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Authors: Arthur C. Clarke y Frederik Pohl

El último teorema (33 page)

BOOK: El último teorema
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—Lo firmó de su puño y letra —aseguró Gamini con orgullo—, y no con una de esas máquinas. Yo lo vi.

Ranjit dejó el vaso con lo que quedaba de bebida, que permanecería intacto para siempre, e inquirió:

—Gamini, ¿de qué parte de todo este tinglado eres tú responsable?

El visitante se echó a reír.

—¿Yo? De casi nada: soy sólo el chico de los recados de mi padre. Él me dice lo que tengo que hacer, y yo lo hago. Como cuando tuve que reclutar a los de Nepal.

—De eso llevo yo tiempo queriendo preguntarte —intervino Myra, apreciando discretamente el aroma del whisky sin llegar a probarlo—. ¿Por qué nepaleses?

—Por dos motivos: primero, porque sus bisabuelos sirvieron en las filas del ejército británico, en donde los llamaban
gurjas
y los tenían por los soldados más duros e inteligentes de cuantos luchaban con ellos. Además, como no se parecen a los estadounidenses, a los chinos ni a los rusos, nadie ha enseñado a los norcoreanos a odiarlos desde la cuna como a éstos. —Tras oler su bebida, soltó un suspiro y dejó el vaso en la mesa—. Son como tú y como yo, Ranjit —añadió—, y ésa es la razón por la que podemos ser tan útiles a Pax per Fidem. ¿Qué dices? ¿Puedo alistarte hoy mismo?

—Cuéntanos más —intervino Myra con rapidez, antes de que su esposo tuviese oportunidad de hablar—. ¿Cuál va a ser su trabajo?

Gamini sonrió.

—En fin… No es, ni por asomo, lo que iba a ofrecerte hace tiempo. En aquel momento, pensaba que podías echarme una mano ayudando a mi padre; pero entonces no eras un personaje famoso.

—¿Y ahora? —insistió ella.

—En realidad, aún no tenemos respuesta —confesó Gamini—. Trabajarías para el consejo, y lo más seguro es que éste te pida que hables en su nombre en las ruedas de prensa, que promuevas ante el mundo el ideario de Pax per Fidem…

Ranjit frunció el ceño entre burlas y veras.

—Y para hacer eso ¿no voy a tener que saber más acerca del proyecto?

Gamini suspiró.

—¡El Ranjit de siempre! —exclamó a continuación—. Tenía la esperanza de iluminarte y lograr que te enrolases sin más; pero claro, conociéndote, imaginé que ibas a querer más información; así que te he traído lectura. —Y echando mano al maletín que llevaba consigo, sacó de él un sobre con documentos—. Digamos que son tus deberes, Ranj. Supongo que lo mejor que podéis hacer, los dos, es leerlos y comentarlos esta noche. Mañana vendré para invitaros a desayunar, y entonces estaré en situación de formularte la gran pregunta.

—¿Y cuál es esa gran pregunta? —quiso saber.

—¿Cuál va a ser? Si quieres ayudarnos a salvar el planeta.

* * *

Natasha tuvo, aquella noche, menos tiempo para jugar del que solía, aunque, a pesar de hacer saber a sus padres con algún que otro sollozo que no había pasado por alto aquel hecho, no tardó en quedarse dormida; de modo que Myra y Ranjit pudieron centrarse en las tareas que les había puesto Gamini.

Había dos series de papeles. Una consistía, al parecer, en una propuesta de constitución para (supusieron) el país que había sido la Corea del Norte de uno u otro dictador. Los dos la leyeron con atención, claro, aunque la mayor parte estaba conformada por cuestiones de procedimiento que la hacían semejante a la estadounidense que habían conocido en la escuela. Con todo, había ciertas diferencias, pues el documento contenía un par de párrafos que hacían imposible toda comparación. En uno de ellos se declaraba que la nación no podría entrar en guerra en ninguna circunstancia (lo que hacía pensar en la Constitución que Estados Unidos redactó para el Japón después de la segunda guerra mundial); en otro, que no estaba presente en ningún otro código del que tuvieran noticia, se describían algunos métodos, un tanto insólitos, de selección de altos funcionarios que dependían en gran medida de la informática; y en el tercero se disponía que todas las instituciones del país (incluidas no sólo las gubernamentales, fuera cual fuere su categoría, sino también las educativas, científicas y aun las religiosas) habrían de permitir el acceso de observadores a todas y cada una de sus funciones.

—¡Supongo que debe de ser esto a lo que se refería Gamini al hablar de transparencia! —señaló Ranjit.

El otro documento versaba sobre cosas más tangibles, y así, describía el modo como el secretario general había resuelto, con la mayor reserva posible, la creación de un consejo independiente, formado por veinte personas, a fin de dirigir Pax per Fidem. En la relación de integrantes figuraban representantes de diversas naciones, que iban desde las Bahamas, Brunei y Cuba hasta Tonga y Vanuatu (a quienes precedía también Sri Lanka). Además, el escrito se mostraba más preciso en relación con el concepto de
transparencia
(en latín, el término
fides
que integraba la denominación del organismo equivalía en general a todo aquello que hace digno de confianza a alguien). En pro de ella, el organismo debía crear un cuerpo de inspectores respecto del cual se exigía la misma diafanidad.

—Supongo que querrán que formes parte de ese «cuerpo de inspectores» —dijo Myra mientras apagaba la luz.

—A lo mejor —contestó él tras un bostezo—; pero antes de comprometerme a nada, tendrán que dejarme más claro qué es lo que se espera de mí.

* * *

A la mañana siguiente, Gamini hizo cuanto estuvo en sus manos por responder a todas sus preguntas.

—He hablado con mi padre para intentar averiguar el grado de libertad que te van a otorgar, y te puedo asegurar que no va a ser poco. Él está convencido de que vas a poder moverte a voluntad por toda la organización y observar cuanto estamos haciendo, con la única excepción de lo que tiene que ver con el Trueno Callado. Es decir, que no podrás saber de cuántas armas disponemos ni para qué las queremos, porque ésa es información a la que sólo tienen acceso los del consejo. Sin embargo, estarás al corriente de todo lo demás. De hecho, podrás estar presente en la mayoría de las sesiones del consejo, y hacer llegar a sus miembros cualquier queja o sugerencia.

—¿Y si da con algún fallo y el consejo no hace nada por enmendarlo? —terció Myra.

—En tal caso, tendrá la facultad de exponerlo ante la prensa mundial —respondió Gamini con presteza—. Por eso hablamos de transparencia. Bueno, ¿qué te parece? ¿Quieres saber algo más antes de darme una respuesta?

—Un par de cosas —dijo su amigo con suavidad—. El consejo ese… ¿qué asuntos trata cuando se reúne?

—Sobre todo, se dedica a hacer planes frente a cualquier contingencia. No puedes efectuar un cambio de régimen sin asegurarte de que la población dispondrá de una sociedad viable después de la transformación. Hemos aprendido de lo que ocurrió en Alemania después de 1918 y en Iraq tras 2003, y sabemos que no se trata sólo de garantizar que el pueblo tendrá alimento y recuperará el suministro eléctrico lo antes posible, ni de asegurarse de poner en acción un cuerpo de policía que evite el pillaje; sino de ofrecerle la oportunidad de formar su propio Gobierno. Además, por supuesto, hay que pensar en el futuro. Hay un buen número de guerras menores y de amenazas de nuevos conflictos, y el consejo está pendiente de todos.

—Espera —lo interrumpió Myra—. ¿Estás diciendo que pueden volver a usar la cosa esa, el Trueno Callado, en otras partes del mundo?

Gamini le dedicó una sonrisa cariñosa.

—Myra, amor mío —le dijo—, ¿qué te ha hecho pensar que íbamos a detenernos en Corea del Norte?

Entonces, advirtiendo el gesto que había asomado al rostro de sus amigos, añadió en tono herido:

—¿Qué pasa? No será que no confiáis en nosotros, ¿verdad?

Fue ella quien respondió, o más bien replicó, por cuanto no puede decirse que fuera una contestación precisa a la precisa pregunta que se le había planteado:

—Gamini, ¿has leído, por casualidad,
1984?
La publicó, en Inglaterra, a mediados del siglo pasado, un hombre llamado George Orwell.

—¡Claro que la he leído! —contestó él ofendido—. Mi padre es un gran admirador suyo. ¿Estás tratando de compararnos con el Gran Hermano? Porque debes tener presente que el secretario general ha contado con la aprobación unánime del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas para cada uno de los pasos que hemos dado.

—No es eso, Gamini, cariño; estoy pensando, más bien, en la manera como se divide el mundo en la novela. En ella hay sólo tres potencias, porque el resto ha quedado sometido a ellas por conquista: Oceanía, con lo que Orwell se refiere, sobre todo, a Estados Unidos; Eurasia, es decir, Rusia, que aún era la Unión Soviética, y Estasia, o sea, China.

Gamini no hizo nada por disimular su enojo.

—¡Pero, Myra! No creerás que las naciones que han creado Pax per Fidem tienen la intención de dividirse el planeta, ¿no?

Una vez más, ella optó por responder con una pregunta:

—No tengo ni idea de lo que puede estar planeando ninguna de ellas, Gamini. Espero que no sea el caso; pero si lo es, ¿qué va a detenerlas?

* * *

Cuando se marchó Gamini (quien no había dejado de ser amigo, y de los mejores, del matrimonio, aunque en adelante la pareja no iba a verlo con demasiada frecuencia), Ranjit se dirigió a su esposa con estas palabras:

—Bueno, y ahora, ¿qué hacemos? El presidente me ha relevado del puesto que tenía aquí, y yo acabo de renunciar al que me ofrecían él y Gamini. Su padre —y al reparar en ello no pudo por menos de fruncir el entrecejo— también quería que lo aceptase, y supongo que no le habrá hecho gracia que haya dicho que no; así que no sé si seguirá en pie la oferta de trabajar en la universidad.

CAPÍTULO XXVIII

A buscarse la vida

E
ntre los defectos que pudieran achacarse al señor Dhatusena Bandara no se contaba, sin duda, el afán de venganza. La universidad estaría encantada de recibir al doctor (honoris causa, eso sí) Ranjit Subramanian en calidad de profesor titular numerario, y dispuesta a hacer efectivo de inmediato su nombramiento (y el sueldo correspondiente) aunque su incorporación real se produjera cuando él lo estimara conveniente. Asimismo, se ofrecía a hallar un puesto docente a la doctora (en este caso de veras, y no honoraria) Myra de Soyza Subramanian. Ni que decir había que no podría gozar de la misma posición que su esposo, ni tampoco de igual retribución, y aun así…

Y aun así, ¡volvían a Sri Lanka! Si el presidente de Estados Unidos tenía algo que objetar a la renuncia de su oferta de empleo por parte de Ranjit, lo cierto es que no lo expresó. Ni él, ni tampoco nadie más. Ranjit recogió las pocas pertenencias que tenía en el despacho, y si es cierto que el encargado de mantenimiento, que resultaba ser también el de seguridad, lo ayudó a recogerlo todo, y que se le pidió que entregara sus pases, distintivos y tarjetas de identidad, nadie los molestó en el apartamento, en la terminal de vuelo ni en el interior de los aviones en que embarcaron. Natasha viajó entre los dos, en un asiento reclinable, sin lanzar un sollozo.

Huelga decir que en el aeropuerto de Colombo los estaba esperando
mevrouw Vorhulst
, pues había quedado claro que lo mejor era que volvieran a alojarse en su casa.

—Sólo hasta que encontremos apartamento —advirtió Myra mientras aquélla la recibía con un abrazo.

—Todo el tiempo que queráis —respondió—. Joris no va a consentir otra cosa.

* * *

Aquellas aulas universitarias tenían para Ranjit algo muy extraño: cuando había deseado sobre todas las cosas salir de ellas, le habían parecido angostas y opresivas, y en aquel momento, que entraba a ellas en calidad de profesor sin haberse tenido que enfrentar nunca a una clase, se le hacía semejante a una tribuna de dimensiones colosales en la que se aglomeraba un jurado compuesto por jóvenes de uno y otro sexo ávidos de procesarlo, cuyos ojos seguían infalibles cada uno de sus movimientos, en tanto sus oídos aguardaban con impaciencia las grandes revelaciones que iba a transmitirles acerca de los secretos más recónditos del mundo de los matemáticos.

Lo que lo desconcertaba no era sólo cómo debía dar de comer a aquella nidada de polluelos hambrientos, sino con qué iba a alimentarlos. Cuando el departamento de personal de la universidad le había dado la bienvenida, había tenido la generosidad de dejar a su albedrío la naturaleza exacta de su cometido.

Y lo cierto era que no sabía qué hacer. Era muy consciente de que necesitaba ayuda, y concibió la esperanza de encontrarla en el doctor Davoodbhoy, el hombre que había desplegado un proceder tan ejemplar durante el episodio del robo de la contraseña. Resultó que aquél no sólo seguía en el centro, sino que, debido al desgaste natural producido por fallecimientos y jubilaciones, había subido un grado o dos en la escala de autoridad. De cualquier modo, no había gran cosa que ofrecer.

—Mira, Ranjit —le dijo—. Puedo tutearte, ¿verdad? Ya sabes cómo funcionan todas estas cosas. Nuestra modesta universidad no abunda precisamente en celebridades mundiales. El departamento de personal está loco de alegría por tenerte aquí, pero no tiene ni idea de lo que hacer contigo. Te harás cargo de que, en realidad, no se te está pidiendo que te centres demasiado en la docencia. Tampoco tenemos muchos profesores especializados en la investigación, aunque existe tal posibilidad.

—¡Vaya! —exclamó pensativo Ranjit, y siguió meditando un momento antes de añadir—: Supongo que podría echar un vistazo a alguno de los problemas que quedan sin resolver: las hipótesis de Riemann, Goldbach, Collatz…

—Por supuesto —respondió Davoodbhoy—, pero no renuncies a enseñar antes de haberlo probado. ¿Por qué no organizamos un par de seminarios rápidos que puedan servirte de práctica? Cosas así pueden anunciarse sin mucha antelación.

Entonces, cuando el joven se disponía a abandonar el despacho, considerando aquella idea, añadió:

—Otra cosa, Ranjit. Tenías razón en lo relativo a Fermat, y yo estaba equivocado. En toda mi vida, he tenido que decir esto muy pocas veces, y eso me hace muy proclive a confiar en tu criterio.

* * *

Por halagüeña que le resultase la confianza que había depositado en él el rector, Ranjit no podía decir que se sintiese tan seguro. El primer seminario tenía por nombre el de
Fundamentos de la teoría de los números.

—Voy a darles una visión de conjunto de la disciplina —prometió a Davoodbhoy, quien puso en marcha de inmediato el proyecto.

El curso iba a tener una duración de seis semanas, con sesiones de cuatro horas circunscritas a un máximo de veinticinco alumnos de graduado, licenciatura o posgrado. Él no le había prestado mucha atención a la materia desde los tiempos en que comenzó su fascinación por la célebre anotación marginal de Fermat, motivo por el cual hubo de escarbar en la biblioteca en busca de manuales en los que basarse, y tratar de mantenerse al menos una docena de páginas por delante de los alumnos, inteligentes y rápidos hasta extremos alarmantes, que se habían matriculado en el curso.

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