El tango de la Guardia Vieja (41 page)

Read El tango de la Guardia Vieja Online

Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Romántico

BOOK: El tango de la Guardia Vieja
2.19Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿Y sabes cómo se llamaba el fulano? —Fossataro seguía hablándole a Barbaresco, que a esas alturas del relato escuchaba con visible interés—. ¡Pues nada menos que Errol Flynn! —rió a carcajadas, palmeando el brazo de Max—… ¡Aquí donde nos ves, este tipo y yo le rompimos la cara al mismísimo capitán Blood!

—¿Sabes qué es el libro, Max?… En ajedrez. No un libro, sino
el
libro.

Están en el jardín del hotel Vittoria, paseando por el camino lateral que discurre, a modo de túnel, entre la variedad de árboles por cuyas ramas penetran violentas manchas de sol. Más allá de las plantas trepadoras que espesan las pérgolas, las gaviotas planean sobre los acantilados de Sorrento.

—Un jugador es su historial —sigue contando Mecha Inzunza—. Sus partidas y análisis. Detrás de cada movimiento en el tablero hay cientos de horas de estudio, innumerables aperturas, jugadas y variantes, fruto de trabajo de equipo o en solitario. Un gran maestro conoce de memoria miles de cosas: jugadas de sus predecesores, partidas de sus adversarios… Todo eso, memoria aparte, se sistematiza como material de trabajo.

—¿Una especie de vademécum? —se interesa Max.

—Exacto.

Caminan sin prisa, de vuelta al hotel. Algunas abejas revolotean entre las adelfas. Según se internan más en el jardín, a su espalda se va apagando el ruido del tráfico en la plaza Tasso.

—Es imposible que un jugador viaje y opere sin sus archivos personales —continúa ella—. Lo que puede llevar consigo de un lugar a otro… El libro de un gran maestro contiene el trabajo de toda su vida: aperturas y variantes, estudios de sus adversarios, análisis… Suelen ser cuadernos o archivos. El de Jorge son ocho libretas gruesas, forradas en piel, anotadas por él durante los últimos siete años.

Se demoran en la rosaleda, donde un banco de azulejos rodea una mesa cubierta de hojas secas. Sin el libro, añade Mecha mientras deja su bolso en la mesa y se sienta, un jugador queda indefenso. Ni siquiera los de mejor memoria pueden recordarlo todo. El libro de Jorge contiene información sin la que difícilmente podría hacer frente a Sokolov: partidas, análisis de ataques y defensas. Un trabajo de años.

—Imagínate, por ejemplo, que a ese ruso le moleste mucho el gambito de rey, que es una apertura basada en sacrificar un peón. Y que Jorge, que nunca utilizó el gambito de rey, considere usarlo en el campeonato de Dublín.

Max está de pie ante ella, escuchando atento.

—¿Todo eso estaría en el libro?

—Claro. Figúrate qué desastre, si el de Jorge cayera en manos del otro. Tanto trabajo inútil. Sus secretos y análisis en poder de Sokolov.

—¿Y no podría rehacerse el libro?

—Haría falta otra vida. Sin contar el golpe psicológico: saber que el otro conoce tus planes y tu cabeza.

Ella mira a espaldas de Max, que se vuelve a medias siguiendo la dirección en la que apuntan los ojos de la mujer. El edificio de apartamentos ocupado por la delegación soviética está muy cerca, a treinta pasos.

—No me digas que Irina les ha dado el libro de Jorge a los rusos…

—No, afortunadamente. En tal caso, mi hijo estaría acabado frente a Sokolov, aquí y en Dublín. El asunto es otro.

Un breve silencio. Los iris dorados, más claros por la luz que penetra entre la enramada de la pérgola, se inmovilizan en Max.

—Y ahí entras tú —dice ella.

Lo expresa sonriendo apenas, de un modo extraño. Impenetrable. Alza Max una mano como si reclamara silencio para escuchar una nota musical o un sonido impreciso.

—Me temo que…

Está a punto de interrumpirse con la última palabra, incapaz de ir más allá; pero Mecha se adelanta, impaciente. Ha abierto su bolso y rebusca en él.

—Quiero que consigas para mi hijo el libro del ruso.

Max se queda boquiabierto. Literalmente.

—Creo que no he comprendido bien.

—Pues te lo explico —ella saca del bolso un paquete de Muratti y se pone un cigarrillo en la boca—. Quiero que robes el libro de aperturas de Sokolov.

Lo ha dicho con extrema calma. Max hace un movimiento maquinal para buscar el encendedor; pero se queda inmóvil, la mano en el bolsillo, estupefacto.

—¿Y cómo hago eso?

—Entrando en los apartamentos del ruso y cogiéndolo.

—¿Así de fácil?

—Así.

Más zumbido de abejas, cerca. Indiferente a ello, Max sigue mirando a la mujer. Con súbito deseo de sentarse.

—¿Y por qué he de hacerlo yo?

—Porque lo has hecho antes.

Se sienta junto a ella, todavía confuso.

—Nunca robé ningún libro ruso de ajedrez.

—Pero robaste muchas otras cosas —Mecha ha cogido una caja de fósforos del bolso y enciende ella misma el cigarrillo—. Alguna era mía.

Saca él la mano del bolsillo y se la pasa por el mentón. Qué es todo aquel disparate, piensa en pleno desconcierto. En qué diablos se está metiendo, o lo quieren meter.

—Eras un gigoló y un ladrón —añade Mecha, objetiva, echando el humo.

—Ya no lo soy… Ahora no hago eso.

—Pero sabes cómo hacerlo. Acuérdate de Niza.

—Qué disparate. Han pasado casi treinta años desde Niza.

La mujer no dice nada. Fuma y lo mira con mucha calma, como si todo estuviera dicho y las cosas no dependieran de ella. Se está divirtiendo, piensa él con súbito espanto. La situación y mi aturdimiento la divierten. Pero está lejos de ser una broma.

—¿Pretendes que me introduzca en los apartamentos de la delegación soviética, busque el libro de ajedrez de Sokolov y te lo entregue? ¿Y cómo hago eso?… Por Dios, ¿cómo quieres que lo haga?

—Tienes conocimientos y experiencia. Sabes arreglártelas.

—Mírame —se inclina tocándose la cara, como si todo fuese visible ahí—. No soy el que recuerdas. Ni el de Buenos Aires, ni el de Niza. Ahora tengo…

—¿Cosas que perder? —lo mira desde una distancia infinita, despectiva y fría—. ¿Es lo que pretendes decirme?

—Hace mucho que no corro cierta clase de riesgos. Aquí vivo tranquilo, sin problemas con la policía. Me retiré por completo.

Se levanta con brusquedad, incómodo, y da unos pasos por el cenador. Mirando con aprensión las paredes ocres —de pronto le parecen siniestras— del edificio ocupado por los rusos.

—Además, estoy viejo para esa clase de asuntos —añade con sincero desánimo—. Me falta fuerza y me falta espíritu.

Se ha vuelto hacia Mecha. Permanece sentada, mirándolo mientras fuma imperturbable.

—¿Por qué había de hacerlo? —protesta él—. Dime… ¿Por qué he de arriesgarme, a mis años?

La mujer entreabre los labios para decir algo, aunque calla apenas iniciado el gesto. Se queda así unos segundos, pensativa, el cigarrillo humeante entre los dedos, estudiando a Max. Y al fin, con infinito desprecio y arrebato repentino, como si desahogara de pronto una cólera largo tiempo contenida, aplasta violenta el cigarrillo en la mesa de mármol.

—Porque Jorge es hijo tuyo. Imbécil.

Había ido a verla a Antibes, disfrazando de cautela el impulso de justificarse ante sí mismo. Era peligroso, acabó diciéndose, que ella estuviese fuera de control durante aquellos días. Que algún comentario o confidencia dirigidos a Susana Ferriol lo pusiera en peligro. No le fue difícil conseguir la dirección. Bastaron una llamada telefónica a Asia Schwarzenberg y una breve indagación de ésta para que, dos días después del encuentro con Mecha Inzunza, Max bajara de un taxi ante la verja de una villa cercada de laureles, acacias y mimosas, en las cercanías de La Garoupe. Cruzó el jardín por un camino de albero donde estaba aparcado el Citroën de dos plazas, entre cipreses cuyas copas trenzaban un contraluz de sombras sobre la superficie quieta y resplandeciente del mar cercano, hasta la casa situada en una pequeña loma acantilada: un edificio tipo bungalow, con amplia terraza y una veranda solárium bajo grandes arcos abiertos al jardín y la bahía.

Ella no se mostró sorprendida. Lo recibió con desconcertante naturalidad después de que una sirvienta abriese la puerta y desapareciera en silencio. Vestía un pijama japonés de seda ceñido en la cintura que prolongaba sus líneas esbeltas, moldeándolas suavemente sobre las caderas. Había estado regando macetas en un patio interior, y sus pies descalzos dejaban huellas de humedad en las baldosas blancas y negras cuando condujo a Max al salón amueblado en el
style camping
que hacía furor en la Riviera en los últimos años: asientos plegables, mesas escamoteables, muebles empotrados, vidrio, cromo y un par de solitarios cuadros sobre paredes desnudas y blancas, en una casa hermosa, despejada, con esa sencillez de líneas que sólo el mucho dinero podía permitirse habitar. Mecha le sirvió una copa, fumaron y con tácito acuerdo conversaron sobre banalidades, civilizadamente, como si el reciente encuentro y despedida tras la cena en casa de Susana Ferriol hubiesen transcurrido de la forma más normal del mundo: la villa alquilada mientras se mantuviese la situación en España, lo adecuado del lugar para pasar el invierno, el mistral que mantenía el cielo azul y limpio de nubes. Después, cuando los lugares comunes se agotaron y la conversación superficial empezó a tornarse incómoda, Max propuso ir a comer a algún lugar próximo, Juan-les-Pins o Eden Roc, para seguir charlando. Mecha dejó transcurrir un silencio prolongado sobre aquella sugerencia, repitió en voz baja la última palabra con expresión pensativa, y al cabo dijo a Max que se sirviera algo él mismo mientras ella se cambiaba para salir. No tengo hambre, dijo. Pero me vendrá bien dar un paseo.

Y allí estaban: paseando entre la espesura de pinos enraizados en la arena, las rocas y las madejas de algas de la orilla donde cabrilleaba el sol cenital, ante la bahía de color turquesa abierta al infinito y la playa que llegaba hasta la vieja muralla de Antibes. Mecha había cambiado el pijama por un pantalón negro y una camiseta de marinero a rayas azules y blancas, llevaba gafas de sol —apenas una sombra de maquillaje en los párpados, bajo los cristales oscuros— y sus sandalias pisaban la grava del sendero junto a los zapatos brogue marrones de Max, que iba en mangas de camisa, el pelo engominado y sin sombrero, la chaqueta doblada sobre un brazo y los puños subidos en dos vueltas sobre las muñecas bronceadas.

—¿Todavía bailas tangos, Max?

—A veces.

—¿Incluso el de la Guardia Vieja?… Seguirás siendo bueno en eso, supongo.

Él apartó la vista, incómodo.

—Ya no es como antes.

—¿No lo necesitas para ganarte la vida, quieres decir?

Eligió no responder. Pensaba en ella moviéndose entre sus brazos en el salón del
Cap Polonio
, la primera vez. En el sol iluminando su cuerpo esbelto en el cuarto de pensión de la avenida Almirante Brown. En su boca y su lengua impúdica y violenta cuando apartó de él a la tanguera en el antro de Buenos Aires para ponerse en su lugar. En la mirada aturdida del marido, su risa sucia mientras se acoplaban ante sus ojos turbios de alcohol y droga, allí y más tarde, cuando se acometían voraces, obscenamente desnudos y sin límites, en la habitación del hotel. También pensó en los centenares de ocasiones en que él había recordado aquello durante los nueve años transcurridos desde entonces, cada vez que una orquesta atacaba los compases de la melodía compuesta por Armando de Troeye, o la oía sonar en una radio o un fonógrafo. Aquel tango —la última vez, cinco semanas atrás, lo bailó en el Carlton de Cannes con la hija de un industrial alemán del acero— había perseguido a Max por medio mundo, causándole siempre una sensación de vacío, ausencia o pérdida: una nostalgia feroz, agudamente física, del cuerpo de Mecha Inzunza. De sus ojos dorados mirándolo muy próximos y muy abiertos, petrificados por el placer. De la carne deliciosa que seguía siendo tibia y húmeda en su memoria, que con tanta intensidad recordaba, y que ahora tenía de nuevo cerca —todavía inesperadamente cerca— de tan extraña manera.

—Háblame de ti —dijo ella.

—¿Qué parte de mí?

—Ésa —ella le dedicó un ademán que parecía abarcarlo—. La que ha fraguado en estos años.

Habló Max, prudente, sin descuido ni excesos. Mezclaba hábilmente realidad y ficción, engarzando con amenidad anécdotas divertidas y situaciones pintorescas que disimulaban los pormenores escabrosos de su vida. Adaptando, con la facilidad que le era natural, su historia auténtica a la del personaje que en ese momento representaba: un hombre de negocios afortunado, mundano, cliente habitual de ferrocarriles, transatlánticos y hoteles caros de Europa y Sudamérica, refinado con el paso del tiempo y el trato con gente distinguida o adinerada. Habló sin saber si ella lo creía o no; pero en cualquier caso procuró esquivar toda alusión al lado clandestino, o las consecuencias, de sus actividades reales: una brevísima estancia en una cárcel de La Habana, felizmente resuelta; un incidente policial sin mayor trascendencia en Cracovia, tras el suicidio de la hermana de un rico peletero polaco; o un disparo que erró el blanco a la salida de un garito en Berlín, tras un asunto de juego clandestino que bordeó la estafa. Tampoco habló del dinero que había ganado y gastado con idéntica facilidad en aquellos años, de los ahorros que mantenía como recurso de emergencia en Montecarlo, ni de su antigua y útil relación con el reventador de cajas fuertes Enrico Fossataro. Ni, por supuesto, mencionó a la pareja de ladrones profesionales, hombre y mujer, que había conocido en el bar Chambre d’Amour de Biarritz en el otoño del 31, su asociación temporal con ellos, la ruptura cuando la mujer —una inglesa melancólica y atractiva llamada Edith Casey, especializada en desvalijar a solterones solventes— estrechó por su cuenta los lazos de equipo con Max, hasta una intimidad mal vista por su compañero: un escocés refinado aunque brutal que se hacía llamar indistintamente McGill y McDonald, y cuyos celos más o menos justificados liquidaron un año de provechosa actividad en común, tras una desagradable escena en la que Max, para sorpresa de la pareja —siempre lo habían considerado un joven caballeroso y pacífico—, se vio obligado a recurrir a un par de trucos sucios aprendidos en África, con el Tercio, que dejaron al tal McGill, McDonald o como se llamara realmente, tendido en la alfombra de una habitación del hotel du Golf de Deauville, con la nariz sangrando, y a Edith Casey insultando a gritos a Max mientras éste salía al pasillo para desaparecer de sus vidas.

—¿Y tú?

—Oh… Yo.

Había estado escuchando en silencio, atenta. Tras la pregunta de Max hizo una mueca evasiva, sonriente bajo las gafas de sol.

Other books

Ghosts of Tom Joad by Peter Van Buren
Moondrops (Love Letters) by Leone, Sarita
Midnight Harvest by Chelsea Quinn Yarbro
Waltzing With Tumbleweeds by Dusty Richards
The Rose Legacy by Kristen Heitzmann
The Sacred Beasts by Bev Jafek
Wild Angel by Miriam Minger