—Estamos ante una situación parecida —añadió al fin—. ¿Para qué organizar una operación, con sus costos y riesgos, si podemos aprovechar otra que ya está en marcha?
Dicho aquello, Mostaza dio unos pasos riendo con suavidad, como antes. Parecía disfrutar con el giro de la conversación.
—La República no anda sobrada de dinero, señor Costa. Y nuestra peseta se devalúa mucho. Tiene cierta justicia poética que sea Mussolini quien le pague a usted la mayor parte de los honorarios.
Miraba Max los Rolls-Royce y los Cadillac estacionados ante la fachada imponente del Palais Méditerranée, la sucesión de grandes establecimientos hoteleros que parecían alinearse hasta el infinito siguiendo el suave arco de la bahía de los Ángeles. En aquella parte de Niza se había borrado de la vista del visitante con dinero todo lo susceptible de perturbar una visión confortable del mundo. Allí sólo había hoteles, casinos, bares americanos, la playa magnífica, el inmediato centro de la ciudad con sus cafés y restaurantes, y todas las lujosas villas en las colinas residenciales. Ni una fábrica, ni un hospital. Los talleres, las casas de los empleados y obreros, la cárcel y el cementerio, incluso los manifestantes que en los últimos tiempos se enfrentaban cantando
La Internacional
o
La Marsellesa
, repartiendo
Le Cri des Travailleurs
o gritando «mueran los judíos» bajo la mirada cómplice de los gendarmes, estaban lejos de allí, en barrios que la mayor parte de la gente que frecuentaba el Paseo de los Ingleses no pisaría nunca.
—¿Y qué me impide rechazar su oferta?… ¿O contarle su propuesta a los italianos?
—Nada se lo impide —admitió Mostaza, objetivo—. Fíjese hasta qué punto estamos dispuestos a jugar limpio, dentro de lo que cabe. Sin amenazas ni chantajes. Es usted dueño de colaborar o no.
—¿Y si no lo hago?
—Ah, ésa ya es otra cuestión. En tal caso, comprenda que hagamos lo posible por cambiar el curso de las cosas.
Max se tocó el ala del sombrero, saludando a dos rostros conocidos —un matrimonio húngaro, vecino de habitación en el Negresco—, que acababan de cruzarse con ellos.
—Si a eso —ironizó en voz baja— no lo llama amenaza…
Mostaza respondió con un ademán de exagerada resignación.
—Éste es un juego complicado, señor Costa. Nada tenemos contra usted, excepto si sus obras lo ponen en el bando enemigo. Mientras no sea así, gozará de nuestra mejor voluntad.
—Materializada en más dinero que los italianos, dijo antes.
—Claro. Si no se sube a la luna.
Seguían recorriendo despacio la Promenade. Todo el tiempo se cruzaban con gente elegante, hombres con ropa de entretiempo bien cortada, mujeres hermosas que paseaban, displicentes, a perros de limpio pedigrí.
—Curiosa ciudad ésta —comentó Mostaza ante dos señoras muy bien vestidas que iban acompañadas de un galgo ruso—. Llena de mujeres a las que los hombres corrientes no pueden acceder. Aunque nosotros sí, naturalmente… La diferencia es que a mí me cuestan dinero, y a usted todo lo contrario.
Miró Max alrededor: mujeres, hombres, daba igual. Aquélla era gente, en suma, para la que llevar cinco billetes de mil francos en la cartera no suponía novedad ninguna. Los automóviles de brillantes cromados circulaban despacio por la calzada contigua, recreándose en el paisaje luminoso que contribuían a embellecer. Todo el paseo era un vasto rumor de motores bien calibrados, de conversaciones exentas de inquietud. De bienestar caro y apacible. Me costó mucho, pensó con amargura, llegar aquí. Moverme por este paisaje confortable, lejos de aquellos arrabales con olor a comida rancia que lugares como éste desterraron a las afueras. Y procuraré que nadie me haga volver a ellos.
—Pero no crea que todo es cuestión de pagar más o menos —decía Mostaza—. A juicio de mis jefes, también cuenta, supongo, mi encanto personal. Debo ser persuasivo con usted. Convencerlo de que no es lo mismo trabajar para unos canallas como Mussolini, Hitler o Franco, que para el Gobierno legítimo de España.
—Ahórreme esa parte.
Rió otra vez Mostaza, como las anteriores. Suave y entre dientes.
—De acuerdo. Dejemos fuera las ideologías… Centrémonos en mi encanto personal.
Se había detenido para vaciar la pipa con golpecitos suaves en la barandilla que separaba el paseo de la playa. Después la guardó en un bolsillo de la chaqueta.
—Me cae bien, señor Costa… Dentro de lo que cabe en su turbio oficio, es lo que los ingleses llaman
a decent chap
. O al menos, lo parece. Llevo tiempo investigando su biografía, y también echándole un vistazo a sus modales. Será grato trabajar con usted.
—¿Y qué pasa con la competencia? —objetó Max—. Los italianos pueden enfadarse. Con motivo.
El otro afiló la sonrisa, como respuesta. Un instante nada más: un relámpago depredador, casi desagradable. La cicatriz del cuello parecía ahondarse en la luz cruda del paseo.
—No puedo responderle ahora —dijo Max—. Necesito pensar en esto.
Relucieron dos veces los lentes bajo la sombra del panamá. Mostaza asentía, comprensivo.
—Me hago cargo. Medítelo tranquilamente, mientras sigue adelante con sus amigos fascistas. Yo vigilaré con discreto interés sus progresos, sin agobiarlo. Lejos de nuestra intención, como dije antes, forzar las cosas. Preferimos confiar en su sentido común y su conciencia… En cualquier momento, hasta el final mismo, tendrá usted oportunidad de atender mi proposición. No hay prisa.
—¿Dónde puedo localizarlo, en caso necesario?
Mostaza hizo un ademán amplio, inconcreto, que lo mismo podía referirse al lugar donde se hallaban que al sur de Francia en general.
—Durante estos días, mientras usted toma decisiones, yo deberé ocuparme de otro asunto que tengo pendiente en Marsella. Iré y vendré, por tanto. Pero no se preocupe… Estaremos en contacto.
Extendía la mano derecha esperando la de Max, que al estrecharla encontró un apretón fuerte y franco. Demasiado fuerte, se dijo éste. Demasiado franco. Luego Fito Mostaza se fue con paso vivo. Durante unos momentos, Max pudo ver su figura menuda y ágil, que esquivaba a los transeúntes con singular soltura. Después sólo alcanzó a ver el sombrero claro que se movía entre la gente, y a poco lo perdió de vista.
El día ha amanecido limpio y soleado, como los anteriores, y la bahía de Nápoles resplandece en azules y grises. Los camareros se mueven por la terraza del hotel Vittoria con bandejas cargadas de cafeteras, panecillos, mermelada y mantequilla, entre las mesas de hierro cubiertas con manteles blancos. En la situada junto al ángulo occidental de la balaustrada de piedra desayunan Max Costa y Mecha Inzunza. Viste ella chaqueta de ante, falda oscura y mocasines loafer belgas. Él, su habitual ropa de mañana desde que se aloja en el hotel: pantalón de franela, blazer oscuro y pañuelo de seda al cuello. Húmedo todavía el cabello gris cuidadosamente peinado tras la ducha.
—¿Ya hay solución al problema? —se interesa Max.
Están solos en la mesa, desocupadas las contiguas. Aun así, ella baja la voz.
—Puede haberla… Esta tarde veremos si funciona.
—¿Ni Irina ni Karapetian sospechan nada?
—En absoluto. La excusa de que no se contaminen uno al otro es válida, por el momento.
Extiende Max un poco de mantequilla sobre una tostada cortada en triángulo, pensativo. El encuentro con la mujer ha sido casual. Leía ella un libro que ahora está sobre la mesa —
The Quest for Corvo
: el título no le dice nada—, entre su taza de café vacía y un cenicero con el emblema del hotel y dos colillas apagadas de Muratti. Cerró el libro y apagó el segundo cigarrillo cuando él cruzó la puerta acristalada del salón Liberty, se acercó a saludarla y ella lo invitó a sentarse a su lado.
—Dijiste que yo haría algo.
Lo mira unos segundos, atenta, queriendo recordar. Al cabo se echa atrás en la silla, sonriente.
—¿La variante Max?… Cada cosa a su tiempo.
Él mordisquea su tostada y bebe un sorbo de café con leche.
—¿Karapetian e Irina trabajan ya en esas ideas de tu hijo? —pregunta después de tocarse los labios con la servilleta—. ¿En el señuelo de que me hablaste?
—Están en ello. Por separado, como teníamos previsto. Los dos creen que analizan la misma situación, pero no es así… Jorge sigue exigiéndoles que no hablen entre ellos del asunto, con el pretexto de que no quiere que se contaminen el uno al otro.
—¿Quién ha avanzado más?
—Irina. Y eso le viene bien a Jorge, porque la idea de que sea ella es la que menos le gusta… Así que en la próxima partida jugará esa novedad teórica, para salir de dudas cuanto antes.
—¿Y qué pasa con Karapetian?
—A Emil le ha dicho que continúe analizando la suya con más tiempo y profundidad, porque quiere reservarla para Dublín.
—¿Crees que Sokolov caerá en la trampa?
—Es probable. Se trata justo de lo que espera por parte de Jorge: sacrificio de piezas y ataques profundos, arriesgados y brillantes… El toque Keller.
En ese momento Max ve pasar a Emil Karapetian a lo lejos, con unos periódicos en la mano, camino del salón. Se lo indica a Mecha y ella sigue al gran maestro con la mirada, inexpresiva.
—Sería triste que fuese él —comenta.
Max no puede evitar un gesto de sorpresa.
—¿Preferirías a Irina?
—Emil lleva con Jorge desde que éste era un muchacho. Es mucho lo que le debe. Lo que le debemos.
—Pero los dos chicos… En fin. El amor y todo lo demás.
Mira Mecha el suelo alfombrado de ceniza de sus cigarrillos.
—Oh, eso —dice.
Después, sin transición, se pone a hablar del siguiente paso, si es que Sokolov muerde el anzuelo. No hay intención de alertar al informante, en caso de que uno de los dos lo sea. De cara al duelo por el título mundial interesa confiar a los soviéticos, de modo que Sokolov no sospeche que lo tienen atrapado desde Sorrento. Después de Dublín, por supuesto, sea quien sea, el espía no volverá a trabajar con Jorge. Hay maneras de apartarlo con o sin escándalo, según convenga. Ya ocurrió antes: un analista francés se estuvo yendo de la lengua en el torneo de candidatos de Curaçao, cuando el joven se enfrentó a Petrosian, Tal y Korchnoi. Y aquella vez fue Emil Karapetian quien se dio cuenta y señaló al infiltrado. Al fin se las arreglaron para despedirlo sin que nadie sospechara el motivo.
—También pudo tratarse de un chivo expiatorio —apunta Max—… Una maniobra de Karapetian para cargar a otro con la sospecha.
—Lo he pensado —responde ella, sombría—. Y también lo considera Jorge.
Sin embargo, su hijo debe mucho al maestro, añade tras unos instantes. Tenía trece años cuando ella convenció a Karapetian para que trabajara con él. Quince años juntos, tableros de bolsillo puestos en cualquier sitio, jugando en trenes, aeropuertos, hoteles. Preparando partidas, estudiando aperturas, variantes, ataques y defensas.
—Más de media vida de Jorge los he visto desayunar antes de un torneo, intercambiando jugadas y posiciones a ciegas, repitiendo planes hechos durante la noche, o improvisando sobre la marcha.
—Prefieres que sea ella —apunta Max, con suavidad.
Mecha parece no haber oído el comentario.
—Nunca fue un chico especial… O no demasiado. La gente cree que los grandes ajedrecistas poseen mayor inteligencia que el resto de los seres humanos, pero no es verdad. Jorge sólo demostró muy pronto que era excepcional en su capacidad de prestar atención a varias cosas distintas, eso que los alemanes definen con una palabra larga que termina en
verteilung
, y en su pensamiento abstracto frente a series numéricas.
—¿Dónde se conocieron Irina y él?
—En el torneo de Montreal, hace año y medio. Salía con Henry Trench, un ajedrecista canadiense.
—¿Y qué ocurrió?
—Después de encontrarse en una fiesta de los organizadores, Irina y Jorge pasaron una noche sentados en el banco de un parque, hablando de ajedrez hasta el amanecer… Luego ella dejó a Trench.
—Da la impresión de que le va bien, ¿no?… Lo normaliza en situaciones como ésta.
—Contribuye a eso —admite Mecha—. De todas formas, él no es un jugador obsesivo. No de los que se dejan invadir por la incertidumbre y la tensión en una partida larga. Lo ayuda su sentido del humor y un cierto despego. Una de sus frases favoritas es «no estoy dispuesto a volverme loco con esto»… Esa actitud limita mucho los aspectos patológicos del asunto. Como dices, lo normaliza.
Se detiene un momento pensativa, inclinada la cabeza.
—Imagino que sí —concluye al fin—. Que Irina también contribuye a eso.
—Si es su novia quien pasa información a los rusos, podría influir en su concentración, supongo. En su rendimiento.
A Mecha no le preocupa ese aspecto del problema. Su hijo, explica, es capaz de trabajar con la misma intensidad en varios asuntos, de modo en apariencia simultáneo; pero nunca pierde el control de lo principal. Del ajedrez. Su facultad de concentración según el orden de prioridades de cada momento es asombrosa. Parece perdido en ensoñaciones lejanas, y de pronto parpadea, regresa, sonríe y está de vuelta. Esa capacidad de ir y volver es lo más característico de él. Sin esos cortocircuitos de normalidad, su vida sería muy distinta. Se convertiría en un sujeto excéntrico o infeliz.
—Por eso —añade tras un silencio—, lo mismo que puede concentrarse hasta lo inhumano, es capaz de sumirse en divagaciones que nada tienen que ver con la partida que juega. Jugar mentalmente otras partidas, mientras espera. Analizar fríamente lo del infiltrado, pensar en un viaje o una película… Resolver otro problema, o relativizarlo. Una vez, cuando era pequeño, estuvo veinte minutos inmóvil y callado ante el tablero, analizando una jugada. Y cuando su adversario dio muestras de impaciencia, alzó los ojos y dijo: «Ah, ¿es que me tocaba mover a mí?».
—Todavía no me has contado lo que piensas… Si crees que es ella quien filtra información.
—Te lo he dicho: hay tantas probabilidades de que sea Irina como Karapetian.
Enarca él las cejas, dando carta de naturaleza a lo obvio.
—Parece enamorada.
—Cielos, Max —lo estudia burlona, casi con sorpresa—. ¿Tú diciendo eso?… ¿Desde cuándo el amor fue obstáculo para traicionar?
—Dame una razón concreta. ¿Por qué lo vendería ella a los rusos?
—También es impropia de ti esa pregunta… ¿Por qué lo vendería Emil?