—No es gran cosa —dijo, entregándoselo—. Pero no me queda un peso en el bolsillo.
Daba vueltas Petrossi al reloj entre los dedos.
—No es necesario —protestó.
—Sé que no lo es. Y eso lo hace más necesario todavía.
Dos horas más tarde, tras hacer su equipaje y tomar un taxi en la pensión Caboto, Max Costa subió en la dársena del puerto al vapor de ruedas de la Carrera, que unía las dos orillas del Río de la Plata; y poco después, resueltos los trámites de Inmigración y Aduana, desembarcaba en Montevideo. Las pesquisas policiales que al cabo de unos días reconstruyeron la breve actividad del bailarín mundano en la capital uruguaya, indicarían que en el trayecto desde Buenos Aires conoció a una mujer de nacionalidad mejicana, cantante profesional, contratada por el teatro Royal Pigalle. Con ella se alojó Max en una lujosa habitación del hotel Plaza Victoria, de donde desapareció a la mañana siguiente dejando atrás su equipaje y una elevada cuenta de gastos —estancia, servicios diversos, cena con champaña y caviar— a la que la furiosa mejicana tuvo que enfrentarse, muy contra su voluntad, cuando al día siguiente la despertó un empleado con el abrigo de armiño que Max había comprado para ella la tarde anterior en la mejor peletería de la ciudad; y que según sus instrucciones, por no llevar suficiente dinero encima en ese momento, era necesario entregar en el hotel al día siguiente, cuando estuviesen abiertos los bancos.
Para entonces, Max ya había tomado pasaje a bordo del transatlántico de bandera italiana
Conte Verde
, que se dirigía a Europa con escala en Río de Janeiro; y tres días después desembarcó en la ciudad carioca, perdiéndose su pista a partir de ese momento. Lo último que pudo establecerse fue que, antes de abandonar Montevideo, Max había vendido el collar de perlas de Mecha Inzunza a un joyero rumano con tienda de anticuario en la calle Andes, conocido receptador de piezas robadas. El rumano, que se llamaba Troianescu, admitió en su declaración a la policía haber pagado por el collar —dos centenares de perlas originales y perfectas— la cantidad de tres mil libras esterlinas. Lo que suponía, según coste del mercado, poco más de la mitad de su valor real. Pero el joven que se lo vendió en el café Vaccaro, recomendado por el amigo de un amigo, parecía tener urgencia en resolver el negocio. Un muchacho amable, por cierto. Bien vestido y educado. Con sonrisa simpática. De no andar doscientas perlas de por medio, y las prisas, se le habría tomado por un perfecto caballero.
Salen a dar una vuelta tras cenar en el Vittoria, disfrutando de la temperatura agradable. Mecha ha presentado a Max a los otros —«Un querido amigo, de hace más años de los que puedo recordar»— y él se ha integrado en el grupo sin esfuerzo, con el aplomo que siempre tuvo para desenvolverse en toda clase de situaciones: la simpática naturalidad, hecha de buenos modales y prudente ingenio, que tantas puertas abrió en otros tiempos, cuando cada día era un desafío y un combate por la supervivencia.
—¿Así que vive en Amalfi? —se interesa Jorge Keller.
La calma de Max es perfecta.
—Sí. Por temporadas.
—Hermoso lugar, ése. Lo envidio de veras.
Es un muchacho agradable, concluye Max. En buena forma física: como esos chicos norteamericanos que ganan trofeos en la universidad, pero con la pátina de un buen barniz europeo. Se ha quitado la corbata, remangado la camisa sobre los antebrazos, y con la chaqueta al hombro encaja poco en la idea que suele tenerse de un aspirante a campeón mundial de ajedrez. Y la partida aplazada no parece inquietarlo. Durante la cena se ha mostrado divertido y desenvuelto, cambiando bromas con su maestro y ayudante Karapetian. A los postres quiso éste retirarse para analizar las variantes de la jugada secreta, adelantando el trabajo que él e Irina Jasenovic abordarán mañana con Keller tras el desayuno. Fue Karapetian quien, antes de irse, sugirió lo del paseo. Te irá bien, le dijo al joven, para despejar la cabeza. Diviértete un rato, y que te acompañe Irina.
—¿Cuánto tiempo llevan juntos? —quiso saber Max mientras se alejaba el ayudante.
—Demasiado —suspiró Keller, con el tono festivo de quien habla de un profesor apenas vuelve éste la espalda—. Y eso significa más de la mitad de mi vida.
—Le hace más caso que a mí —apuntó Mecha.
El joven se echó a reír.
—Tú sólo eres mi madre… Emil es el guardián del calabozo.
Miraba Max a Irina Jasenovic, preguntándose hasta qué punto podía ser llave de ese calabozo al que aludía Keller. No era exactamente bonita, decidió. Atractiva, quizá, con su juventud, aquella falda tan corta y tan
swinging-London
, los ojos negros grandes y rasgados. Parecía callada y dulce. Una chica lista. Más que enamorados, ella y Keller tenían aspecto de jóvenes camaradas que se entendieran por señas y miradas a espaldas de la gente mayor, como si el ajedrez que los había unido fuese una transgresión cómplice. Una inteligente y compleja travesura.
—Tomemos algo —propone Mecha—. Allí.
Han bajado conversando por San Antonino y la via San Francesco hacia los jardines del hotel Imperial Tramontano, donde en un templete situado entre las buganvillas, palmeras y magnolios iluminados por farolitos, un grupo musical toca ante una treintena de personas —polos, suéters sobre los hombros, minifaldas y pantalones vaqueros— que ocupan mesas alrededor de la pista situada cerca de la cornisa del acantilado, sobre el paisaje negro de la bahía y las luces lejanas de Nápoles al fondo.
—Mi madre nunca habló de usted, que yo recuerde… ¿Dónde se conocieron?
—En un barco, a finales de los años veinte. Rumbo a Buenos Aires.
—Max era bailarín mundano a bordo —añade Mecha.
—¿Mundano?
—Profesional. Bailaba con las señoras y las jovencitas, y lo hacía bastante bien… Tuvo mucho que ver con el famoso tango de mi primer marido.
El joven Keller acoge esa información con indiferencia. O los tangos lo traen sin cuidado, deduce Max, o no le agrada que se mencione la anterior vida familiar de su madre.
—Ah, eso —comenta, frío—. El tango.
—¿Y a qué se dedica ahora? —se interesa Irina.
El chófer del doctor Hugentobler compone un gesto adecuado, entre convincente e inconcreto.
—Negocios —responde—. Tengo una clínica en el norte.
—No está mal —comenta Keller—. De bailarín de tangos a propietario de una clínica y de una villa en Amalfi.
—Con etapas intermedias no siempre prósperas —precisa Max—. Cuarenta años dan de sí.
—¿Conoció a mi padre? ¿A Ernesto Keller?
Un gesto vago, de hacer memoria.
—Es posible… No estoy seguro.
La mirada de Max encuentra la de Mecha.
—Lo conociste en la Riviera —apunta ella, serena—. Durante la guerra de España, en casa de Suzi Ferriol.
—Ah. Es verdad… Claro.
Los cuatro piden bebidas: refrescos, agua mineral y un negroni para Max. Mientras el camarero regresa con la bandeja cargada, la batería redobla parche y platillos, suenan dos guitarras eléctricas, y el cantante —un galán maduro con bisoñé y chaqueta de fantasía, que imita el estilo de Gianni Morandi— empieza a cantar
Fatti mandare dalla mamma
. Jorge Keller y la muchacha cambian un rápido beso y salen a bailar a la pista, entre la gente, moviéndose ágiles al vivo ritmo del twist.
—Increíble —comenta Max.
—¿Qué te parece increíble?
—Tu hijo. Su manera de ser. De comportarse.
Ella lo mira con sorna.
—¿Te refieres al aspirante a campeón del mundo de ajedrez?
—A ese mismo.
—Ya veo. Imagino que esperabas un chico pálido y huraño, en una nube de sesenta y cuatro escaques.
—Algo por el estilo. Sí.
Mueve Mecha la cabeza. No debes engañarte, le advierte. La nube también esta ahí. Aunque no lo parezca, el joven sigue jugando la partida aplazada. Lo que lo distingue de otros, sin duda, es su forma de enfrentarse a ello. Algunos grandes maestros se aíslan del mundo y de la vida, concentrados como monjes. Pero Jorge Keller no es así. Su forma de jugar, precisamente, consiste en proyectar el juego del ajedrez en el mundo y en la vida.
—Bajo esa apariencia equívocamente normal, tan vitalista —concluye—, hay una concepción del espacio y de las cosas que nada tiene que ver con la tuya, o la mía.
Asiente Max, que observa a Irina Jasenovic.
—¿Y ella?
—Es una chica extraña. Yo misma no alcanzo a penetrar lo que tiene en la cabeza… Es una gran jugadora, sin duda. Eficaz y lúcida… Pero no sé hasta qué punto su manera de comportarse sale de ella misma, o si es la relación con Jorge lo que determina eso. Ignoro cómo era antes.
—Nunca pensé que hubiera buenos ajedrecistas entre las mujeres… Siempre lo creí un juego masculino.
—Pues no es así. Hay muchas con la categoría de gran maestro, sobre todo en la Unión Soviética. Lo que pasa es que pocas llegan a los títulos mundiales.
—¿Por qué?
Mecha bebe un sorbo de agua y se queda un momento pensativa. Emil Karapetian, dice al cabo, tiene una teoría sobre eso. No es lo mismo jugar algunas partidas que un torneo o un campeonato mundial: esto exige esfuerzo continuado, concentración extrema y gran estabilidad emocional. A las mujeres, que suelen estar sometidas a altibajos biológicos, mantener esa estabilidad uniforme durante las semanas o meses que dura una competición de alto nivel les cuesta más. Factores como la maternidad, o los ciclos menstruales, pueden romper el equilibro imprescindible en una prueba extrema de ajedrez. Por eso pocas llegan a tal nivel.
—¿Y tú estás de acuerdo?
—Un poco. Sí.
—¿También Irina piensa lo mismo?
—No, en absoluto. Sostiene que no hay ninguna diferencia.
—¿Y tu hijo?
—Está de acuerdo con ella. Dice que es cuestión de actitudes y costumbres. Cree que las cosas cambiarán mucho en los próximos años, en ajedrez como en todo lo demás… Que están cambiando ya, con la revolución de los jóvenes, la Luna al alcance de la mano, la música, la política y todo eso.
—Seguramente tiene razón —admite Max.
—Lo dices como si no lo lamentases.
Lo observa, interesada. Sus palabras han sonado más a provocación que a comentario casual. Responde él con gesto elegante. Melancólico.
—Cada época tiene su momento —opina en tono comedido—. Y su gente. La mía acabó hace tiempo, y yo detesto los finales prolongados. Hacen perder los modales.
Mecha rejuvenece al sonreír, confirma él, como si eso alisara su piel. O tal vez sea el destello cómplice de la mirada, que ahora es idéntica a la que recuerda.
—Sigues haciendo bonitas frases, amigo mío. Siempre me pregunté de dónde las sacabas.
Resta importancia el antiguo bailarín mundano, cual si la respuesta fuese obvia.
—Tomadas aquí y allá, supongo… Luego es cuestión de colocarlas en el momento oportuno.
—Pues tus modales permanecen intactos. Sigues siendo el perfecto
charmeur
al que conocí hace cuarenta años, en aquel barco tan limpio y tan blanco que parecía recién hervido… Antes has hablado de tu época sin incluirme en ella.
—Tú sigues viva. No hay más que verte con tu hijo y los demás.
La primera frase ha sonado a lamento, y Mecha lo estudia reflexiva. Quizás súbitamente alerta. Por un segundo siente Max flaquear su cobertura; así que gana tiempo inclinándose sobre la mesa para llenar de agua el vaso de la mujer. Cuando se echa atrás en la silla, todo está de nuevo bajo control. Pero ella sigue observándolo, penetrante.
—No comprendo por qué hablas así. Ese tono amargo. Las cosas no te han ido mal.
Max hace un ademán impreciso. También aquello, se dice, es una manera de jugar al ajedrez. Quizá no ha hecho otra cosa en toda su vida.
—Cansancio, puede ser la palabra —responde, cauto—. Un hombre debe saber cuándo se acerca el momento de dejar el tabaco, el alcohol o la vida.
—Otra bonita frase. ¿De quién es?
—Lo olvidé —ahora sonríe, de nuevo dueño del terreno—. Hasta podría ser mía, figúrate. Soy demasiado viejo para saberlo.
—¿También cuándo dejar a una mujer?… Hubo un tiempo en que eras experto en eso.
La mira con calculada mezcla de afecto y reproche; pero Mecha niega con un ademán, descartando aquello. Sin aceptar la complicidad que le propone.
—No sé de qué te lamentas —insiste ella—. O qué finges lamentar. La tuya fue una vida peligrosa… Podías haber acabado de modo muy distinto.
—¿En la miseria, quieres decir?
—O en la cárcel.
—Estuve en una y otra —admite—. Pocas veces y poco tiempo, pero estuve.
—Es asombroso que cambiases de vida… ¿Cómo lo conseguiste?
De nuevo compone Max un gesto ambiguo que abarca toda clase de posibilidades imaginarias. Con frecuencia, un solo detalle superfluo puede arruinar las mejores coberturas.
—Tuve un par de golpes de suerte después de la guerra. Amigos y negocios.
—¿Y alguna mujer con dinero, tal vez?
—No creo… No recuerdo.
El hombre que Max fue en otro tiempo encendería ahora un cigarrillo con elegante parsimonia, provocando la pausa oportuna. Pero ya no fuma; y además la ginebra del negroni le ha sentado como un tiro en el estómago. Así que se limita a mostrarse impasible. Ocupada la mente en desear una cucharada de sales de fruta diluida en un vaso de agua tibia.
—¿No sientes nostalgia, Max?… De aquel tiempo.
Ella observa a su hijo y a Irina, que siguen bailando bajo los farolitos del parque. Un rock, ahora. Max los mira evolucionar por la pista y luego se fija en las hojas que amarillean en la penumbra o están caídas secas en el suelo, junto a las mesas.
—Siento nostalgia de mi juventud —responde—, o más bien de lo que esa juventud hacía posible… Por otra parte, he descubierto que el otoño tranquiliza. A mi edad hace sentirse a salvo, lejos de los sobresaltos que produce la primavera.
—No seas tan absurdamente gentil. Di a
nuestra
edad.
—Jamás.
—Eres un bobo.
Un silencio grato, de nuevo cómplice. Mecha saca del bolsillo de la chaqueta un paquete de cigarrillos y lo deja sobre la mesa, aunque no enciende ninguno.
—Sé a qué te refieres —dice al fin—. También a mí me pasa. Un día caí en la cuenta de que había más gente desagradable en las calles, los hoteles ya no eran tan elegantes ni los viajes tan divertidos. Que las ciudades eran más feas y los hombres más zafios y menos atractivos… Y al fin, la guerra en Europa barrió lo que quedaba.