—Sí, mucho —respondió por fin—. Está entusiasmado, porque no es lo que esperaba. Vino a Buenos Aires pensando en salones, buena sociedad y cosas así… Traía en la cabeza componer un tango elegante, de corbata blanca. Me temo que en el
Cap Polonio
usted le cambió las ideas.
—Lo siento. Nunca pretendí…
—No tiene por qué sentirlo. Al contrario: Armando le está muy agradecido. Lo que era una apuesta tonta con Ravel, un capricho caro, se ha convertido en una aventura entusiasta. Tendría que oírlo hablar de tangos, ahora. La Guardia Vieja y todo lo demás. Sólo le faltaba venir aquí y zambullirse en este ambiente. Es un hombre tenaz, obsesivo para su trabajo —reía suavemente, en tono quedo—. Temo que ahora se vuelva insoportable, y que yo acabe harta del tango y de quien lo inventó.
Dio unos pasos al azar y se detuvo, como si la oscuridad se le antojara de pronto demasiado incierta.
—¿Es realmente un arrabal peligroso?
Max la tranquilizó sobre eso. No más que otros, dijo. Barracas estaba habitado por gente humilde, laboriosa. La cercanía del Riachuelo, los muelles y La Boca, algo más abajo, facilitaban lugares dudosos como La Ferroviaria. Pero subiendo calle arriba todo era normal: casas de inquilinato, familias inmigrantes, gente trabajadora o que al menos lo intentaba. Doñas con zuecos o chancletas, hombres tomando mate, familias enteras en bata y camiseta sacando banquitos y sillas de paja a la vereda para tomar el fresco después de la magra cena, abanicándose con la pantalla de aventar el fogón mientras vigilaban a los niños que jugaban en la calle.
—Ahí mismo, a una cuadra —añadió—, está la fonda El Puentecito, donde mi padre nos traía a comer algún domingo, cuando le iban bien los negocios.
—¿Qué hacía su padre?
—Varias cosas, y ninguna con éxito. Trabajó en las fábricas, tuvo un almacén de hierro viejo, transportó harinas y carne… Fue un hombre con mala suerte, de ésos que nacen con la marca de la derrota y nunca logran quitársela de encima. Un día se cansó de luchar, regresó a España y nos llevó con él.
—¿Tiene nostalgia del barrio?
Entornó los ojos el bailarín mundano. Revivía sin esfuerzo imágenes de juegos a orillas del Riachuelo, entre restos de barcos y chatas semihundidos, imaginándose pirata sobre las aguas cenagosas. Y envidiando de lejos al hijo del dueño de la calera Colombo, único niño que tenía una bicicleta.
—La tengo de mi infancia —dijo con sencillez—. El barrio, supongo, es lo de menos.
—Pero éste fue el suyo.
—Sí… El mío.
Mecha volvió a moverse y Max la imitó, acercándose ambos al puente por la franja de calle adoquinada donde las luces lejanas hacían relucir suavemente, a trechos, los raíles del tranvía.
—Bueno —ella insinuaba simpatía y quizá condescendencia—. Sus comienzos fueron nobles, aunque humildes.
—Ningún comienzo humilde es noble.
—No diga eso.
Rió él entre dientes. Casi para sí mismo. Con la proximidad del agua, el coro de grillos y ranas de la orilla se hizo casi ensordecedor. El aire era más húmedo, y observó que la mujer parecía estremecerse de frío. Su chal de seda había quedado en el almacén, sobre el respaldo de la silla.
—¿Qué hizo desde entonces?… Desde que volvió a España.
—Un poco de todo. Estuve un par de años en la escuela. Después me fui de casa, y un amigo me encontró trabajo en el hotel Ritz de Barcelona, como botones. Diez duros al mes. Y las propinas.
Mecha Inzunza, cruzados los brazos, seguía estremeciéndose a causa de la humedad. Sin decir palabra, Max se quitó la chaqueta, quedándose en chaleco y mangas de camisa, y la puso sobre los hombros de la mujer, que tampoco dijo nada. Al hacerlo, él deslizó la mirada por el escorzo de su nuca larga y desnuda, que la luz difusa del otro lado del puente perfilaba bajo el corte del cabello. Por un instante advirtió el relumbrar de esa misma claridad en sus pupilas, que durante unos segundos estuvieron muy cerca. A pesar del humo de tabaco, del sudor y del ambiente cerrado del boliche, comprobó, ella olía suave. A piel limpia y perfume no del todo desvanecido.
—Lo sé todo sobre botones y hoteles —prosiguió, recobrando la plenitud de su sangre fría—. Tiene usted delante a un especialista en llevar cartas al buzón, cumplir turnos de noche resistiendo la tentación de los sofás cercanos, hacer recados y patear vestíbulos y salones voceando insistente «Señor Martínez, al teléfono», dispuesto a localizar al tal Martínez en el breve espacio de tiempo que dura la paciencia de quien espera con un auricular pegado a la oreja…
—Vaya —parecía divertida—. Todo un mundo, imagino.
—Se sorprendería. Desde fuera no es fácil saber lo que ocurre tras una doble fila de botones dorados, o bajo la pechera de dudosa blancura de un camarero que sirve cocktails y calla.
—Me inquieta usted… Suena de lo más bolchevique.
Max soltó una carcajada. También la oía reír, a su lado.
—No es cierto que la inquiete. Pero debería.
El guante de Mecha Inzunza, que ella había dispuesto a modo de pañuelo en el bolsillo superior de la chaqueta de Max cuando éste fue a bailar con la tanguera, destacaba en la penumbra como una flor grande y blanca puesta en el ojal. Esa prenda parecía establecer entre ambos, reflexionó él, un vínculo de naturaleza casi íntima. Una especie de complicidad adicional, silenciosa y sutil.
—Aquí donde me ve —prosiguió, recobrando el tono ligero—, también soy experto en propinas… Usted y su marido, que por situación social suelen darlas, seguramente ignoran que hay clientes de una, tres y hasta cinco pesetas. Es la clasificación hotelera auténtica, desconocida por quienes se creen rubios o morenos, altos o bajos, industriales, viajantes, millonarios o ingenieros de caminos. Hasta hay clientes de diez céntimos, fíjese, en habitaciones que cuestan cien pesetas diarias… Ésa es la categoría real, y nada tiene que ver con las otras. Las convencionales.
Ella tardó un poco en responder. Parecía considerar aquello con absoluta seriedad.
—Para un bailarín mundano —dijo al fin— las propinas también son importantes, supongo.
—Por supuesto. Una señora satisfecha por un vals puede dejar discretamente, en un bolsillo de la chaqueta, el billete de banco que solucione la noche, o la semana.
No pudo evitar un tono ácido al exponer aquello: un suave toque de resentimiento que tampoco tenía, pensó, por qué disimular. Ella, que parecía escuchar con mucha atención, lo había percibido.
—Escuche, Max… No tengo, como la mayoría de las personas, hombres sobre todo, prejuicios contra los bailarines profesionales. Ni siquiera contra los gigolós… Incluso hoy en día, una mujer vestida por Lelong o Patou no puede ir sola a restaurantes y bailes.
—No se preocupe por justificarme. Carezco de complejos. Los perdí hace tiempo en cuartos de pensión húmedos y fríos con mantas raídas, con sólo media botella de vino para calentarme.
Siguió un instante de silencio. Max adivinó la siguiente pregunta un segundo antes de que ella la formulara.
—¿Y una mujer?
—Sí. A veces también una mujer.
—Deme un cigarrillo.
Sacó la pitillera. Quedaban tres, comprobó casi al tacto.
—Enciéndalo usted mismo, por favor.
Lo hizo. A la luz de la llama comprobó que ella lo miraba con fijeza. Luego de apagarla, aún deslumbrado por el resplandor, aspiró un par de bocanadas y lo puso en los labios de la mujer, que lo aceptó sin recurrir a la boquilla.
—¿Qué lo llevó al
Cap Polonio
?
—Las propinas… Y un contrato, por supuesto. Antes estuve en otros barcos. Las líneas a Buenos Aires y Montevideo tienen buen ambiente. Se trata de viajes largos, y las pasajeras quieren divertirse a bordo. Mi aspecto latino, el hecho de bailar bien el tango y otras cosas de moda, ayudan. Como los idiomas.
—¿Qué otras lenguas habla?
—Francés. Y me defiendo en alemán.
Ella había tirado el cigarrillo.
—Es usted un caballero muy correcto, aunque empezara como botones… ¿Dónde aprendió modales?
Max se echó a reír. Miraba extinguirse la pequeña brasa a los pies de la mujer.
—Leyendo revistas ilustradas: cosas del gran mundo, modas, vida social… Mirando alrededor. Atento a las conversaciones y maneras de quienes las tienen. También hubo algún amigo que me ayudó en eso.
—¿Le gusta su trabajo?
—A veces. Bailar no es sólo una forma de ganarse la vida. También es un pretexto para tener entre los brazos a alguna mujer hermosa.
—¿Y siempre de frac o smoking, impecable?
—Claro. Son mis uniformes de faena —estuvo a punto de añadir «que todavía le debo a un sastre de la rue Danton», pero se contuvo—. Lo mismo para un tango que para un fox o un black-bottom.
—Me desilusiona. Lo había imaginado bailando tangos malandrines en los peores sitios de Pigalle… Lugares que no se animan hasta que se encienden las farolas y bajo ellas pasean golfas, rufianes y apaches.
—La veo informada del ambiente.
—Ya le dije que La Ferroviaria no es mi primera visita a un lugar equívoco. Hay quien llama a eso el placer canalla de la promiscuidad.
—Mi padre solía decir: «Se hizo domador y lo mató un león, alumno suyo».
—Hombre sensato, su padre.
Volvieron sobre sus pasos, despacio, caminando hacia el farolito que iluminaba la esquina de La Ferroviaria. Ella parecía adelantarse un poco, inclinado el rostro. Enigmática.
—¿Y qué opina su marido?
—Armando es tan curioso como yo. O casi.
Analizó el bailarín mundano las implicaciones de la palabra curiosidad. Pensaba en el tal Juan Rebenque, parado ante la mesa con chulería de compadrón peligroso y esquinado, y en la fría arrogancia con que ella había aceptado el reto. También pensaba en sus caderas moldeadas por la seda ligera del vestido, oscilando en torno al cuerpo del malevo. «Es su turno», había apuntado ella con desafío, deliberadamente, al regresar.
—Conozco Pigalle y lo demás —dijo Max—. Aunque profesionalmente frecuenté otros sitios. Trabajé hasta marzo en un cabaret ruso de la rue de Liège, en Montmartre: el Sheherezade. Antes estuve en el Kasmet y el Casanova. También en los tés del Ritz, y en las temporadas de Deauville y Biarritz.
—Qué bien. Le sobra trabajo, por lo que veo.
—No me quejo. Con el tango, ser argentino está de moda. O parecerlo.
—¿Por qué vivió en Francia, y no en España?
—Es una historia larga. La aburriría a usted.
—Lo dudo.
—Tal vez me aburriría a mí mismo.
Ella se detuvo. Ahora el farolito eléctrico iluminaba un poco más sus facciones. Líneas limpias, comprobó él otra vez. Extraordinariamente serenas. Incluso a media luz, cada poro de aquella mujer transpiraba clase superior. Hasta sus ademanes más convencionales parecían el descuido de un pintor o un escultor antiguo. La negligencia elegante de un maestro.
—Quizá hayamos coincidido allí alguna vez —dijo ella.
—Es posible, pero no probable.
—¿Por qué?
—Se lo dije en el barco: la recordaría.
Lo miraba con fijeza, sin responder. Un reflejo doble en las pupilas inmóviles.
—¿Sabe una cosa? —comentó él—. Me gusta su forma de aceptar con naturalidad que le digan que es bella.
Mecha Inzunza todavía siguió un momento callada, mirándolo como antes. Aunque ahora parecía sonreír: una leve sombra hendida por la luz eléctrica a un lado de la boca.
—Comprendo su éxito entre las señoras. Es un hombre apuesto… ¿No le agita la conciencia haber lastimado algunos corazones, tanto de damas maduras como de jovencitas?
—En absoluto.
—Tiene razón. El remordimiento es poco frecuente en los hombres, si hay dinero o sexo a conseguir, y en las mujeres si hay hombres de por medio… Además, nosotras no sentimos tanta gratitud por las actitudes y sentimientos caballerosos como los hombres creen. Y a menudo lo demostramos enamorándonos de rufianes o de groseros patanes.
Anduvo hasta la entrada del almacén y se detuvo allí, aguardando, como si nunca hubiese abierto una puerta ella misma.
—Sorpréndame, Max. Soy paciente. Capaz de esperar hasta que me asombre.
Alargó él la mano para empujar la puerta, recurriendo a toda su sangre fría. De no saber que el chófer observaba desde el automóvil, habría intentado besarla.
—Su marido…
—Por Dios. Olvídese de mi marido.
El recuerdo de la noche anterior en La Ferroviaria acompañaba el frotar de la navaja en el mentón del bailarín mundano. Quedaba por afeitar una porción de espuma en la mejilla izquierda cuando llamaron a la puerta. Fue a abrir sin preocuparse de su aspecto —llevaba pantalón y zapatos, pero iba en camiseta y los tirantes colgaban a los costados— y se quedó inmóvil, agarrado al picaporte, la boca abierta de estupor e incredulidad.
—Buenos días —dijo ella.
Vestía de mañana: líneas ligeras y rectas, fular de lunares blancos sobre azul, sombrero cloche que enmarcaba el óvalo de su rostro. Y miraba con aire divertido, orillando una sonrisa, la navaja que él sostenía en la mano derecha. Después la mirada ascendió hasta encontrar la suya, demorándose en la camiseta ajustada al cuerpo, los tirantes sueltos, el resto de espuma en la cara.
—Quizá sea inoportuna —añadió con desconcertante calma.
Para entonces, Max ya estaba en condiciones de reaccionar. Con razonable presencia de ánimo murmuró una disculpa por su aspecto, la hizo pasar, cerró la puerta, dejó la navaja en la jofaina, cubrió con la colcha la cama deshecha y se puso bien los tirantes y una camisa sin cuello, abotonándola mientras procuraba pensar a toda prisa y serenarse.
—Disculpe el desorden. No podía imaginar…
Ella no había vuelto a decir nada y lo miraba hacer, mientras parecía disfrutar de su confusión.
—He venido a buscar mi guante.
Parpadeó Max, encajando aquello.
—¿Su guante?
—Sí.
Todavía desconcertado, tras caer en la cuenta de a qué se refería, abrió el ropero. El guante estaba allí, asomando a manera de pañuelo en el bolsillo superior de la chaqueta que había llevado la noche anterior. Ésta se encontraba colgada junto al traje gris con chaleco, un pantalón de franela y los dos trajes de etiqueta, frac y smoking, que vestía en su trabajo; había también unos zapatos negros, media docena de corbatas y calcetines —aquella mañana había zurcido un par ayudándose con una bombilla de mate—, tres camisas blancas y media docena de cuellos y puños almidonados. Eso era todo. Por el espejo situado en la puerta del armario comprobó que Mecha Inzunza observaba sus movimientos, y sintió vergüenza de que viera lo limitado de su guardarropa. Hizo ademán de ponerse una chaqueta para no estar en mangas de camisa, pero vio que ella negaba con la cabeza.