—No tengo objeción a eso. Pero le recuerdo que necesito más dinero.
Nuevo silencio. No sin aparente esfuerzo, el italiano regresaba despacio de sus ensoñaciones patrióticas.
—¿Cuánto?
—Otros diez mil francos. Francesa o de ustedes, ésta es una ciudad muy cara.
Hizo el otro una mueca que no lo comprometía demasiado.
—Veremos lo que se puede hacer… ¿Conoce ya a Susana Ferriol? ¿Ha encontrado el modo de acercarse a ella?
Haciendo hueco con las manos, Max encendió el cigarrillo que tenía desde hacía rato entre los dedos.
—Estoy invitado a cenar mañana por la noche.
La mirada apreciativa de Barbaresco fue repentina. Sincera.
—¿Cómo lo consiguió?
—No importa —expulsó una bocanada de humo que de inmediato se llevó la brisa—. A partir de ahí, una vez explorado el terreno, les iré contando.
Sonreía torcido el italiano, estudiando de soslayo el planchado impecable del traje hecho a medida, la camisa y la corbata de Charvet, el reluciente cuero de los zapatos Scheer comprados en Viena. Despuntaba en aquella mirada, creyó advertir Max, un destello simultáneo de admiración y de rencor.
—Pues no se demore demasiado en contarnos, ni en actuar. El tiempo corre contra todos, señor Costa. Perjudicándonos —se puso el sombrero e hizo un movimiento de cabeza en dirección a su compañero—. Eso nos incluye a Domenico y a mí. Y también lo incluye a usted.
—Los rusos se juegan en Sorrento mucho más que un premio —opina Lambertucci—. Con esto de la guerra fría, las bombas nucleares y lo demás, no iban a dejar fuera el ajedrez… Es normal que mojen en toda clase de salsas.
De la cocina, amortiguado por una cortina de tiras de plástico multicolor, llega el sonido de la radio con la voz de Patty Pravo cantando
Ragazzo triste
. En una de las mesas cercanas a la puerta de la calle, el
capitano
Tedesco recoge las piezas del tablero con aire abatido —perdió las dos partidas de esta tarde— mientras el dueño del local llena tres vasos con una frasca de vino tinto.
—La gente del Kremlin —prosigue Lambertucci, poniendo los vasos en la mesa— quiere demostrar que sus grandes maestros son mejores que los occidentales. Eso probaría que también la Unión Soviética lo es, y que terminará consiguiendo la victoria política y, si hace falta, militar.
—¿Tienen razón? —pregunta Max—. ¿Los rusos son más capaces en ajedrez?
Está en mangas de camisa, abierto el cuello y la chaqueta en el respaldo de la silla, atento a lo que escucha. Lambertucci hace un ademán de suficiencia en honor de los rusos.
—No les faltan motivos para presumir. Tienen a la Federación Internacional sobornada y en el bolsillo… Actualmente sólo Jorge Keller y Bobby Fischer representan una amenaza seria.
—Pero se impondrán antes o después —opina el
capitano
, que ha cerrado la caja de las piezas y sorbe su vino—. Esos chicos heterodoxos, informales, traen un juego nuevo. Más imaginativo. Sacan a los viejos dinosaurios de su habitual esquema cerrado, posicional, y los obligan a pisar lugares desconocidos.
—De cualquier manera —apunta Lambertucci—, hasta ahora mandan ellos. Tal, que era letón, fue derrotado por Botvinnik, que perdió con el armenio Petrosian un año después. Todos rusos. O soviéticos, para ser exactos. Y ahora es Sokolov el campeón del mundo: rusos y más rusos, uno detrás de otro. Y en Moscú no quieren que las cosas cambien.
Max se lleva el vaso a los labios y mira hacia el exterior. Bajo el cobertizo de cañas, la mujer de Lambertucci dispone manteles a cuadros y velas en botellas de vino vacías, a la espera de clientes que lo avanzado de la estación hace improbables a esta hora de la tarde.
—Entonces —aventura Max con cautela—, el espionaje será común en esos casos…
Lambertucci espanta una mosca posada en su antebrazo y se rasca el viejo tatuaje abisinio.
—Normalísimo —confirma—. Cada competición es un lío de conspiraciones dignas de una película de espías… Y a los jugadores los presionan fuerte. Para un jugador de élite soviético se trata de vivir una vida de privilegios como campeón oficial o arriesgarse a represalias, si pierde. El Kagebé no perdona.
—Acordaos de Streltsov —dice Tedesco—. El futbolista.
La frasca de vino da otra vuelta a la mesa mientras el
capitano
y Lambertucci comentan el caso Streltsov: uno de los mejores jugadores de fútbol del mundo, a la altura de Pelé, aplastado por transgredir la regla oficial: se negó a dejar su equipo, que era el Torpedo, por el Dinamo de Moscú, equipo oficioso del Kagebé. Entonces le montaron un proceso judicial con otro pretexto y lo mandaron a un campo de trabajo en Siberia. Cuando volvió cinco años después, su carrera deportiva había terminado.
—Son sus métodos —concluye Lambertucci—. Y con Sokolov será lo mismo. Parece un tipo tranquilo ante el tablero, pero la procesión va por dentro… Con todo ese equipo de analistas y asesores, los guardaespaldas y las llamadas telefónicas de Kruschev dándole ánimo y diciendo que el paraíso del proletariado tiene puestos los ojos en él.
Tedesco se muestra de acuerdo.
—El verdadero milagro soviético —opina— es que, con eso encima, alguien sea capaz de jugar bien al ajedrez. De concentrarse.
—¿Incluye juego sucio? —se interesa Max, cauto.
El otro sonríe torcido, entornando su único ojo.
—Lo incluye especialmente. Desde niñerías a faenas elaboradas y complejas.
Y cuenta algunas. En el anterior campeonato del mundo, cuando Sokolov se enfrentaba a Cohen en Manila, un funcionario de la embajada soviética estaba sentado en primera fila, haciendo fotos con flash para molestar al israelí. También se dijo que en la olimpiada de Varna los rusos tenían un parapsicólogo entre el público para que desconcertase mentalmente a los adversarios de su equipo. Y aseguran que a Sokolov, cuando defendió el título frente al yugoslavo Monfilovic, sus asesores le pasaban indicaciones de jugadas con los yogures que comía durante las partidas.
—Pero la mejor de todas —remata— es la de Bobkov, un jugador que desertó de la Unión Soviética durante el torneo de Reikiavik: le infectaron los calzoncillos en la lavandería del hotel con la bacteria que provoca la gonorrea.
Es momento adecuado, decide Max. De entrar en materia.
—¿Qué hay —deja caer, casual— de los espías infiltrados entre los analistas del adversario?
—¿Analistas? —Lambertucci lo mira con curiosidad—. Vaya, Max… Te veo muy puesto en lo técnico.
—He leído algo estos días.
Ocurre a veces, confirman los otros. Hay casos sonados, como las declaraciones de uno de los ayudantes del noruego Aronsen, que se enfrentó a Petrosian poco antes de que Sokolov arrebatase a éste el título. El analista era un inglés llamado Byrne, y confesó haber pasado información a supuestos corredores de apuestas rusos que se jugaban dos mil rublos por partida. Después se supo que esos informes iban realmente al Kagebé, y de éste a los ayudantes de Petrosian.
—¿Algo así puede estar pasando aquí?
—Con lo que arriesgan entre Sorrento y el título mundial —dice Tedesco—, puede estar pasando de todo… No siempre el ajedrez se juega sobre un tablero.
La mujer de Lambertucci entra con una escoba y un recogedor y los echa a la calle mientras ventila el local y barre entre las mesas. Así que apuran sus vinos y salen al exterior. Más allá de las mesas y el cobertizo, el Silver Cloud del doctor Hugentobler muestra su ángel plateado en el morro color cereza.
—¿Sigue tu jefe de viaje? —pregunta Lambertucci, admirando el automóvil.
—De momento.
—Te envidio el sistema. ¿No crees,
capitano
?… Una temporada de trabajo y luego otra de tranquilidad para él solo, mientras el jefe vuelve.
Ríen los tres mientras pasean por la escollera y el muelle de piedra, donde acaba de abarloarse una barca de pesca a la que se acercan algunos ociosos para ver qué trae.
—¿Qué tienen de especial Keller y Sokolov? —inquiere Lambertucci—. Antes no te interesaba el ajedrez, Max.
—El Premio Campanella me pica la curiosidad.
Lambertucci guiña un ojo a Tedesco.
—El Campanella, y a lo mejor también esa señora con la que vino a cenar la otra noche.
—No era el ama de llaves, por lo visto —tercia el otro.
Max mira al
capitano
, que sonríe conejil. Después se vuelve de nuevo hacia Lambertucci.
—¿Ya se lo has contado?
—Pues claro. A quién, si no, voy a contar las cosas. Además, nunca te vi tan elegante como en esa cena. Y yo, fingiendo que no te conocía… ¡Sabe Dios lo que tramabas!
—Pues bien tendías la oreja para averiguarlo.
—Casi no aguantaba la risa viéndote así de galán, a tus años… Me recordabas a Vittorio De Sica cuando hace de aristócrata ful.
Siguen parados en el muelle, junto a la barca de pesca. Mientras los tripulantes descargan las cajas, la brisa que corre entre las redes y palangres amontonados huele a escamas de pescado, a salitre y a brea.
—Sois dos viejas porteras… Dos cotorras.
Asiente Lambertucci, confianzudo.
—Sáltate el prólogo, Max. Al grano.
—Sólo es… O fue. Se trata de una antigua conocida.
Los dos ajedrecistas cambian una mirada cómplice.
—También es la madre de Keller —opone Lambertucci—. Y no pongas esa cara, porque vimos su foto en los periódicos. Fue fácil reconocerla.
—No tiene nada que ver con el ajedrez. Ni con su hijo… Ya digo que se trata de una antigua amistad.
Las últimas palabras suscitan una doble mueca escéptica.
—Una antigua amistad —comenta Lambertucci— que nos hace estar media hora hablando de jugadores rusos y del Kagebé.
—Tema apasionante, por otra parte —certifica Tedesco—. Nada que objetar.
—Bien. De acuerdo… Dejadlo ya.
Accede Lambertucci, todavía guasón.
—Como quieras. Cada cual tiene sus secretillos, y ése es asunto tuyo. Pero te va a costar algo… Queremos entradas para ver las partidas en el Vittoria. Son carísimas, y por eso no hemos ido. Ahora que tienes influencia, la cosa cambia.
—Haré lo que pueda.
El otro apura la colilla del cigarrillo hasta que la brasa le quema los dedos. Después lo arroja al agua.
—Lástima de años. Fue una mujer guapa, ¿eh?… Salta a la vista.
—Sí, eso tengo entendido —Max mira la colilla flotando en el agua oleosa, bajo el muelle—. Que fue muy guapa.
A través de una amplia ventana abierta al Mediterráneo, el sol de mediodía iluminaba un gran rectángulo del suelo de madera a los pies de la mesa de Max. Se encontraba en su lugar favorito del restaurante de la Jetée-Promenade: una lujosa construcción sobre pilotes asentados en el mar, frente al hotel Ruhl, desde la que podía contemplarse el litoral de Niza, la playa y el Paseo de los Ingleses, como si el observador se encontrase en un barco fondeado a pocos metros de la orilla. La ventana, contigua a su mesa, daba a la bahía de los Ángeles por el lado de levante; y en la distancia podían verse con nitidez las alturas del castillo, la boca del puerto y el lejano cabo de Niza, entre cuyas peñas verdes serpenteaba la carretera de Villefranche.
Vio la sombra antes que al hombre. Y lo primero que advirtió fue el olor de tabaco inglés. Max estaba inclinado sobre el plato, terminando una ensalada, cuando le llegó el aroma de humo de pipa mientras crujía ligeramente el suelo y una silueta oscura se perfilaba en el rectángulo luminoso. Alzó la vista y encontró una sonrisa cortés, unas gafas redondas de concha y una mano, la que sostenía la pipa —en la otra había un arrugado sombrero panamá—, señalando la silla libre al otro lado de la mesa, frente a él.
—Buenas tardes… ¿Me permite sentarme aquí un momento?
Lo inusual de la petición, hecha en perfecto español, desconcertó a Max. Se quedó mirando al recién llegado —intruso, era la palabra exacta— todavía con el tenedor en alto, sin encontrar cómo responder a la impertinencia.
—Claro que no —respondió al fin, rehaciéndose—. Que no puede.
Se quedó el otro de pie, el aire indeciso, como si hubiese esperado una respuesta diferente. Seguía sonriendo, aunque el gesto era ahora más contrariado y pensativo. No parecía demasiado alto. De pie, calculó Max, él le llevaría más de una cabeza. Mostraba un aspecto pulcro e inofensivo, acentuado por las gafas y el traje castaño con chaleco y nudo de pajarita que parecían ligeramente holgados en su físico huesudo, de apariencia frágil. Una raya perfecta, central, tan recta que parecía trazada con tiralíneas, le dividía en dos porciones exactas el cabello negro peinado hacia atrás, reluciente de brillantina.
—Me temo que he empezado mal —dijo el desconocido sin abandonar la sonrisa—. Así que le ruego disculpe mi torpeza y me dé otra oportunidad.
Dicho aquello, con mucha desenvoltura y sin esperar respuesta, se alejó unos pasos y volvió a acercarse. De pronto ya no parecía tan inofensivo, pensó Max. Ni tan frágil.
—Buenas tardes, señor Costa —dijo tranquilamente—. Me llamo Rafael Mostaza y tengo un asunto importante que comentar con usted. Si pudiera sentarme, charlaríamos con más comodidad.
La sonrisa era idéntica, pero ahora había un reflejo adicional, casi metálico, tras el cristal de los lentes. Max había dejado el tenedor en el plato. Rehecho de la sorpresa inicial, se recostó en el respaldo de mimbre mientras se pasaba una servilleta por los labios.
—Tenemos intereses comunes —insistía el otro—. En Italia y aquí, en Niza.
Max miró a los camareros de largos delantales blancos que estaban lejos, junto a los macetones con plantas situados cerca de la puerta. No había nadie más en el restaurante.
—Siéntese.
—Gracias.
Cuando el extraño sujeto ocupó la silla y vació la pipa golpeando con suavidad la cazoleta en el marco de la ventana, Max ya lograba recordar. Había visto a aquel hombre dos veces en los últimos días: mientras él conversaba con los agentes italianos en el café Monnot, y durante el encuentro con la baronesa Schwarzenberg en la terraza de La Frégate, frente a la Promenade.
—Siga comiendo, se lo ruego —dijo el otro, haciendo un movimiento negativo con la cabeza a uno de los camareros, que se acercaba.
Recostado en la silla, Max lo estudió con disimulada inquietud.
—¿Quién es usted?
—Acabo de decírselo. Rafael Mostaza, viajante de comercio. Si lo prefiere, llámeme Fito… Suelen hacerlo.