—Dame uno de tus turcos, por favor.
Conservaba restos de aquel tono y maneras desenvueltas que había apreciado Max a bordo del
Cap Polonio
, propio de las mujeres jóvenes de su generación, alimentado por el cinematógrafo, las novelas y las revistas femeninas ilustradas. Pero nueve años después ya no era una muchacha. Debía de tener treinta y dos o treinta y tres años, calculó recordando. Un par menos que él.
—Claro. Disculpa.
Sacó la pitillera del bolsillo interior de la chaqueta, buscó un cigarrillo a tientas y lo prendió con el Dunhill. Después, todavía sin extinguir la llama, exhaló la primera bocanada de humo y se lo puso directamente a ella en los labios. Antes de apagar el encendedor adivinó otra vez su perfil inmóvil vuelto hacia el mar, como cada vez que el destello del faro lo iluminaba en la penumbra.
—No me has dicho dónde está tu marido.
Llevaba toda la noche dando vueltas a esa pregunta. Pese al tiempo transcurrido, demasiados recuerdos se agolpaban en su memoria. Demasiadas imágenes intensas. La ausencia de Armando de Troeye mutilaba en cierto modo la situación. Hacía todo aquello incompleto. Más irreal todavía.
La brasa del cigarrillo brilló dos veces antes de que Mecha hablase de nuevo.
—Está preso en Madrid… Lo detuvieron a los pocos días de la rebelión militar.
—¿Con su fama?
Sonó una risa amarga. Casi inaudible.
—Di mejor a causa de ella. Aquello es España, ¿lo has olvidado?… El paraíso de la envidia, la barbarie y la vileza.
—Aun así, me parece un disparate. ¿Por qué él?… No sabía que tuviera actividad política.
—Nunca se significó en eso. Pero igual que tiene amigos republicanos y de izquierdas, los tiene monárquicos y de derechas. A eso añádele los rencores suscitados por su éxito internacional… Para acabar de arreglarlo, unas declaraciones suyas a
Le Figaro
sobre el desorden y la falta de autoridad del Gobierno le valieron algunos enemigos más. Y por si fuera poco, el jefe de los servicios de Información de la República es un comunista, compositor también, y mediocre hasta decir basta. Con eso te lo digo todo.
—Creí que su prestigio os mantendría a salvo. Los amigos influyentes, la fama en el extranjero…
—Así pensaba él. Y yo. Pero nos equivocamos.
—¿Estabas allí?
Asintió Mecha. La sublevación de los militares los había sorprendido en San Sebastián; y cuando Armando de Troeye vio el cariz que tomaban las cosas, la convenció para que pasara la frontera. Tenía previsto reunirse con ella en Biarritz, pero antes quiso ir a Madrid en automóvil para ordenar ciertos asuntos familiares. Lo detuvieron apenas llegó, denunciado por la portera.
—¿Sabes de él?
—Sólo una carta escrita hace tres meses en la cárcel Modelo. Al parecer sigue allí. Hice gestiones a través de amigos, y también se ocupan Picasso y la Cruz Roja Internacional… Intentamos conseguir un canje por otro preso de la zona nacional, pero sin resultado hasta ahora. Y me preocupa. Las noticias que llegan de ejecuciones en los dos bandos son muchas.
—¿Tienes medios para mantener esta forma de vida?
—Lo de España se veía venir, así que Armando tomó precauciones. Y yo conozco a la gente adecuada para que todo vaya como es debido hasta que esa locura termine.
Miró Max los destellos del faro, sin decir nada. Reflexionaba sobre la gente adecuada a la que el dinero ponía a salvo, y también en lo que, desde el punto de vista de los invitados a la cena de Susana Ferriol, se entendía por ir como es debido. Dejó de pensar en ello cuando el resultado fue una punzada familiar, muy antigua, de difuso rencor. En realidad, concluyó, Armando de Troeye delatado por su portera y conducido entre milicianos a la cárcel no era algo descabellado, tal como andaban las cosas en el mundo. Alguien tenía que pagar, de vez en cuando, en nombre o a cuenta de la gente adecuada. Y demasiado barato salía. Aun así, la palabra locura aplicada por Mecha a la situación en España no carecía de exactitud. Con su pasaporte venezolano, Max había hecho una visita a Barcelona, por asuntos de negocios, pocos meses atrás. Cinco días habían bastado para apreciar el triste espectáculo de la República hundiéndose en el caos: separatistas catalanes, comunistas, anarquistas, agentes soviéticos, cada uno por su cuenta, matándose entre sí lejos del frente de batalla. Ajustando cuentas internas con más saña que la utilizada para combatir a los franquistas. Envidia, barbarie y vileza, había apuntado Mecha con lúcida precisión. Era un buen diagnóstico.
—Por suerte no tengo hijos —estaba diciendo ella—. Es incómodo correr con ellos en brazos cuando arde Troya… ¿Tú has tenido hijos?
—No, que yo sepa.
Un silencio breve. Casi cauto, creyó advertir. Adivinaba la próxima pregunta.
—¿Y tampoco te casaste?
Sonrió para sí mismo. Mecha no podía verle la cara.
—Tampoco. Que yo sepa.
Ella no reaccionó ante la broma, y sobrevino otro silencio. Las luces de Niza rielaban en el agua negra y tranquila, diez metros más abajo del parapeto de piedra del mirador.
—En cierta ocasión creí verte de lejos. En el hipódromo de Longchamps, hace tres años… ¿Puede ser?
—Puede —mintió él, que nunca había estado en Longchamps.
—Le pedí los prismáticos a mi marido, pero ya no pude comprobarlo. Te perdí.
Miraba Max la oscuridad en dirección a las rocas ahora invisibles del Lazareto. La villa de Susana Ferriol se recortaba en negro a lo lejos, entre las sombras de los pinos. Tendría que acercarse por allí, pensó, el día que lo intentara. Llegando por la orilla del agua, no parecía difícil saltar el muro por un lugar discreto. En todo caso, iba a ser necesario echarle un vistazo detenido a todo, a la luz del día. Estudiar con detalle el terreno. El modo de entrar, y sobre todo el de salir.
—Es extraño el recuerdo que tengo de ti, Max… El
Tango de la Guardia Vieja
. Nuestra corta aventura.
Regresó él despacio a las palabras de la mujer. A su perfil inmóvil en la penumbra.
—Llevo años oyendo esa melodía —estaba diciendo ella—. En todas partes.
—Supongo que tu marido le ganó aquella apuesta a Ravel.
—¿De verdad te acuerdas de eso? —parecía sorprendida—. ¿De la apuesta del tango contra el bolero?… Fue muy divertido. Y Ravel se portó como un buen chico. La noche misma del estreno, que fue en la sala Pleyel de París, aceptó su derrota pagando una cena en Le Grand Véfour con Stravinsky y otros amigos.
—Tu marido compuso un tango magnífico. Es perfecto.
—En realidad lo creamos entre los tres… ¿Lo has llegado a bailar?
—Muchas veces.
—Con otras mujeres, naturalmente.
—Claro.
Mecha recostó la cabeza en el asiento.
—¿Qué fue de mi guante?… El blanco, ¿te acuerdas?, que usaste como pañuelo en tu chaqueta… ¿Lo recuperé al fin?
—Creo que sí. No recuerdo haberme quedado con él.
—Lástima.
Una mano apoyada en el volante sostenía el cigarrillo, sobre el que cada contraluz del faro ondulaba espirales de humo.
—¿Echas de menos a tu marido? —preguntó Max.
—A veces —Mecha había tardado en responder—. Pero la Riviera es buen sitio. Una especie de legión extranjera donde sólo admiten a gente con dinero: españoles fugitivos de uno u otro bando, o de los dos; italianos a los que no les gusta Mussolini; alemanes ricos que escapan de los nazis… Mi única incomodidad es no ir a España desde hace más de un año. Esa estúpida y cruel guerra.
—Nada impide que viajes a la zona nacional, si lo deseas. La frontera de Hendaya está abierta.
—Lo de estúpidos y crueles vale para unos y para otros.
La brasa brilló una vez más. Después ella hizo girar la manivela para bajar el cristal de la ventanilla y arrojó la brasa a la noche.
—De todas formas, nunca dependí de Armando.
—¿Te refieres sólo al dinero?
—Veo que la ropa cara no te tapa la impertinencia, querido.
Supo que la mujer lo miraba, pero mantuvo la vista fija en el parpadeo distante del faro. Mecha se movió un poco y él sintió de nuevo la proximidad de su cuerpo. Cálido, recordó. Esbelto, suave y cálido. Había estado admirando su espalda desnuda en casa de Susana Ferriol: el escote del satén color marfil, los brazos descubiertos, el contorno del cuello al inclinar la cabeza, sus movimientos al conversar con los otros invitados, la sonrisa amable. La seriedad repentina cuando, desde el extremo del comedor o el salón, era consciente de su observación y fijaba en él los reflejos dorados.
—Conocí a Armando siendo una chiquilla. Él tenía mundo, y también imaginación.
La memoria de Max se atropellaba desordenada, con incómoda violencia. Exceso de sensaciones, reflexionó. Prefería esa palabra a la de sentimientos. Hizo un esfuerzo por recobrar el control. Por prestar atención a lo que ella decía.
—Sí —insistió Mecha—. Lo mejor de Armando era su imaginación… Al principio lo era.
Había dejado la ventanilla abierta a la brisa de la noche. Al cabo de un momento dio vueltas a la manivela para subir el cristal.
—Empezó hablándome de otras mujeres a las que había conocido —prosiguió—. Para mí era como un juego… Me excitaba. Un desafío.
—También te pegaba. El hijo de perra.
—No digas eso… No lo entiendes. Todo formaba parte del juego.
Se movió otra vez, y Max escuchó el roce suavísimo del vestido sobre el cuero del asiento. Cuando salían de la casa de Susana Ferriol, él había tocado la cintura de ella con un breve ademán cortés al hacerla pasar delante por la puerta, antes de precederla bajando los escalones. En aquel momento, tenso, atento a lo singular de la situación, las sensaciones —quizá eran sentimientos, concluyó— le habían pasado inadvertidas. Ahora, en la penumbra casi íntima del automóvil, recordar cómo el vestido de noche moldeaba sus caderas le hizo sentir un deseo real, extremadamente físico. Avidez asombrosa de esa piel y de esa carne.
—Acabamos pasando de las palabras a los hechos —estaba diciendo ella—. Mirar y ser mirados.
Regresó él a sus palabras igual que si viniera de lejos, y tardó un poco en advertir que ella seguía hablando de Armando de Troeye. De la extraña relación de la que, al menos en un par de episodios, el propio Max había sido testigo y sorprendido partícipe en Buenos Aires.
—Descubrí, o él me ayudó a ello, excesos turbios. Deseos que ni siquiera había imaginado en mí… Y eso alentaba los suyos.
—¿Por qué me cuentas eso?
—¿Ahora, quieres decir?… ¿Hoy?
Se quedó callada un buen rato. Parecía sorprendida por la interrupción, o por la pregunta. Su voz sonaba opaca cuando habló de nuevo.
—Aquella última noche, en Buenos Aires…
Se detuvo de pronto, brusca. Abrió la portezuela y salió del coche, cruzando bajo la oscuridad de los pinos hasta detenerse en el parapeto de piedra sobre las rocas y el mar. Max aguardó un momento, desconcertado, y al cabo fue a reunirse con ella.
—Promiscuidad —la oyó decir—. Qué fea palabra.
Al aire libre de la noche, las luces de Niza parecían titilar en la distancia, sofocadas a intervalos por el destello del faro. Mecha se arrebujó en la chaqueta negra de smoking, dejando ver por debajo los flecos claros del mantón. En chaleco y mangas de camisa, Max sintió frío. Sin decirle nada a ella, se acercó un poco más y apartó las solapas de la chaqueta entre las manos de la mujer, buscando la pitillera en el bolsillo interior. Con el movimiento rozó un instante, sin intención, el pecho libre bajo la seda del chal y el satén del vestido. Mecha lo dejaba hacer, dócil.
—El dinero lo hacía todo fácil. Armando podía comprarme cualquier cosa. Cualquier situación.
Golpeó Max el último cigarrillo en la pitillera cerrada y se lo llevó a la boca. Imaginaba con poco esfuerzo —había visto y actuado lo suficiente la última noche en Buenos Aires— a qué situaciones se refería ella. La breve luz del encendedor iluminó muy próximas las perlas del collar, más allá de las manos con las que él protegía la llama.
—Gracias a él descubrí placeres que prolongaban el placer —añadió ella—. Que lo hacían más espeso e intenso… Quizá más sucio.
Se agitó Max, incómodo. No le gustaba escuchar aquello. Sin embargo, concluyó con exasperación, él mismo había participado en eso. Había sido cooperador necesario, o cómplice: La Ferroviaria, Casa Margot, la tanguera rubia, Armando de Troeye atiborrado de alcohol y cocaína, tumbado en el sofá de la suite del hotel Palace mientras ellos se acometían, impúdicos, ante su mirada turbia. Todavía ahora, al recordar, lo excitaba el deseo.
—Y entonces apareciste tú —siguió diciendo Mecha—, en aquella pista de baile que se movía con el balanceo del transatlántico… Con tu sonrisa de buen chico. Y tus tangos. En el momento exacto en el que debías aparecer. Y sin embargo…
Se movió un poco, retrocediendo en el resplandor lejano del faro, cuya luz giró alejándose sobre las rocas del Lazareto y los muros de las villas contiguas al mar.
—Qué estúpido fuiste, querido.
Max se apoyó en el parapeto. No era ésa la conversación que había esperado aquella noche. Ni recriminaciones ni amenazas, comprobó. Había pasado parte del tiempo preparándose para hacer frente a lo otro, no a eso. Dispuesto a encarar el reproche y el rencor naturales en una mujer engañada, y por tanto peligrosa; no la extraña melancolía que rezumaban las palabras y los silencios de Mecha Inzunza. De pronto cayó en la cuenta de que la palabra engaño estaba fuera de lugar. Mecha no se había sentido engañada en ningún momento. Ni siquiera cuando aquel amanecer, en el hotel Palace de Buenos Aires, ella despertó para comprobar que él se había marchado y que el collar de perlas había desaparecido.
—Ese collar… —empezó a decir, aunque lo enmudeció la repentina conciencia de su propia torpeza.
—Oh, por Dios —el desprecio de la mujer era infinito—. Lo arrojaría ahora mismo al mar, si aún valiera la pena demostrarte algo.
De pronto, el sabor del tabaco era amargo en la boca de Max. Primero se quedó desconcertado, entreabiertos los labios como a mitad de una palabra, y después lo conmovió una extraña y brusca ternura. Tan parecida a un remordimiento. Se habría acercado a Mecha para acariciarle el cabello, de haber podido. De haberlo permitido ella. Y supo que no lo permitiría.
—¿Qué te propones, Max?
Un tono diferente, ahora. Más duro. Su instante de vulnerabilidad, concluyó él, sólo había recorrido el espacio de unas pocas palabras. Con una inquietud distinta a la habitual, que hasta ese momento creía imposible en él, se preguntó cuánto duraría el suyo. El latido tibio que acababa de advertir hacía un momento.