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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Romántico

El tango de la Guardia Vieja (12 page)

BOOK: El tango de la Guardia Vieja
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Pensativo, Max va a sentarse en la cama y permanece un rato mirando el collar mientras pasa las perlas entre los dedos cual si fueran cuentas de un rosario. Al fin suspira, se levanta, alisa la colcha y pone el collar en su sitio. Se guarda las gafas, dirige un último vistazo alrededor, apaga la luz, quita la toalla de la puerta y la devuelve doblada al cuarto de baño. Luego descorre la cortina de la terraza. Ya es de noche, y las luces de Nápoles se distinguen en la distancia. Al salir retira el cartelito de
Non disturbare
y cierra la puerta. Después se quita los guantes de goma y camina sobre la alfombra con pasos largos, elásticos, una mano en el bolsillo izquierdo y la otra ajustando entre los dedos pulgar e índice el nudo de la corbata. Tiene sesenta y cuatro años, pero se siente rejuvenecido. Interesante, incluso. Y, sobre todo, audaz.

Iban y venían botones con telegramas y mensajes, clientes bien vestidos, mozos empujando carritos con maletas. El ajetreo era propio de un lugar como aquél, caro y cosmopolita. Gruesas alfombras en el suelo lucían el emblema del establecimiento. Hacía una hora y quince minutos que Max Costa esperaba junto al vestíbulo de columnas del hotel Palace de Buenos Aires, en el fumoir situado al pie de la monumental escalera con barandilla de hierro y bronce. Bajo el alto plafond decorado con pinturas y adornos, el sol de la tarde iluminaba los grandes vitrales que envolvían al bailarín mundano en una agradable claridad multicolor. Estaba sentado en un sillón de cuero desde el que podía ver la puerta giratoria de la calle, el gran vestíbulo en toda su extensión, uno de los dos ascensores y el mostrador de conserjes. Había llegado al Palace cinco minutos antes de las tres de la tarde, hora a la que estaba citado con el matrimonio De Troeye; pero el reloj situado sobre la chimenea del salón marcaba ya las cuatro y diez. Tras comprobar de nuevo la hora, cambió de postura las piernas mientras procuraba no abolsar las rodilleras del pantalón del traje gris que él mismo había planchado en su cuarto de pensión, y apagó el cigarrillo en un gran cenicero de latón que tenía cerca. Se estaba tomando con calma la impuntualidad del compositor y su esposa. Después de todo, en ciertas situaciones —en realidad, siempre—, la paciencia era una cualidad práctica. Una virtud extremadamente útil. Y él era un cazador virtuoso y paciente.

Llevaba en tierra cinco días, el mismo tiempo que los De Troeye. Después de hacer escala en Río de Janeiro y Montevideo, el
Cap Polonio
había remontado las aguas fangosas del Río de la Plata, y tras lentas maniobras de atraque quedó amarrado junto a las grúas, los tinglados y los grandes almacenes de ladrillo rojo entre los que hormigueaba una multitud esperando a los pasajeros. Aunque era otoño en Europa, empezaba la estación primaveral en el cono sur americano; y, visto desde las elevadas cubiertas del transatlántico, todo en los muelles era ropa ligera, trajes de tonos claros y sombreros de paja blanca. Max, que no iba a desembarcar hasta que lo hiciera el pasaje, vio desde la cubierta de segunda clase a Mecha Inzunza y su marido bajar por la escala principal, ser recibidos al pie de ésta por media docena de personas y un grupo de periodistas, y alejarse con ellos para reunirse con su equipaje: una pila de maletas y baúles custodiada por tres mozos y un empleado de la compañía. Los De Troeye habían dicho adiós a Max dos días antes, después de la cena de despedida a cuyo término Mecha Inzunza bailó tres piezas con el bailarín mundano mientras el marido fumaba sentado junto a su mesa, observándolos. Luego lo invitaron a tomar una copa en el bar de primera clase; y aunque eso contravenía las reglas vigentes para los empleados a bordo, Max aceptó por tratarse de su último día de trabajo. Bebieron unos combinados de champaña, siguieron hablando de música argentina hasta avanzada la noche, y acordaron verse, una vez en tierra, para que Max cumpliera su promesa de llevarlos a algún lugar de tango ejecutado a la manera vieja.

Y aquí estaba, en Buenos Aires, atento al vestíbulo del hotel con la misma calma profesional con la que, fiado en su intuición —esa paciencia asumida como virtud útil—, había estado esperando durante los últimos cinco días, tumbado en la cama del cuarto alquilado en una casa de huéspedes de la avenida Almirante Brown, mientras fumaba cigarrillo tras cigarrillo y bebía vasos de absenta que lo hacían despertarse con dolor de cabeza. Estaba a punto de concluir el plazo que se había concedido a sí mismo antes de ir en busca del matrimonio, ingeniando cualquier pretexto, cuando la patrona llamó a la puerta. Un caballero lo requería al teléfono. Armando de Troeye tenía un compromiso a la hora del almuerzo, aunque libres el resto de la tarde y la noche. Podían verse para tomar juntos un café y quedar después, a la hora de la cena, antes de emprender la prometida excursión a territorio enemigo. De Troeye había dicho lo de territorio enemigo en un tono ligero, como si no tomase en serio las advertencias sobre los riesgos de explorar antros porteños. Nos acompañará Mecha, naturalmente. Eso lo había añadido tras una breve pausa, respondiendo a la pregunta que Max no llegó a formular. Tiene más curiosidad que yo, añadió el compositor tras un silencio, como si su mujer estuviese cerca de él cuando hablaba —el Palace era un hotel moderno con teléfono en todas las habitaciones—, y Max los imaginó mirándose de manera significativa, cambiando comentarios en voz baja mientras el marido tapaba el auricular con una mano. La última noche, cuando lo discutieron a bordo del
Cap Polonio
, ella había insistido en acompañarlos.

—No voy a perderme eso —lo dijo con mucha calma y firmeza— por nada del mundo.

En esa ocasión estaba sentada en un taburete alto junto a la barra del bar de primera clase, mientras el barman mezclaba bebidas. En el cuello de Mecha Inzunza relucía el collar de perlas dispuesto en tres vueltas, y un vestido de Vionnet blanco y liso, con los hombros y la espalda descubiertos —la cena de despedida era de etiqueta—, le acentuaba la elegancia de un modo asombroso. Durante los tres tangos que bailó esa noche con ella —no la había visto hacerlo con el marido en todo el viaje—, Max apreció de nuevo, complacido, el tacto de su piel desnuda bajo el raso del vestido largo hasta los zapatos de tacón alto, que al moverse al compás de la música moldeaba las líneas de su cuerpo, tan próximas entre las manos profesionales, y no siempre indiferentes, del bailarín mundano.

—Puede haber situaciones incómodas —insistió Max.

—Cuento con usted y con Armando —respondió ella, impasible—. Para protegerme.

—Llevaré mi Astra —dijo el marido, frívolo, palmeando un bolsillo vacío de su traje de etiqueta.

Lo hizo guiñándole un ojo a Max, y a éste no le gustaron la ligereza del marido ni la seguridad de la mujer. Por un momento dudó de la conveniencia de todo aquello, aunque otra ojeada al collar lo convenció de lo contrario. Riesgos posibles y ganancias probables, se consoló. Simple rutina de vida.

—No es práctico llevar armas —se limitó a decir entre dos sorbos a su copa—. Ni allí ni en ningún otro sitio. Siempre existe la tentación de usarlas.

—Para eso están, ¿no?

Armando de Troeye sonreía, casi fanfarrón. Parecía disfrutar adoptando aquel aire truculento y festivo, como dándoselas de humorístico aventurero. Max sintió de nuevo la familiar punzada de rencor. Imaginaba al compositor, más tarde, pavoneándose de la aventura arrabalera con sus amigos millonarios y snobs: aquel Diaguilev de los ballets rusos, por ejemplo. O el tal Picasso.

—Sacar un arma es invitar a otros a que utilicen las suyas.

—Vaya —comentó De Troeye—. Parece saber mucho de armas, para ser un bailarín.

Había una nota burlona, ácida, tras el comentario hecho con aparente buen humor. A Max no le gustó advertirlo. Pudiera ser, pensaba, que el famoso compositor no siempre fuese tan simpático como parecía. O quizá los tres tangos bailados con su mujer se le antojaban demasiados para una noche.

—Algo sí sabe —dijo ella.

De Troeye se volvió a mirarla, ligeramente sorprendido. Como si calculase cuánta información sobre Max tenía su mujer que él ignoraba.

—Claro —dijo en tono de conclusión, de un modo oscuro. Después volvió a sonreír, esta vez con naturalidad, y metió la nariz en su copa como si lo importante del mundo quedase fuera de ésta.

Max y Mecha Inzunza se sostuvieron un momento la mirada. Habían salido a la pista como otras veces, errando los ojos de ella más allá del hombro derecho de él y sin mirarse apenas, o tal vez procurando no hacerlo. Desde el tango silencioso en el jardín de palmeras, algo flotaba entre los dos que hacía distinto su contacto en las evoluciones del baile: una complicidad serena, hecha de silencios, movimientos y actitudes —algunos cortes y pasos laterales los emprendían de mutuo acuerdo, con un toque cómplice de humor compartido, casi transgresor—, y también de miradas que no llegaban a afirmarse del todo, o de situaciones sólo en apariencia sencillas, como ofrecer él uno de sus Abdul Pashá y encendérselo a ella pausadamente, ladearse para conversar con el marido cual si en realidad se dirigiese a la mujer, o aguardar de pie, inmóvil, los talones juntos y el aire casi militar, a que Mecha Inzunza se levantase de la silla y extendiera, con ademán negligente, una mano hacia la suya, apoyara la otra en la solapa de raso negro del frac, y empezar ambos a moverse en perfecta sincronía, sorteando con destreza a las otras parejas más torpes o menos atractivas que se movían por la pista.

—Será divertido —dijo Armando de Troeye apurando su copa. Parecía la conclusión de un largo razonamiento interior.

—Sí —convino ella.

Desconcertado, Max no supo a qué se referían. Ni siquiera estaba seguro de que los dos hablaran de lo mismo.

El reloj del salón de fumar del hotel Palace de Buenos Aires señalaba las cuatro y cuarto cuando los vio cruzar el vestíbulo: Armando de Troeye llevaba sombrero canotier y bastón; y su mujer, un elegante vestido de crespón georgette con cinturón de cuero y pamela de paja. Max cogió su sombrero —un Knapp-Felt flexible, correctísimo aunque muy usado— y salió a su encuentro. Se disculpó el compositor por el retraso —«Ya sabe, el Jockey Club y esta excesiva hospitalidad argentina, todos hablando de carne congelada y caballos ingleses»—; y ya que el bailarín mundano llevaba esperando largo rato, De Troeye propuso dar un paseo para estirar las piernas y tomar café en alguna parte. Se disculpó Mecha Inzunza alegando cansancio, quedó en reunirse con ellos a la hora de la cena y se fue camino de un ascensor, mientras se quitaba los guantes. Salieron el marido y Max a la calle, en conversación bajo los arcos de las recovas de la avenida Leandro Alem, que se sucedían a lo largo del paseo ajardinado frente al puerto, con viejos árboles que la estación cubría de flores amarillas y doradas.

—Barracas, dice —comentó De Troeye tras escuchar con mucha atención—. ¿Es una calle, o un barrio?

—Un barrio. Y creo que el adecuado… Otra posibilidad es La Boca. También podríamos probar allí.

—¿Y qué aconseja usted?

Era mejor Barracas, opinó Max. Los dos lugares tenían cafetines y prostíbulos, pero en La Boca estaban demasiado cerca del puerto, abundante en marineros, estibadores y viajeros de paso. Tugurios de gentuza forastera, por decirlo de algún modo. Allí se tocaba y bailaba un tango afrancesado estilo parisién, interesante pero menos puro. Barracas, sin embargo, con sus inmigrantes italianos, españoles y polacos, era más auténtico. Hasta los músicos lo eran. O lo parecían.

—Ya entiendo —De Troeye sonreía, complacido—. El cuchillo suburbial es más tango que la navaja marinera, quiere decir.

Max se echó a reír.

—Algo así. Pero no se engañe. El filo puede ser tan peligroso en un sitio como en otro… Además, ahora casi todos prefieren llevar pistola.

Torcieron a la izquierda en la esquina de Corrientes, cerca de la Bolsa, dejando atrás las arcadas. Calle arriba, el suelo de macadán y asfalto se veía levantado en parte hasta el edificio viejo de Correos, por las obras del nuevo tren subterráneo.

—Lo que sí le ruego —añadió Max— es que tanto usted como la señora vistan con discreción, como dije… Nada de joyas ni ropa excesiva. Ni carteras abultadas.

—No se preocupe. Seremos discretos. No quiero ponerlo en un compromiso.

Se detuvo Max para ceder el paso a su acompañante, a fin de esquivar una zanja.

—Si hay compromiso nos veremos los tres en él, no sólo yo… ¿De verdad es necesario que venga su esposa?

—Usted no conoce a Mecha. Jamás me perdonaría que la dejara en el hotel. Esa excursión arrabalera la excita como nada.

El bailarín mundano consideró las implicaciones del verbo excitar, sintiéndose irritado. No le gustaba la frivolidad con que De Troeye utilizaba ciertas palabras. Después recordó los ojos color de miel de Mecha Inzunza: su mirada a bordo del
Cap Polonio
cuando se planteó la visita a los barrios bajos de Buenos Aires. Tal vez, concluyó, ciertas palabras no fuesen tan improcedentes como parecían.

—¿Por qué nos acompaña usted, Max?… ¿Por qué hace esto por nosotros?

Cogido por sorpresa, miró a De Troeye. La pregunta había sonado sincera. Natural. La expresión del compositor, sin embargo, parecía ausente. Cual si enunciase una demanda cortés, de pura fórmula, mientras pensaba en otra cosa.

—No sé qué decirle.

Siguieron caminando calle arriba tras dejar atrás Reconquista y San Martín. Había obreros y más zanjas bajo los cables de tranvía y los faroles eléctricos, y entre ellos circulaban numerosos automóviles y mateos de alquiler tirados por caballos, que se detenían en los pasos estrechos. Las veredas estaban animadas de gente: mucho sombrero de paja y uniformes oscuros de policías bajo los toldos que daban sombra a los escaparates de tiendas, cafés y confiterías.

—Lo gratificaré adecuadamente, por supuesto.

Sintió Max otra punzada de irritación. Más aguda esta vez.

—No se trata de eso.

Balanceaba su bastón el compositor, con desenfado. Llevaba desabotonada la chaqueta del traje color crema, un dedo pulgar colgado del bolsillo del chaleco del que salía una cadena de oro.

—Sé que no se trata de eso. Por esta razón hice la pregunta.

—Ya le digo que no sabría decirle —Max se tocó el ala del sombrero, incómodo—. A bordo del barco, ustedes…

Se interrumpió deliberadamente, mirando hacia el rectángulo de sol que alfombraba el cruce de Corrientes y Florida. En realidad, las suyas sólo eran palabras de circunstancias; para salir del paso. Anduvo un trecho callado mientras pensaba en la mujer: su piel desnuda en la espalda o bajo el roce suave del vestido en las caderas. Y el collar en el escote espléndido, bajo la luz eléctrica del salón de baile del transatlántico.

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