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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Romántico

El tango de la Guardia Vieja (51 page)

BOOK: El tango de la Guardia Vieja
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—No me fío de su palabra —protestó débilmente.

—Da igual, porque no puede elegir —el otro se palmeó el bolsillo, recordándole la pistola que abultaba allí—. Incluso si cree que voy a matarlo, todo es cuestión de que usted decida si lo mato ahora o lo mato luego… Aunque repito que no es mi intención. Con las cartas en mi poder, no tiene sentido. Sería un acto innecesario. Superfluo.

—¿Y qué hay de mi dinero?

Sólo era otro intento desesperado por ganar tiempo. De alargar las cosas. Pero Mostaza daba por finalizada la charla.

—Ése no es asunto mío —cogió su gabardina y sombrero, que estaban sobre una silla—. Vamos.

Volvió a darse una palmadita en el bolsillo mientras indicaba la puerta con la otra mano. De pronto se mostraba más tenso y serio. Lo precedió Max, sorteando el cuerpo y la mancha de sangre de Tignanello, y anduvo por el pasillo hasta llegar junto al cadáver de Barbaresco. Mientras alargaba una mano hacia el pestillo de la puerta, con Mostaza detrás, dirigió una última mirada a los ojos vidriosos y la boca entreabierta del italiano, sintiendo de nuevo aquella extraña sensación desolada, de conmiseración, que ya sintió antes. Habían empezado a caerle bien esos dos, se dijo. Perros mojados bajo la lluvia.

La puerta se resistía un poco. Max tiró de ella más fuerte, y el movimiento brusco, al abrirse de golpe, lo hizo retroceder ligeramente. Mostaza, que estaba detrás poniéndose la gabardina, también retrocedió un paso, precavido, un brazo dentro de la manga y la mano del otro metida a medias en el bolsillo de la pistola. Al hacerlo, pisó la sangre a medio coagular del suelo y resbaló. No demasiado: sólo un corto traspié mientras procuraba recobrar el equilibrio. En ese instante, Max supo con sombría certeza que ésa era la única oportunidad que se le ofrecería esa noche. Entonces, con el arrebato ciego de la desesperación, se le echó encima.

Resbalaron los dos en la sangre, cayendo al suelo. El afán de Max era impedir que el otro sacara la pistola, pero al momento de forcejear se dio cuenta de que lo que pretendía su adversario era echar mano al cuchillo. Por suerte, el otro brazo de Mostaza estaba trabado por la manga de la gabardina; Max aprovechó eso para conseguir una ligera ventaja golpeándolo en la cara, sobre las gafas. Se rompieron éstas con un crujido, haciendo gruñir a Mostaza, que se le agarró con todas sus fuerzas, intentando colocarse encima. Su cuerpo flaco y duro, sólo equívocamente frágil, se revelaba extremadamente peligroso. El cuchillo en sus manos equivaldría a una sentencia mortal. Golpeó Max con relativa fortuna, parando el ataque, y volvieron a trabarse procurando uno sujetar y golpear, y el otro liberar el brazo atrapado por la gabardina mientras resbalaban una y otra vez en la sangre de Barbaresco. Desesperado, sintiéndose desfallecer de fatiga, consciente de que cuando Mostaza liberase la otra mano él podía darse por muerto, en socorro de Max acudieron antiguos reflejos olvidados: el muchacho arrabalero de la calle Vieytes y el soldado que alguna vez se defendió a navajazos en burdeles legionarios. Lo hecho en persona y lo visto hacer. Entonces, con cuanta energía pudo reunir, clavó un pulgar en un ojo de su enemigo. Se hundió el dedo muy adentro, con un chasquido blando y un aullido animal de Mostaza, que aflojó el forcejeo. Procuró Max incorporarse, pero resbaló otra vez en la sangre. Lo intentó de nuevo, hasta que logró situarse encima del adversario, que gemía como un animal torturado. Entonces, usando el codo del brazo derecho como arma, Max estuvo golpeando el rostro de Mostaza con todas sus fuerzas, hasta que el dolor del codo se hizo insoportable, el otro cesó de debatirse y su cara quedó a un lado, hinchada y rota.

Max se dejó caer, exhausto. Permaneció así mucho tiempo, intentando recobrar las fuerzas, y al cabo sintió que lo abandonaba la conciencia y todo se oscurecía alrededor. Se desmayó despacio, como si cayera en un pozo interminable. Y cuando volvió en sí, la pequeña ventana del vestíbulo enmarcaba una penumbra sucia y gris que tal vez anunciase el alba. Se apartó del cuerpo inmóvil y anduvo arrastrándose en dirección al rellano de la escalera. Dejaba tras de sí un rastro de sangre propia, pues tenía —lo comprobó palpándose con dolorida torpeza— una puñalada superficial en un muslo, camino de la arteria femoral y fallándola por muy poco. De algún modo, en el último instante, Fito Mostaza había conseguido sacar su cuchillo.

12. El Tren Azul

Suena el teléfono en la habitación del hotel Vittoria. Eso inquieta a Max. Es la segunda vez en quince minutos, y son las seis de la mañana. La primera, cuando descolgó, ninguna voz respondió al otro lado de la línea: sólo un silencio seguido del clic de la comunicación al interrumpirse. Esta vez no descuelga el auricular, y deja sonar el teléfono hasta que vuelve el silencio. Sabe que no se trata de Mecha Inzunza, pues han acordado mantenerse lejos uno de otro. Lo decidieron anoche, en la terraza del Fauno. La partida de ajedrez había acabado a las diez y media. Poco después los rusos debieron de advertir el robo, el cristal cortado y la cuerda colgando del tejado. Sin embargo, cuando pasadas las once de la noche, tras darse una ducha y cambiarse de ropa, un tenso Max caminaba por el jardín en dirección a la plaza Tasso, el edificio ocupado por la delegación soviética no mostraba indicios de agitación. Había ventanas iluminadas, mas todo parecía tranquilo. Tal vez Sokolov no había regresado a su suite, concluyó mientras se alejaba hacia la verja. O quizá —eso podía resultar más preocupante que coches de policía estacionados en la puerta— los rusos decidían encarar el incidente de modo discreto. A su manera.

Mecha estaba junto a una de las mesas del fondo, con la chaqueta de ante en el respaldo de la silla. Fue Max a sentarse a su lado sin despegar los labios, pidió un negroni al camarero y dirigió un vistazo alrededor con calma satisfecha, evitando la mirada inquisitiva de la mujer. Su pelo todavía húmedo estaba peinado con esmerada coquetería, y un pañuelo de seda asomaba por el cuello abierto de la camisa, entre las solapas del blazer azul marino.

—Esta tarde ganó Jorge —dijo ella tras unos instantes.

Admiró Max su temple. Su serena actitud.

—Es una buena noticia —dijo.

Se volvió a mirarla, al fin. Sonreía al hacerlo, y Mecha adivinó el sentido de aquella sonrisa.

—Lo tienes —comentó.

No era una pregunta. Sonrió él un poco más. Hacía años que no le asomaba a la boca aquel gesto de triunfo.

—Oh, querido —dijo ella.

Llegó el camarero con la copa. Bebió Max un sorbo del cóctel, saboreándolo de veras. Un poco fuerte de ginebra, advirtió complacido. Justo lo que necesitaba.

—¿Cómo fue? —quiso saber Mecha.

—Incómodo —dejó la bebida sobre la mesa—. Ya no tengo edad para ciertas peripecias. Te lo dije.

—Sin embargo, lo conseguiste. El libro.

—Sí.

Ella se apoyó en la mesa, con expresión ávida.

—¿Dónde está?

—En lugar adecuado, como convinimos.

—¿No me dirás dónde?

—Todavía no. Sólo unas horas, por seguridad.

Lo miró intensamente, considerando aquella respuesta, y Max supo lo que pensaba. Por un momento vio aflorar en su mirada la antigua y casi familiar desconfianza. Pero sólo duró un segundo. Después Mecha inclinó un poco la cabeza, a modo de disculpa.

—Tienes razón —admitió—. No conviene que me lo des todavía.

—Claro. Hablamos de eso antes. Es lo acordado.

—Veremos cómo lo encajan.

—Acabo de pasar junto a los apartamentos… Todo parece tranquilo.

—Puede que no lo sepan todavía.

—Estoy seguro de que lo saben. Dejé rastros por todas partes.

Ella se removía, inquieta.

—¿Salió algo mal?

—Sobrevaloré mis fuerzas —reconoció con sencillez—. Eso me obligó a improvisar sobre la marcha.

Miraba hacia la verja del hotel, más allá de las luces de automóviles y motocicletas que circulaban por la plaza. Imaginó a los rusos investigando lo ocurrido, al principio asombrados y más tarde furiosos. Bebió un par de sorbos para calmar su aprensión. Casi le extrañaba no oír sirenas de policía.

—Estuve a punto de quedarme allí atrapado —confesó tras un instante—. Como un bobo. ¿Imaginas?… Los rusos volviendo de la partida y yo sentado, esperando.

—¿Pueden identificarte? Has dicho que dejaste huellas.

—No me refería a huellas dactilares ni cosas así. Hablo de indicios: un cristal roto, una cuerda… Hasta un ciego se daría cuenta apenas entrase en la habitación. Por eso te digo que a estas horas ya lo saben.

Dirigió en torno una ojeada insegura. La terraza empezaba a despoblarse, pero seguían ocupadas algunas mesas.

—Me preocupa que no haya movimiento —añadió—. Reacciones, quiero decir. Podrían estar vigilándote en este momento. Y a mí.

Miró ella alrededor, ensombreciendo el gesto.

—No tienen por qué relacionarnos con el robo —concluyó tras pensarlo un poco.

—Sabes que no tardarán en atar cabos. Y si me identifican, estoy listo.

Apoyaba una mano en la mesa: huesuda, moteada de años. Tenía marcas de mercurocromo en los nudillos y los dedos, sobre los arañazos que se había hecho al subir al tejado y al descolgarse hasta el balcón de Sokolov. Aún le dolía.

—Quizá deba marcharme del hotel —dijo al cabo de un momento—. Desaparecer una temporada.

—¿Sabes, Max? —ella le rozó suavemente las marcas rojizas de las manos—. Todo esto suena a
déjà vu
. ¿No te parece?… A cosa repetida.

Su tono era dulce, de infinito afecto. En sus ojos relucían los farolillos de la terraza. Hizo una mueca Max. Evocadora.

—Así es —confirmó—. En parte, al menos.

—Si pudiéramos volver atrás, quizá las cosas fueran… No sé. Otras.

—Nunca son diferentes. Cada cual arrastra consigo su estrella. Las cosas son lo que deben ser.

Llamó al camarero y pagó la cuenta. Después se levantó para retirar la silla de Mecha.

—Esa vez, en Niza… —empezó a decir ella.

Max le acomodaba la chaqueta en los hombros. Al bajar las manos las deslizó un instante por los brazos de ella, como una rápida caricia.

—Te ruego que no hables de Niza —era un susurro casi íntimo: hacía mucho que no hablaba así a una mujer—. No esta noche, por favor. No ahora.

Sonreía al decirlo. Ella también lo hizo, al volverse y ver su sonrisa.

—Te dolerá —dijo Mecha.

Vertió unas gotas de tintura de yodo sobre la herida, y Max creyó que le había aplicado un hierro candente en el muslo. Aquello ardía como mil diablos.

—Duele —dijo.

—Te avisé.

Estaba sentada a su lado, en el borde de un sofá de lona y acero del salón de la villa de Antibes. Llevaba una bata de noche larga, elegante, ceñida a la cintura. Un camisón ligero de seda asomaba bajo la abertura de la bata, mostrando parte de las piernas desnudas, e iba descalza. Su cuerpo desprendía un aroma agradable, a sueño reciente. Dormía cuando Max llamó a la puerta, despertando primero a la doncella y después a ella. Ahora la doncella había vuelto a su habitación y él estaba tumbado boca arriba en posición poco heroica: los pantalones y los calzoncillos en las rodillas, descubierto el sexo, el tajo de la navaja de Mostaza marcando una herida poco profunda de medio palmo de longitud en el muslo derecho.

—Quien haya sido, te falló por poco… Con una herida más profunda, podías haberte desangrado.

—Ya.

—¿También fue él quien te puso la cara así?

—El mismo.

Se había mirado en el espejo de la habitación del Negresco —un ojo violáceo, sangre en la nariz y un labio hinchado— dos horas antes, cuando pasó por su habitación del hotel para hacerse una cura improvisada, tragar dos comprimidos de Veramon y recoger apresuradamente sus cosas antes de liquidar la cuenta con una espléndida propina. Después estuvo parado un momento bajo la visera acristalada de la puerta, sobre la que aún goteaba la lluvia, vigilando la calle con desconfianza, atento a cualquier indicio inquietante bajo las farolas que iluminaban la Promenade y las fachadas de los hoteles cercanos. Al fin, tranquilizándose, metió el equipaje en el Peugeot, arrancó el motor y se alejó en la noche, los faros iluminando los pinos pintados de blanco que bordeaban la carretera de Antibes y La Garoupe.

—¿Por qué has venido aquí?

—No lo sé. O sí. Necesitaba descansar un momento. Pensar.

Ésa era la idea, en efecto. Había mucho en que pensar. Si Mostaza estaba muerto o no, por ejemplo. También si actuaba solo o tenía más gente que podía estar buscando a Max en ese momento. Y lo mismo pasaba con los italianos. Consecuencias inmediatas y futuras, todas ellas, de las que ni con buena voluntad podía espigarse una sola perspectiva agradable. A esto habría que añadir la natural curiosidad de las autoridades cuando alguien descubriese los cadáveres —dos seguros, y quizá tres— en la casa de la rue de la Droite: un total de dos servicios secretos y la policía francesa preguntándose quién andaba mezclado en todo eso. Y como guinda del pastel, por si fuera poco, la reacción imprevisible de Tomás Ferriol cuando supiera que las cartas del conde Ciano habían volado.

—¿Por qué yo? —preguntó Mecha—. ¿Por qué has venido a mi casa?

—No conozco a nadie en Niza de quien me pueda fiar.

—¿Te buscan los gendarmes?

—No. O al menos no todavía. Pero no es la policía lo que me preocupa esta noche.

Lo estudiaba atenta. Suspicaz.

—¿Qué quieren hacerte?… ¿Y por qué?

—No se trata de lo que quieran hacerme. Se trata de lo que he hecho y de lo que pueden creer que hice… Necesito descansar unas horas. Curarme esto. Después me iré. No deseo complicarte.

Ella señaló fríamente la herida, las manchas de sangre y tintura de yodo sobre la toalla que había puesto bajo el cuerpo de Max antes de hacerlo tumbarse en el sofá.

—Llegas a mi casa de madrugada con un navajazo en una pierna, espantas a mi doncella… ¿A eso no lo llamas complicación?

—Te he dicho que me iré en seguida. En cuanto pueda organizarme y sepa a dónde.

—No has cambiado, ¿verdad?… Y yo soy una estúpida. Lo supe desde que te vi en casa de Suzi Ferriol: el mismo Max que en Buenos Aires… ¿Qué collar de perlas te llevas esta vez?

Posó él una mano sobre un brazo de la mujer. La expresión de su rostro, entre franca y desvalida, se contaba entre las más eficaces del repertorio habitual. Años de ejercicio. De éxitos. Con ella habría convencido a un perro hambriento de que le cediera un hueso.

BOOK: El tango de la Guardia Vieja
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