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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Romántico

El tango de la Guardia Vieja (54 page)

BOOK: El tango de la Guardia Vieja
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—Solía pararme —prosiguió— ante una confitería de la calle California, a mirar la vitrina llena de masitas, tortas y pasteles… O me iba jugando por la orilla del Riachuelo hasta La Boca, a observar a los marineros que bajaban de los barcos: hombres con tatuajes en los brazos, que venían de lugares que imaginaba fascinantes.

Se detuvo casi con brusquedad, incómodo. Acababa de darse cuenta de que podía encadenar esa clase de recuerdos de modo interminable. También era consciente de que nunca antes había hablado tanto de sí mismo. A nadie. Nunca con la verdad, ni con la auténtica memoria.

—Hay hombres que sueñan con irse, y se atreven. Yo lo hice.

Mecha seguía callada, escuchando como si no se atreviera a cortar el hilo sutil de lo que él le confiaba. Max suspiró hondo, casi con desgarro, y guardó la pitillera.

—Claro que hay un final, como dijiste. Pero no sé dónde está el mío.

Dejó de mirar las luces y siluetas borrosas de afuera, y volviéndose hacia ella la besó con naturalidad. Suave. En la boca. Mecha se dejó hacer, sin rechazar el contacto. Un calor delicado, húmedo, que a Max le hacía parecer aún más sombrío el paisaje lluvioso de afuera. Después, cuando retiró un poco el rostro, los dos siguieron mirándose a los ojos, muy cerca uno del otro.

—No tienes por qué irte —murmuró ella en voz muy baja—. Hay cien lugares aquí… Cerca de mí.

Fue él quien se retiró un poco, ahora. Sin dejar de mirarla.

—En mi mundo —dijo— todo resulta maravillosamente simple: soy lo que las propinas que dejo dicen que soy. Y si una identidad se estropea o agota, al día siguiente tomo otra. Vivo del crédito ajeno, sin grandes rencores ni grandes ilusiones.

—Yo podría cambiar eso… ¿No lo has pensado?

—Escucha. Hace tiempo estuve en una fiesta: una villa en la afueras de Verona. Gente de mucho dinero. A los postres, animados por los dueños, los invitados se pusieron a rascar entre risas el yeso de las paredes con las cucharillas de plata del café, para descubrir los frescos que había pintados debajo. Yo los miraba hacer y pensaba en lo absurdo que era todo. En que nunca podría sentirme como ellos. Con sus cucharillas de plata y sus pinturas ocultas bajo el yeso. Y su risa.

Se detuvo un momento para bajar la ventanilla y aspirar el aire húmedo de afuera. En los muros de la estación, pegados entre carteles publicitarios, había afiches políticos de Acción Francesa y del Frente Popular; consignas ideológicas mezcladas con anuncios de ropa interior, de elixir dental o del próximo estreno cinematográfico,
Abus de confiance
.

—Cuando veo todas esas camisas negras, pardas, rojas o azules, exigiendo que te afilies a esto o aquello, pienso que antes el mundo era de los ricos y ahora va a ser de los resentidos… Yo no soy ni una cosa ni otra. Ni siquiera logro el resentimiento, aunque me esfuerce. Y te juro que lo hago.

Miró de nuevo a la mujer. Seguía escuchándolo inmóvil. Sombría.

—Creo que en el mundo de hoy la única libertad posible es la indiferencia —concluyó Max—. Por eso seguiré viviendo con mi sable y mi caballo.

—Bájate del coche.

—Mecha…

Ella apartó la mirada.

—Vas a perder el tren.

—Te amo. Creo. Pero el amor no tiene nada que ver con todo esto.

Mecha golpeó con las dos manos el volante.

—Vete de una vez. Maldito seas.

Se puso Max el sombrero y bajó del automóvil abotonándose la gabardina. Sacó de la parte trasera la maleta y la bolsa de viaje y anduvo sin despegar los labios ni mirar atrás, entre las salpicaduras de lluvia. Sentía una tristeza intensa, desazonadora: especie de nostalgia anticipada por cuanto iba a añorar más tarde. En la entrada del edificio entregó el equipaje a un mozo y anduvo tras él entre la gente, en dirección a las taquillas del despacho de billetes. Después siguió al mozo hasta la doble estructura de vidrio y acero que cubría los andenes. En ese momento, entre chorros de vapor, entraba despacio una locomotora arrastrando una docena de coches de color azul oscuro con una franja dorada bajo las ventanillas y el rótulo Compagnie Internationale des Wagons-Lits. Un cartel metálico en cada costado indicaba el trayecto Mónaco-Marsella-Lyon-París. Max echó un vistazo en torno, en busca de indicios alarmantes. Dos gendarmes de uniforme oscuro conversaban relajados frente a la puerta de la sala de espera. Todo parecía tranquilo, decidió, y nadie se fijaba especialmente en él. Aunque tampoco eso garantizara nada.

—¿Coche, señor? —preguntó el mozo del equipaje.

—Número dos.

Subió al tren, entregó su pasaje al conductor del vagón con un billete de cien francos —modo infalible de ganar su voluntad para todo el viaje—, y mientras el empleado se tocaba la visera del kepis, doblándose por la cintura con una reverencia, dio otros veinte al mozo del equipaje.

—Gracias, señor.

—No, amigo mío. Gracias a usted.

Al entrar en el compartimento cerró la puerta y descorrió un poco la cortina: lo necesario para echar otra ojeada al andén. Los gendarmes seguían de charla en el mismo sitio, y no vio nada inquietante. La gente se despedía y subía al tren. Había un grupo de monjas agitando pañuelos, y una mujer atractiva abrazaba a un hombre ante la puerta del vagón. Max encendió un cigarrillo y se acomodó en el asiento. Cuando el tren empezó a moverse, levantó la vista hacia la maleta colocada en la red del equipaje. Pensaba en las cartas que iban ocultas en su forro interior. También en la forma de seguir vivo y libre hasta desprenderse de ellas. Mecha Inzunza se había borrado ya de su memoria.

El dolor, comprueba Max, alcanza tarde o temprano un grado de saturación donde la intensidad deja de tener importancia. Un punto a partir del cual cuentan lo mismo veinte golpes que cuarenta. De ahí en adelante no es cada nuevo golpe el que duele, sino las pausas entre uno y otro. Porque el tormento más difícil de soportar no es ser golpeado, sino los momentos en que el verdugo cesa en su tarea para tomarse un respiro. Es entonces cuando la carne dolorida deja de entumecerse ante la violencia, se relaja y acusa de veras el dolor que la atormenta. El resultado de todo el proceso anterior.

—El libro, Max… ¿Dónde tienes el libro?

A esas alturas de la desigual conversación —torturar implica otras libertades de índole social—, el hombre del bigote rojizo y las manos parecidas a tentáculos de calamar ha cambiado el usted por el tuteo. Su voz llega hasta Max deformada y lejana, pues éste tiene la cabeza cubierta por una toalla mojada que le quita el aire, sofoca sus gemidos y absorbe parte de los golpes que recibe, sin dejar heridas externas ni contusiones visibles en su cuerpo atado a la silla. El resto de los golpes los recibe en el estómago y el vientre, expuestos por la postura a que lo obligan sus ligaduras. Se los propinan el hombre del pelo lacio y el de la chaqueta de piel negra. Sabe que son ellos porque de vez en cuando retiran la toalla, y entre la turbiedad de los ojos doloridos y llenos de lágrimas los ve a su lado, frotándose los nudillos, mientras el otro hombre observa sentado.

—El libro. ¿Dónde está?

Acaban de quitarle la toalla de la cabeza. Max aspira con avidez el aire que llega a sus pulmones maltrechos, aunque cada inspiración le escuece como si circulase a través de carne desollada. Sus ojos aturdidos logran enfocar, por fin, el rostro del hombre del bigote rojizo.

—El libro —repite éste—. Dinos dónde lo tienes, y acabemos de una vez.

—No sé… nada… de libros.

Por su cuenta, sin indicación de nadie y como aportación personal al procedimiento, el de la chaqueta negra aplica un repentino puñetazo en el bajo vientre de Max. Se retuerce éste en sus ligaduras mientras el nuevo dolor estalla de abajo hacia arriba, por las ingles y el pecho, haciéndolo encogerse sin conseguirlo a causa de los brazos, el torso y las piernas atados a la silla. Un súbito sudor frío le cubre el cuerpo, y tras unos segundos, por tercera vez desde que empezó todo, vomita una bilis amarga que le chorrea por la barbilla hasta la camisa. El que lo ha golpeado lo observa con disgusto y se vuelve hacia el hombre del bigote rojizo, esperando nuevas instrucciones.

—El libro, Max.

Aún sin aliento, éste niega con la cabeza.

—Vaya —asoma un punto de seca admiración en la voz del ruso—. El abuelo juega a los tipos duros… A sus años.

Otro golpe en el mismo lugar. Max se retuerce en un nuevo espasmo de dolor, cual si algo puntiagudo barrenara sus entrañas. Y al fin, tras unos segundos de agonía, no puede contenerse y grita: un aullido breve, bestial, que lo alivia un poco. Esta vez la arcada no acaba en vómito. Max se queda con la cabeza abatida sobre el pecho, inspirando entrecortada y dolorosamente. Tiritando a causa del sudor que parece helarse bajo la ropa húmeda, en cada poro de su cuerpo.

—El libro… ¿Dónde está?

Levanta el rostro, un poco. Su corazón trota desacompasado, unas veces con pausas muy largas entre latido y latido, acelerado y violento en otras. Está convencido de que morirá en los próximos minutos, y le sorprende su propia indiferencia. Su embrutecida resignación. Nunca imaginó que fuera de ese modo, piensa en un instante de lucidez. Dejándose ir aturdido por los golpes, como quien se abandona a una corriente que lo arrastra hacia la noche. Pero así será. O lo parece. Con tanto dolor y cansancio quebrándole la carne, eso promete más alivio que otra cosa. Un descanso, al fin. Un sueño largo y final.

—¿Dónde está el libro, Max?

Otro golpe, esta vez en el pecho, seguido de un estallido de dolor que parece aplastar su columna vertebral. Nuevas arcadas lo acometen, aunque ya no queda nada que echar por la boca. Orina sin control, mojándose el pantalón, con escozor intenso que le arranca un quejido agónico. Un dolor de cabeza espantoso le oprime las sienes, y sus pensamientos confusos apenas dejan espacio a imágenes coherentes. La mirada turbia sólo percibe desiertos blancos, destellos cegadores, superficies inmensas que ondulan como pesado mercurio. El vacío, tal vez. O la nada. A veces, a modo de fugaces fragmentos, en esa nada irrumpen antiguas imágenes de Mecha Inzunza, fragmentos inconexos del pasado, sonidos extraños. El que más se repite es el de tres bolas de marfil golpeando entre sí sobre una mesa de billar: un sonido suave, monótono, casi placentero, que proporciona un extraño sosiego a Max. Que le inspira el vigor necesario para alzar del todo la barbilla y mirar los ojos color acero del hombre sentado frente a él.

—Lo escondí… en el coño… de tu madre.

Con la última palabra escupe débilmente en dirección al otro. Un salivazo breve, sanguinolento y patético, que no alcanza el objetivo y cae al suelo, casi entre sus propias rodillas. El del bigote rojizo contempla el escupitajo en el suelo, con gesto contrariado. Pensativo.

—Lo reconozco, abuelo. Tienes agallas.

Después hace una señal a los otros, y éstos vuelven a cubrir la cabeza de Max con la toalla mojada.

El Tren Azul corría a través de la noche, hacia el norte, dejando atrás Niza y sus peligros. Tras beber el último sorbo de un Armagnac de cuarenta y ocho años y secarse los labios con la servilleta, Max puso una propina sobre el mantel y salió del vagón restaurante. La mujer con la que había compartido mesa acababa de levantarse hacía cinco minutos, alejándose en dirección al mismo coche que Max, el número 2. El azar los había hecho coincidir en el primer turno de cena, después de que él la viera abrazar a un hombre en la estación cuando estaba a punto de partir el tren. Era francesa, debía de tener unos cuarenta años, vestía con elegante naturalidad un tailleur que el ojo adiestrado de Max creyó identificar como de Maggy Rouff, y a su mirada profesional, instintiva, no escapó la alianza de oro que, junto a un anillo con zafiro, la mujer llevaba en la mano izquierda. No hubo conversación cuando tomó asiento frente a ella, excepto el educado
bonsoir
de rigor. Comieron en silencio, intercambiando alguna breve sonrisa convencional cuando coincidían sus miradas o el camarero volvía a llenar las copas de vino. Era atractiva, confirmó él mientras cogía la servilleta de encima del plato: ojos grandes, finas cejas retocadas a lápiz y el toque justo de carmín rojo sangre en los labios. Al acabar el
filet de boeuf-forestière
ella rechazó el postre y sacó un paquete de Gitanes. Max se inclinó sobre la mesa para darle fuego con su encendedor. Tuvo cierta dificultad en abrir la tapa desajustada, y las primeras palabras intercambiadas con ese pretexto dieron paso a una conversación superficial y amable: Niza, la lluvia, la temporada de invierno, el turismo de vacaciones pagadas, la Exposición Internacional que estaba a punto de clausurarse en París. Roto el hielo, pasaron a otra clase de asuntos. En efecto, el hombre del que ella se despedía en el andén era su marido. Vivían en Cap Ferrat casi todo el año, pero ella pasaba en París una semana de cada mes por asuntos profesionales: era directora de modas de la revista
Marie Claire
. Cinco minutos después la mujer reía con las ocurrencias de Max y le miraba la boca mientras hablaba. ¿Nunca pensó en ser maniquí de ropa masculina?, le dijo un poco más tarde. Al fin consultó su diminuto reloj de pulsera, hizo un comentario sobre lo tarde que era, se despidió con una amplia sonrisa y abandonó el vagón restaurante. Por una agradable casualidad, ocupaban compartimentos contiguos: número 4 y número 5. Azares de los trenes y de la vida.

Recorrió Max el vagón del salón bar —a esa hora estaba tan animado como el del Ritz—, cruzó la plataforma entre los fuelles donde resonaba con más fuerza el traqueteo del tren y el sonido monótono de los bojes, y se detuvo junto a la garita del conductor del vagón, que revisaba la lista de los diez compartimientos a su cargo iluminado por una pequeña lámpara que hacía relucir dos pequeños leones dorados en la pochette del uniforme. El conductor era un hombrecillo calvo, mostachudo y amable, con una cicatriz en el cráneo que, según supo Max cuando después se interesó por ello, había sido causada por una esquirla de metralla en el Somme. Conversaron un poco sobre cicatrices de guerra, y luego de coches cama, pullmans, trenes y líneas internacionales. Sacó Max su pitillera en el momento adecuado, aceptó que el otro le diese fuego con una cajita de fósforos con el emblema de la compañía, y cuando acabaron de fumar cigarrillos y hacerse confidencias, cualquier viajero que pasara a su lado los habría tomado por amigos de toda la vida. Cinco minutos después, Max consultó el reloj; y con el tono de quien, si trocaran papeles, estaría dispuesto a hacer lo mismo por el otro, pidió al conductor que utilizara su llave para abrir la puerta que separaba los compartimientos 4 y 5.

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