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Authors: Arthur C. Clarke y Frederik Pohl

El último teorema (14 page)

BOOK: El último teorema
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—Me he recorrido todo el edificio buscándote —anunció amostazado.

Myra se puso en pie sonriente.

—Pues a mí me ha dado la impresión de que estabas muy bien acompañado.

—¿Te refieres a la chica que me estaba enseñando la casa? Ha sido todo un detalle. Este edificio es magnífico. Con muros de noventa centímetros de ancho como éstos, hechos de arena, coral y yeso, ¿quién necesita aire acondicionado? Pero ¿no te acuerdas de que tenemos una reserva para cenar?

Myra, que lo había olvidado por completo, no pudo sino disculparse. Entonces, tras hacer saber a Ranjit cuánto había disfrutado hablando con él, desapareció.

El prefirió seguir en la fiesta, pero ésta no le resultó ya tan agradable. Consideró, y descartó a renglón seguido, la idea de darse un baño en la piscina; se sumó durante un rato al grupo de estudiantes que se había congregado en torno a Joris Vorhulst para discutir acerca de las mismas cosas de las que ya habían tratado en clase, y se sentó unos instantes con un puñado de convidados que veían y comentaban las noticias del televisor instalado en el entoldado de escasas dimensiones contiguo al muro del jardín. El contenido, claro está, distaba mucho de ser divertido. En Asia oriental, un grupo de norcoreanos provocadores había soltado una jauría de perros agresivos y probablemente rabiosos cerca de la frontera que separaba el Estado septentrional del meridional de su península, si bien los animales no habían llegado a morder a nadie: tres de ellos murieron cuando uno pisó una mina, y el resto no tardó en ser abatido por las ametralladoras de un destacamento de la República de Corea del Sur. Todos coincidían en que había que hacer algo con Corea del Norte.

A Ranjit, de hecho, le resultó sorprendente la facilidad con la que trabó conversación con aquellos extraños en torno al estado lamentable en que se hallaba el planeta, a la necesidad de construir ascensores espaciales, a lo acogedores que eran los Vorhulst y a una docena más de asuntos distintos. Tanto fue así, que sólo cuando los invitados comenzaron a despedirse entendió que había llegado la hora de que él dejara también la fiesta.

Lo había pasado muy bien, y en particular durante la primera parte; y no le cabía la menor duda de que se lo debía al hecho de haber conocido a Myra de Soyza. De camino al campus, se sorprendió pensando en lo maravillosa que era ella (aunque no como lo consideraría alguien dispuesto a dar inicio a una relación sentimental; claro que no) y preguntándose cuál sería el mejor modo de asesinar a Brian Harrigan.

* * *

De cualquier modo, se alegró al regresar a Trincomali llegadas las vacaciones de verano. Ganesh Subramanian había dado por supuesto que su hijo iba a querer pasar el tiempo acometiendo de nuevo el enigma de Fermat, misterio esquivo hasta extremos desconcertantes. Sin embargo, si estaba en lo cierto era sólo en parte, pues aunque Ranjit no había olvidado el teorema, que seguía rondándole la cabeza en los momentos más inoportunos, y con más frecuencia aún desde que Myra de Soyza había avivado el recuerdo, lo cierto es que hacía lo posible por rehuirlo. Ranjit Subramanian sabía reconocer que había fracasado.

Fuera como fuere, tenía otras cosas en las que ocupar sus pensamientos. Uno de los monjes le había dicho que estaban restaurando uno de los hoteles turísticos más antiguos de las playas de Trincomali, y que no debía de ser difícil para un estudiante universitario de vacaciones hacerse con un trabajo bien remunerado. Ranjit fue a echar un vistazo, consiguió que lo empleasen y, por primera vez en los dieciocho años que llevaba de existencia, se vio recibiendo un sueldo con el que abrirse camino en el mundo.

La ocupación que le asignaron prometía no ser difícil, y no lo era en absoluto. Su denominación técnica era la de «gestor de suministro», y consistía, primero, en hacer inventario del contenido de cada uno de los camiones que llegaban cargados de material; segundo, en acudir de inmediato al capataz para ponerlo al corriente en caso de que alguno de ellos pretendiese salir del recinto sin haber dejado en tierra toda la carga, y tercero, en inspeccionar con diligencia cada mañana, nada más llegar al puesto de trabajo, todo el material de construcción que se hubiera recibido la víspera a fin de asegurarse de que no hubiese desaparecido una porción considerable durante la noche. Los guardas de la empresa privada de seguridad que había contratado el hotel tenían órdenes de prestarle ayuda cada vez que la necesitase. Estos tenían motivos de sobra para hacer bien su trabajo, ya que sabían que habrían de pagar de su bolsillo cualquier efecto sustraído.

Además, Ranjit disponía de cuatro ayudantes propios, pequeños aunque muy activos. No figuraban en la plantilla del hotel, y de hecho, ni ellos ni su madre habían formado parte de los planes que tenía el muchacho para el verano: se había hecho con sus servicios un buen día que Ganesh Subramanian había dado a su hijo un par de bolsas de comida a punto de echarse a perder si nadie la aprovechaba, al decir del cocinero.

—Llévaselas a la señora Kanakaratnam —dijo el sacerdote—. Sabes quién es, ¿no? La mujer de Kirthis Kanakaratnam. ¿Te acuerdas de Kirthis? Lo detuvieron en Colombo por posesión de lo que consideraron bienes robados.

Ranjit asintió con la cabeza al caer en la cuenta.

—Me temo que su familia está pasando apuros —prosiguió—, y les he dejado usar la antigua casa de huéspedes. Te acuerdas de dónde está, ¿verdad? Entonces, hazme el favor de dejar esto allí.

El joven no tuvo nada que objetar. Tampoco le resultó difícil dar con el lugar. Uno de sus amigos de infancia, hijo de un ingeniero del ferrocarril que se había encargado de las reparaciones de escasa relevancia del templo, había vivido allí siendo él pequeño; de modo que recordaba bien la casa.

No había cambiado mucho. Encontró el jardincito que la mujer del ferroviario había mantenido en el patio delantero ocupado a partes iguales por hortalizas y malas hierbas. El edificio en general habría agradecido, a su parecer, una mano de pintura. Estaba conformado por tres piezas no muy amplias; disponía de un retrete exterior en la parte trasera y un pozo con bomba en el extremo de la propiedad más alejado a la casa, y era más reducido de lo que creía recordar.

No había nadie dentro, y estaba considerando la conveniencia de entrar estando todos ausentes cuando paró mientes en que no podía dejar sin más la comida en el suelo. Por lo tanto, tras llamar a la puerta, que no estaba cerrada con llave, y dar una voz a modo de saludo, pasó al interior.

La primera habitación con que topó fue la cocina, que no tenía mucho más que una hornilla de propano; un fregadero, sin grifos aunque con desagüe, una jarra enorme de plástico a medio llenar de agua, y una mesa con sillas. Al lado había una pieza más pequeña, dotada de un sofá con almohadas y un montón de sábanas dobladas dispuesto al fondo que hacía evidente su condición de dormitorio. La última era la más espaciosa, aunque también la más poblada, ya que acogía dos cunas, dos catres, tres o cuatro cómodas, un par de sillas… Y algo más.

Había algo que había cambiado desde el tiempo en que frecuentaba la casa de niño. Entonces reparó en que en un rincón del cuarto de los pequeños había vestigios de algo en la pared, y cuando se fijó mejor, notó que se trataba de un cartel religioso casi destruido escrito en sánscrito. ¡Claro! Aquél era el extremo nordeste de la casa, dedicado en otro tiempo a la ofrenda; el lugar sacrosanto de devoción y plegaria de que disponía el hogar de toda familia hindú temerosa de los dioses. Pero ¿qué había sido de él? ¿Dónde estaba el ídolo de Siva (o de cualquier otra deidad) y su modesto estante? ¿Y el incensario y la bandeja en la que se depositaban las flores, o el resto de objetos rituales necesarios para llevar a cabo la adoración? ¡No había nada! Ranjit no se consideraba religioso, en ningún sentido, desde hacía mucho tiempo; pero al mirar el montón de ropa de niño, limpia aunque sin doblar, que ocupaba lo que había sido en el pasado el altar, sagrado, impoluto, destinado a la ofrenda, se vio invadido por una sensación rayana en… la repugnancia. No era ése el modo de proceder propio de gentes que se preciaran de un origen hindú, por ateos que pudiesen ser.

Cuando oyó voces del exterior y salió a fin de presentarse, comenzó a dudar que aquella familia pudiese considerarse perteneciente a dicha religión. La mujer que la encabezaba, la esposa de Kirthis Kanakaratnam, no llevaba las vestiduras propias de una hindú, sino mono y botas de hombre, y tiraba de un carro de juguete en el que viajaban, amén de otros artículos de menor porte, dos recipientes de plástico como el de la cocina y una niña. Con ellas caminaban otros tres menores: una pequeña de diez o doce años que llevaba a cuestas a otra cría, la más chiquita, y un varón que acarreaba al hombro un saco de lona con gesto animoso.

—Hola —dijo Ranjit sin mirar a ninguno de ellos en concreto—, soy Ranjit Subramanian, el hijo de Ganesh Subramanian. Mi padre me ha mandado traerles unas bolsas. Las he dejado en la mesa. Usted debe de ser la señora Kanakaratnam.

La mujer no lo negó. Dejó en el suelo el asidero del carro de juguete y, mirando a la pasajera que en él dormía para cerciorarse de que no se había despertado, tendió una mano para estrechársela.

—Sí, soy la esposa de Kanakaratnam —confirmó al fin—. Gracias. Tu padre se está portando muy bien con nosotros. ¿Puedo ofrecerte un vaso de agua? No tenemos hielo, pero seguro que te ha dado sed acarrear todo ese peso hasta aquí.

Tenía razón. Agradecido, bebió el líquido que ella le sirvió de una de las jarras. Según le explicó, tenían que traer de fuera toda el agua potable, ya que el maremoto de 2004 había inundado el pozo con agua salada proveniente de la bahía, y aunque podían lavar con ella los platos y hacer determinados guisos, seguía siendo demasiado salobre para aplacar la sed.

La señora Kanakaratnam debía de haber superado la treintena, parecía estar sana y no carecía de atractivo. Tampoco daba la impresión de que le faltase inteligencia: simplemente estaba malquistada con un mundo que se había vuelto en su contra. Otro aspecto importante de la señora Kanakaratnam era que no le hacía demasiada gracia que la llamasen «señora Kanakaratnam». Según hizo saber a Ranjit, ni ella ni su esposo querían seguir atollados en aquel culo del mundo llamado Sri Lanka, sino vivir en donde pasan cosas, con lo que, sin duda, debía de referirse a Estados Unidos. Sin embargo, como la embajada se había negado a expedirles los visados necesarios, habían tenido que poner la mira en otro país y emigrar a un lugar diferente de medio a medio: Polonia, donde tampoco les había sonreído la suerte.

—Así que —concluyó con un aire desafiante— hemos hecho lo poco que teníamos en nuestras manos: nos hemos puesto nombres americanos. Mi marido ya no me deja que lo llame Kirthis: ahora se llama George, y yo, Dorothy, o Dot, que es más corto.

—Es un nombre muy bonito —señaló Ranjit en tono complaciente. En realidad, aquel antropónimo no le merecía opinión alguna, buena o mala; pero deseaba apaciguar la hostilidad que teñía la voz de ella.

Y todo apunta a que lo logró, por cuanto la mujer se volvió más locuaz. Así, le refirió que habían seguido la misma costumbre con los niños, asignándoles un nombre anglosajón en el momento de nacer. Al parecer, había habido un período en que Dot Kanakaratnam había puesto uno en el mundo cada año impar. La primera fue Tiffany, que contaba once años; luego, el único varón, Harold, que tenía nueve, y al fin, Rosie y Betsy, de siete y cinco años respectivamente. Mencionó, como si tal cosa, que su esposo estaba en la cárcel, y el modo como le comunicó la noticia hizo que Ranjit estimase más conveniente omitir todo juicio de valor al respecto. En lo que sí se permitió formarse una opinión fue en lo tocante a los pequeños, que parecían razonablemente buenos, pacíficos a ratos, aunque también descarados de un modo que resultaba divertido; pero siempre afanándose con empeño en la labor, nada fácil, de crecer. Hubo de reconocer que le habían caído bien; tanto que, antes de salir del hogar de los Kanakaratnam, se ofreció para llevarlos a la playa cuando tuviese un día libre.

Para ello sólo hubo de esperar cuarenta y ocho horas. Él pasó la mayor parte de aquel lapso preguntándose si iba a ser capaz de afrontar tal responsabilidad. ¿Qué iba a hacer, por ejemplo, si alguno de ellos necesitaba…, ya saben? Llegado el momento, Tiffany asumió el mando sin que él tuviera que pedírselo. Y así, cuando asaltaron a Rosie las ganas de orinar, su hermana la llevó hasta el lugar en que espumaban con suavidad las olas por causa de la resaca, y en donde la colosal disolución de la bahía de Bengala hizo innecesaria toda medida higiénica adicional. Y cuando Harold tuvo que hacer lo otro, la mayor lo condujo a uno de los servicios portátiles de que disponían los trabajadores de la construcción sin que Ranjit tuviera que ocuparse de nada. Entre tanto, marcharon por donde se encuentran la arena y el agua, haciéndola chapotear mientras avanzaban como hilera de ánades con el adolescente a la cabeza. Hurtaron bocadillos de los destinados a los albañiles, a quienes apenas les importó, pues también ellos sentían simpatía por aquellos niños. Cuando más picaba el sol, los pequeños sestearon bajo las palmeras que crecían por encima de la marca de la pleamar, y cuando Tiffany anunció que había llegado el momento de relajarse, todos se sentaron a escuchar las historias portentosas que les participó Ranjit acerca de Marte y la Luna, así como de la nutrida prole que conformaban los satélites de Júpiter.

Huelga decir que en otras partes del mundo, las cosas no se desarrollaban con tanta cordialidad. En los patios de recreo de las escuelas israelíes, las niñas palestinas de diez años hacían saltar por los aires sus propios cuerpos y cuanto las rodeaba. En París, cuatro norteafricanos fornidos manifestaban la opinión que les merecía la actitud de los políticos franceses matando a dos guardas de la torre Eiffel y arrojando a once turistas desde el último piso. En la ciudad italiana de Venecia y en Belgrado, la capital de Serbia, ocurrían sucesos igual de infaustos, y en Reikiavik (Islandia) tenían lugar otros aún peores… Y los escasos dirigentes del mundo cuyos propios países no estaban (aún) en llamas se devanaban los sesos buscando un modo de hacer frente a la situación. A Ranjit, sin embargo, no le importaba nada de aquello en el fondo…

En realidad, no era así: le importaba, y mucho, cada vez que se paraba a pensar en ello; pero hacía cuanto estaba en sus manos por no hacerlo muy a menudo. En esto se asemejaba mucho a los cortesanos atolondrados del cuento que Edgar Allan Poe tituló
La máscara de la muerte roja.
Su mundo, como el de ellos, estaba próximo a sucumbir; pero mientras llegaba el momento, el sol se mostraba cálido, y los niños, entusiasmados después de que los enseñase a capturar tortugas estrelladas para tratar de hacerlas competir y cuando les contaba cuentos. Ellos disfrutaban oyéndolos casi tanto como él relatándolos.

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