Ve de lejos a Irina Jasenovic cerca de la catedral de Sorrento: gafas de sol, vestido de minifalda estampado, sandalias planas. La muchacha mira el escaparate de una tienda de ropa en el corso Italia y Max permanece en las proximidades, acechándola desde el otro lado de la calle hasta que ella continúa en dirección a la plaza Tasso. En realidad no la sigue por un motivo determinado: sólo siente deseos de observarla discretamente, ahora que conoce la posibilidad de un vínculo clandestino entre ella y la gente del jugador ruso. Curiosidad, tal vez. Deseo de acercarse un poco más a los nudos de la trama. Ya tuvo ocasión de hacerlo con Emil Karapetian cuando después del desayuno lo encontró en uno de los saloncitos del hotel, rodeado de periódicos y encajada en un sillón su amplia humanidad. Todo se resolvió en un intercambio de saludos corteses, algún comentario sobre el buen tiempo y una corta charla sobre el curso de las partidas que hizo al otro dejar el diario abierto sobre las rodillas y conversar brevemente, sin demasiado entusiasmo —incluso en asuntos de ajedrez, Karapetian parece poco inclinado a conversaciones que incluyan algo más que monosílabos—, con el caballero educado, elegante, de pelo gris y amable sonrisa, que según las apariencias tiene antigua relación de amistad con la madre de su pupilo. Y al cabo, cuando Max se levantó y dejó tranquilo al otro con su periódico abierto de nuevo y la nariz hundida en él, la única conclusión que obtuvo fue que el armenio confía ciegamente en la superioridad de su antiguo alumno sobre el adversario ruso; y que, sea cual fuere el resultado del duelo sorrentino, Karapetian está seguro de que Jorge Keller será campeón del mundo dentro de pocos meses.
—Es el ajedrez del futuro —resumió a instancias de Max, en la parrafada más larga de la conversación—. Después de su paso por los tableros, el estilo defensivo de los rusos olerá a naftalina.
Karapetian no parece un traidor, es la conclusión de Max. Desde luego, no alguien que venda a su antiguo discípulo por treinta rublos de plata. Sin embargo, la vida ha enseñado al chófer del doctor Hugentobler, a sus expensas y a las del prójimo, lo sutil de los hilos que mantienen al ser humano lejos de la traición o el engaño. Lo fácil que es, sobre todo, que el traidor que aún medita su decisión reciba un impulso final, en forma de ayuda extra, por parte del propio traicionado. Nadie está a salvo de eso, concluye con alivio casi técnico mientras camina por el corso Italia manteniendo la distancia detrás de la novia de Jorge Keller. Quién podría decir, mirándose a los ojos en un espejo: no traicioné nunca, o no lo haré jamás.
La muchacha se ha sentado a una de las mesas del Fauno. Tras pensarlo un instante, Max se acerca con aire casual y entabla conversación. Antes, por instinto, echa un vistazo discreto en torno. No porque espere agentes soviéticos emboscados tras las palmeras de la plaza, sino porque esa clase de cautelas forma parte de antiguos adiestramientos y útiles automatismos. Que un viejo lobo haya perdido los colmillos y tenga el rabo pelado, decide con íntimo y retorcido humor, no significa que el terreno por el que caza sea menos pródigo en azares.
Recuerdos de mujeres jóvenes, piensa mientras se sienta. Lo que retuvo. Lo que sabe. Es otra generación, o varias, concluye observando la falda corta de la muchacha, sus rodillas desnudas, mientras pide un negroni y conversa de cualquier cosa.
—Sorrento es agradable… ¿Ya visitaron Amalfi? ¿Y Capri? —viejas sonrisas eficaces, gestos de cortesía mil veces ensayados y probados—. En esta época hay menos turistas… Le aseguro que merece la pena.
No especialmente bonita, comprueba una vez más. Ni fea. Joven, en realidad. Más fresca de piel y aspecto que otra cosa, como uno de esos anuncios de Peggy Sage. El atractivo de los veintitantos años, en suma, para quien los veintitantos supongan atractivo. Irina se ha quitado las gafas de sol —desmesuradamente grandes, montura blanca— y el maquillaje se limita al negro espeso en torno a los ojos amplios, expresivos. El pelo está recogido en una cinta ancha, estampada en los mismos dibujos
op
que el vestido corto. Un rostro corriente, ahora amable. El ajedrez no imprime carácter, concluye Max para sus adentros. Ni en hombres ni en mujeres. Un intelecto superior, una mente matemática, una memoria prodigiosa, pueden ajustarse con naturalidad a una sonrisa convencional, una palabra anodina, un gesto vulgar. Aspectos comunes en otros hombres y mujeres como el fluir mismo de la vida. Ni siquiera los jugadores de ajedrez son más inteligentes que el resto de los mortales, oyó decir a Mecha Inzunza hace un par de días. Sólo se trata de otra clase de inteligencia. Aparatos de radio que emiten en distinta longitud de onda.
—Nunca imaginé a Mecha cuidando de ese modo de su hijo, entre ajedrecistas —apunta Max, tanteando el terreno—. Mi recuerdo de ella es diferente. Anterior a todo esto.
Irina parece interesada. Se inclina hasta apoyar los codos en la mesa, junto a un vaso de coca-cola en el que flotan cubitos de hielo.
—¿Llevaban mucho tiempo sin verse?
—Años —confirma él—. Y la amistad viene de lejos.
—Qué feliz casualidad, entonces. Sorrento.
—Sí. Muy feliz.
Llega un camarero con la bebida. La joven observa a Max, curiosa, mientras él se lleva la copa a los labios.
—¿Llegó a conocer al padre de Jorge?
—Brevemente. Poco antes de la guerra —deja la copa en la mesa, despacio—. En realidad conocí más al primer marido.
—¿De Troeye? ¿El músico?
—Ése mismo. Él compuso aquel famoso tango.
—Ah, claro. El tango.
Ella mira los coches de caballos estacionados en la plaza, a la espera de clientes. Los cocheros aburridos bajo las palmeras, a la sombra.
—Debía de ser un mundo fascinante. Esos vestidos y esa música… Mecha dijo que era usted un bailarín excepcional.
Hace Max un ademán desenvuelto, a medio camino entre la protesta cortés y la modestia distinguida. Lo aprendió hace treinta años, en una película de Alessandro Blasetti.
—Me defendía.
—¿Y cómo era ella entonces?
—Elegante. Bellísima. Una de las mujeres más atractivas que conocí.
—Se me hace raro imaginarla así. Es la madre de Jorge.
—¿Y cómo es cuando hace de madre?
Un silencio. Irina toca con un dedo el hielo de su vaso, sin beber.
—No soy la más indicada, me parece. Para decirlo.
—¿Demasiado absorbente?
—Ella lo forjó, en cierto modo —la joven ha estado otro instante callada—. Sin su esfuerzo, Jorge no sería lo que es. Ni lo que puede llegar a ser.
—¿Sería más feliz, quiere decir?
—Oh, no, por favor. Nada de eso. Jorge es un hombre feliz.
Asiente Max, cortés, mientras moja otra vez los labios en su bebida. No necesita forzar la memoria para recordar a hombres felices cuyas mujeres, en otro tiempo, los engañaron con él.
—Ella nunca quiso crear un monstruo, como otras madres —añade Irina al cabo de un momento—. Siempre procuró educarlo como a un chico normal. O intentar que eso fuera compatible con el ajedrez. Y lo consiguió, en parte.
Lo ha dicho mirando hacia la plaza, apresurando las últimas palabras con aire preocupado, como si Mecha Inzunza pudiera aparecer allí de un momento a otro.
—¿Fue realmente un niño excepcional?
—Hágase idea. A los cuatro años aprendió a escribir mirando hacerlo a su madre, y a los cinco sabía de memoria todos los países y capitales del mundo… Ella se dio cuenta muy pronto, no sólo de lo que podía llegar a ser, sino de lo que no debía ser en ningún modo… Y trabajó duro en ello.
La palabra
duro
parece tensar sus rasgos un momento.
—Lo sigue haciendo —añade—. Todo el tiempo… Como si tuviera miedo de que caiga en el pozo.
No ha dicho un pozo, advierte Max, sino el pozo. El ruido de una Lambretta que pasa petardeando cerca parece sobresaltarla.
—No le falta razón —añade ensombrecida, en voz más baja—. He visto caer a muchos ahí.
—Exagera. Usted es joven.
Ella modula una sonrisa que parece echarle diez años más encima: rápida y casi brutal. Después se relaja de nuevo.
—Juego desde los seis años —apunta—. He visto a muchos jugadores acabar mal. Convertirse en caricaturas de sí mismos, fuera del tablero. Ser el primero exige un trabajo infernal. Sobre todo cuando nunca llegas a serlo.
—¿Soñó con ser la primera?
—¿Por qué habla en pasado?… Sigo jugando al ajedrez.
—Disculpe. No sé. Creía que un analista es como esos subalternos de los toreros en España. Gente que no llegó a primer espada se queda de ayudante. Pero no pensé en ofenderla.
Ella mira las manos de Max. Manchas de vejez en el dorso. Uñas romas y cuidadas.
—Usted no sabe lo que es la derrota.
—¿Perdón? —él casi reprime una carcajada—. ¿Que no sé qué?
—No hay más que verlo. Su aspecto.
—Ah.
—Estar ante el tablero y ver la consecuencia de un error táctico. Comprobar con qué facilidad se esfuman tu talento y tu vida.
—Entiendo… Pero no apueste dinero a eso. En materia de derrotas, los ajedrecistas no tienen la exclusiva.
Ella parece no haberlo oído.
—Yo también sabía de memoria todos los países y capitales del mundo —dice—. O algo semejante. Pero las cosas no siempre salen como es debido.
Sonríe ahora, casi heroica. Para el respetable público. Sólo una muchacha, piensa Max, puede sonreír así. Confiando en el efecto.
—Es difícil, siendo mujer —añade ella mientras se extingue la sonrisa—. Todavía lo es.
El sol, cuyos rayos se han ido desplazando de mesa en mesa por la terraza, incide en su rostro. Entornando los párpados, molesta, se pone las gafas.
—Conocer a Jorge me dio una oportunidad nueva. Vivir todo esto muy de cerca.
—¿Lo ama?
—Es usted impertinente… ¿La edad le da derecho?
—Claro. Alguna ventaja ha de tener.
Un silencio. Ruido de tráfico. Un bocinazo a lo lejos.
—Mecha dice que fue un hombre apuesto.
—Lo fui, seguramente. Si ella lo dice.
La luz del sol alcanza ahora a Max, que se ve reflejado en los grandes cristales de las gafas oscuras de la joven.
—Oh, sí —comenta ella, neutra—. Por supuesto que amo a Jorge.
Cruza las piernas, y Max mira un momento las rodillas jóvenes y desnudas. Las sandalias planas de cuero descubren los pies, de uñas pintadas en rojo muy oscuro, casi morado.
—A veces lo observo ante el tablero —sigue diciendo ella—, mover una pieza, arriesgándose como él hace, y pienso que lo amo muchísimo… Otras lo veo cometer un error, algo que hemos preparado juntos, y que él decide cambiar a última hora, o duda en ejecutar… Y en ese momento lo detesto con toda mi alma.
Se calla un momento y parece considerar la precisión de cuanto acaba de decir.
—Creo que cuando no juega al ajedrez lo amo más.
—Es natural. Ustedes son jóvenes.
—No… La juventud no tiene nada que ver.
Ahora el silencio es tan largo que él cree terminada la conversación. Llama la atención del camarero, y con dos dedos hace en el aire, a modo de rúbrica, ademán de pedir la cuenta.
—¿Sabe una cosa? —dice Irina de pronto—. Cada mañana, cuando Jorge está en un torneo, su madre baja diez minutos antes al desayuno, para asegurarse de que todo esté bien cuando él llegue.
Cree percibir en su tono un cierto desencanto. Un eco de rencor. Él sabe de esos ecos.
—¿Y qué? —pregunta con suavidad.
—Y nada —Irina mueve la cabeza y el reflejo de Max se balancea en los cristales oscuros—. Él baja y ella está allí, con todo dispuesto: zumo de naranja, fruta, café y tostadas. Esperándolo.
Las luces roja y verde de un barco que abandonaba el puerto de Niza se movían despacio entre las manchas oscuras del mar y el cielo, en el contraluz de los destellos del faro. Separada del puerto por la mole sombría de la colina del castillo, la ciudad se extendía al otro lado siguiendo el contorno de la bahía de los Ángeles como una línea luminosa, ligeramente curvada hacia el sur, de la que algunos puntos aislados se hubieran desprendido para encaramarse a las invisibles alturas cercanas.
—Tengo frío —se estremeció Mecha Inzunza.
Estaba sentada ante el volante del automóvil que había conducido ella misma hasta allí, con la mancha clara del vestido y el chal de seda bordada y largos flecos que llevaba sobre los hombros. Desde el asiento contiguo, Max se inclinó sobre el salpicadero, quitándose la chaqueta, y se la puso a la mujer por encima. En mangas de camisa y chaleco ligero de smoking, también él sintió el frío del amanecer que empezaba a filtrarse por los intersticios de la capota cerrada.
Mecha rebuscaba en su bolso, en la oscuridad. La oyó arrugar una cajetilla de cigarrillos vacía. Los había agotado después de la cena, fumando en el automóvil después de que llegaran hasta allí. Y parecía haber transcurrido una eternidad, consideró Max. Desde que él ocupó su lugar en la mesa, entre una señora francesa muy delgada, madura y elegante, diseñadora de joyas para Van Cleef & Arpels, y la joven rubia del perfume vulgar: una cantante y actriz llamada Eva Popescu, que resultó simpática comensal. Durante la cena, Max dedicó atención y conversación a las dos mujeres, aunque acabó charlando más con la joven rubia, muy complacida con que el guapo y apuesto caballero sentado a su izquierda fuese de origen argentino —me vuelve loca el tango, proclamó—. Reía la joven a menudo, sobre todo cuando Max hizo una imitación discreta, realmente ingeniosa, de las diversas formas de encender un cigarrillo o sostener una copa por parte de actores de cine como Leslie Howard o Laurence Olivier, o cuando deslizó algunas anécdotas divertidas —era narrador ameno, y su francés con acento español gustaba a las señoras— que hicieron sonreír e inclinarse hacia ellos, interesada, a la diseñadora de joyas. Y a cada risa de la joven Popescu, como en otras ocasiones durante la cena, Max disimulaba su inquietud mientras sentía la mirada de Mecha Inzunza desde el otro extremo de la mesa, donde estaba sentada junto al chileno del bigote rubio. Y a los postres, la vio beber dos cafés y fumar cuatro cigarrillos.
Todo transcurrió después de forma adecuada. Sin forzar las cosas, ella y Max se estuvieron evitando desde que todos abandonaron el comedor. Y más tarde, estando él en conversación con el matrimonio Coll, la joven Popescu y el diplomático chileno, la dueña de la casa se acercó al grupo y dijo a la baronesa que una querida amiga suya había venido sola desde su casa de Antibes, que se disponía a regresar porque no se encontraba del todo bien, y que ella misma estaría muy agradecida si Asia Alexandrovna permitía que Max acompañase a su amiga, pues acababa de saber que eran viejos conocidos. Lo confirmó Max, afirmándose dispuesto, y estuvo conforme la Schwarzenberg tras un breve y casi imperceptible titubeo inicial. Por supuesto que no tenía inconveniente, declaró encantadoramente cooperadora. Por otra parte, añadió con mundana malicia, Max era la compañía perfecta para cualquier señora que se encontrase mal, o incluso bien. Hubo sonrisas comprensivas, excusas, agradecimientos, y tras una mirada larga y valorativa de la baronesa a Max —es extraordinario cómo logras estas cosas, parecía decirle, admirada—, se alejó éste conducido por Susana Ferriol, que lo estudiaba de reojo con nueva y mal disimulada curiosidad, camino del vestíbulo donde aguardaba Mecha Inzunza envuelta en su chal. Tras la despedida formal salieron afuera, donde para sorpresa de él no había automóvil grande con chófer esperando, sino un pequeño Citroën 7C de dos plazas con el motor en marcha, que acababa de aparcar un mozo. Mecha se detuvo ante la portezuela abierta para darse un toque en los labios con una barrita de rouge y un espejo que sacó del bolso, a la luz de las farolas que iluminaban los escalones y la rotonda. Después subieron al coche y ella condujo en silencio durante cinco minutos, con Max mirando su perfil gracias al reflejo de los faros en los muros de las villas, hasta que el automóvil se detuvo junto al mar en un mirador cercano al Lazareto, entre los pinos y las pitas, desde donde se divisaban las luces del faro y la boca del puerto, la mancha oscura de la colina del castillo y Niza iluminada detrás. Entonces ella paró el motor y hablaron. Seguían haciéndolo, entre largos silencios, mientras fumaban en la oscuridad. Sin verse apenas —sólo penumbra de luces lejanas o resplandor de cigarrillos—. Sin mirarse.