más información.

* * *

Y eso hicieron, o cuando menos, dejaron recado de ello en su despacho. Sin embargo, no recibieron respuesta alguna de inmediato. En realidad, no supieron nada hasta dar el saltito que separaba el aeropuerto neoyorquino de La Guardia del Aeropuerto Nacional Ronald Reagan de Washington, en donde los recibió la comitiva de las Tres Aes y Una Ce, y hallarse instalados en su nuevo hotel, desde donde podían contemplar el Capitolio y llegar caminando al National Mall. Para colmo, todo lo que decía la comunicación del señor Bandara era: «Gamini me ha asegurado que la persona que quiere que conozcas puede serte de gran ayuda». Pero no especificaba para qué, o qué interés tenía su amigo al respecto; así que Ranjit acabó por darse por vencido con un suspiro. Aquello, en realidad, no fue una gran decepción, puesto que Washington resultó estar llena de cosas que le llamaban la atención de un modo más poderoso que el trabajo incierto que pudiese ofrecerle una persona a la que aún no había conocido y que respondía por Orion Bledsoe.

La primera de dichas cosas era el célebre conjunto museístico (célebre a despecho de Ranjit, quien no había oído hablar jamás de él antes de pisar la ciudad) que recibía la denominación colectiva de Smithsonian Institution, y al que llegaron escoltados por voluntarios entusiastas de la AAAC. Si el Museo Británico de Londres y el de Historia Natural de Nueva York lo habían fascinado, la estructura de la Smithsonian y el ingente material que contenía lograron dejarlo atónito. Sólo tuvo tiempo de visitar el Museo del Aire y del Espacio y echar una mirada rápida a uno o dos de los otros; pero en la colección dedicada a la astronáutica tuvo ocasión de contemplar, entre muchísimas otras cosas, una maqueta en funcionamiento (aunque no a escala) del ascensor espacial de Artsutanov que en aquel momento empezaba a desplegarse en dirección al firmamento que se extendía sobre Sri Lanka.

A todo esto había que sumar la dichosa convención de la AAAC, cuya conferencia inaugural pronunció con éxito notable, y en cuyos actos podía curiosear a su antojo. Téngase en cuenta que este genio a quien se tenía por uno de los cerebros más respetados del planeta, tal como hacían patente los tres doctorados que le habían sido concedidos por sendos centros académicos de entre los más prestigiosos del mundo (pese a que, en realidad, jamás había llegado a acabar la licenciatura), este moderno Fermat o aun Newton redivivo, nunca había tenido la suerte de participar en convención científica de ningún género, si no era para ejercer de ponente principal, y por lo tanto no tenía la menor idea de que fuese posible aprender tantas cosas de tantas materias diferentes. Una vez cumplidos sus propios menesteres, tenía la potestad de disfrutar con total libertad de semejante oportunidad, y no pensaba desaprovecharla. Así, asistió a sesiones que giraban en torno a cosmología o tectónica marciana (y venusiana o aun del satélite de Júpiter llamado Europa) y hasta a una titulada «Inteligencia mecánica y conciencia del yo», que atrajo sobre todo a Myra, aunque también logró maravillarlo a él, amén de a otras consagradas a sabe Dios qué más aspectos recónditos de cuántas otras áreas de la investigación humana antes desconocidas (por él) y presentes, sin embargo, en el sugestivo menú que ofrecía la convención.

Myra se mantuvo a su lado casi en todo momento, tan embrujada como él por aquel abanico de erudición humana. Una de las excepciones, la principal, fue la de la siesta diaria que debía dormir a instancia de su marido, pues así se lo había recomendado uno de los médicos del matrimonio.

—Te estás preparando para tener un niño —le recordaba a diario, por más que ella nunca hubiese dudado tal cosa.

Entonces, un día, estando ya cerca el último de la convención, Ranjit la estaba arropando cuando llegó a ellos un pitido suave procedente de su teléfono. Se trataba de un mensaje que rezaba:

Le estaría agradecido si pudiésemos vernos en mi suite en algún momento del día para discutir cierta propuesta que creo que puede interesarle.

T.O. Bledsoe, Tte. Cnel. Cim EE.UU.(res.)

Ranjit y Myra se miraron.

—Es el hombre del que nos habló Gamini en Nueva York —anunció él, y ella lo corroboró agitando la cabeza con gesto enérgico.

—Claro que sí. Venga: ve a verlo, entérate de qué es lo que quiere y ven luego para contármelo todo.

* * *

El conjunto de habitaciones en que se alojaba T. Orion Bledsoe, teniente coronel en la reserva, era mucho más espacioso que el que les había proporcionado la AAAC a ellos dos. Hasta la fuente de fruta que habían dispuesto sobre la mesa de la sala principal era mayor, amén de estar acompañada por una botella sin abrir de Jack Daniel’s, hielo, vasos y bebidas con las que combinarlo.

El tal T. Orion Bledsoe no era mucho más alto que Ranjit, lo que para un estadounidense no era tener precisamente una gran estatura, y contaba al menos cuatro lustros más que él. Sin embargo, conservaba aún todo el cabello, y estrechaba la mano con gran vitalidad, aunque para ello y para hacer entrar al recién llegado hubo de servirse de la izquierda.

—Pase, pase, señor… mmm… Tome asiento. ¿Le está gustando nuestro Distrito de Confusión? —Sin esperar respuesta alguna, lo condujo hasta la mesa—. ¿Le apetece una copa? Siempre que el amigo Jack no le resulte demasiado fuerte, claro.

Ranjit reprimió una sonrisa, pues costaba imaginar que nadie que hubiese pasado los dieciséis años de edad bebiendo aguardiente de cocotero pudiera arredrarse ante ninguna bebida estadounidense.

—Sí, gracias —respondió—. Su mensaje decía algo de una propuesta que…

Bledsoe lo miró con gesto de reproche.

—Dicen que los estadounidenses andamos siempre con prisas; pero la experiencia me dice que son ustedes, los extranjeros, quienes más se precipitan. Claro que quería hablarle de algo, pero antes de hacer negocios me gusta conocer algo más a la gente. —Mientras pronunciaba estas palabras, sostenía con la mano derecha, la misma de la que no había hecho uso al entrar él, la botella al tiempo que rompía el precinto con la otra. Entonces, al advertir que Ranjit tenía la mirada fija en ella, soltó una risita—. Es una prótesis —reconoció, aunque en su voz había mucho de alarde—. Tiene un diseño de lo mejorcito. Hasta podría dar la mano con ella si quisiese, aunque prefiero no hacerlo: si no puedo sentir el tacto de la mano que me ofrecen, ¿qué gracia tiene? Además, si apretase más de la cuenta por un descuido, puede que el otro tuviera que echar a correr a una ortopedia para hacerse con otra.

Aquel brazo artificial era de veras eficaz, según pudo comprobar mientras hacía propósito de contárselo a Myra. Una vez abierta la botella, la mano sirvió la misma cantidad de whisky, unos dos dedos, en cada vaso antes de tender a Ranjit el suyo. Entonces, Bledsoe observó con atención si su invitado tenía intención de mezclarlo con alguno de los refrescos, y al ver que no, hizo un leve gesto de aprobación y tomó un sorbo de su propio licor.

—A esto lo llamamos whisky de degustación. Uno puede tomárselo de un trago si quiere (estamos en un país libre); pero vale la pena darle una oportunidad. ¿Conoce Iraq?

Ranjit, sorbiendo una porción del licor como muestra de cortesía ante su anfitrión, meneó la cabeza.

—Allí fue donde me gané esto —afirmó mientras daba golpecitos al brazo de imitación con la mano de verdad—, mientras los chiíes y los suníes se esforzaban en matarse unos a otros y todavía sacaban tiempo para matarnos a nosotros. Una guerra equivocada, en el lugar equivocado y por motivos equivocados.

El convidado hizo lo que pudo para mostrarse interesado en cuanto le exponía Bledsoe, y se preguntó si no iría a añadir que la de Afganistán, o quizá la de Irán, habían sido guerras acertadas. Pero no.

—Lo que teníamos que haber hecho era machacar a los de Corea del Norte —proclamó su anfitrión—. Con diez misiles lanzados en otros tantos lugares estratégicos los habríamos dejado fuera del juego.

Ranjit tosió.

—Por lo que tengo entendido —dijo, tomando otro trago de su Jack Daniel’s—, el problema de luchar con Corea del Norte es que tienen un ejército grande y muy moderno, y lo tienen apostado en la frontera misma, a menos de cincuenta kilómetros de Seúl.

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