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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Romántico

El tango de la Guardia Vieja (30 page)

BOOK: El tango de la Guardia Vieja
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—¿Puede ser casualidad?

—En ajedrez no hay casualidades. Sólo errores y aciertos.

—¿Estás diciendo que Sokolov sabía lo que iba a jugar tu hijo, y cómo evitarlo?

—Sí. Lo de Jorge era algo rebuscado y brillante. Una jugada que no estaba entre las lógicas. Imposible resolverla en ocho minutos.

—¿Y no puede haber más gente relacionada, como por ejemplo empleados del hotel?… ¿O micrófonos ocultos?

—No. Lo he comprobado. Todo es cosa nuestra.

—Dios bendito… ¿Sólo es posible eso? ¿Karapetian o la chica?

Mecha permanece callada, contemplando los árboles del jardincillo.

—Es increíble —comenta él.

Ella vuelve el rostro casi con sorpresa, modulando una mueca de extrañeza y desdén.

—¿Por qué ha de ser increíble?… Simplemente es la vida, con sus traiciones habituales —parece ensombrecerse de pronto—. A ti no debería sorprenderte en absoluto.

Max decide evitar ese escollo.

—Será Karapetian, imagino.

—Existen las mismas probabilidades de que se trate de Irina.

—¿Hablas en serio?

A modo de respuesta, ella modula una sonrisa fría, desganada, que se presta a interpretaciones complejas.

—¿Por qué iban a traicionar a Jorge su maestro o su novia? —inquiere Max.

Hace Mecha un movimiento hastiado, cual si le diese pereza enumerar lo obvio. Luego desgrana con voz neutra varias posibilidades: motivos personales, política, dinero. Aunque, añade tras un instante, lo que menos importa son los móviles de la traición. Ya habrá tiempo de averiguaciones. Lo urgente es proteger a su hijo. El duelo de Sorrento va por la mitad, y la sexta partida se juega mañana.

—Todo esto, con el título mundial en puertas. Imagínate el estrago. El daño.

Las dos inglesas de las fotos acaban de entrar. Mecha y Max caminan por el claustro, alejándose.

—Sin esta sospecha —añade ella— habríamos ido a Dublín vendidos al enemigo.

—¿Por qué te confías a mí?

—Te lo he dicho —de nuevo la sonrisa fría—. Puede que te necesite.

—No comprendo para qué. Yo, de ajedrez…

—No es sólo ajedrez. También lo dije: cada cosa a su tiempo.

Se han detenido de nuevo. La mujer se apoya de espaldas en una columna, y Max no puede menos que recordarla con la vieja fascinación. Pese a los años transcurridos, Mecha Inzunza permanece fiel a la impronta de su bella casta. Ya no es hermosa como hace treinta años; pero su aspecto sigue recordando el de una gacela tranquila, de movimientos armoniosos y elegantes. Confirmarlo suscita en él una sonrisa de suave melancolía. Su atenta observación obra el milagro de fundir los rasgos de la mujer que tiene enfrente con los que recuerda: una de aquellas mujeres singulares de las que, en un pasado ya remoto, el sofisticado gran mundo era rendido cómplice, resignado deudor y brillante escenario. La magia de toda esa antigua belleza aflora de nuevo ante sus ojos asombrados, casi triunfante entre la piel marchita, las marcas y manchas del tiempo y la vejez.

—Mecha…

—Calla. Déjalo.

Él guarda silencio un instante. No pensábamos en lo mismo, concluye. O al menos eso creo.

—¿Qué vais a hacer con Irina, o con Karapetian?

—Mi hijo ha pasado la noche pensándolo, y lo hemos analizado juntos esta mañana… Una jugada señuelo.

—¿Señuelo?

Ella lo explica bajando la voz, pues las inglesas se han acercado por la parte del jardín. Se trata de planear un movimiento determinado, o varios, y comprobar la reacción del otro jugador. Según la respuesta de Sokolov, podría establecerse si alguno de los analistas del adversario lo previno antes.

—¿Es un método seguro?

—No del todo. El ruso puede aparentar desconcierto o dificultad, para disimular que lo sabía. O resolver por sí mismo el problema. Pero quizá nos dé algún indicio. La propia seguridad de Sokolov puede sernos útil. ¿Te has fijado en el aire desdeñoso que suele adoptar respecto a Jorge?… Mi hijo lo irrita con su juventud y sus maneras insolentes. Ése es tal vez uno de los puntos débiles del campeón. Se cree a salvo. Y ahora empiezo a comprender por qué.

—¿Con quién haréis la prueba?… ¿Irina o Karapetian?

—Con ambos. Jorge ha encontrado dos novedades teóricas: dos ideas nuevas para una misma posición, muy complicada, que no se jugaron nunca en la práctica magistral. Las dos corresponden a una de las aperturas favoritas de Sokolov, y con ellas se propone tender la trampa… Encargará a Karapetian que analice una de esas ideas, y a Irina la otra. Para hacerles creer que los dos trabajan en la misma, les prohibirá hablar entre ellos de eso, con el pretexto de evitar que se contaminen mutuamente.

—¿Y luego jugará una u otra, quieres decir? ¿Para descubrir por ella al traidor?

—Es más complejo que eso, pero puede servirte como resumen… Y sí. Según la respuesta de Sokolov, Jorge sabrá para cuál de las dos estaba preparado.

—Te veo muy segura respecto a que Irina no sospeche nada de lo que trama tu hijo… Compartir almohada es compartir secretos.

—¿Habla la vieja experiencia?

—Habla el sentido común. Hombres y mujeres.

No conoces a Jorge, responde ella, sonriendo apenas. Su capacidad hermética, si se trata de ajedrez. Su desconfianza de todos y todo. De su novia, de su maestro. Incluso de su madre. Y eso, en tiempos normales. Figúrate estos días, con inquietud de por medio.

—Increíble.

—No. Sólo ajedrez.

Ahora que ha comprendido al fin, Max considera con calma las posibilidades: Karapetian y la chica, secretos que sobreviven a la validez de una almohada, recelos y traiciones. Lecciones de la vida.

—Sigo sin saber por qué me cuentas eso. Por qué confías en mí. Hace treinta años que no nos vemos… Apenas me conoces ahora.

Ella se ha apartado de la columna, aproximando el rostro al suyo. Casi lo roza, al susurrar; y por un momento, sobre el transcurrir de los años, por encima de las huellas del tiempo y la vejez, Max siente el rumor del pasado mientras lo recorre un estremecimiento de la antigua excitación por la cercanía de aquella mujer.

—El señuelo de Irina y Karapetian no es la única jugada prevista… Hay otra posterior, en caso necesario, que un analista con cierto sentido del humor podría bautizar como
defensa Inzunza
… O tal vez
variante Max
. Y ésa, querido, la jugarás tú.

—¿Por qué?

—Tú sabes por qué… Aunque tal vez seas tan estúpido que resulte que no. Que no lo sabes.

7. Sobre ladrones y espías

La bahía de los Ángeles mantenía su color azul intenso. Las altas rocas del castillo de Niza resguardaban la orilla del mistral, que apenas rizaba el agua en aquella parte de la costa. Apoyado en el parapeto de piedra de Rauba-Capeù, Max apartó la vista de las velas blancas de un balandro que se alejaba del puerto y miró a Mauro Barbaresco, a su lado con la chaqueta abierta y flojo el nudo de la corbata, las manos en los bolsillos del pantalón lleno de arrugas y el sombrero echado atrás. Había cercos de fatiga bajo los ojos del italiano, cuyo rostro necesitaba la navaja y el jabón de un barbero.

—Hay tres cartas —decía éste—. Escritas a máquina, archivadas en una carpeta en la caja fuerte del despacho que Ferriol tiene en la villa de su hermana… Hay más documentos allí, naturalmente. Pero sólo nos interesan ésos.

Max miró al otro hombre. El aspecto de Doménico Tignanello no era mejor que el de su compañero: estaba unos pasos más allá, apoyado con aire de fatiga en la puerta de un viejo Fiat 514 negro con placas francesas y guardabarros sucios, mirando con aire abatido el monumento a los muertos de la Gran Guerra. El aspecto de ambos era de haber pasado una noche incómoda. Max los imaginó despiertos, ganando su magro salario de espías de poca monta, vigilando a alguien —tal vez a él mismo— o al volante del automóvil desde la frontera cercana, fumando cigarrillo tras cigarrillo al resplandor de los faros que alumbraban la serpenteante cinta oscura del asfalto, jalonada por los trazos de pintura blanca en los árboles de la carretera.

—No puede haber error con las cartas —prosiguió Barbaresco—. Son esas tres, y ninguna otra. Deberá asegurarse antes de cogerlas, dejando la carpeta en su sitio… Conviene que Tomás Ferriol tarde en enterarse de su pérdida.

—Necesito una descripción exacta.

—Le será fácil identificarlas porque llevan membrete oficial. Están dirigidas a él entre el 20 de julio y el 14 de agosto del año pasado, a los pocos días de la sublevación militar en España —el italiano dudó un instante, considerando la pertinencia de añadir algo más—. Las firma el conde Ciano.

Max recibió impasible la información mientras se colocaba el bastón bajo un brazo, sacaba del bolsillo la pitillera, golpeaba con suavidad el extremo de un cigarrillo y se lo ponía en la boca, sin encender. Estaba al corriente, como todo el mundo, de quién era el conde Galeazzo Ciano. Su nombre ocupaba titulares en los periódicos y era frecuente ver su rostro en las revistas ilustradas y en los noticiarios del cinematógrafo: moreno, guapo, muy apuesto, siempre de uniforme o etiqueta, el yerno del Duce —estaba casado con una hija de Mussolini— era ministro de Asuntos Exteriores de la Italia fascista.

—Sería útil saber algo más sobre eso. A qué se refieren las cartas.

—No es mucho lo que necesita saber. Son comunicaciones reservadas sobre las primeras operaciones militares en España y la simpatía con que mi Gobierno observó la rebelión patriótica de los generales Mola y Franco… Por motivos que ni a nosotros ni a usted incumben, esa correspondencia debe ser recuperada.

Max escuchaba con extrema atención.

—¿Por qué están aquí las cartas?

—Tomás Ferriol se encontraba en Niza el año pasado, durante los sucesos de julio. La villa de Boron fue su residencia aquellos días, y el aeropuerto de Marsella sirvió de enlace para numerosos vuelos en un avión particular alquilado por él, que se estuvo moviendo entre Lisboa, Biarritz y Roma. Es normal que el correo confidencial pasara por aquí.

—Se tratará de cartas comprometedoras, imagino… Para él o para otros.

Con gesto impaciente, Barbaresco se pasó una mano por las mejillas sin afeitar.

—No le pagamos por imaginar, señor Costa. Aparte de los aspectos técnicos útiles para su trabajo, el contenido de esas cartas no es de su incumbencia. Ni siquiera de la nuestra. Emplee su talento en idear el modo de conseguirlas.

Con las últimas palabras hizo una seña a su compañero, y éste se apartó del automóvil para acercarse a ellos sin prisas. Había sacado un sobre de la guantera del coche, y sus ojos melancólicos estudiaban a Max con desconfianza.

—Ahí tiene los datos que nos pidió —dijo Barbaresco—. Incluyen un plano de la casa y otro del jardín. La caja fuerte es una Schützling, empotrada en un armario del despacho principal.

—¿De qué año?

—Del trece.

Max tenía el sobre en las manos. Estaba cerrado. Lo guardó en un bolsillo interior de la chaqueta, sin abrirlo.

—¿Cuántas personas hay de servicio en la casa?

Sin despegar los labios, Tignanello levantó una mano con los dedos extendidos.

—Cinco —precisó Barbaresco—: doncella, gobernanta, chófer, jardinero y cocinera. Sólo los tres primeros viven en la casa. Duermen en la planta de arriba… También hay un guarda en la casita de la entrada.

—¿Perros?

—No. La hermana de Ferriol los detesta.

Calculó Max el tiempo necesario para abrir una Schützling. Gracias a las enseñanzas de su viejo socio Enrico Fossataro, el antiguo bailarín mundano tenía en su currículum dos cajas fuertes Fichet y una Rudi Meyer, sin contar media docena de cofres con cerradura convencional. Las Schützling eran cajas de fabricación suiza, ligeramente anticuadas de mecánica. En condiciones óptimas y sin cometer errores, aplicando la técnica adecuada, no sería necesaria más de una hora. Aunque era consciente de que el problema no residía en esa hora, sino en llegar hasta la caja y disponer de ella. Trabajar con calma y sin molestias. Sin agobios.

—Necesitaré a Fossataro.

—¿Por qué?

—Llaves. Esa caja es de contadores. Díganle que me hace falta un juego completo de manos de niño.

—¿De qué?

—Él sabe. Y también necesitaré más dinero por adelantado. Estoy teniendo demasiados gastos.

Permaneció Barbaresco en silencio, como si no hubiese oído las últimas palabras. Contemplaba a su compañero, que había vuelto a apoyarse en el Fiat y miraba otra vez el memorial de los muertos de la Gran Guerra: una gran urna blanca en un arco horadado en la pared rocosa, sobre la inscripción
La ville de Nice à ses fils morts pour la France
.

—Le trae recuerdos tristes a Domenico —comentó Barbaresco—. Perdió a dos hermanos en Caporetto.

Se había quitado el sombrero para pasarse una mano por el cráneo, con gesto fatigado. Ahora miraba a Max.

—¿Nunca fue usted soldado?

—Nunca.

Ni parpadeó. Parecía estudiarlo el italiano mientras daba vueltas al sombrero, como si eso ayudara a penetrar lo sincero de la respuesta. Quizá haber sido soldado imprime carácter visible, pensó Max. Como el sacerdocio. O la prostitución.

—Yo lo fui —dijo Barbaresco tras un instante—. En el Isonzo. Contra los austríacos.

—Qué interesante.

Le asestó el otro una nueva mirada inquisitiva y recelosa.

—En aquella guerra éramos aliados de los franceses —dijo tras un momento de silencio—. No ocurrirá lo mismo en la próxima.

Max enarcó las cejas con el punto de candidez adecuado.

—¿Habrá una próxima?

—No le quepa duda. Toda esa arrogancia inglesa, unida a la estupidez francesa… Con los judíos y los comunistas conspirando en la sombra. ¿Comprende lo que le digo?… Esto no puede acabar bien.

—Claro. Judíos y comunistas. Afortunadamente está Hitler en Alemania. Sin olvidar al Mussolini de ustedes.

—No le quepa duda. La Italia fascista…

Se interrumpió de pronto, suspicaz, cual si acabara de considerar sospechosa la tranquila conformidad de Max. Dirigió un vistazo a la entrada del puerto viejo y al faro que se alzaba al extremo del espigón, y luego volvió la vista al arco prolongado de la playa y la ciudad, que se extendían al otro lado de Rauba-Capeù, en la distancia, bajo las colinas verdes salpicadas de villas rosadas y blancas.

—Esta ciudad volverá a ser nuestra —entornaba los párpados, sombrío—. Algún día.

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