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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Romántico

El tango de la Guardia Vieja (10 page)

BOOK: El tango de la Guardia Vieja
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—En realidad tampoco es tan peligroso. Todo consiste en no hacer demasiada ostentación.

—¿De qué?

—De dinero. De joyas. De ropa cara o demasiado elegante.

Ella echó atrás la cabeza y rió fuerte. Aquella risa despreocupada y sana, pensó absurdamente Max. Casi deportiva. Acuñada en pistas de tenis, playas de moda, clubs de golf e Hispano Suizas de dos asientos.

—Entiendo… ¿Debo disfrazarme de golfa para pasar inadvertida?

—No se burle.

—No lo hago —lo miraba con inesperada seriedad—. Le asombraría saber cuántas niñas sueñan con vestirse de princesas, y cuántas mujeres adultas desean vestirse de putas.

La palabra
putas
no había sonado vulgar en su boca, apreció el desconcertado Max. Sólo provocadora. Propia de una mujer capaz de ir, por curiosidad o diversión, a un barrio de mala fama para ver bailar tangos. Y es que hay modos de decir las cosas, concluyó el bailarín mundano. De pronunciar ciertas palabras o mirar a los ojos de un hombre como ella lo hacía en ese momento. Dijera lo que dijese, Mecha Inzunza no sería vulgar ni proponiéndoselo. El cabo segundo legionario Boris Dolgoruki-Bragation, cuando estaba vivo, llegó a resumir eso bastante bien. Cuando toca, ni aunque te quites, decía. Y cuando no te toca, ni aunque te pongas.

—Es asombroso el interés de su marido por el tango —logró decir, reponiéndose—. Lo creía…

—¿Un compositor serio?

Ahora le llegó a Max el turno de reír. Lo hizo con suavidad y calculado aplomo de hombre de mundo.

—Es una forma de decirlo. Uno tiende a situar la música que hace él y los bailes populares en planos distintos.

—Podríamos llamarlo capricho. Mi marido es un hombre singular.

Mentalmente, Max se mostró de acuerdo con eso. Singular era sin duda la palabra. Que él supiera, Armando de Troeye figuraba entre la media docena de compositores más conocidos y mejor pagados del mundo. De los músicos españoles vivos, sólo Falla estaba a la altura.

—Un hombre admirable —añadió ella tras un instante—. En trece años ha conseguido lo que otros apenas sueñan… ¿Sabe quiénes son Diaguilev y Stravinsky?

Sonrió Max, vagamente ofendido. Sólo soy un bailarín profesional, decía el gesto. La música la conozco de oído. Pero hasta ahí llego.

—Claro. El director de los ballets rusos y su compositor favorito.

Asintió ella y se puso a contar. Su marido los había frecuentado en Madrid durante la guerra europea, en casa de una amiga chilena, Eugenia de Errazuriz. Estaban allí para representar
El pájaro de fuego
y
Petrushka
en el Teatro Real. Armando de Troeye era entonces un compositor de mucho talento, aunque poco conocido. Simpatizaron, él les enseñó Toledo y El Escorial, y se hicieron amigos. Al año siguiente volvieron a verse en Roma, donde a través de ellos conoció a Picasso. Terminada la guerra, cuando Diaguilev y Stravinsky llevaron de nuevo
Petrushka
a Madrid, De Troeye los acompañó a Sevilla para que vieran las procesiones de Semana Santa. A la vuelta eran íntimos. Tres años después, en 1923, los ballets rusos estrenaban en París
Pasodoble para don Quijote
. El éxito fue extraordinario.

—Lo demás lo conocerá usted —concluyó Mecha Inzunza—: la gira por los Estados Unidos, el gran triunfo de
Nocturnos
en Londres con asistencia de los reyes de España, la rivalidad con Falla y el escándalo magnífico del
Scaramouche
en la sala Pleyel de París el año pasado, con Serge Lifar y decorados de Picasso.

—Eso es triunfar —estimó Max con objetiva calma.

—¿Y qué es triunfar, para usted?

—Quinientas mil pesetas seguras al año. De ahí para arriba.

—Vaya… No exige demasiado.

Creyó detectar cierto sarcasmo en el tono de la mujer, y la miró con curiosidad.

—¿Cuándo conoció a su marido?

—En casa de Eugenia de Errazuriz, precisamente. Es mi madrina.

—Una vida interesante junto a él, supongo.

—Sí.

Esta vez el monosílabo había sido brusco. Neutro. Ella miraba el mar al otro lado de los botes salvavidas, donde el sol cada vez más alto aclaraba la atmósfera brumosa, dorada y gris.

—¿Y qué tiene que ver el tango con todo eso? —preguntó Max.

La vio inclinar la cabeza como si hubiera varias respuestas posibles y las considerase una por una.

—Armando es un humorista —dijo al fin—. Le gusta jugar. En muchos sentidos. Incluido su trabajo, naturalmente… Juegos arriesgados, innovadores. Eso es precisamente lo que fascinó a Diaguilev.

Permaneció callada un momento, mirando la tapa del libro: en la ilustración de cubierta, un hombre elegantemente vestido miraba el mar desde una playa de aspecto oriental bordeada de palmeras.

—Suele decir —prosiguió al fin— que le da igual que una música se escriba para piano, violín o tambor de pregonero… Una música es una música, sostiene. Y no hay más que hablar.

Fuera del resguardo donde se hallaban, la brisa marina era suave, movida sólo por el desplazamiento del transatlántico. El disco de sol, cada vez más diáfano y resplandeciente, calentaba la teca. Mecha Inzunza se puso en pie y Max la imitó en el acto.

—Y siempre ese sentido del humor, tan de mi marido —siguió diciendo ella con naturalidad, sin interrumpir su conversación—. Una vez dijo a un periodista que le habría gustado trabajar, como Haydn, para diversión de un monarca… ¿Una sinfonía?
Voilà
, majestad. Y si no le gusta, se la devuelvo arreglada como vals y le pongo letra… Le gusta fingir que compone por encargo, aunque sea mentira. Es su guiño particular. Su coquetería.

—Se requiere mucha inteligencia para disfrazar de artificio las propias emociones —dijo Max.

Había leído o escuchado aquello en alguna parte. A falta de verdadera cultura personal, era diestro en colocar apuntes ajenos para improvisar palabras propias. En elegir los momentos oportunos para situarlos. Ella lo miró con ligera sorpresa.

—Vaya. Quizá lo hemos subestimado, señor Costa.

Sonrió él. Caminaban despacio, paseando hacia la barandilla que quedaba a popa de la cubierta, tras la última de las tres chimeneas.

—Max, recuerde.

—Claro… Max.

Llegaron a la barandilla y se apoyaron en ella, observando la animación de abajo: gorras de viaje, sombreros flexibles y panamás blancos, pamelas de ala ancha, sombreros femeninos de casquete corto, a la moda, de fieltro o paja con cintas de color. En la cubierta de primera clase, donde los corredores de paseo de babor y estribor se unían en la terracilla exterior del fumoir-café, los ventanales de éste se encontraban abiertos y todas las mesas de afuera ocupadas por pasajeros disfrutando del mar en calma y la suave temperatura. Era la hora del aperitivo: una docena de camareros de chaqueta color cereza se movían entre las mesas manteniendo en equilibrio bandejas cargadas de bebidas y platillos con entremeses, mientras un mayordomo uniformado vigilaba que todo transcurriera como el elevado precio del pasaje exigía.

—Parecen simpáticos —comentó ella—. Camareros felices… Quizá sea el mar.

—Pues no lo son. Viven atemorizados por el sobrecargo y los oficiales. Ser simpáticos sólo es parte de su trabajo: les pagan para que sonrían.

Ella lo miraba con curiosidad renovada. De manera distinta.

—Parece saber de eso —aventuró.

—No le quepa duda. Pero estábamos hablando de su marido. De su música.

—Oh, sí… Le iba a decir que a Armando le gusta ahondar en los apócrifos, forzar anacronismos. Más le divierte trabajar con la copia que con el original, haciendo guiños aquí y allá, a la manera de éste o aquél: Schummann, Satie, Ravel… Enmascararse adoptando maneras de pastiche. Parodiando incluso, y sobre todo, a los que parodian.

—¿Un plagiario irónico?

Lo estudió otra vez en silencio, penetrante. Examinándolo por dentro y por fuera.

—Hay quien llama a eso modernidad —suavizó él, temiendo haber ido demasiado lejos.

La suya era una sonrisa profesional: de buen muchacho sin pretensiones ni dobleces. O, como había dicho ella un rato antes, de bailarín perfecto. Tras un instante, la vio apartar la mirada y mover la cabeza.

—No se confunda, Max. Él es un compositor extraordinario, que merece su éxito. Finge buscar cuando ya tiene, o desdeñar detalles que antes ha dispuesto minuciosamente. Sabe ser vulgar, pero incluso entonces se trata de una vulgaridad distinguida. Como esa negligencia estudiada que algunos elegantes usan para vestir… ¿Conoce usted la introducción del
Pasodoble para don Quijote
?

—No. Lo siento. En materia musical voy poco más allá de los bailes de salón.

—Lástima. Comprendería mejor cuanto acabo de decir. La del
Pasodoble
es una introducción que no introduce nada. Una broma genial.

—Demasiado complejo para mí —dijo él con sencillez.

—Seguramente —la mujer volvía a estudiarlo con atención—. Sí.

Max seguía apoyado en la barandilla pintada de blanco. Su mano izquierda estaba a veinte centímetros de la derecha de ella, la que sostenía el libro. El bailarín mundano miró abajo, a los pasajeros de primera clase. Su largo adiestramiento personal, esfuerzo de años, le hacía sentir únicamente una especie de vago rencor. Nada que no fuera soportable.

—¿También el tango de su marido será una broma? —preguntó.

En cierto modo, repuso ella. Pero no sólo eso. El tango se había vuelto vulgar. Ahora enloquecía a la gente lo mismo en los salones elegantes que en los teatros, el cinema y las verbenas de barrio. Así que la intención de Armando de Troeye era jugar con esa locura. Devolver al público la composición popular, filtrada a través de la ironía de la que Max y ella hablaban antes.

—Enmascarándolo a su manera, como suele —concluyó—. Con su inmenso talento. Un tango que sea pastiche de pastiches.

—¿Un libro de caballerías que acabe con todos los libros de caballerías?

Por un momento pareció sorprendida.

—¿Ha leído el
Quijote
, Max?

Hizo él un cálculo rápido de probabilidades. Mejor no arriesgarse en eso, decidió. Con vanidades inútiles. Agarran antes a un embustero listo que a un sincero torpe.

—No —de nuevo una sonrisa irreprochable, espontáneamente profesional—. Pero he leído cosas sobre él en diarios y revistas.

—Tal vez acabar no sea la palabra. Aunque sí dejarlos atrás. Algo insuperable, puesto que lo contendría todo. Un tango perfecto.

Se apartaron de la barandilla. Sobre el mar, cada vez más azul y menos gris, el sol disipaba el último rastro de neblina baja. Trincados en sus calzos y pintados de blanco, los ocho botes salvavidas de estribor reverberaban con una claridad cegadora que obligó a Max a inclinar un poco más sobre los ojos la visera de su gorra. Mecha Inzunza sacó de un bolsillo del jumper unas gafas oscuras y se las puso.

—Lo que usted dijo sobre el tango original lo fascinó —dijo al cabo de unos pasos—. No para de darle vueltas… Cuenta con su promesa de llevarlo allí.

—¿Y usted?

Lo observó de lado sin dejar de pasear, volviendo el rostro dos veces, cual si no comprendiera el alcance de la pregunta. Agua embotellada Inzunza, recordó Max. Había buscado anuncios en las revistas ilustradas del salón de lectura y preguntado al sobrecargo. A finales de siglo, el abuelo farmacéutico había amasado una fortuna embotellando agua de manantial en Sierra Nevada. Después, el padre construyó en ese lugar dos hoteles y un moderno balneario, recomendado para dolencias de riñón e hígado, que se había puesto de moda en la temporada veraniega de la alta burguesía andaluza.

—¿Con qué cuenta usted, señora? —insistió Max.

A esas alturas de conversación esperaba que pidiera que la llamase Mecha, o Mercedes. Pero ella no lo hizo.

—Llevo casada con él cinco años. Y lo admiro profundamente.

—¿Por eso desea que la lleve allí? ¿Que los lleve a los dos? —se permitió una mueca escéptica—. Usted no compone música.

No hubo respuesta inmediata. Ella seguía paseando despacio, ocultos los ojos tras los cristales oscuros.

—¿Y usted, Max? ¿Seguirá a bordo en el viaje de vuelta a Europa o se quedará en la Argentina?

—Quizá me quede un tiempo. Tengo una oferta por tres meses en el Plaza de Buenos Aires.

—¿Bailando?

—De momento, sí.

Un silencio. Breve.

—No parece una profesión con mucho futuro. Excepto…

Se calló de nuevo, aunque Max pudo en sus adentros completar la frase: excepto si logras embaucar con ese estupendo físico, tu sonrisa de buen chico y tus tangos, a una millonaria perfumada de Roger & Gallet que te lleve de
chevalier servant
con gastos pagados. O, como dicen con más crudeza los italianos, de gigoló.

—No es mi intención dedicarme a eso toda la vida.

Ahora los cristales oscuros estaban vueltos hacia él. Inmóviles. Se veía reflejado en ellos.

—El otro día dijo usted algo interesante. Habló de tangos para sufrir y tangos para matar.

Hizo Max un ademán evasivo que dejaba pasar aquello. También esta vez su intuición le aconsejaba ser sincero.

—No son palabras mías, sino de un amigo.

—¿Otro bailarín?

—No… Era soldado.

—¿Era?

—Ya no lo es. Murió.

—Lo siento.

—No tiene por qué sentirlo —sonrió para sí, evocador—. Se llamaba Dolgoruki-Bragation.

—Eso no suena a simple soldado. Más bien a oficial, ¿no?… Tipo aristócrata ruso.

—Era exactamente eso: ruso y aristócrata. O así lo contaba él.

—¿Y lo era de verdad?… ¿Aristócrata?

—Es posible.

Ahora, quizá por primera vez, Mecha Inzunza parecía desconcertada. Se habían detenido en la barandilla exterior, al pie de un bote salvavidas. El nombre del barco estaba pintado con letras negras en la proa. Ella se quitó el sombrero —Max alcanzó a leer
Talbot
en la etiqueta del interior— y agitó el cabello para que lo adecuase la brisa.

—¿Fue usted soldado?

—Un tiempo. No demasiado.

—¿En la guerra europea?

—África.

Ella ladeó un poco la cabeza, interesada, como si viese a Max por primera vez. Durante años, el norte de África había acaparado dramáticamente los titulares de la prensa española, llenando con retratos de jóvenes oficiales las revistas ilustradas: capitán Fulano de Regulares, teniente Mengano del Tercio de Extranjeros, alférez Zutano de Caballería, muertos heroicamente —todos morían heroicamente en las páginas de sociedad de
La Esfera
o
Blanco y Negro
— en Sidi Hazem, en Ketama, en Bab el Karim, en Igueriben.

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