El tango de la Guardia Vieja (49 page)

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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Romántico

BOOK: El tango de la Guardia Vieja
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En Niza, la caja Schützling —grande, pintada de marrón— era exactamente como la había descrito Enrico Fossataro. Estaba dentro de un armario de caoba en una pared del despacho, apoyada en el suelo y rodeada de estantes con libros, archivadores y carpetas. Su aspecto era imponente: una plancha ciega de acero sin cerraduras ni discos a la vista. Max la estudió un momento con el haz luminoso de la linterna eléctrica. Había una alfombra gruesa de dibujo oriental junto al zócalo de la caja, y aquello estaría bien, pensó, para amortiguar el sonido metálico del manojo de llaves cuando tuviera que probarlas una por una. Dirigió la luz hacia el reloj que llevaba en la muñeca izquierda y comprobó la hora. Aquél iba a ser un trabajo lento, de los que exigían tacto fino y mucha paciencia. Movió de nuevo la linterna para iluminar el rastro de huellas de agua y barro que, sobre el parquet y la alfombra, jalonaba el camino desde la ventana que había vuelto a cerrar después de forzarla con un destornillador. Tanta suciedad era un contratiempo; aunque por suerte aquella ventana formaba parte del despacho y todo quedaba, huellas de barro incluidas, dentro de la misma habitación. No habría problemas mientras la puerta que daba a la biblioteca siguiera cerrada. Así que fue hasta ella y, con cautela, se aseguró de que estaba echada la llave.

Permaneció inmóvil y muy atento durante medio minuto, hasta que el batir de su pulso en los tímpanos se fue acallando y pudo escuchar con más nitidez. El rumor de lluvia apagaría parte del ruido que pudiera hacer mientras se ocupaba de la caja; pero también podría ocultarle a él, hasta que fuera demasiado tarde, otros sonidos que lo alertaran si alguien se acercaba al despacho. En todo caso, a esa hora los riesgos eran mínimos: la cocinera y el jardinero dormían fuera de la casa, la gobernanta descansaba en el piso de arriba y el chófer debía de encontrarse al volante del automóvil, esperando a Susana Ferriol en Cimiez. Sólo la doncella estaría en la planta baja, aguardando el regreso de su señora. Solía quedarse, según las noticias conseguidas por Max, en una habitación contigua a la cocina, oyendo la radio.

Se quitó el sombrero y el impermeable, puso la bolsa de herramientas sobre la alfombra y tocó el metal frío de la caja fuerte. Las Schützling no tenían los mecanismos de apertura a la vista, sino ocultos por una moldura que encuadraba la puerta de la caja a modo de marco. Tras ejercer la presión adecuada, una parte de la moldura se desplazó, dejando los mecanismos al descubierto: cuatro cerraduras de llave situadas verticalmente, la primera de tipo convencional y las otras con combinación de contadores. Max necesitaba abrir primero las tres de abajo, y eso llevaba tiempo. Así que se puso a ello. Situó la linterna de forma adecuada, eligió una llave del manojo que traía en la bolsa de herramientas y procedió a averiguar, probando con la misma llave en los tres contadores, cuál de ellos
cantaba
más: cuál era más sensible y transmitía los sonidos del mecanismo interior con mayor intensidad. Los pantalones y los zapatos mojados lo hacían temblar de frío, incomodándolo mucho, y sus manos heridas con las espinas del camino tardaban en lograr la serenidad de tacto adecuada. Tras probar en cada contador todas las posiciones del 0 al 19, se decidió por el de abajo. Luego fue girando la llave poco a poco, a izquierda y derecha, y repitió la operación con los otros dos contadores. Una vez fijados los sectores donde era probable que estuviese la posición correcta, volvió al primer contador. Todo requería ahora una precisión mayor, y los dedos lastimados lo entorpecían a veces, manchando la llave de sangre. Eso lo seguía retrasando, y se maldijo por no haber pensado en usar guantes afuera: advertir aquellas vibraciones casi imperceptibles requería finura de tacto. Al fin situó el primer contador en el número de apertura, y al dar con él miró de nuevo el reloj. Veinticuatro minutos para el más difícil. Enrico Fossataro habría tardado la tercera parte de ese tiempo, pero todo iba mejor de lo previsto. Con sonrisa satisfecha relajó un momento los dedos, se masajeó las yemas doloridas e introdujo la llave en el segundo contador. Un cuarto de hora más tarde, cada uno de los tres contadores estaba en la posición correcta. Entonces apagó la linterna y se detuvo a descansar. Tumbado de espaldas en la alfombra, permaneció inmóvil un par de minutos, aprovechando para escuchar el silencio de la casa. Durante ese tiempo procuró no pensar en nada, excepto en la caja fuerte que tenía delante. El rumor de lluvia había cesado afuera y nada se movía en el interior. Con gusto habría fumado un cigarrillo, pero no era momento adecuado. Incorporándose con un suspiro, frotó sus piernas entumecidas de frío bajo el pantalón y los zapatos mojados, y volvió al trabajo.

Ahora todo era cuestión de paciencia. Si las llaves eran correctas, entre las ciento treinta que Fossataro había traído a Niza habría una capaz de abrir la cerradura que estaba sobre los contadores. Para localizarla era preciso establecer el grupo al que pertenecía, y luego probar las de ese grupo una por una. Esto situaba el tiempo requerido entre un minuto y una hora, aproximadamente. Max consultó de nuevo el reloj. Si nada se torcía, el margen era razonable. Así que empezó a introducir llaves.

La cerradura funcionó con la número 107, casi media hora después. Hubo un lento chasquido de engranajes interiores; y cuando Max tiró hacia sí, la pesada puerta de acero se abrió con silenciosa facilidad. El haz de la linterna eléctrica iluminó estantes con cajas de cartón grueso y carpetas. En las cajas había unas pocas joyas y dinero; y en las carpetas, documentos. Dedicó su atención a estos últimos. Barbaresco y Tignanello le habían mostrado cartas semejantes a las que buscaba, con membrete oficial del ministro italiano de Asuntos Exteriores, para que pudiera reconocerlas. Las encontró en una de las carpetas: tres cartas mecanografiadas, metidas en camisas de papel con fechas y números de clasificación. Acercando mucho la linterna, comprobó los membretes, los textos y las firmas, así como el nombre mecanografiado al pie de éstas:
G. Ciano
. Eran las cartas, sin duda. Dirigidas a Tomás Ferriol con fechas del 20 de julio y el 1 y el 14 de agosto de 1936.

Se guardó las cartas y puso la carpeta en su sitio. Barbaresco y Tignanello le habían dicho que procurase dejarlo todo como estaba, para que los Ferriol tardaran en darse cuenta. Incluso, antes de empezar la apertura de la caja fuerte, Max había anotado las posiciones de los contadores, por si al cerrar la caja convenía dejarlos como estaban originalmente —había propietarios que solían comprobarlo antes de abrirla de nuevo—. Pero ahora, mientras movía el haz de la linterna por el despacho, con aquella ventana forzada y las huellas de agua y barro por todas partes, comprendió que disimular la intrusión iba a ser imposible. Necesitaría horas para limpiarlo todo, y tampoco tenía con qué. Por otra parte, el tiempo se agotaba. Susana Ferriol podía estar a punto de despedirse de sus anfitriones en Cimiez.

Las cajas de cartón no contenían gran cosa. En una se guardaban treinta mil francos y un grueso fajo de billetes de la República española; que a diferencia de los emitidos en la zona nacional, cada vez tenían menos valor. En cuanto a las joyas, Max dedujo que Susana Ferriol tendría otra caja en su dormitorio, porque en la Schützling sólo se guardaban unas pocas cosas: un guardapelo de oro, un reloj cazador Losada de bolsillo y un alfiler de corbata con una perla grande. También, un estuche con medio centenar de libras esterlinas de oro y un broche antiguo en forma de libélula con esmeraldas, rubíes y zafiros. Con una mueca dubitativa, Max volvió a iluminar las huellas que había dejado en el despacho. Con semejante rastro y a esas alturas, concluyó, tanto daba. El broche y las monedas eran material peligroso, fácilmente identificable si la policía lo encontraba en su poder. Pero el dinero sólo era dinero. Su rastro se perdía apenas cambiaba de manos: no tenía identidad ni otro propietario que quien lo llevara encima. Así que, antes de cerrar la caja, limpiar las huellas frotando con un pañuelo y guardar las herramientas, cogió los treinta mil francos.

El cielo está cuajado de estrellas. La vista nocturna de Sorrento y la bahía es espléndida desde el tejado del edificio de apartamentos, pero Max no está en condiciones de apreciar paisajes. Fatigado tras el esfuerzo, entorpecido por la mochila que lleva a la espalda, permanece tumbado junto a la cornisa, intentando recobrar el aliento. Más allá de los edificios con ventanas iluminadas del hotel Vittoria, el mar es una vasta mancha oscura, punteada por las luces diminutas que señalan la costa hasta el resplandor lejano de Nápoles.

Algo más repuesto, tras calmarse un poco el desbocado batir de sangre en su corazón —esta noche se felicita más que nunca por haber dejado de fumar hace once años—, Max sigue adelante. Quitándose la mochila de la espalda, saca de ella la cuerda de montañero con nudos hechos cada medio metro, y busca un lugar sólido donde hacerla firme. El tenue resplandor cercano de las luces del hotel le permite moverse con cierta seguridad mientras explora el tejado, procurando no dar un mal paso que lo precipite al vacío. Al fin ata la cuerda con un as de guía en torno a la base de cemento del pararrayos y le da una vuelta de seguridad en el tubo metálico de una chimenea. Después se cuelga de nuevo la mochila a la espalda, cuenta seis pasos hacia la izquierda y, tumbado en la cornisa, asido con una mano a la cuerda, mira hacia abajo. A seis o siete metros, exactamente en la vertical de donde se encuentra, está la habitación del ajedrecista ruso. No ve dentro ninguna luz. Contemplando el vacío oscuro que se abre bajo el balcón, Max permanece inmóvil, estremecido de aprensión, mientras el pulso empieza a desbocársele de nuevo. No son tiempos para esta clase de ejercicio, piensa. Desde luego, no por su parte. La última vez que estuvo en situación parecida, tenía quince años menos. Al cabo, respira hondo y se agarra a la cuerda. Después —al franquear la cornisa y el canalón se lastima un poco las rodillas y los codos— desciende muy despacio, nudo a nudo.

Aprensiones aparte —todo el tiempo teme que le fallen las manos o lo acometa un ataque de vértigo—, la bajada resulta más fácil de lo que esperaba. Cinco minutos después está en el balcón, en piso firme, y tantea la puerta acristalada que comunica con la habitación a oscuras. Habría sido una suerte que estuviera abierta, piensa mientras se pone unos guantes de goma fina. Pero no es el caso. Así que recurre a un cortador de cristalero con punta de diamante que en otro tiempo dio buenos resultados: aplicando una ventosa de goma para sostener la parte de vidrio a retirar, traza un semicírculo de un palmo de radio en torno al punto donde se encuentra el pestillo interior. Luego golpea suave, retira la parte seccionada, la deposita con cuidado en el suelo, introduce la mano procurando no cortarse con el vidrio, y levanta el pestillo. La puerta se abre sin dificultad, franqueando el paso a la habitación oscura y desierta.

Ahora Max actúa con rapidez y viejo método. Para su sorpresa, el corazón le late acompasado y tranquilo, cual si en esta fase de la acción los años fueran lo de menos, y las antiguas maneras, recobradas, le devolviesen un vigor y una calma profesional que hace un momento parecían imposibles. Así, moviéndose con extrema prudencia para no tropezar con nada, corre las cortinas de las ventanas y saca de la mochila una linterna eléctrica. La habitación es muy grande, pero huele a cerrado, a tabaco rancio. Hay, en efecto, un cenicero lleno de colillas sobre una mesa baja, junto a tazas de café vacías y un tablero de ajedrez con las piezas desordenadas. Al moverse alrededor, el haz de la linterna ilumina butacas, alfombras, cuadros y una puerta que da al dormitorio y al cuarto de baño. También, la superficie de un espejo donde, al aproximarse, Max ve reflejado el contraluz de su propia figura vestida de negro, clandestina e inmóvil. Casi desconcertada ante la aparición repentina de un extraño.

Apartando el haz de la linterna como si desistiera de reconocerse en el espejo, Max devuelve su imagen a las tinieblas. La luz enfoca ahora una mesa de despacho cubierta de libros y papeles. Entonces se acerca a ella y empieza a buscar.

Aún era de noche y seguía lloviendo sobre Niza cuando Max detuvo el Peugeot junto a la iglesia del Gesù y cruzó la plaza cubierto con impermeable y sombrero, caminando indiferente sobre charcos en los que salpicaba el agua. No se veía un alma. La lluvia parecía materializarse con veladuras brumosas y amarillentas en la esquina de la rue de la Droite, en torno al farol eléctrico encendido junto a la puerta del bar cerrado. Max llegó hasta el segundo portal, que estaba abierto. Anduvo por el patio interior y dejó atrás el rumor del agua que caía afuera.

Había poca luz en el zaguán interior: una bombilla desnuda y sucia iluminaba lo imprescindible para ver dónde ponía los pies. Había otra encendida en el rellano de arriba. Al subir por la escalera crujían los peldaños de madera bajo sus zapatos mojados, que aún tenían restos de barro de la incursión reciente. Se sentía sucio, empapado y exhausto, con ganas de acabar. De resolver aquello y tumbarse a dormir un rato, antes de coger la maleta y desaparecer. De pensar con frialdad sobre su futuro. Cuando llegaba al rellano se desabotonó el impermeable y sacudió el agua del sombrero. Después hizo girar la llave del timbre de latón de la puerta y aguardó, sin resultado. Aquello lo desconcertó un poco. Volvió a girar la llave y escuchó el sonido en el interior. Nada. Lo normal era que los italianos estuviesen impacientes, esperándolo. Pero no acudía nadie.

—Me alegro de verlo —dijo una voz a su espalda.

Con el sobresalto, a Max se le cayó el sombrero al suelo. Fito Mostaza estaba sentado en los peldaños de la escalera que subía al segundo piso, con aspecto relajado. Vestía un traje oscuro y rayado de hombreras anchas, con la habitual corbata de nudo pajarita. No llevaba gabardina ni sombrero.

—Confirmo que es usted un hombre serio —añadió—. Cumplidor.

Hablaba con aire pensativo, desatento, como si estuviera pendiente de otras cosas. Indiferente al desconcierto de Max.

—¿Tiene lo que fue a buscar?

Max se quedó mirándolo un buen rato, sin responder. Intentaba situar a Mostaza y situarse él en todo aquello.

—¿Dónde están? —preguntó al fin.

—¿Quiénes?

—Barbaresco y Tignanello… Los italianos.

—Oh, ésos.

El otro se frotó el mentón con una mano mientras sonreía casi imperceptiblemente.

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