Esa vez los De Troeye llegaron juntos. Max había hecho una pausa retirándose junto a los maceteros que flanqueaban la tarima de la orquesta, a fin de darse un respiro, beber un vaso de agua y fumar un poco. Desde allí vio entrar al matrimonio, precedido por el obsequioso Schmöcker: uno junto al otro pero ligeramente adelantada ella, el marido con clavel blanco en la solapa de raso negro, una mano en el bolsillo del pantalón alzando ligeramente el faldón derecho de la chaqueta de frac y un cigarrillo encendido en la otra. Armando de Troeye se mostraba indiferente al interés que suscitaba entre los pasajeros. En cuanto a su esposa, parecía salir de las páginas selectas de una revista ilustrada: lucía collar largo de perlas y pendientes a juego. Esbelta, tranquila, caminando firme sobre tacones altos en el suave balanceo de la nave, su cuerpo imprimía líneas rectas y prolongadas, casi interminables, a un vestido verde jade largo y ligero —al menos cinco mil francos en París, rue de la Paix, calculó Max con ojo experto— que desnudaba sus brazos, hombros y espalda hasta la cintura, con un solo tirante sutil bajo la nuca que el cabello corto descubría de modo encantador. Admirado, Max llegó a una doble conclusión. Aquélla era una de esas mujeres que se veían elegantes a la primera mirada y hermosas en la segunda. También pertenecía a cierta clase de señoras nacidas para llevar, como si formasen parte de su piel, vestidos como ése.
No bailó con ella en aquel momento. La orquesta encadenó un camel-trot y un shimmy —el absurdamente titulado
Tutankamón
aún estaba de moda—, y Max tuvo que dedicarse a complacer, una tras otra, la vivacidad de dos jovencitas que, vigiladas de lejos por sus familiares —dos matrimonios brasileños de aspecto simpático—, se animaron para practicar, no sin soltura, los pasos del baile, hombro derecho y luego izquierdo hacia adelante y hacia atrás, hasta quedar agotadas y casi agotarlo a él. Luego, al sonar los primeros compases de un black-bottom —el título era
Amor y palomitas de maíz
—, Max fue reclamado por una norteamericana todavía joven, poco agraciada pero muy correcta de vestido y aderezos, que resultó divertida pareja de baile y que luego, al acompañarla hasta su mesa, le deslizó en la mano, con mucha discreción, un billete doblado de cinco dólares. Varias veces, en el transcurso de ese último baile, Max estuvo cerca de la mesa que ocupaban los De Troeye; pero cada vez que dirigió los ojos allí, la mujer parecía mirar hacia otra parte. Ahora la mesa estaba desocupada y un camarero retiraba dos copas vacías. Distraído en atender a su pareja eventual, Max no los había visto levantarse y pasar al salón comedor.
Aprovechó la pausa de la cena, que era a las siete, para tomar un tazón de consomé. Nunca comía nada sólido cuando tenía que bailar: otra costumbre adquirida en el Tercio años atrás; aunque entonces se trataba de una clase de baile distinto, y comer ligero era una precaución saludable ante la posibilidad de un balazo en el vientre. Después del caldo se puso la gabardina y salió a fumar otro cigarrillo a la cubierta de paseo de estribor, para despejar la cabeza mirando la luna ascendente que cabrilleaba en el mar. A las ocho y cuarto regresó al salón y se instaló en una de las mesas vacías, cerca de la orquesta, donde estuvo charlando con los músicos hasta que los primeros pasajeros empezaron a salir del comedor: los hombres camino de la sala de juego, la biblioteca y el salón de fumar, y las mujeres, la gente joven y las parejas más animadas ocupando mesas en torno a la pista. La orquesta empezó a probar los instrumentos, el jefe Schmöcker movilizó a sus camareros y sonaron risas y taponazos de champaña. Max se puso en pie, y tras asegurarse de que el nudo de su pajarita seguía siendo correcto, comprobar que el cuello y los puños de la camisa estaban en su sitio y estirarse el chaleco de piqué, paseó la mirada por las mesas en busca de alguien que reclamara sus servicios. Entonces la vio entrar, esta vez del brazo del marido.
Ocuparon la misma mesa. La orquesta empezó un bolero y las primeras parejas se animaron de inmediato. La señora Honeybee y su amiga no habían regresado del comedor, y Max ignoraba si volverían esa noche. En realidad se alegraba de ello. Con ese vago pretexto en la cabeza cruzó la pista, sorteando a la gente que se movía al compás de la fluida música. Los De Troeye permanecían sentados en silencio, mirando a los que bailaban. Cuando Max se detuvo ante la mesa, un camarero acababa de poner en ella dos copas de tulipa ancha y una cubeta con hielo de la que asomaba una botella de Clicquot. Dedicó una inclinación de cabeza al marido, que estaba ligeramente recostado en la silla, un codo sobre la mesa, cruzadas las piernas y con otro de sus continuos cigarrillos en la mano izquierda; donde, en el mismo dedo que la alianza matrimonial, relucía un grueso anillo de oro con sello azul. Después, el bailarín mundano miró a la mujer, que lo estudiaba con curiosidad. Las únicas joyas que lucía —ni brazaletes ni sortijas, excepto la alianza de casada— eran el espléndido collar de perlas y los pendientes a juego. Max no despegó los labios para ofrecerse como pareja de baile; sólo hizo otra inclinación, algo más breve que la anterior, mientras juntaba los talones en taconazo casi marcial; y permaneció inmóvil, aguardando hasta que ella, con una sonrisa lenta y en apariencia agradecida, negó con la cabeza. Iba a excusarse el bailarín mundano, retirándose, cuando el marido apartó el codo de la mesa, se alineó cuidadosamente las rayas del pantalón y miró a su esposa entre el humo del cigarrillo.
—Estoy cansado —dijo en tono ligero—. Cené demasiado, creo. Me gustará verte bailar.
La mujer no se levantó en seguida. Miró un instante a su marido, y éste dio otra chupada al cigarrillo mientras entornaba los párpados en mudo asentimiento.
—Diviértete —añadió tras un instante—. Este joven es un magnífico bailarín.
Abrió los brazos Max, circunspecto, apenas ella se levantó. Luego sostuvo con suavidad su mano derecha y le pasó la suya por la cintura. El tacto de la piel cálida lo sorprendió, por lo inesperado. Había visto el prolongado escote con que el vestido de noche descubría la espalda de la mujer; pero sin considerar, pese a su experiencia en abrazar señoras, que bailando colocaría una mano sobre la carne desnuda. El desconcierto sólo duró un instante, disimulado bajo la máscara impasible de bailarín profesional; pero su pareja lo advirtió, o él creyó que así ocurría. Una mirada directa a sus ojos fue el indicio; duró apenas un instante, y después la mirada se perdió en las distancias del salón. Inició Max el movimiento inclinándose hacia un lado, respondió la mujer con perfecta naturalidad y empezaron sus evoluciones entre las parejas que se movían por la pista. En dos ocasiones miró él, brevemente, el collar que ella llevaba al cuello.
—¿Se atreve a girar aquí? —susurró Max un momento después, previendo unos acordes que facilitarían el movimiento.
La mirada de ella, silenciosa, duró un par de segundos.
—Claro.
Retiró él su mano de la espalda, parándose en la pista, y giró su pareja dos veces en torno, en direcciones opuestas, adornando la inmovilidad del hombre con mucha gracia. Volvieron a encontrarse en sincronización perfecta, la mano de él otra vez en la curva suave de la cintura, como si hubieran ensayado aquello media docena de veces. Ella tenía una sonrisa en los labios y Max asintió, satisfecho. Algunas parejas se apartaban un poco para mirarlos con admiración o envidia, y la mujer oprimió suavemente la mano donde apoyaba la suya, alertándolo.
—No llamemos la atención.
Se excusó Max, obteniendo a cambio otra sonrisa indulgente. Le gustaba bailar con aquella mujer. La estatura se adecuaba muy bien a la suya: era agradable sentir la curva de su cintura esbelta bajo la mano derecha, el modo en que ella apoyaba los dedos en la otra, la soltura con que evolucionaba al compás de la música sin descomponer la figura, elegante y segura de sí. Un punto desafiante, tal vez, aunque sin estridencias; como cuando había aceptado girar alrededor de él, haciéndolo con toda la serena gracia del mundo. Seguía bailando con la mirada distante, casi todo el tiempo dirigida a lo lejos; y eso permitió a Max estudiar su rostro bien delineado, el dibujo de la boca pintada de carmín no demasiado intenso, la nariz discretamente empolvada, el arco depilado de las cejas en la frente tersa, sobre largas pestañas. Olía suave, a un perfume que él no pudo identificar del todo, pues parecía formar parte de su piel joven:
Arpège
, tal vez. Y era una mujer deseable, sin duda. Observó al marido, que los miraba desde la mesa con aire ausente, sin prestar demasiada atención, mientras se llevaba a los labios una copa de champaña, y después dirigió otro vistazo rápido al collar que reflejaba, ligeramente mate, la luz de las arañas eléctricas. Allí había, calculó, un par de cientos de perlas de extraordinaria calidad. A sus veintiséis años, gracias a la experiencia propia y a ciertas amistades heterodoxas, Max sabía de perlas lo suficiente para distinguir entre planas, redondas, de pera y barrocas, incluido su valor oficial o clandestino. Aquéllas eran redondas y de las mejores; seguramente indias o persas. Y valían al menos cinco mil libras esterlinas: más de medio millón de francos. Eso equivalía a varias semanas con una mujer de lujo en el mejor hotel de París o la Riviera. Pero, administrado con prudencia, también daba para vivir más de un año con razonable holgura.
—Baila muy bien, señora —insistió.
Casi con desgana, la mirada de ella regresó de la distancia.
—¿A pesar de mi edad? —dijo.
No parecía una pregunta. Era obvio que lo había estado observando antes de la cena, cuando danzaba con las jovencitas brasileñas. Oyendo aquello, Max se mostró adecuadamente escandalizado.
—¿Edad?… Por Dios. ¿Cómo puede decir eso?
Seguía estudiándolo, curiosa. Quizá divertida.
—¿Cómo se llama?
—Max.
—Pues atrévase, Max. Diga mis años.
—Nunca se me ocurriría.
—Por favor.
Él ya se había repuesto, pues nunca era aplomo lo que le faltaba ante una mujer. La suya era una sonrisa ancha, blanca, que su pareja parecía analizar con detenimiento casi científico.
—¿Quince?
Ella soltó una carcajada viva y fuerte. Una risa sana.
—Exacto —asentía, siguiéndole la corriente con buen humor—. ¿Cómo pudo adivinarlo?
—Soy bueno para esa clase de cosas.
La mujer lo aprobó con un gesto entre socarrón y complacido; o tal vez se mostraba satisfecha por el modo en que seguía conduciéndola por la pista, entre las parejas, sin que la conversación lo distrajera de la música y los pasos de baile.
—No sólo para eso —dijo, un punto enigmática.
Max buscó en sus ojos algún sentido adicional a esas palabras, pero volvían a dirigirse más allá de su hombro derecho, de nuevo inexpresivos. En ese momento acabó el bolero. Se desenlazaron, quedando uno frente al otro mientras la orquesta disponía instrumentos para la siguiente pieza. El bailarín mundano volvió a dirigir un vistazo al soberbio collar de perlas. Por un instante le pareció que la mujer sorprendía su mirada.
—Es suficiente —dijo ella de pronto—. Gracias.
La hemeroteca está en el piso superior de un viejo edificio, al término de una escalera de mármol que asciende bajo una bóveda con pinturas deterioradas. Cruje el suelo de tarima cuando, con tres volúmenes encuadernados de la revista
Scacco Matto
, Max Costa va a sentarse en un lugar con buena luz, junto a una ventana por la que alcanza a ver media docena de palmeras y la fachada blanca y gris de la iglesia de San Antonino. Sobre el pupitre hay también una funda con gafas para leer de cerca, un bloc, un bolígrafo y varios diarios comprados en un puesto de periódicos de la via di Maio.
Hora y media más tarde, Max deja de tomar notas, se quita los lentes, frota sus ojos fatigados y mira hacia la plaza, donde el sol de la tarde alarga las sombras de las palmeras. En ese momento, el chófer del doctor Hugentobler conoce la mayor parte de lo que en letra impresa puede averiguar respecto a Jorge Keller: el ajedrecista que durante las próximas cuatro semanas se enfrentará en Sorrento al campeón mundial, el soviético Mijaíl Sokolov. En las revistas hay fotografías de Keller; en casi todas está sentado ante un tablero y en algunas aparece muy joven: un adolescente enfrentado a jugadores que lo superan en edad. La foto más reciente se ha publicado hoy en un diario local: Keller posando en el vestíbulo del hotel Vittoria con la misma chaqueta que llevaba esta mañana, cuando Max lo vio pasear por Sorrento en compañía de las dos mujeres.
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Nacido en Londres en 1938, hijo de un diplomático chileno, Keller asombró al mundo del ajedrez al poner en apuros al norteamericano Reshevsky durante unas simultáneas en la plaza de Armas de Santiago: tenía entonces catorce años, y en los diez siguientes acabó convirtiéndose en uno de los más prodigiosos jugadores de todos los tiempos
…»
Pese a la singular trayectoria de Jorge Keller, a Max le interesa menos su biografía profesional que otros aspectos familiares del personaje; y algo de eso ha encontrado, al fin. Tanto
Scacco Matto
como los diarios que se ocupan del Premio Campanella coinciden en la influencia que, tras su divorcio del diplomático chileno, la madre del joven ajedrecista tuvo en la carrera de su hijo:
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Los Keller se separaron cuando el niño tenía siete años. Con fortuna propia, viuda durante la Guerra Civil española de un primer matrimonio, Mercedes Keller se encontraba en situación idónea para ofrecer al hijo la mejor preparación. Al descubrir su talento para el ajedrez buscó los mejores profesores, llevó al chico a toda clase de torneos dentro y fuera de Chile, y convenció al gran maestro chileno-armenio Emil Karapetian para que se ocupase del adiestramiento. No defraudó el joven Keller esas esperanzas. Venció sin dificultad a sus iguales, y bajo supervisión de la madre y del maestro Karapetian, que siguen acompañándolo en la actualidad y se ocupan de su preparación y logística, el progreso fue rápido
…»
Saliendo de la hemeroteca, Max vuelve al coche, lo pone en marcha y baja hasta la Marina Grande, donde aparca cerca de la iglesia. Luego se dirige a la trattoria Stefano, que a esa hora todavía no ha abierto al público. Camina en mangas de camisa, remangados los antebrazos con dos vueltas a los puños, la chaqueta al hombro, respirando complacido la brisa de levante que trae olor de salitre y orillas de mar calmo. En la terraza del pequeño restaurante, bajo un tejadillo de cañas, un camarero dispone manteles y cubiertos en cuatro mesas situadas casi al borde del agua, junto a las barcas de pescadores varadas entre montones de redes apiladas, corchos y banderines de palangres.