Por alguna razón, que no era momento de analizar, la idea lo excitó. Qué otra cosa era el tango así bailado sino sumisión de la hembra, se dijo, asombrado de sí mismo; sorprendido de no haber llegado antes a esa conclusión, pese a tantos bailes, tantos tangos y tantos abrazos. Qué otra cosa era aquello bailado a la manera de siempre, lejos de los salones y la etiqueta, sino una entrega absoluta, cómplice. Un avivar de viejos instintos, rituales deseos quemantes, promesas hechas piel y carne durante unos instantes fugaces de música y seducción. El tango de la Guardia Vieja. Si había un modo de bailar idóneo en cierta clase de mujeres, era sin duda aquél. Considerarlo desde esa perspectiva hizo sentir a Max una punzada de deseo inesperado hacia el cuerpo que se movía obediente entre sus brazos. Ella debió de notarlo, pues por un momento clavó en él sus ojos azules, inquisitiva, antes de que una mueca de indiferencia retornase a sus labios y la mirada volviera a perderse en los rincones lejanos del almacén. Para desquitarse, Max hizo un corte, fija una pierna y simulando la otra un paso hacia adelante y hacia atrás; obligando, con la presión de su mano derecha en la cintura de la mujer, a que ésta pegase de nuevo su torso al suyo y, deslizando la cara interna de los muslos a uno y otro lado de la pierna inmóvil, retornase a la sumisión perfecta. Al gemido silencioso, agudamente físico, de hembra resignada sin posibilidad de fuga.
Tras esa evolución, deliberadamente procaz por ambas partes, el bailarín mundano miró por primera vez hacia la mesa donde estaba el matrimonio De Troeye. La mujer fumaba un cigarrillo puesto en la boquilla de marfil, impasible, mirándolos con fijeza. Y en ese momento comprendió Max que la tanguera que tenía entre los brazos era sólo un pretexto. Una turbia tregua.
Sucede, al fin, lo que Max Costa espera con la certidumbre de quien dispone meticulosamente lo inevitable. Está sentado en la terraza del hotel Vittoria, cerca de la estatua de la mujer desnuda que mira hacia el Vesubio, y desayuna ante el paisaje luminoso, azul y gris de la bahía. Mientras muerde complacido una tostada con mantequilla, el chófer del doctor Hugentobler disfruta de la situación que lo devuelve por unos días a los mejores momentos de su antigua vida; cuando todo era aún posible, el mundo estaba por recorrer, y cada amanecer era preludio de una aventura: albornoces de hotel, aroma de buen café, desayunos en vajillas finas ante paisajes o rostros de mujer a los que sólo era posible acceder, paisajes o mujeres, con mucho dinero o mucho talento. Ahora, de vuelta a su elemento natural, recobrando sin esfuerzo las viejas maneras, Max lleva puestas unas gafas oscuras Persol que pertenecen al doctor Hugentobler, lo mismo que el blazer azul y el pañuelo de seda bajo el cuello entreabierto de la camisa color salmón. Acaba de dejar la taza de café y se dispone a cambiar las gafas de sol por las de leer mientras alarga una mano para coger
Il Mattino
de Nápoles, que está doblado sobre el mantel de hilo blanco —con la crónica de la partida entre Sokolov y Keller del día anterior, que terminó en tablas—, cuando una sombra se proyecta sobre el diario.
—¿Max?
Un observador imparcial habría admirado el temple del interpelado: todavía permanece un par de segundos con los ojos en el diario, y después dirige una mirada hacia lo alto, con gesto que pasa despacio de la indecisión a la sorpresa, y de ésta al reconocimiento. Al fin, quitándose las gafas, se toca los labios con la servilleta y se pone en pie.
—Dios mío… Max.
La luz de la mañana dora los iris de Mecha Inzunza, como en otro tiempo. Hay leves marcas y manchitas de vejez en su piel, e infinidad de minúsculas arrugas en torno a los párpados y la boca, acentuadas ahora por una sonrisa estupefacta. Pero lo despiadado del paso del tiempo no ha logrado borrar lo demás: la forma pausada de moverse, la elegancia de maneras, las líneas prolongadas del cuello y los brazos cuya delgadez acentúa la edad, enflaqueciéndolos.
—Tantos años —dice ella—. Dios mío.
Están cogidos de las manos, mirándose. Max alza la derecha de ella, inclina la cabeza y la roza con los labios.
—Veintinueve, exactamente —precisa—. Desde el otoño de mil novecientos treinta y siete.
—Niza…
—Sí. Niza.
Le dispone una silla, solícito, y ella la ocupa. Max llama al camarero y tras una breve consulta pide otro café. Todo el tiempo, durante esos instantes de tregua protocolaria, siente fijos en él los ojos color de miel. Y la voz es la misma: tranquila, educada. Idéntica a la que recuerda.
—Has cambiado, Max.
Enarca él las cejas y acompaña el gesto con un ademán melancólico: la fatiga ligera, negligente, de un maduro hombre de mundo.
—¿Mucho?
—Lo suficiente para que me costara reconocerte.
Se inclina un poco hacia ella, cortésmente confidencial.
—¿Cuándo?
—Ayer, aunque no estaba segura. O más bien pensé que era imposible. Un aire remoto, me dije… Pero esta mañana te vi desde la puerta. Estuve un rato observándote.
Max la contempla con detalle. La boca y los ojos. Éstos son idénticos, salvo las marcas del tiempo alrededor. El marfil de los dientes se ve menos blanco de lo que él recuerda, afectado sin duda por la nicotina de muchos cigarrillos. La mujer ha sacado un paquete de Muratti del bolsillo de la rebeca y lo tiene entre los dedos, sin romper el precinto.
—Tú, sin embargo, estás igual —afirma Max.
—No digas tonterías.
—Hablo en serio.
Ahora es ella quien lo estudia a él.
—Has engordado un poco —concluye.
—Más que un poco, me temo.
—Te recordaba más flaco y más alto… Y nunca te imaginé con el pelo gris.
—A ti, sin embargo, te sienta muy bien.
Mecha Inzunza ríe en voz alta, sonora, vigorosa, rejuvenecida por aquel simple acto. Como antes y como siempre.
—Truhán… Siempre supiste cómo hablar a las mujeres.
—No sé a qué mujeres te refieres. Sólo recuerdo a una.
Un momento de silencio. Ella sonríe y aparta la mirada, contemplando la bahía. El camarero llega con el café en el momento oportuno. Max lo sirve llenando media taza, mira el azucarero y la mira a ella, que niega con la cabeza.
—¿Leche?
—Sí. Gracias.
—Antes nunca tomabas. Ni leche ni azúcar.
Parece sorprendida de que él recuerde eso.
—Es cierto —dice.
Otro silencio, más largo que el anterior. Por encima de la taza, de la que bebe a cortos sorbos, ella sigue escrutándole. Pensativa.
—¿Qué haces en Sorrento, Max?
—Oh… Bueno. Un asunto de trabajo. Negocios y un par de días de descanso.
—¿Dónde vives?
Señala él un lugar indeterminado, más allá del hotel y la ciudad.
—Tengo una casa por ahí. Cerca de Amalfi… ¿Y tú?
—Suiza. Con mi hijo. Supongo que sabes quién es, si estás en el hotel.
—Sí, estoy aquí. Y sé quién es Jorge Keller, naturalmente. Pero me despistó el apellido.
Ella deja la taza, y quitándole el precinto al paquete de tabaco saca un cigarrillo. Max coge la cajita de fósforos del hotel que está en el cenicero, se inclina y le da fuego, protegiendo la llama en el hueco de las manos. Ella se inclina también, y por un momento se rozan sus dedos.
—¿Te interesa el ajedrez?
Se ha reclinado otra vez en su silla, dejando escapar el humo que se deshace en la brisa que viene de la bahía. De nuevo la mirada de curiosidad fija en Max.
—Ni lo más mínimo —responde él con mucha sangre fría—. Aunque ayer di una vuelta por la sala.
—¿No me viste?
—Tal vez no presté atención. Lo cierto es que sólo eché un vistazo.
—¿No sabías que estaba en Sorrento?
Niega Max desenvuelto, con viejo aplomo profesional. Hasta estos días no supo, comenta, que ella tenía un hijo apellidado Keller. Ni siquiera que tuviese un hijo. Después de Buenos Aires y de lo ocurrido más tarde en Niza, la pista se perdió por completo. Luego vino la otra guerra, la grande. Media Europa perdió el rastro de la otra media. En muchos casos, para siempre.
—Lo que sí supe fue lo de tu marido. Que lo mataron en España.
Mecha Inzunza aparta el cigarrillo para dejar caer al suelo, ignorando el cenicero, una porción precisa de ceniza. Un golpecito firme, delicado. Luego se lo lleva otra vez a los labios.
—Nunca llegó a salir de prisión, excepto para morir —su tono es neutro, sin rencor ni sentimiento: el adecuado para mencionar algo ocurrido hace mucho tiempo—. Triste final, ¿verdad?, para un hombre como él.
—Lo siento.
Nueva chupada al cigarrillo. Más humo deshecho en la brisa. Más ceniza al suelo.
—Sí. Supongo que es la frase adecuada… Yo también lo sentí.
—¿Y tu segundo marido?
—Afectuoso divorcio —ella se permite otra sonrisa—. Algo entre gente razonable, en buenos términos. Por el bien de Jorge.
—¿Es el padre?
—Claro.
—Habrás vivido tranquila estos años, supongo. Tu familia tenía dinero. Sin contar lo de tu primer marido.
Asiente ella, indiferente. Nunca tuvo dificultades de esa clase, responde. Sobre todo después de la guerra. Cuando los alemanes invadieron Francia, pasó a Inglaterra. Allí se casó con Ernesto Keller, que era diplomático: Max llegó a conocerlo en Niza. Vivieron en Londres, Lisboa y Santiago de Chile. Hasta la separación.
—Asombroso.
—¿Qué es lo que te parece asombroso?
—Tu vida extraordinaria. Lo de tu hijo.
Por un instante, Max sorprende algo extraño en los ojos de ella. Una fijeza insólita: penetrante y tranquila a la vez.
—¿Y tú, Max?… ¿Cómo ha sido de extraordinaria tu vida estos años?
—Bueno, ya sabes.
—No. No lo sé.
Agita él una mano abarcando la terraza, como si allí estuviese la evidencia de todo.
—Viajes de un lado a otro. Negocios… La guerra en Europa me dio algunas oportunidades y me quitó otras. No puedo quejarme.
—No lo parece, desde luego. Que tengas motivo para quejarte… ¿Has vuelto a Buenos Aires?
El nombre de la ciudad en aquella voz serena estremece a Max. Cauto, con prevención, como quien se adentra por donde no debe, analiza otra vez con disimulo el rostro de la mujer: las pequeñas arrugas en torno a la boca, el color mate, marchito, de la piel y los labios sin maquillar. Sólo sus ojos siguen inalterados, igual que en el boliche tanguero de Barracas o en los otros lugares que vinieron después. En la singular topografía común de cuanto recuerda.
—He vivido en Italia casi siempre —inventa sobre la marcha—. Y también en Francia y España.
—¿Negocios, como dices?
—Pero no los de antes —Max procura sonreír de la manera adecuada—. Tuve suerte, reuní algún capital y las cosas no fueron mal. Ahora estoy retirado.
Mecha Inzunza ya no lo mira del mismo modo. Apunta una sonrisa sombría.
—¿De todo?
Se remueve él, incómodo. O pareciéndolo. El collar que ayer vio en la habitación 429 pasa por su cabeza con destellos de revancha en suaves reflejos mate. Y me pregunto, concluye, quién tendrá más facturas pendientes de cobrar con el otro. Ella o yo.
—No vivo como en otros tiempos, si a eso te refieres.
La mujer lo contempla, imperturbable.
—A eso me refería. Sí.
—Hace tiempo que no lo necesito.
Lo ha dicho sin pestañear. Con aplomo absoluto. A fin de cuentas, piensa, tampoco es mentir del todo. En cualquier caso, ella no parece cuestionarlo.
—Tu casa de Amalfi…
—Por ejemplo.
—Celebro que te hayan ido bien las cosas —ella mira el cenicero como si lo viese por primera vez—. Siempre dudé que normalizases tu vida.
—Oh, bueno —agita una mano con los dedos hacia arriba, en ademán casi italiano—. Todos sentamos la cabeza tarde o temprano… Tampoco yo creí que normalizases la tuya.
Mecha Inzunza ha apagado delicadamente el resto del cigarrillo en el cenicero, desprendiendo con cuidado la brasa. Como si se demorase a propósito en las últimas palabras de Max.
—¿Respecto a Buenos Aires y Niza, por ejemplo? —apunta al fin.
—Claro.
Irremediablemente, él nota un regusto de melancolía. De pronto los recuerdos acuden atropellándose: palabras breves como gemidos deslizándose por una piel desnuda, escorzo de líneas largas y suaves reflejadas sobre un espejo que multiplicaba el gris de afuera, en el contraluz plomizo de una ventana que, como un cuadro francés de primeros de siglo, enmarcaba palmeras mojadas, mar y lluvia.
—¿A qué te dedicas?
Ensimismado —no hay fingimiento esta vez—, tarda un poco en escuchar la pregunta, o en abrirse paso hasta ella. Todavía se encuentra ocupado rebelándose en sus adentros contra la desmesurada injusticia de orden físico: la piel de mujer que sus cinco sentidos recuerdan era tersa, cálida y perfecta. No puede tratarse de la misma que tiene delante, marcada por el tiempo. De ningún modo, concluye con furia impotente. Alguien debería responder de semejante desconsideración. De tan intolerable atropello.
—Turismo, hoteles, inversiones —responde al fin—. Cosas así… También soy socio de una clínica cerca del lago de Garda —improvisa de nuevo—. Coloqué allí algunos ahorros.
—¿Te casaste?
—No.
Ella mira la bahía más allá de la terraza con aire distraído, cual si no prestase atención a la última respuesta de Max.
—Tengo que dejarte… Jorge juega esta tarde, y hay que trabajar duro preparándolo todo. Sólo había bajado un momento a tomar el aire bebiendo un café.
—Te ocupas de todas sus cosas, he leído. Desde niño.
—En parte. Hago de madre, de mánager y de secretaria, gestionándole viajes, hoteles, contratos… Cosas así. Pero él tiene su equipo de asistentes: los analistas con quienes prepara las partidas y lo acompañan siempre.
—¿Analistas?
—Un aspirante a campeón del mundo no trabaja solo. Las partidas no se improvisan. Hace falta un equipo de preparadores y especialistas.
—¿Incluso en ajedrez?
—Especialmente en ajedrez.
Se ponen en pie. Max es demasiado veterano para ir más allá. Las cosas tienen su curso, y forzarlas es un error. Muchos hombres que se pasaban de listos se perdieron por eso, recuerda. Así que sonríe como hizo siempre, lo que ilumina su rostro rasurado con esmero, bronceado sin excesos por el sol de la bahía: un súbito trazo blanco, ancho, sencillo, que muestra algunos dientes de buen aspecto, razonablemente conservados pese a dos fundas, media docena de empastes y el colmillo postizo en el hueco que hace diez años dejó el golpe de un policía en un cabaret de Cumhuriyet Caddesi, en Estambul. La sonrisa simpática, templada por los años, de un buen y sexagenario muchacho.