Se mostraba locuaz De Troeye, seguramente para disimular la inquietud que, sin embargo, traslucía su charla. Mecha Inzunza caminaba a su lado, entre él y Max, cogida del brazo del marido. Seguía callada, observándolo todo, y de ella sólo se oía el sonido de los tacones en el suelo de ladrillo. Los tres caminaban por la vereda a lo largo del muro, adentrándose en las sombras silenciosas del barrio que Max reconocía a cada paso —el aire cálido y húmedo, el olor vegetal de los matojos que crecían en los baches del empedrado, el hedor fangoso del Riachuelo próximo—, entre la estación de ferrocarril y las casas bajas que por aquella parte aún no perdían la costumbre de arrabal orillero.
—Sí. Mis primeros catorce años los viví en Barracas.
—Vaya. Es un baúl lleno de sorpresas.
Los condujo por el túnel que multiplicaba el triple eco de pasos, buscando el baldazo de luz de otro farol eléctrico situado más allá de la estación de ferrocarril. Max se volvió a De Troeye.
—¿Ha traído la Astra, como dijo?
Rió fuerte el compositor.
—Claro que no, hombre… Bromeaba. Nunca llevo armas.
Asintió con alivio el bailarín mundano. Lo había inquietado imaginar a Armando de Troeye entrando en un tugurio suburbial, pese a sus consejos, con una pistola en el bolsillo.
—Mejor así.
Poco parecía haber cambiado el lugar en los doce años que, pese a regresar un par de veces a Buenos Aires, llevaba Max sin visitarlo. A cada momento ponía los pies en su propia huella, recordando el cercano conventillo donde pasó la infancia y la primera juventud: una casa de inquilinato idéntica a otras de la misma calle Vieytes, el barrio y la ciudad. Un lugar abigarrado, promiscuo, opuesto a cualquier clase de intimidad imaginable, aprisionado entre las paredes de un decrépito edificio de dos plantas donde se hacinaba centenar y medio de personas de toda edad: voces en español, italiano, turco, alemán o polaco. Piezas cuyas puertas nunca conocieron llaves, alquiladas por familias numerosas y grupos de hombres solos, emigrantes de ambos sexos que —los afortunados— trabajaban en el Ferrocarril Sud, en los muelles del Riachuelo o en las fábricas cercanas, cuyas sirenas, sonando cuatro veces al día, regulaban la vida doméstica en hogares donde escaseaban los relojes. Mujeres que paleaban ropa mojada en las tinas, enjambres de criaturas jugando en el patio donde a todas horas colgaban prendas tendidas que se impregnaban de olor a fritanga o a vapor de pucheros mezclado con el de letrinas comunes de paredes alquitranadas. Hogares donde las ratas eran animales domésticos. Un lugar donde sólo los niños y algunos muchachos sonreían abiertamente, con la inocencia de sus pocos años, sin adivinar aún la derrota insoslayable que la vida reservaba a casi todos ellos.
—Ahí lo tienen… La Ferroviaria.
Se habían parado cerca del farol eléctrico. Más allá de la estación de ferrocarril, al otro lado del túnel, la calle recta y oscura era casi toda de casas bajas, excepto algunos edificios de dos plantas, en uno de los cuales lucía un luminoso con el rótulo
Hotel
, del que estaba apagada la última letra. El local que buscaban podía verse en la penumbra del extremo de la calle: casa baja con aspecto de almacén, techo y paredes de chapa galvanizada, en cuya puerta había un amarillento farolito. Max aguardó hasta que, por la derecha, asomaron las luces gemelas del Pierce-Arrow, que avanzó despacio hasta estacionarse donde le había pedido al chófer que lo hiciera, a cincuenta metros, junto al cantón de la cuadra vecina. Cuando se apagaron los faros del automóvil, el bailarín mundano observó a los De Troeye y advirtió que el compositor abría la boca como un pez fuera del agua, boqueando de excitación, y que Mecha Inzunza sonreía con un extraño brillo en la mirada. Entonces se inclinó un poco el sombrero sobre los ojos, dijo «vamos» y los tres cruzaron la calle.
La Ferroviaria olía a humo de cigarro, a porrón de ginebra, a pomada para el pelo y a carne humana. Como otros boliches de tango próximos al Riachuelo, era un espacioso almacén, despacho de comestibles y bebidas durante el día y lugar de música y baile por la noche: suelo de madera que crujía al pisarlo, columnas de hierro, mesas y sillas ocupadas por hombres y mujeres frente a un mostrador de estaño iluminado con bombillas eléctricas sin pantalla, con individuos de aspecto patibulario acodados o recostados en él. En la pared, detrás del gallego que atendía el mostrador asistido por una camarera flaca y desgarbada que se movía con pereza entre las mesas, campeaban un gran espejo polvoriento con publicidad de Cafés Torrados Águila y un cartel de la Francoargentina de Seguros ilustrado con un gaucho mateando. A la derecha del mostrador, junto a la puerta por la que se veían toneles de sardinas saladas y cajones de fideos con tapas de vidrio, entre una estufa de queroseno apagada y una vieja y desvencijada pianola Olimpo, había una pequeña tarima para la orquesta, donde tres músicos —bandoneón, violín y piano con las teclas de la izquierda quemadas de cigarrillos— tocaban un aire porteño que sonaba a quejido melancólico, y en cuyas notas Max Costa creyó reconocer el tango
Gallo viejo
.
—Estupendo —murmuró Armando de Troeye con admiración—. Esto es inesperado, perfecto… Otro mundo.
No había más que echarle a él un vistazo, se dijo Max con resignación. El compositor había dejado el sombrero y el bastón sobre una silla, unos guantes amarillos asomaban del bolsillo izquierdo de su chaqueta, y cruzaba las piernas descubriendo los empeines de unas polainas abotonadas bajo los pantalones de raya perfecta. Se encontraba, desde luego, en las antípodas de los dancings que él y su mujer habían conocido vestidos de etiqueta; La Ferroviaria era otra clase de mundo, y lo poblaban seres diferentes. La concurrencia femenina consistía en una docena de mujeres, casi todas jóvenes, sentadas en compañía de hombres o bailando con otros en el espacio que las mesas dejaban libre. Aquéllas no eran exactamente prostitutas, explicó Max en voz baja, sino coperas: parejas de baile encargadas de animar a los hombres a danzar con ellas —recibían una ficha por cada pieza, que el patrón canjeaba por unos centavos— y a consumir la mayor cantidad posible de bebida. Unas tenían novios o amigos, y otras, no. Algunos de los allí presentes estaban relacionados con eso.
—¿Cafiolos? —insinuó De Troeye, recurriendo al término que había utilizado Max a bordo del
Cap Polonio
.
—Más o menos —confirmó éste—. Pero aquí no todas las mujeres tienen uno… Algunas sólo son trabajadoras del baile. Se ganan la vida sin ir más allá, como otras lo hacen en las fábricas o talleres de la vecindad… Tangueras decentes, dentro de lo que cabe.
—Pues no parecen decentes cuando bailan —dijo De Troeye, mirando alrededor—. Ni siquiera cuando están sentadas.
Max indicó a las parejas abrazadas que se movían en el espacio de baile. Los hombres serios, graves, masculinos hasta la exageración, interrumpían sus movimientos en mitad de la música —más rápida que el tango moderno habitual— para obligar a la mujer a moverse en torno, sin soltarse, rozándolos o pegándose mucho. Y cuando eso ocurría, ellas agitaban las caderas en fugas interrumpidas, deslizando una pierna a uno u otro lado de las del hombre. Sensuales en extremo.
—Es otra forma de tango, como ven. Otro ambiente.
Vino la camarera con un porrón de ginebra y tres vasos, los puso en la mesa, miró de arriba abajo a Mecha Inzunza, dirigió un vistazo de indiferencia a los dos hombres y se fue, secándose las manos en el delantal. Tras el incómodo y repentino silencio de la entrada —una veintena de miradas curiosas los habían seguido desde la puerta—, en las mesas se habían reanudado las conversaciones, aunque no cesaban las ojeadas descaradas o furtivas. Eso le parecía lógico a Max, que no esperaba otra cosa. Era común encontrar a gente de la alta sociedad porteña en incursiones noctámbulas a la busca de pintoresquismo y malevaje, haciendo la ronda por cabarets de mala muerte o cafetines de arrabal; pero Barracas y La Ferroviaria quedaban fuera de esos itinerarios canallas. Casi toda la clientela del boliche era nativa del barrio, con algún marinero de las chatas y gabarras amarradas en los muelles del Riachuelo.
—¿Y qué me dice de los hombres? —se interesó De Troeye.
Max bebió del vaso de ginebra, sin mirar a nadie.
—Clásicos compadritos de barrio, o que aún juegan a serlo. Apegados a esto.
—Suena casi afectuoso.
—No tiene nada que ver con el afecto. Ya les dije que un compadrito es un plebeyo de arrabal con aires de valentón pendenciero… Los menos, siéndolo; y los otros queriéndolo ser, o aparentarlo.
De Troeye hizo un ademán que abarcaba el entorno.
—Y éstos, ¿son o aparentan?
—De todo hay.
—Qué interesante. ¿No te parece, Mecha?
Estudiaba el compositor, ávidamente, a los individuos sentados junto a las mesas o acomodados en el estaño, todos con aire de estar dispuestos a cualquier cosa mientras fuera ilegal: sombreros de ala caída sobre los ojos, pelo engrasado y reluciente hasta el cuello de la chaqueta ribeteada a lo malandro, sacos cortos sin tajo, botines de punta. Cada cual con su copa de grapa, coñac o porrón de ginebra en la mesa, un Avanti humeante en la boca y algún bulto de cuchillo apuntando hacia la pretina del pantalón o en la sisa del chaleco.
—Aspecto peligroso tienen todos —concluyó De Troeye.
—Algunos pueden serlo. Por eso le aconsejo que no los mire fijamente mucho tiempo, ni a las mujeres cuando bailen con ellos.
—Pues ellos no se recatan en mirarme a mí —dijo Mecha Inzunza, divertida.
Se volvió Max hacia su perfil. Los ojos color de miel exploraban el recinto, curiosos y desafiantes.
—No pretenderá que no la miren, en lugar como éste. Y ojalá se conformen con mirar.
Rió la mujer en tono quedo, casi desagradable. Al cabo de unos instantes se volvió hacia él.
—No me asuste, Max —dijo fríamente.
—No creo —sostenía su mirada con mucha calma—. Ya dije que dudo se asuste de esta clase de cosas.
Sacó su pitillera, ofreciéndola al matrimonio. De Troeye negó con la cabeza, encendiendo uno de sus propios cigarrillos. Mecha Inzunza aceptó un Abdul Pashá y lo encajó en la boquilla, inclinada para que el bailarín mundano le diese fuego con un fósforo. Recostándose en la silla, Max cruzó las piernas y exhaló la primera bocanada de humo mirando a las parejas que bailaban.
—¿Cómo distinguir a las prostitutas de las que no lo son? —quiso saber Mecha Inzunza.
Dejaba caer con indiferencia la ceniza del cigarrillo al piso de madera mientras observaba a una mujer que bailaba con un hombre grueso aunque sorprendentemente ágil. Aquélla era todavía joven, de aire eslavo. Tenía el cabello rubio de color oro viejo peinado en rodete y los ojos claros, rodeados de humo de sándalo. Llevaba una blusa de flores rojas y blancas con poca ropa interior debajo. La falda, excesivamente corta, aleteaba al milonguear, descubriendo a veces un palmo extra de carne enfundada en medias negras.
—No siempre es fácil —respondió Max, sin apartar los ojos de la tanguera—. Con experiencia, supongo.
—¿Tiene usted mucha experiencia en diferenciar mujeres?
—Razonable.
Interrumpida la música, el gordo y la mujer habían dejado de bailar. El hombre se enjugaba el sudor con un pañuelo; y la rubia, sin cambiar palabra, tomaba asiento junto a una mesa donde estaban sentados otra mujer y otro hombre.
—Aquélla, por ejemplo —indicó Mecha Inzunza—. ¿Es prostituta o simple bailarina, como usted en el
Cap Polonio
?
—No lo sé —Max sintió una punzada de irritación—. Tendría que acercarme un poco más.
—Acérquese, entonces.
Miró él la brasa del cigarrillo como para comprobar su correcta combustión. Luego lo llevó a la boca e inhaló una porción precisa de humo, exhalándola despacio.
—Más tarde, tal vez.
La orquesta había atacado una nueva pieza y otras parejas salían a bailar. Algunos hombres mantenían a su espalda la mano izquierda, con la que fumaban, para no molestar con el humo a la pareja. Sonriente, complacido, Armando de Troeye no perdía detalle. En dos ocasiones, Max lo vio sacar un pequeño lápiz y tomar notas con letra minúscula y apretada en el puño almidonado de su camisa.
—Tenía usted razón —dijo el compositor—. Bailan rápido. Más descompuestos de figura. Y la música es diferente.
—Es la Guardia Vieja —Max estaba aliviado por cambiar de conversación—. Bailan como se toca: más rápido y cortado. Y fíjese en la manera.
—Ya me fijo. Es deliciosamente puerca.
Mecha Inzunza apagó con violencia su cigarrillo en el cenicero. De pronto parecía molesta.
—No seas fácil.
—Me temo que es la palabra, querida. Fíjate… Casi excita mirarlos.
Se ensanchaba la sonrisa del compositor, interesada y cínica. Había algo que latía en el ambiente, advirtió Max. Un lenguaje tácito entre los De Troeye que no alcanzaba a descifrar, sobreentendidos y alusiones que se le escapaban. Lo inquietante era que, de algún modo, él mismo parecía estar incluido. Algo molesto, no sin curiosidad, se preguntó de qué modo. Hasta dónde.
—Como les conté en el barco —explicó—, originalmente era baile de negros. Bailaban sueltos, ¿comprenden?… Hasta en la versión más decente, hacer eso con la pareja abrazada cambia mucho las cosas… El tango de salón alisó todas esas posturas, volviéndolas respetables. Pero aquí, como ven, la respetabilidad importa poco.
—Curioso —comentó De Troeye, que atendía a sus palabras con avidez—. ¿Esa música es la del tango de verdad?… ¿La original?
Lo original no consistía en la música, repuso Max, sino en la manera de tocarla. Aquélla era gente que ni siquiera leía partituras. Tocaban a su manera, al modo antiguo, rápido. Mientras decía eso, señaló a la pequeña orquesta: tres hombres consumidos, flacos, abundantes en canas y bigotazos teñidos de nicotina. El más joven era el del bandoneón, y habría cumplido los cincuenta. Tenía los dientes tan gastados y amarillos como las teclas de su instrumento. En ese instante miraba a sus compañeros consultándoles la siguiente pieza a ejecutar. Asintió el del violín, golpeteó el suelo varias veces con un pie marcando el ritmo, martilleó el piano, gimió entrecortado el fuelle y empezaron a tocar
El esquinazo
. Al instante se llenó el espacio de baile de parejas.
—Ahí los tienen —sonrió Max—. Los muchachos de antes.