—¿Hay noticias de importancia? —inquiere Hugentobler.
Suena ruido de diarios en el asiento trasero del automóvil: pasar de páginas con desgana. Ha sido más un comentario que una pregunta. Por el retrovisor, Max ve los ojos de su patrón inclinados, con las gafas de lectura caídas al extremo de la nariz.
—¿Los rusos han tirado la bomba atómica, o algo así?
Hugentobler bromea, naturalmente. Humor suizo. Cuando está de buen talante suele dárselas de bromista con el servicio, quizá porque es soltero, sin familia que le ría las gracias. Max esboza una sonrisa profesional. Discreta y desde la distancia adecuada.
—Nada en especial, señor: Cassius Clay ganó otro combate y los astronautas de la Gemini
XI
han vuelto sanos y salvos… También se calienta la guerra de Indochina.
—Vietnam, querrá decir.
—Eso es. Vietnam… Y como noticia local, en Sorrento empieza a jugarse el Premio Campanella de ajedrez: Keller contra Sokolov.
—Cielo santo —dice Hugentobler, distraído y sarcástico—. Lo que voy a lamentar perdérmelo… La verdad es que hay gente para todo, Max.
—Y que lo diga, señor.
—¿Imagina? Toda la vida delante de un tablero. Así terminan esos jugadores. Alienados, como el tal Bobby Fischer.
—Desde luego.
—Vaya por la carretera de abajo. Tenemos tiempo.
La gravilla deja de crujir bajo los neumáticos cuando, tras cruzar la verja de hierro, el Jaguar empieza a rodar lentamente sobre la carretera asfaltada entre olivos, lentiscos e higueras. Max cambia de marcha con suavidad ante una pronunciada curva, a cuyo término el mar tranquilo y luminoso recorta en contraluz, como cristal esmerilado, las siluetas de los pinos y las casas escalonadas en la montaña, con el Vesubio al otro lado de la bahía. Por un instante olvida la presencia de su pasajero y acaricia el volante, concentrándose en el placer de conducir; el movimiento entre dos lugares cuya ubicación en tiempo y espacio lo tiene sin cuidado. El aire que entra por la ventanilla abierta huele a miel y resina, con los últimos aromas del verano, que, en estos parajes, siempre se resiste a morir y libra una ingenua y dulce batalla con las hojas del calendario.
—Magnífico día, Max.
Parpadea, tornando a la realidad, y alza de nuevo los ojos al espejo retrovisor. El doctor Hugentobler ha puesto a un lado los periódicos y tiene un cigarro habano en la boca.
—En efecto, señor.
—Cuando vuelva, me temo que el tiempo habrá cambiado.
—Confiemos en que no. Sólo son tres semanas.
Hugentobler emite un gruñido acompañado de una bocanada de humo. Es un hombre de aspecto apacible y tez rojiza, propietario de un sanatorio de reposo situado en las cercanías del lago de Garda. Hizo fortuna en los años siguientes a la guerra dispensando tratamiento psiquiátrico a judíos ricos traumatizados por los horrores nazis; de ésos que despertaban en plena noche y creían hallarse todavía en un barracón de Auschwitz, con los dóberman ladrando afuera y los SS indicando el camino de las duchas. Hugentobler y su socio italiano, un tal doctor Bacchelli, los ayudaban a combatir esos fantasmas, recomendando como final de tratamiento un viaje a Israel organizado por la dirección del sanatorio, y rematando el asunto con estremecedoras facturas que hoy permiten a Hugentobler mantener una casa en Milán, un apartamento en Zúrich y la villa de Sorrento con cinco automóviles en el garaje. Desde hace tres años, Max se encarga de tener a punto y conducir éstos, así como de supervisar los trabajos de mantenimiento en la villa, cuyos otros empleados son un matrimonio de Salerno, sirvienta y jardinero: los Lanza.
—No vaya directamente al puerto. Tome por el centro.
—Sí, señor.
Echa una breve ojeada al reloj correcto pero barato —un Festina chapado en oro falso— que lleva en la muñeca izquierda, y conduce entre el escaso tráfico que a esa hora discurre por el corso Italia. Hay tiempo de sobra para abordar la canoa automóvil que transportará al doctor desde Sorrento al otro lado de la bahía, ahorrándole las vueltas y revueltas de la carretera que lleva al aeropuerto de Nápoles.
—Max.
—¿Señor?
—Pare en Rufolo y compre una caja de Montecristo del número dos.
La relación laboral de Max Costa con su patrón empezó como flechazo a primera vista: apenas le puso la vista encima, el psiquiatra se desentendió de los impecables antecedentes —rigurosamente falsos, por otra parte— contenidos en las cartas de referencia. Hombre práctico, convencido de que su intuición y experiencia profesional jamás engañan sobre la condición humana, Hugentobler decidió que aquel individuo vestido con cierto aire de trasnochada elegancia, su expresión franca, respetuosa y tranquila, y sobre todo la educada prudencia de sus ademanes y palabras, eran estampa viva de la honradez y el decoro. Personaje idóneo, por tanto, para conferir la dignidad apropiada al deslumbrante parque móvil —el Jaguar, un Rolls-Royce Silver Cloud
II
y tres coches antiguos, entre ellos un Bugatti 50T coupé— de que tan orgulloso se siente el doctor en Sorrento. Por supuesto, éste se encuentra lejos de suponer que su chófer pudo disfrutar, en otro tiempo, de automóviles propios y ajenos tan lujosos como los que ahora conduce a título de empleado. De poseer la información completa, Hugentobler habría tenido que revisar algunos de sus puntos de vista sobre la condición humana, y buscado un auriga con aspecto menos elegante pero de currículum más convencional. En todo caso, sería un error. Cualquiera que conozca el lado oscuro de las cosas entiende que quienes perdieron su sombra son como las mujeres con un pasado que contraen matrimonio: nadie más fiel que ellas, pues saben lo que arriesgan. Pero no será Max Costa quien, a estas alturas, ilustre al doctor Hugentobler sobre la fugacidad de las sombras, la honestidad de las putas o la honradez forzosa de los viejos bailarines de salón, más tarde ladrones de guante blanco. Aunque no siempre el guante fuera blanco del todo.
Cuando la canoa automóvil Riva se aleja del pantalán de Marina Piccola, Max Costa permanece un rato apoyado en el rompeolas que protege el muelle, observando adentrarse la estela en la lámina azul de la bahía. Después se quita la corbata y la chaqueta de uniforme, y con ésta al brazo camina de vuelta al coche aparcado cerca del edificio de la Guardia di Finanza, al pie del acantilado que se eleva sosteniendo arriba Sorrento. Da cincuenta liras al muchacho que vigila el Jaguar, lo pone en marcha y conduce despacio por la carretera que, describiendo una cerrada curva, asciende hasta la población. Al desembocar en la plaza Tasso se detiene ante tres peatones que salen del hotel Vittoria: son dos mujeres y un hombre, y los sigue con la vista, distraído, mientras cruzan a escasa distancia del radiador. Tienen aspecto de turistas acomodados; de los que llegan fuera de temporada para disfrutar con más tranquilidad, sin los agobios del verano y sus multitudes, del sol, el mar y el clima agradable que allí se mantiene hasta muy avanzado el otoño. El hombre tendrá menos de treinta años, lleva gafas oscuras y viste chaqueta con coderas de ante. La más joven de las mujeres es una morena de aspecto agradable y falda corta, que lleva el pelo recogido en una larga trenza a la espalda. La otra, de más edad, madura, viste una rebeca de punto beige con falda oscura y se cubre con un arrugado sombrero masculino de tweed bajo el que destaca un cabello gris muy corto, con tonos de plata. Es una señora distinguida, aprecia Max. Con esa elegancia que no consiste en la ropa, sino en la manera de llevarla. Por encima de la media de lo que puede verse en las villas y buenos hoteles de Sorrento, Amalfi y Capri, incluso en esta época del año.
Hay algo en la segunda mujer que incita a seguirla con la vista mientras cruza la plaza Tasso. Tal vez cómo se conduce: despacio, segura, la mano derecha metida con indolencia en un bolsillo de la rebeca; con esa manera de moverse de quienes, durante buena parte de su vida, caminaron seguros pisando las alfombras de un mundo que les pertenecía. O quizá lo que llama la atención de Max es el modo en que inclina el rostro hacia sus acompañantes para reír de lo que hablan entre ellos, o para pronunciar palabras cuyo sonido enmudecen los cristales silenciosos del automóvil. Lo cierto es que por un momento, con la rapidez de quien evoca el fragmento inconexo de un sueño olvidado, Max se enfrenta al eco de un recuerdo. A la imagen pasada, remota, de un gesto, una voz y una risa. Eso lo asombra tanto que es necesario el bocinazo de otro coche a su espalda para que ponga la primera marcha y avance un poco sin dejar de observar al trío, que ha llegado al otro lado de la plaza y toma asiento al sol, en torno a una de las mesas de la terraza del bar Fauno.
Está a punto de embocar el corso Italia cuando la sensación familiar acude otra vez a su memoria; pero se trata ahora de un recuerdo concreto: un rostro, una voz. Una escena, o varias de ellas. De pronto el asombro se torna estupefacción, y Max pisa el pedal del freno con una brusquedad que le vale un segundo bocinazo del coche que viene detrás, secundado por iracundos ademanes de su conductor cuando el Jaguar se desvía bruscamente a la derecha y, tras frenar de nuevo, se detiene junto al bordillo de la acera.
Retira la llave de contacto y reflexiona mientras permanece inmóvil, mirándose las manos apoyadas en el volante. Al fin sale del automóvil, se pone la chaqueta y camina bajo las palmeras de la plaza en dirección a la terraza del bar. Va desasosegado. Temeroso, quizá, de confirmar lo que le ronda la cabeza. El trío sigue allí, en animada conversación. Procurando pasar inadvertido, Max se detiene junto a los arbustos de la zona ajardinada. La mesa está a diez metros, y la mujer del sombrero de tweed se encuentra sentada de perfil, charlando con los otros, ajena al escrutinio riguroso a que Max la somete. Es probable, confirma éste, que en otro tiempo haya sido muy atractiva, pues su rostro conserva la evidencia de una antigua belleza. Podría ser la mujer que sospecha, concluye inseguro; aunque resulta difícil afirmarlo. Hay demasiados rostros femeninos interpuestos, y eso incluye un antes y un largo después. Emboscado tras las jardineras, mientras acecha cuantos detalles puedan encajar en su memoria, Max no llega a una conclusión satisfactoria. Por último, consciente de que parado allí acabará llamando la atención, rodea la terraza y va a sentarse a una de las mesas del fondo. Pide un negroni al camarero, y durante los veinte minutos siguientes observa el perfil de la mujer, analizando cada uno de sus gestos y ademanes para compararlos con los que recuerda. Cuando los tres dejan la mesa y cruzan de nuevo la plaza en dirección a la esquina de la via San Cesareo, la ha reconocido, por fin. O así lo cree. Entonces se levanta y va tras ellos, manteniéndose lejos. Hace siglos que su viejo corazón no latía tan rápido.
La mujer bailaba bien, comprobó Max Costa. Suelta y con cierta audacia. Incluso se atrevió a seguirlo en un paso lateral más complicado, de fantasía, que él improvisó para tantear su pericia, y del que una mujer menos ágil habría salido poco airosa. Debía de acercarse a los veinticinco años, calculó. Alta y esbelta, brazos largos, muñecas finas y piernas que se adivinaban interminables bajo la seda ligera y oscura, de reflejos color violeta, que descubría sus hombros y espalda hasta la cintura. Merced a los tacones altos que realzaban el vestido de noche, su rostro quedaba a la misma altura que el de Max: sereno, bien dibujado. Trigueña de pelo, lo llevaba un poco ondulado según la moda exacta de esa temporada, con un corte a ras descubriendo la nuca. Al bailar mantenía la mirada inmóvil más allá del hombro de la chaqueta de frac de su pareja, donde apoyaba la mano en la que relucía un anillo de casada. Ni una sola vez, después de que él se acercase con una reverencia cortés ofreciéndose para un vals lento de los que llamaban boston, habían vuelto a mirarse a los ojos. Ella los tenía de un color miel transparente, casi líquido; realzados por la cantidad de rimmel justo —ni un toque más de lo necesario, lo mismo que el carmín de la boca— bajo el arco de unas cejas depiladas en trazo muy fino. Nada tenía que ver con las otras mujeres que Max había escoltado aquella noche en el salón de baile: señoras maduras con perfumes fuertes de lila y pachulí, y torpes jovencitas de vestido claro y falda corta que se mordían los labios esforzándose en no perder el compás, se ruborizaban cuando les ponía una mano en la cintura o batían palmas al sonar un hupa-hupa. Así que, por primera vez aquella noche, el bailarín mundano del
Cap Polonio
empezó a divertirse con su trabajo.
No volvieron a mirarse hasta que terminó el boston —era
What I’ll Do
— y la orquesta atacó el tango
A media luz
. Se habían quedado un momento inmóviles en la pista semivacía, uno frente al otro; y al ver que ella no regresaba a su mesa —un hombre vestido de smoking, seguramente el marido, acababa de sentarse allí—, con los primeros compases él abrió los brazos y la mujer se adaptó de inmediato, impasible como antes. Apoyó la mano izquierda en su hombro, alargó con languidez el otro brazo y empezaron a moverse por la pista —deslizarse, pensó Max que era la palabra— de nuevo con los iris de color miel fijos más allá del bailarín, sin mirarlo aunque enlazada a él con una precisión asombrosa; al ritmo seguro y lento del hombre que, por su parte, procuraba mantener la distancia respetuosa y justa, el roce de cuerpos imprescindible para componer las figuras.
—¿Le parece bien así? —preguntó tras una evolución compleja, seguida por la mujer con absoluta naturalidad.
Ella le dedicó una mirada fugaz, al fin. También, quizás, un suave apunte de sonrisa desvanecido en el acto.
—Perfecto.
En los últimos años, puesto de moda en París por los bailes apaches, el tango, originalmente argentino, hacía furor a ambos lados del Atlántico. De modo que la pista no tardó en animarse de parejas que evolucionaban con mayor o menor garbo, trazando pasos, encuentros y desencuentros que, según los casos y la pericia de los protagonistas, podían ir de lo correcto a lo grotesco. La pareja de Max, sin embargo, correspondía con plena soltura a los pasos más complicados, adaptándose tanto a los movimientos clásicos, previsibles, como a los que él, cada vez más seguro de su acompañante, emprendía a veces, siempre sobrio y lento según su particular estilo, pero introduciendo cortes y simpáticos pasos de lado que ella seguía con naturalidad, sin perder el compás. Divirtiéndose también con el movimiento y la música, como era patente por la sonrisa que ahora gratificaba a Max con más frecuencia tras alguna evolución complicada y exitosa, y por la mirada dorada que de vez en cuando regresaba de su lejanía para posarse unos segundos, complacida, en el bailarín mundano.