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Authors: Arthur C. Clarke y Frederik Pohl

El último teorema (34 page)

BOOK: El último teorema
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Por desgracia, éstos no tardaron en darse cuenta de lo que estaba haciendo.

—Los estoy aburriendo. Lo que yo hago lo pueden leer en los libros —confesó a Myra aquella noche.

—No digas tonterías —respondió ella, siempre dispuesta a apoyarlo; pero entonces, cuando él repitió algunos de los comentarios que habían hecho los estudiantes, respetuosos aunque muy poco impresionados, sentenció—: Lo que tienes que hacer es fomentar el contacto personal con ellos. ¿Por qué no les haces alguno de tus juegos de aritmética binaria?

Y así lo hizo, dado que no tenía ninguna idea mejor. Les enseñó el método que usaban los campesinos rusos para multiplicar y el modo de contar con los dedos hasta mil veintitrés, y les hizo el truco de adivinar las permutaciones de caras y cruces que podía arrojar una hilera de monedas de longitud desconocida (empleó monedas de verdad, y dejó que los alumnos le vendasen los ojos mientras uno de ellos tapaba parte de la fila). Myra estaba en lo cierto: todos se lo pasaron en grande. Uno o dos de ellos pidieron, de hecho, que les enseñara más; de modo que hubo de recurrir una vez más a los anaqueles de la biblioteca. Allí dio con un ejemplar antiguo de cierto libro de Martin Gardner sobre rompecabezas y acertijos matemáticos, y con ello logró salir ileso de las seis semanas que duró el seminario. O al menos, eso pensó.

Cierto día, el doctor Davoodbhoy lo invitó a pasar por su despacho.

—Espero que no te importe, Ranjit —le dijo mientras servía dos copas de jerez—; pero el caso es que, de tanto en tanto, y sobre todo cuando estamos probando algo nuevo, tenemos costumbre de pedir la opinión de los alumnos. Y acabo de echarle un ojo a lo que han dicho de tu seminario.

—Vaya; espero que todo haya ido bien.

El rector dejó escapar un suspiro.

—Me temo que no del todo —anunció.

* * *

Tenía razón: no podía decirse que los estudiantes estuviesen contentos, tal como reconoció aquella noche Ranjit durante la cena.

—Algunos dicen que, en lugar de matemáticas, sólo les he enseñado trucos de prestidigitador de sala de fiestas —hizo saber a su esposa y a su anfitriona—, y casi todos han dejado claro que no les hace gracia que les cuenten, sin más, lo que pueden encontrar en los manuales.

—Pues yo tenía entendido que se lo habían pasado bien con las curiosidades —apuntó
mevrouw
Vorhulst frunciendo el ceño.

—Supongo que disfrutaron… en cierto sentido; pero dicen que no era eso lo que buscaban cuando se matricularon. —Comenzó a pelar una naranja con aire lúgubre—. Eso ya puedo imaginármelo; pero el problema es que no sé qué es lo que quieren.

Myra le dio unos golpecitos en la mano y aceptó de él un gajo.

—Bueno —dijo—; por eso organizasteis el seminario, ¿no? Para ver si se te daba bien. Y si ha resultado que no, puedes probar otra cosa. —Enjugándose el zumo de los labios, se inclinó hacia delante y le besó la coronilla—. Vamos a bañar a Tashy, y luego podemos darnos un chapuzón en la piscina para alegrar esos ánimos.

Y así lo hicieron, y cierto es que la experiencia resultó reconfortante. A decir verdad, en la residencia de los Vorhulst todo parecía alentador. El servicio estaba orgulloso, a ojos vista, de tener allí a tan ilustres invitados, y huelga decir que todos habían convertido a Natasha en la niña de sus ojos. Y aunque Myra seguía invirtiendo una hora o dos al día en buscar un piso al que pudieran mudarse los tres, hasta entonces no había sido capaz de dar con ninguno. Los había que resultaban prometedores a primera vista, pero su tía se ofrecía diligente, en cada uno de los casos, a poner de relieve los defectos que hubiese podido pasar por alto: la calidad del vecindario, la distancia que lo separaba de la universidad, el tamaño de las habitaciones, la escasez de luz… Había mil y un aspectos que podían convertir un piso en poco apto para los Subramanian, y Beatrix Vorhulst se mostraba muy ducha en encontrarlos todos.

—Lo único que quiere, claro —había comunicado Myra a su marido cierta noche, mientras charlaban ya acostados—, es que nos quedemos aquí con ella. Sin Joris, supongo que se encuentra sola.

Dormitando, Ranjit le había contestado:

—Ajá… —Y tras un bostezo, había añadido—: Desde luego, hay cosas mucho peores que permanecer en esta casa.

Lo cual era una verdad indiscutible: en la residencia de los Vorhulst podían satisfacer sin el menor esfuerzo cada una de sus necesidades a un precio del que no podían quejarse. Aunque él había rogado a la familia que le permitiera reembolsar al menos los gastos que conllevaba el hecho de tenerlos allí hospedados, la señora de la casa se había negado (en tono cariñoso, sí, pero irrefutable).

—En fin —dijo Ranjit aquella noche de holganza al lado de la piscina—. Si le da gusto consentirnos de este modo, ¿por qué se lo vamos a impedir?

Lo que deseaba era que el mundo exterior fuese tan placentero como el que tenían de puertas adentro; pero no: pese al ejemplo coreano, el globo terrestre seguía acribillado de guerras menores y actos de violencia. A raíz de la irrupción del Trueno Callado se había dado cierta pausa hiposa cuando asaltó a los combatientes de todo el planeta la duda de si no iban a ser ellos los próximos. Y al ver que aquel nuevo ingenio guardaba silencio, apenas hizo falta un mes para que volviesen a sonar como de costumbre el fragor de los cañones y las bombas fuera de las fronteras de Corea del Norte.

De cuando en cuando, Ranjit experimentaba el deseo de recibir una visita de Gamini Bandara e informarse así de la visión que se tenía de todo aquello entre bastidores. No obstante, su amigo debía de estar muy ocupado enderezando la situación de los antiguos dominios del Dirigente Adorable. De hecho, allí estaba ocurriendo de todo: las líneas de transmisión del país volvían a funcionar, y las granjas que habían quedado abandonadas por haber tenido que sentar plaza en el ejército quienes trabajaban en ellas volvían a labrarse. Hasta comenzaban a fabricarse algunos bienes de consumo y se recibían informes desconcertantes acerca de proyectos de futuros comicios, rumores singulares que ni los Subramanian ni el resto de cuantos con ellos hablaban llegaban a entender por entero. Todo apuntaba a que los medios informáticos iban a tener un papel fundamental en el proceso, aunque nadie sabía con exactitud de qué manera.

Con todo, Myra y Ranjit hubieron de admitir, cuando dialogaban de noche, abrazados, que la mayoría de cuanto ocurría a su alrededor daba la impresión de estar mejorando algo, o al menos no estar empeorando tanto, respecto de los tiempos que habían precedido al derrocamiento del régimen norcoreano. La mayoría, claro; y en ella no se incluía necesariamente la trayectoria académica docente de Ranjit.

El problema radicaba en que no acababa de ponerla en marcha. Después de la pésima acogida que había tenido su primer seminario, se resolvió a no sufrir semejante suerte en su segundo intento. Pero ¿qué podía hacer? Tras mucho pensar, llegó a la conclusión de que podía presentar al alumnado una recapitulación de la larga historia de la relación, fructuosa a la postre, que había mantenido con el legado de Fermat. El doctor Davoodbhoy se avino a ofrecer el curso, asegurándole con cierta tibieza que valía la pena intentarlo.

Los estudiantes, sin embargo, no opinaban lo mismo. Debía de haberse corrido la voz de lo insulso de su primer seminario, y aunque hubo algunos matriculados, fueron muchos más los que hicieron preguntas y, tras pensárselo mejor, rehusaron inscribirse. La mayoría opinaba, además, que Ranjit ya había expuesto con suficiencia aquel tema en particular en conferencias y entrevistas. Por consiguiente, acabó por suspenderse el curso.

A continuación, estuvo considerando consagrarse a investigar. De entrada, podía abordar cualquiera de los siete célebres problemas sin resolver que había propuesto el Instituto Clay de Matemáticas en los albores del siglo XXI y que, además de ser interesantes de suyo, traían aparejados, gracias a la generosidad de dicho organismo, una remuneración de un millón de dólares para quien solventara uno de ellos. En consecuencia, buscó la relación y la evaluó con detenimiento. Algunos resultaban bastante abstrusos hasta para él, y aun así, podía centrarse en otros como la conjetura de Hodge o las Hipótesis de Poincaré o Riemann… No, no, una porción de ellos ya se había aclarado, y el autor de la solución había recogido ya su premio. Quedaba, claro, el mayor enigma de todos: el de
N
es igual a
NP.

Por más que reflexionara sobre ellos, sin embargo, no dejaban de parecerle ajenos: ninguno le provocaba el género de sensación que se había apoderado de él cuando leyó por vez primera lo que había escrito Fermat en aquel margen. Myra aventuró una teoría:

—Quizás entonces te movía tu juventud.

Pero no era eso: la demostración del teorema de Fermat había sido otro cantar muy distinto. Ni siquiera se le había planteado como un problema que él hubiese de resolver. Uno de los mayores cerebros de la historia de las matemáticas se había preciado de tener la prueba de que aquel último teorema era correcto, y lo único que él había tenido que hacer era adivinar cuál era dicha prueba.

—¿Has oído hablar —preguntó a su esposa con la intención de hacérselo entender— de un hombre llamado George Dantzig? En 1939 era estudiante de posgrado en la Universidad de California en Berkeley. Un día que llegó tarde a clase, se topó con dos ecuaciones que había escrito el profesor en la pizarra. Convencido de que eran tareas para casa, las copió y las resolvió.

»Pero no eran tareas: el profesor las había usado como ejemplo de problemas de estadística matemática que nadie había sido capaz de resolver.

Myra apretó los labios.

—Lo que intentas decirme —señaló— es que, de haberlo sabido, Dantzig no habría sido capaz de dar con la solución, ¿no?

Él se encogió de hombros.

—Quizá.

Ella se valió de la respuesta favorita de su marido ante cualquier comentario desconcertante:

—Ajá…

Semejante gesto lo hizo sonreír.

—Bien —repuso él—, pues vamos a dar a Tashy su cursillo de natación.

* * *

Nadie de cuantos conocían a Natasha de Soyza Subramanian había dudado jamás que se trataba de una niña de inteligencia excepcional. Antes de los doce meses ya iba sola al baño; un mes después, hizo sus pinitos, y cuando aún no había transcurrido otro más, pronunció con claridad su primera palabra (que no fue otra que Myra) . Y todo ello lo logró sin ayuda. No es que no hubiera cosas que no anhelase enseñarle su madre: éstas eran muchas, pero Myra era demasiado inteligente para tratar de descubrirle todas a la vez. En consecuencia, circunscribió las lecciones maternas a su hija de menos de dos años a dos materias: el canto, o al menos la vocalización de sonidos que se conformaran con los que le cantaba ella, y la natación.

Ranjit las observaba sonriente desde el borde de la piscina de los Vorhulst, con los pies metidos en el agua. Había aprendido a no correr a rescatar a la pequeña cada instante que se sumergía bajo la superficie.

—Ya verás como sale siempre a la superficie por sí sola —le había prometido Myra, y no se había equivocado—. Y si no lo hace, yo estoy a su lado.

Más tarde, cuando se había secado la criatura y jugaba satisfecha con los dedos de sus pies en el parque, al lado de la piscina, y su madre miraba con ceño las noticias que se le mostraban en su pantalla portátil, Ranjit se asomó por encima del hombro de Myra. Por supuesto, las nuevas eran malas. ¿Y cuándo no?

—Sería excelente —señaló pensativo— que ocurriese algo bueno.

Y ocurrió.

* * *

Lo que sucedió llevaba por nombre el de Joris Vorhulst. Cuando Ranjit entró en la casa después de pasar un día más sentado en su reducido despacho de la universidad, tratando de averiguar un modo de hacerse merecedor del salario que estaba percibiendo, llegaron risas a sus oídos. Las más elegantes y maduras eran, por supuesto, de
mevrouw
Vorhulst; las menos cohibidas, de su amada esposa, y las masculinas de barítono…

Ranjit corrió más que anduvo la docena de metros que lo separaba del mirador en que se hallaban reunidos.

—¡Joris! —exclamó—. Digo… ¡señor Vorhulst! No sabe lo que me alegra verlo.

Apenas lo dijo, paró mientes en que no exageraba en absoluto: llevaba días deseando hablar con alguien como su antiguo profesor de Astronomía 101. Bueno, no, no con alguien como él, sino con el mismísimo Joris Vorhulst, el hombre que fue capaz de hacer de la suya la única clase para la que Ranjit hubiese ansiado jamás poder adelantar el reloj, y que acaso pudiera ayudarlo a resolver sus propios problemas docentes.

Lo primero que dejó claro fue que debía dejar de tratarlo de usted.

—Al fin y al cabo —adujo—, tú eres profesor igual que yo, por más que lleve tiempo trabajando, en comisión de servicio, en el ascensor espacial Skyhook.

Ni que decir tiene que tal cosa lo ponía en la obligación de dar a todos cuenta de los progresos que se iban efectuando en aquel montacargas cósmico. Y les aseguró que el proyecto iba viento en popa.

—Ya hemos empezado a desplegar el microcable. Cuando logremos un resultado decente, tenemos planeado duplicarlo, y es entonces cuando todo va a ir sobre ruedas, porque podremos usar la estructura misma para hacer llegar el material a la órbita terrestre baja y dejar de depender de todos esos dichosos cohetes. No es —añadió enseguida— que no nos estén ayudando de lo lindo. Si la cosa avanza es porque no hay pez gordo que no haya arrimado el codo: Rusia, China y Estados Unidos han consagrado sus programas espaciales en hacer que funcione el ascensor. Yo llevo dos meses supervisando todas sus pistas de lanzamiento. —Tendió el vaso para que se lo rellenaran—. Y ya se han puesto en marcha en la terminal de tierra de la costa sudeste. Por eso estoy hoy en Sri Lanka, porque tengo que ir allí a preparar un informe para los tres presidentes.

—¡Sería fantástico poder ir a verlo! —deseó Ranjit en tono melancólico.

—Y vas a poder; tú y todos los demás alumnos de Astronomía 101, espero. Pero no vayas ahora, lo único que encontrarás es un par de centenares de excavadoras y máquinas similares, y creo que cerca de tres mil trabajadores de la construcción chocando entre sí. Espera unos meses, e iremos juntos de visita. Además, ahora es todo secretísimo: al parecer los estadounidenses temen que los bolivianos, los pascuenses o cualquier otro les roben las ideas y construyan su propio ascensor. Para acceder allí ahora, necesitarías habilitaciones de seguridad de muy alto grado.

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