—¿Rusa?
—De padres yugoslavos, pero nacida en Canadá. Formó parte del equipo de ese país en la olimpiada de Tel Aviv, y está entre las doce o quince mejores mujeres jugadoras del mundo. Tiene el título de gran maestro. Ella y Emil Karapetian son el núcleo duro de nuestro equipo de analistas.
—¿Te gusta como nuera?
—Podría ser peor —la mujer responde impasible, sin aceptar el juego propuesto por la sonrisa de Max—. Es una chica complicada, como todos los ajedrecistas. Con cosas en la cabeza que tú y yo no tendremos nunca… Pero ella y Jorge se entienden bien.
—¿Es buena como ayudante, analista o como se diga?
—Sí. Mucho.
—¿Y cómo lo toma el maestro Karapetian?
—Bien. Al principio estaba celoso y ladraba como un perro que defiende un hueso. Una chica, gruñía. Todo eso. Sin embargo, ella es lista. Supo metérselo en el bolsillo.
—¿Y a ti?
—Oh, lo mío es distinto —Mecha Inzunza apura el resto de su café—. Yo soy la madre, ¿comprendes?
—Claro.
—Lo mío es mirar de lejos… Atenta, pero lejos.
Se oyen las voces de los americanos que pasan a espaldas de Max y se alejan en dirección a la rampa de muralla que conduce a la parte alta de Sorrento. Después todo queda en silencio. La mujer mira pensativa los cuadros blancos y rojos del mantel, de un modo que recuerda el de un jugador ante un tablero.
—Hay cosas que yo no puedo dar a mi hijo —añade de pronto, alzando la cabeza—. Y no se trata sólo de ajedrez.
—¿Hasta cuándo?
Mientras él quiera, responde ella sin vacilar. Mientras Jorge necesite tenerla cerca. Cuando llegue el momento de acabar, espera darse cuenta a tiempo y retirarse discretamente, sin dramatismos. En Lausana tiene una casa confortable, llena de libros y de discos. Una biblioteca y una vida de algún modo aplazada, pero que ha dispuesto durante todos estos años. Un lugar donde extinguirse en paz cuando llegue el momento.
—Aún estás muy lejos de eso. Te lo aseguro.
—Siempre fuiste un adulador, Max… Un pícaro elegante y un guapo embustero.
Inclina él la cabeza, modesto, cual si el picante elogio lo abrumara en exceso. Qué decir a ello, responde su gesto de hombre de mundo. A nuestra edad.
—Leí algo hace mucho tiempo —añade ella— que me hizo pensar en ti. Te lo digo de memoria, pero era más o menos esto: «Los hombres acariciados por muchas mujeres cruzarán el valle de las sombras con menos sufrimiento y menos miedo»… ¿Qué te parece?
—Retórico.
Un silencio. Ella estudia ahora las facciones del hombre como intentando reconocerlo pese a ellas. Sus ojos relucen suavemente con la luz de los farolillos de papel.
—¿De verdad nunca te casaste, Max?
—Eso habría limitado, supongo, mi capacidad de cruzar el valle de las sombras cuando me toque.
La carcajada de ella, espontánea y vigorosa como la de una muchacha, hace volver la cabeza a Lambertucci, al camarero y a la cocinera que siguen conversando en la trattoria vecina.
—Maldito tramposo. Siempre fuiste bueno en esa clase de réplicas… Capaz de apropiarte de todo lo ajeno con rapidez.
Se toca él los puños de la camisa para asegurarse de que sobresalen lo adecuado de las mangas de la chaqueta. Detesta la costumbre moderna de mostrar casi el puño entero, como también las cinturas entalladas, las corbatas excesivas, las camisas con cuello de pico largo y los pantalones ceñidos de pata ancha.
—Durante todos estos años, ¿de verdad pensaste en mí alguna vez?
Lo pregunta mirando los iris dorados de la mujer. Ésta ladea ligeramente la cabeza, sin dejar de observarlo.
—Confieso que sí. Alguna vez.
Recurre Max al más eficaz de sus recursos: el trazo blanco, de apariencia espontánea, que en otro tiempo le animaba el rostro con efectos devastadores según el temple de las destinatarias.
—¿Tango de la Guardia Vieja aparte?
—Claro.
Ha asentido la mujer con movimiento de cabeza y tenue sonrisa en los labios, aceptando el juego. Eso envalentona un poco a Max y lo hace recrearse en la suerte como un torero que, con el público de su parte, prolongase la faena. El pulso late a buen ritmo en sus viejas arterias, decidido y firme como en lejanos tiempos de aventura; con un punto de euforia optimista parecida a la que proporcionan, tras una noche de sueño incierto, dos aspirinas tomadas con un café.
—Sin embargo —argumenta con perfecta calma—, ésta es sólo la tercera vez que nos encontramos tú y yo: el
Cap Polonio
y Buenos Aires en el veintiocho, y Niza nueve años después.
—Quizá siempre tuve debilidad por los canallas.
—Sólo era joven, Mecha.
El gesto con el que acompaña la respuesta es otro selecto comodín de su repertorio: una inclinación de cabeza, llena de modestia, acompañada por un ademán negligente de la mano izquierda que pretende apartar lo superfluo. Que es todo cuanto lo rodea, excepto la mujer que tiene delante.
—Sí. Un joven y elegante canalla, como digo. De eso vivías.
—No —protesta él, cortés—. Eso me ayudaba a vivir, que no es lo mismo… Fueron tiempos duros. En el fondo todos lo son.
Lo ha dicho mirando el collar, y Mecha Inzunza repara en ello.
—¿Lo recuerdas?
Max elabora un gesto de gentilhombre ofendido, o muy cerca de estarlo.
—Naturalmente que lo recuerdo.
—Deberías, desde luego —ella toca un instante las perlas—. Es el mismo de Buenos Aires… El que acabó en Montevideo. El de siempre.
—No podría olvidarlo —el antiguo bailarín mundano se detiene en la pausa melancólica apropiada—. Sigue siendo magnífico.
Ahora ella parece no prestar atención, ensimismada en sus propias evocaciones.
—Aquel asunto de Niza… ¡Cómo me utilizaste, Max!… Y qué tonta fui. Tu segunda jugarreta me costó la amistad de Suzi Ferriol, entre otras cosas. Y no volví a saber de ti. Nunca.
—Me buscaban, recuerda. Tenía que irme. Esos hombres muertos… Habría sido una locura quedarme allí.
—Me acuerdo muy bien. De todo. Hasta el punto de comprender que eso fue para ti un pretexto perfecto.
—Te equivocas. Yo…
Ahora es ella quien alza una mano.
—No sigas por ese camino. Estropearías esta agradable cena.
Prolongando el ademán, alarga con naturalidad la mano por encima de la mesa y toca la cara de Max, rozándola sólo un momento. Instintivamente, éste desliza un beso suave en los dedos mientras ella la retira.
—Dios mío… Es cierto. Eras la mujer más hermosa que vi nunca.
Mecha Inzunza abre el bolso, saca un paquete de Muratti y se pone uno en la boca. Inclinándose sobre la mesa, Max se lo enciende con el Dupont de oro que hace unos días estaba en el despacho del doctor Hugentobler. Ella exhala el humo y se echa atrás en la silla.
—No seas idiota.
—Todavía eres hermosa —insiste él.
—No seas más idiota aún. Mírate. Ni siquiera tú eres el mismo.
Ahora Max es sincero. O tal vez podría serlo.
—En otras circunstancias, yo…
—Todo fueron casualidades. En otras circunstancias no habrías tenido la menor oportunidad.
—¿De qué?
—Sabes de qué. De acercarte a mí.
Una pausa muy larga. La mujer evita los ojos de Max y fuma mirando los farolitos, las casas de pescadores que se alzan a lo largo de la playa, los montones de redes y las barcas varadas en la penumbra de la orilla.
—Tu primer marido sí que era un canalla —dice él.
Mecha Inzunza tarda en responder: dos chupadas al cigarrillo y un largo silencio.
—Déjalo en paz —responde al fin—. Armando lleva casi treinta años muerto. Y era un compositor extraordinario. Además, se limitó a darme lo que yo deseaba. Como yo hago con mi hijo, en cierta forma.
—Siempre estuve seguro de que te…
—¿Corrompió?… No digas tonterías. Tenía sus gustos, naturalmente. Peculiares, a veces. Pero nada me obligaba a ese juego. Yo tenía los míos. En Buenos Aires, como en todas partes, fui dueña absoluta de mis actos. Y recuerda que en Niza él ya no estaba conmigo. Lo habían matado en España. O estaban a punto de hacerlo.
—Mecha…
Él ha puesto una mano sobre la que la mujer apoya en el mantel. Ella la retira despacio, sin violencia.
—Ni se te ocurra, Max. Si dices que fui el gran amor de tu vida, me levanto y me voy.
—No es la ciudad que yo suponía —dijo Mecha.
Hacía calor, intensificado por la proximidad del Riachuelo. Max se había quitado el sombrero para refrescar la badana húmeda y caminaba con él en una mano, introducida a medias la otra en un bolsillo de la chaqueta. Sus pasos y los de la mujer coincidían a veces, acercándolos hasta rozarse un momento antes de separarse de nuevo.
—Hay muchos Buenos Aires —apuntó él—. Aunque en esencia son dos: el del éxito y el del fracaso.
Habían estado comiendo juntos cerca de La Ferroviaria, en la fonda El Puentecito, a quince minutos en automóvil de la pensión Caboto. Antes, al bajar del Pierce-Arrow —el silencioso Petrossi seguía al volante, y ni una sola vez miró a Max por el retrovisor—, Mecha y el bailarín mundano tomaron un aperitivo en un boliche situado junto a la estación del ferrocarril, apoyados en un mostrador de mármol bajo una gran fotografía del Sportivo Barracas y un cartel con la recomendación
Se ruega orden, cultura y no escupir en el suelo
. La mujer tomó un refresco de granadina con gaseosa, y él un vermut Cora con gotas de Amer Picon; y lo hicieron rodeados de ojeadas de curiosidad y voces en español e italiano de hombres con cadenas de cobre en los chalecos, que jugaban a la murra, fumaban y aliviaban la garganta colocando recios salivazos en las escupideras. Fue ella quien insistió en que Max la llevara después al modesto restaurante donde su padre reunía los domingos a la familia: ése del que le había hablado la noche anterior. Una vez allí, Mecha pareció disfrutar de la olla de ravioles y el churrasco a la plancha que acompañaron, por consejo de un despierto camarero gallego, con media botella de un vino mendocino áspero y oloroso.
—Hacer el amor me da hambre —había dicho ella, serena.
Se miraron largamente durante la comida, fatigados y cómplices, sin más referencias explícitas a lo ocurrido en la pensión de la avenida Almirante Brown. Muy desenvuelta Mecha —mostraba un dominio absoluto de sí, advirtió Max con asombro—, y reflexionando el bailarín mundano sobre las consecuencias que aquello tendría en el presente y el futuro propios. Siguió pensando en eso durante el resto de la comida, amparado en su rutina de modales correctos y extrema cortesía, aunque a menudo se distraía en los cálculos, estremecido en sus adentros por el recuerdo vivo, tan intenso y reciente, de la carne suave y tibia de la mujer que lo miraba por encima del vaso que se llevaba a los labios. Pensativa, como si estudiase con renovada curiosidad al hombre que tenía delante.
—Me gustaría dar un paseo —había dicho ella más tarde—. Por el Riachuelo.
Quiso andar un trecho en las cercanías de La Boca, hizo detenerse a Petrossi, y ahora caminaban los dos por la orilla norte de la Vuelta de Rocha, seguidos por el automóvil que, con el callado chófer al volante, rodaba despacio por el lado izquierdo de la calle. A lo lejos, más allá del casco de maderas negras y cuadernas desnudas de un viejo velero semihundido junto a la orilla —Max recordaba haber jugado en él de pequeño—, se alzaba la elevada estructura del puente transbordador Avellaneda.
—Te he traído un regalo —dijo ella.
Había puesto un paquetito en las manos de Max. Un estuche pequeño y alargado, comprobó él cuando deshizo el envoltorio. Una cajita de piel con un reloj de pulsera dentro: un espléndido Longines cuadrado, de oro, con números romanos y segundero.
—¿Por qué? —quiso saber.
—Un capricho. Lo vi en el escaparate de una tienda de la calle Florida y me pregunté cómo se vería en tu muñeca.
Lo ayudó a poner las manecillas en hora, darle cuerda y ajustárselo. Se veía bien, dijo Mecha. Muy bien, desde luego, con el brazalete de piel y la hebilla de oro en la muñeca bronceada del bailarín mundano. Una pieza distinguida, propia de Max. Propia de ti, insistió ella. Tienes manos apropiadas para llevar relojes como ése.
—Supongo que no es la primera vez que una mujer te regala algo.
La miraba, impasible. Afectando indiferencia.
—No sé… No recuerdo.
—Por supuesto. Ni yo te perdonaría que lo recordaras.
Había cafetines y boliches cerca de la orilla, algunos de dudosa nota durante la noche. Bajo el ala corta y acampanada del sombrero que le enmarcaba el rostro, Mecha miraba a los hombres ociosos en mangas de camisa, chaleco y gorra, sentados en mesas a la puerta o en los bancos de la plaza, junto a los carruajes de caballos y las camionetas que allí se estacionaban. En lugares como aquél, había oído Max decir en su casa años atrás, se aprendía la filosofía de los pueblos: italianos melancólicos, judíos recelosos, alemanes brutales y tenaces, españoles ebrios de envidia y altivez homicida.
—Todavía bajan de los barcos como bajó mi padre —dijo—. Dispuestos a conseguir su sueño… Muchos se quedan en el camino, pudriéndose como la madera de ese barco atrapado en el fango. Al principio mandan dinero a la mujer y a los hijos que dejaron en Asturias, en Calabria, en Polonia… Al fin la vida los apaga poco a poco, desaparecen. Se extinguen en la miseria de una taberna o un burdel barato. Sentados a una mesa, solos, ante una botella que nunca hace preguntas.
Mecha miraba a cuatro lavanderas que venían de frente con grandes cestos de ropa húmeda: rostros prematuramente envejecidos y manos ajadas por el jabón y el estropajo. Max habría podido poner nombre e historia a cada una de ellas. Esos mismos rostros y manos, u otros idénticos, habían acompañado su infancia.
—Las mujeres, al menos las de buen aspecto, tienen posibilidad de arreglárselas mejor —añadió—. Durante cierto tiempo, claro. Antes de convertirse en marchitas madres de familia, las más afortunadas. O en materia de tango, las menos… O las más, según se mire.
El último comentario había hecho que ella se volviese a mirarlo con renovada atención.
—¿Hay muchas prostitutas?
—Imagínate —Max hizo un gesto que abarcaba el entorno—. Una tierra de emigrantes, donde buena parte de ellos son hombres solos. Hay organizaciones especializadas en traer mujeres de Europa… La más importante es hebrea, la Zwi Migdal. Especializada en rusas, rumanas y polacas… Compran mujeres por dos o tres mil pesos y las amortizan en menos de un año.