—¿Se refiere a Marruecos?… ¿Melilla, Annual y todos esos sitios horribles?
—Sí. Todos ésos.
Él se había recostado en la barandilla disfrutando de la brisa que le refrescaba la cara, entornados los ojos cegados por el resplandor del sol en el mar y en la pintura blanca del bote. Mientras introducía una mano en el bolsillo interior de la americana y sacaba la pitillera con iniciales ajenas, advirtió que Mecha Inzunza lo observaba con mucho detenimiento. Siguió mirándolo mientras él le ofrecía la pitillera abierta, y negó con la cabeza. Max cogió un Abdul Pashá, cerró la pitillera y golpeó suavemente sobre ella el extremo del cigarrillo antes de ponérselo en la boca.
—¿Dónde aprendió a comportarse así?
Él había sacado una caja de cerillas con el emblema de la Hamburg-Südamerikanische y buscaba el resguardo del bote salvavidas para encender el cigarrillo. Esta vez también fue sincero en la respuesta.
—No sé a qué se refiere.
Ella se había quitado las gafas de sol. Los iris parecían mucho más claros y transparentes con aquella luz.
—No se ofenda, Max, pero hay algo en usted que desorienta. Sus maneras son impecables y el físico le ayuda, por supuesto. Baila maravillosamente y lleva la ropa como pocos caballeros de los que conozco. Pero no parece un hombre…
Sonrió él para disimular su incomodidad, mientras rascaba una cerilla. Pese a que protegía la llama haciendo hueco con las manos, la apagó la brisa antes de poder acercarla al cigarrillo.
—¿Educado?
—No quise decir eso. No practica usted el exhibicionismo torpe del arribista, ni la ostentación vulgar del que pretende aparentar lo que no es. Ni siquiera tiene la petulancia natural en un hombre joven de buena planta. Parece caerle bien a todo el mundo, como sin proponérselo. Y no sólo a las señoras… ¿Entiende de qué le hablo?
—Más o menos.
—Sin embargo, el otro día habló de su infancia en Buenos Aires y el regreso a España. La vida no parece haberle dado muchas oportunidades en esa época… ¿Mejoró después?
Encendió Max otra cerilla, esta vez con éxito, y miró a la mujer entre la primera bocanada de humo. De pronto había dejado de sentirse intimidado por ella. Recordó el Barrio Chino de Barcelona, la Canebière de Marsella, el sudor y el miedo de la Legión. Los cadáveres de tres mil hombres, secos bajo el sol, esparcidos por el camino entre Annual y Monte Arruit. Y a la húngara Boske, en París: su cuerpo soberbio, desnudo a la luz de la luna que entraba por la única ventana de la buhardilla de la rue Furstenberg inundando las sábanas arrugadas entre sombras de plata.
—Algo —respondió al fin, mirando el mar—. En realidad mejoré algo.
El sol se ha ocultado tras la punta del Capo, y la bahía napolitana se oscurece lentamente con un último resplandor cárdeno en el agua. A lo lejos, bajo la falda sombría del Vesubio, se encienden las primeras luces en la línea de costa que va de Castellammare a Pozzuoli. Es la hora de la cena, y la terraza del hotel Vittoria se despuebla poco a poco. Desde su silla, Max Costa ve cómo la mujer se levanta y camina hacia la puerta acristalada. Por un momento sus miradas se cruzan de nuevo; pero la de ella, casual y distraída, pasa por el rostro de él con la misma indiferencia. Es la primera vez que Max la ve así de cerca en Sorrento; y comprueba que, aunque conserva rastros de su antigua belleza —los ojos son idénticos, y el contorno de la boca permanece fino de líneas y bien dibujado—, el tiempo ha dejado en ella sus naturales estragos: el pelo muy corto es gris y casi argentado, como el de Max; la piel se aprecia mate y menos tersa, tramada por infinidad de arrugas minúsculas en torno a la boca y los ojos; y las manos, aunque todavía delgadas y elegantes, se advierten moteadas en el dorso con manchas inequívocas de vejez. Pero sus movimientos son los mismos que él recuerda: serenos, seguros de sí. Los de una mujer que durante toda su vida caminó por un mundo hecho expresamente para que ella caminara. Quince minutos antes, Jorge Keller y la joven de la trenza se han unido al grupo de la mesa, y ahora van con ella mientras cruza la terraza, pasa junto a Max y desaparece de su vista. Un hombre grueso, calvo y de barba entrecana, los acompaña. Apenas han pasado los cuatro, Max se levanta y camina detrás, cruza la puerta y se detiene un momento junto a los sillones Liberty y los maceteros con palmeras que decoran el jardín de invierno. Desde allí puede ver la puerta acristalada que comunica con el vestíbulo del hotel y la escalera que conduce al restaurante. El grupo continúa hasta el vestíbulo. Cuando Max llega allí, los cuatro han subido los peldaños de la escalera exterior y caminan por la avenida ajardinada del hotel en dirección a la plaza Tasso. Max regresa al vestíbulo y se acerca al mostrador del conserje.
—¿Ése era Keller, el campeón de ajedrez?
La sorpresa está maravillosamente fingida. Asiente el otro, circunspecto. Es un joven huesudo y alto, que lleva dos pequeñas llaves de oro cruzadas en las solapas del chaqué negro.
—En efecto, señor.
Si algo aprendió Max Costa en cincuenta años de rodar por toda clase de sitios, es que los subalternos son más útiles que los jefes. Por eso procuró siempre estrechar relaciones con quienes de verdad resuelven problemas: conserjes, porteros, camareros, secretarias, taxistas o telefonistas. Gente por cuyas manos pasan los resortes de una sociedad acomodada. Pero tan prácticas relaciones no se improvisan; se establecen con tiempo, sentido común y algo imposible de conseguir con dinero: una naturalidad de trato equivalente a decir hoy por mí, mañana por ti, y en todo caso te la debo, amigo mío. En lo que a Max se refiere, una propina generosa o un soborno descarado —sus buenas maneras difuminaron siempre la imprecisa línea entre una y otro— nunca fueron otra cosa que pretextos para la sonrisa devastadora que dedicaba después, antes del procedimiento final, tanto a víctimas como a cómplices voluntarios o involuntarios. De ese modo minucioso, durante toda su vida, el chófer del doctor Hugentobler atesoró un amplio elenco de relaciones personales, atadas a él por lazos singulares y discretos. Esto incluye también ciertas reputaciones dudosas: individuos de ambos sexos, poco recomendables en términos objetivos, capaces de robarle sin escrúpulos un reloj de oro; pero también de empeñar ese reloj para prestarle dinero en caso de apuro, o a fin de pagar una deuda contraída con él.
—El maestro irá a cenar, claro.
Vuelve a asentir el empleado sin comprometerse mucho, esta vez con una mueca cortés, mecánica: consciente de que el viejo caballero de buen porte que está al otro lado del mostrador, que con ademán negligente saca ahora del bolsillo interior de la chaqueta una bonita cartera de piel, paga por cada cuatro noches en el Vittoria una cantidad equivalente a la que un conserje percibe como salario de un mes.
—Adoro el ajedrez… Me gustaría saber dónde cena el señor Keller. Fetichismo de aficionado, ya sabe.
El billete de cinco mil liras, doblado discretamente en cuatro, cambia de mano y desaparece en el bolsillo del chaqué con llavecitas en las solapas. La sonrisa del conserje es ahora menos mecánica. Más natural.
—Restaurante ‘O Parrucchiano, en el corso Italia —dice tras consultar el cuaderno de reservas—. Un buen sitio para comer canelones o pescado.
—Iré un día de éstos. Gracias.
—A usted siempre, señor.
Hay tiempo de sobra, considera Max. Así que sube por la amplia escalera decorada con figuras vagamente pompeyanas, y deslizando los dedos por el pasamanos llega al segundo piso. Antes del cambio de turno, Tiziano Spadaro le proporcionó los números de las habitaciones que ocupan Jorge Keller y sus acompañantes. La de la mujer es la número 429, y Max se dirige a ella por el pasillo, sobre la larga alfombra que apaga el sonido de sus pasos. La puerta es convencional, sin problemas, con llave clásica de las que permiten mirar por el ojo de la cerradura. Prueba primero con su propia llave —no sería la primera vez que el azar ahorra complicaciones técnicas— y luego, tras echar una mirada de precaución a uno y otro lado, saca del bolsillo una ganzúa sencilla, tan perfecta en su género como un Stradivarius: una barrita de acero de medio palmo de longitud, fina, estrecha y doblada en un extremo, que ya probó hace un par de horas en la cerradura de su propia habitación. Antes de medio minuto, tres suaves chasquidos indican que el paso queda franco. Entonces Max hace girar el pomo y abre la puerta con la serenidad profesional de quien, durante buena parte de su vida, abrió puertas ajenas con absoluta paz de conciencia. Luego, tras una última mirada de precaución al pasillo, cuelga el tarjetón de
Non disturbare
y entra silbando entre dientes, muy bajito,
El hombre que desbancó Montecarlo
.
La habitación tiene una agradable terraza exterior bajo un arco abierto a la bahía, por donde entra la última claridad del anochecer. Precavido, Max corre las cortinas, va al cuarto de baño y regresa con una toalla que dispone en el suelo para tapar la rendija inferior de la puerta. Después se pone unos guantes de goma fina y enciende las luces. La habitación es sencilla, con sillones en damasco y grabados con vistas napolitanas en las paredes. Hay flores frescas en un jarrón sobre la cómoda, y todo está ordenado y limpio. En el cuarto de baño, un neceser de lona monogram contiene un frasco de perfume Chanel y cremas hidratantes y limpiadoras Elizabeth Arden. Max mira sin tocar nada y registra la habitación procurando dejarlo todo como estaba. En los cajones, sobre la cómoda y las mesillas de noche, hay objetos personales, cuadernos de notas y un bolsito con algunos miles de liras en billetes y monedas. Max se pone las gafas y echa un vistazo a los libros: dos novelas policíacas de Eric Ambler en inglés —le suenan de kioscos de ferrocarril— y una de un tal Soldati, en italiano:
Le lettere da Capri
. Debajo, con un sobre con membrete del hotel como marcapáginas, está una biografía en inglés de Jorge Keller, con su foto en la portada bajo el título
A Young Chessboard Life
y varios párrafos subrayados a lápiz. Max lee uno al azar:
«
Recuerda estar muy disgustado cada vez que perdía una partida, hasta el extremo de llorar desconsolado y negarse a comer durante días. Pero su madre solía decirle: Sin derrotas no hay victorias
».
Tras dejar el libro en su sitio, Max abre el armario. En la parte superior hay dos maletas Vuitton muy usadas; y abajo, ropa dispuesta en perchas, estantes y cajones: una chaqueta de ante, vestidos y faldas de tonos oscuros, blusas de seda o algodón, rebecas de punto, pañuelos franceses de seda fina, zapatos ingleses e italianos buenos y cómodos, con poco tacón o suela plana. Bajo la ropa doblada, Max descubre un estuche grande de piel negra, con una pequeña cerradura. Entonces gruñe complacido, al modo en que lo haría un gato hambriento ante una raspa de sardina, hormigueantes los dedos con el latir de viejas maneras. Medio minuto más tarde, con ayuda de un clip metálico doblado en
L
, el estuche está abierto. Dentro hay un pequeño fajo de francos suizos y un pasaporte chileno a nombre de Mercedes Inzunza Torrens, nacida en Granada, España, el 7 de junio de 1905. Con domicilio actual en Chemin du Beau-Rivage, Lausana, Suiza. La fotografía es reciente, y Max la estudia al detalle reconociendo el pelo encanecido de corte casi masculino, la mirada fija en el objetivo de la cámara, las arrugas en torno a los ojos y la boca, que pudo advertir cuando ella pasó cerca en la terraza del hotel, y que en la fotografía se ven tratadas con menos piedad por la luz cruda del flash del fotógrafo. Una mujer mayor, concluye. Sesenta y un años. Tres menos que él, con la diferencia de que el tiempo es más inclemente, en su devastación, con las mujeres que con los hombres. Aun así, la belleza que Max conoció hace casi cuatro décadas a bordo del
Cap Polonio
sigue manifestándose en la foto del pasaporte: la expresión serena de los ojos que el fogonazo del flash hace parecer más claros de lo que él recuerda, el dibujo admirable de la boca, las líneas delicadas del rostro, el cuello todavía largo y elegante de hembra de refinada casta. Incluso al envejecer, se dice Max con melancolía, ciertos animales hermosos pueden hacerlo razonablemente bien.
Colocando en su sitio el pasaporte y el dinero, atento a no alterar nada, registra el resto de lo que contiene el estuche. Hay unas pocas joyas: pendientes sencillos, un brazalete de oro estrecho y liso, un reloj de señora Vacheron Constantin con pulsera de piel negra. También hay otro estuche cuadrado, plano, de piel marrón muy ajada por el uso. Y cuando lo abre y reconoce dentro el collar de perlas —doscientas piezas perfectas, con un broche de oro sencillo—, no puede evitar que le tiemblen las manos mientras una sonrisa satisfecha le cruza la cara, en una mueca de triunfo inesperado que rejuvenece su rostro absorto, crispado por la emoción del hallazgo.
Con los dedos protegidos por la goma de los guantes, saca el collar del estuche y lo contempla junto a una lámpara: está intacto, impecable, tal como en otro tiempo lo conoció. Hasta el cierre es el mismo. Las hermosas perlas reflejan la luz con suavidad casi mate. Hace treinta y ocho años, cuando ese mismo collar estuvo durante unas horas en su poder, un joyero de Montevideo llamado Troianescu le pagó por él, tasándolo en menos de su valor real, la entonces respetable suma de tres mil libras esterlinas.
Estudiando las perlas, Max intenta calcular lo que ahora valen. Siempre tuvo buen ojo para esos peritajes rápidos: golpe de vista afinado con el tiempo, la práctica y las ocasiones. Las perlas auténticas originales se depreciaron mucho con la sobreproducción de las cultivadas, aunque las antiguas de buena calidad siguen siendo valiosas: éstas aún llegarán a cinco mil dólares. Colocadas a un perista italiano de confianza —conoce a alguno de sus tiempos que sigue en activo—, pueden alcanzarse los cuatro quintos de esa cantidad: casi dos millones y medio de liras, lo que equivale a su salario de casi tres años como chófer en Villa Oriana. De ese modo tasa Max el collar de Mecha Inzunza: la mujer a la que conoció y también la otra, a la que ya no conoce. La de la foto del pasaporte, cuyo aroma nuevo, desconocido, tal vez olvidado, percibió al entrar en la habitación y mientras registraba la ropa del armario. La mujer distinta, aunque no del todo, que hace menos de una hora pasó por su lado sin reconocerlo. Los recuerdos de Max se agolpan atropellados en el tacto tibio de las perlas: música y conversaciones, luces de otro tiempo que parecen de otro siglo, orillas de Buenos Aires, repiquetear de lluvia en una ventana frente al Mediterráneo, sabor de café tibio en labios de una mujer, seda y piel tersa. Sensaciones físicas olvidadas hace mucho, que de pronto retornan en tropel, como una racha de viento otoñal cuando arrastra hojas secas. Desbocando de forma inesperada el viejo pulso que parecía calmado para siempre.