El tango de la Guardia Vieja (3 page)

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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Romántico

BOOK: El tango de la Guardia Vieja
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Mientras se movían por la pista, él estudió al marido con ojos profesionales, de cazador tranquilo. Estaba acostumbrado a hacerlo: esposos, padres, hermanos, hijos, amantes de las mujeres con las que bailaba. Hombres, en fin, que solían acompañarlas con orgullo, arrogancia, tedio, resignación u otros sentimientos igualmente masculinos. Había mucha información útil en alfileres de corbata, cadenas de reloj, pitilleras y sortijas, en el grosor de las carteras entreabiertas mientras acudían los camareros, en la calidad y corte de una chaqueta, la raya de un pantalón o el brillo de unos zapatos. Incluso en la forma de anudarse la corbata. Todo era material que permitía a Max Costa establecer métodos y objetivos al compás de la música; o, dicho de modo más prosaico, pasar de bailes de salón a posibilidades más lucrativas. El transcurso del tiempo y la experiencia habían acabado asentándolo en la opinión que siete años atrás, en Melilla, obtuvo del conde Boris Dolgoruki-Bragation —cabo segundo legionario en la Primera Bandera del Tercio de Extranjeros—, que acababa de vomitar, minuto y medio antes, una botella entera de pésimo coñac en el patio trasero del burdel de la Fátima:

—Una mujer nunca es sólo una mujer, querido Max. Es también, y sobre todo, los hombres que tuvo, que tiene y que podría tener. Ninguna se explica sin ellos… Y quien accede a ese registro posee la clave de la caja fuerte. El resorte de sus secretos.

Dirigió un último vistazo al marido desde más cerca, cuando al concluir esa pieza acompañó a su pareja de vuelta a la mesa: elegante, seguro, pasados los cuarenta. No era un hombre guapo, pero sí de aspecto agradable con su fino y distinguido bigote, el pelo rizado un punto canoso, los ojos vivos e inteligentes que no perdieron detalle, comprobó Max, de cuanto ocurría en la pista de baile. Había buscado su nombre en la lista de reservas antes de acercarse a la mujer, cuando aún estaba sola, y el maître confirmó que se trataba del compositor español Armando de Troeye y señora: cabina especial de primera clase con suite y mesa reservada en el comedor principal, junto a la del capitán; lo que a bordo del
Cap Polonio
significaba mucho dinero, excelente posición social, y casi siempre ambas cosas a la vez.

—Ha sido un placer, señora. Baila maravillosamente.

—Gracias.

Hizo una inclinación de cabeza casi militar —solía agradar a las mujeres esa manera de saludar, y también la naturalidad con que tomaba sus dedos para llevarlos cerca de los labios—, a la que ella correspondió con un asentimiento leve y frío antes de sentarse en la silla que su marido, puesto en pie, le ofrecía. Max volvió la espalda, se alisó en las sienes el reluciente pelo negro peinado hacia atrás con gomina, primero con la mano derecha y luego con la izquierda, y se alejó orillando la gente que bailaba en la pista. Caminaba con una sonrisa cortés en los labios, sin mirar a nadie pero advirtiendo en su metro setenta y nueve centímetros de estatura, vestido de impecable etiqueta —en eso había agotado sus últimos ahorros antes de embarcar con contrato de ida para el viaje a Buenos Aires—, la curiosidad femenina procedente de las mesas que algunos pasajeros ya empezaban a abandonar para dirigirse al comedor. Medio salón me detesta en este momento, concluyó entre resignado y divertido. El otro medio son mujeres.

El trío se detiene ante una tienda de souvenirs, postales y libros. Aunque parte de los comercios y restaurantes de Sorrento cierra al acabar la temporada alta, incluidas algunas tiendas elegantes del corso Italia, el barrio viejo con la via San Cesareo sigue siendo lugar frecuentado todo el año por los turistas. La calle no es ancha, de modo que Max Costa se detiene a distancia prudente, junto a una salumería cuya pizarra, escrita con tiza sobre un caballete en la puerta, ofrece discreto resguardo. La muchacha de la trenza ha entrado en la tienda mientras la mujer del sombrero se queda conversando con el joven. Éste se ha quitado las gafas de sol y sonríe. Es moreno, bien parecido. Ella debe de tenerle afecto, pues en una ocasión le acaricia la cara. Después él dice algo y la mujer ríe fuerte, con sonido que llega nítido hasta el hombre que espía: una risa clara y franca, que la rejuvenece mucho y sacude a Max con recuerdos puntuales del pasado. Es ella, concluye. Han pasado veintinueve años desde la última vez que la vio. Lloviznaba entonces sobre un paisaje costero, otoñal: un perro correteaba por los guijarros húmedos de la playa, bajo la balaustrada del Paseo de los Ingleses de Niza; y la ciudad, más allá de la fachada blanca del hotel Negresco, se difuminaba en el paisaje brumoso y gris. Todo aquel tiempo transcurrido, interpuesto entre una y otra escena, podría equivocar los recuerdos. Sin embargo, al antiguo bailarín mundano, actual empleado y chófer del doctor Hugentobler, ya no le cabe duda. Se trata de la misma mujer. Idéntica forma de reír, el modo en que inclina la cabeza a un lado, los ademanes serenos. La forma elegante, natural, de mantener una mano en el bolsillo de la rebeca. Quisiera acercarse para confirmarlo en su rostro visto de cerca, pero no se atreve. Mientras se debate en tal indecisión, la muchacha de la trenza sale de la tienda y los tres desandan camino, pasando de nuevo frente a la salumería donde Max acaba de refugiarse a toda prisa. Ve desde allí pasar a la mujer del sombrero, observa su perfil y cree estar seguro del todo. Ojos color de miel, confirma estremeciéndose. Casi líquida. Y de ese modo, cauto, manteniéndose a una distancia prudente, los sigue de regreso hasta la plaza Tasso y la verja del hotel Vittoria.

Volvió a verla al día siguiente, en la cubierta de botes. Y fue por casualidad, pues a ninguno de los dos correspondía estar allí. Como el resto de los empleados del
Cap Polonio
que no formaban parte de la tripulación de mar, Max Costa debía mantenerse apartado del sector y las cubiertas de paseo de primera clase. Para evitar esta última, donde los pasajeros tomaban en tumbonas de teca y mimbre el sol que incidía por la banda de estribor —la cubierta de babor estaba ocupada por quienes jugaban a los bolos y al shuffleboard o practicaban el tiro al plato—, Max optó por subir la escalerilla que conducía a otra cubierta donde se encontraban, trincados en sus perchas y calzos, ocho de los dieciséis botes alineados a uno y otro lado de las tres grandes chimeneas blancas y rojas del transatlántico. Era aquél un sitio tranquilo; espacio neutral que los pasajeros no solían frecuentar, pues la presencia de los grandes botes de salvamento afeaba el lugar y entorpecía la vista. La única concesión a quienes decidían utilizarlo eran unos bancos de madera; y en uno de ellos, cuando pasaba entre una lumbrera pintada de blanco y la boca de uno de los grandes ventiladores que llevaban aire fresco a las entrañas del buque, el bailarín mundano reconoció a la mujer con la que había danzado la noche anterior.

El día era luminoso, sin viento, y la temperatura agradable para esa época del año. Max no llevaba sombrero, guantes ni bastón —vestía un traje gris con chaleco, camisa de cuello blando y corbata de punto—, de manera que al pasar junto a la mujer se limitó a una cortés inclinación de cabeza. Ella llevaba un elegante conjunto de kashá: chaqueta tres cuartos y falda recta plisada. Leía un libro apoyado en el regazo; y al pasar el hombre frente a ella, tapándole el sol por un instante, alzó el rostro ovalado por un sombrero de fieltro y ala corta, para fijar en él la mirada. Fue, tal vez, el breve destello de reconocimiento que creyó advertir en ella lo que hizo a Max detenerse un instante, con el tacto adecuado a las circunstancias y a la posición a bordo de cada cual.

—Buenos días —dijo.

La mujer, que ya bajaba de nuevo los ojos al libro, respondió con otra mirada silenciosa y un breve asentimiento de cabeza.

—Soy… —empezó a decir él, sintiéndose súbitamente torpe. Inseguro del terreno que pisaba y arrepentido ya de haberle dirigido la palabra.

—Sí —respondió ella, serena—. El caballero de anoche.

Dijo caballero y no bailarín, y él lo agradeció en su interior.

—No sé si le dije —apuntó— que baila usted maravillosamente.

—Lo dijo.

Ya volvía al libro. Una novela, advirtió él con un vistazo a la cubierta, que ella había entornado en el regazo:
Los cuatro jinetes del Apocalipsis
, de Vicente Blasco Ibáñez.

—Buenos días. Que tenga una feliz lectura.

—Gracias.

Se alejó, ignorando si ella seguía con los ojos puestos en la novela o lo miraba irse. Procuró caminar desenvuelto, indiferente, una mano en el bolsillo del pantalón. Al llegar junto al último bote se detuvo, y al socaire de éste sacó la pitillera de plata —las iniciales grabadas no eran suyas— y encendió un cigarrillo. Aprovechó el movimiento para dirigir con disimulo una mirada hacia proa, al banco donde la mujer seguía leyendo, inclinado el rostro. Indiferente.

Grand Albergo Vittoria
. Abotonándose la chaqueta, Max Costa cruza bajo el rótulo dorado que campea sobre el arco de hierro de la entrada, saluda al vigilante de la puerta y camina por la avenida bordeada de pinos centenarios y toda clase de árboles y plantas. Los jardines son extensos: van desde la plaza Tasso hasta el borde mismo del acantilado, sobre la Marina Piccola y el mar, donde se alzan los tres edificios que forman el cuerpo del hotel. En el del centro, al término de una pequeña escalinata descendente, Max se encuentra en el vestíbulo, frente a la vidriera que da al jardín de invierno y las terrazas, que están —insólitamente para esta época del año— llenas de gente que toma el aperitivo. A la izquierda, tras el mostrador de recepción, se encuentra un viejo conocido: Tiziano Spadaro. Su relación data de los tiempos pretéritos en que el actual chófer del doctor Hugentobler se alojaba, en calidad de cliente, en lugares como el Vittoria. Muchas propinas generosas, cambiadas de mano con la discreción adecuada a códigos nunca escritos, abonaron el terreno para una simpatía que el tiempo convirtió en sincera, o cómplice. Con un amistoso tuteo —inimaginable veinte años atrás— incluido en ella.

—Vaya, Max. Dichosos los ojos… Cuánto tiempo.

—Cuatro meses, casi.

—Celebro verte.

—Y yo a ti. ¿Cómo va la vida?

Encogiéndose de hombros, Spadaro —tiene el pelo escaso y una barriga prominente tensa el chaleco negro de su chaqué— recita los lugares comunes de la profesión en temporada baja: menos propinas, clientes de fin de semana con amiguitas aspirantes a actriz o maniquí, grupos de norteamericanos vocingleros en tour Nápoles-Ischia-Capri-Sorrento-Amalfi, un día por sitio con desayuno incluido, que pasan el tiempo pidiendo agua embotellada porque no se fían de la del grifo. Por suerte —Spadaro señala hacia la vidriera del animado jardín de invierno— el Premio Campanella salva la situación: el duelo Keller-Sokolov llena el hotel con jugadores, periodistas y aficionados al ajedrez.

—Quiero una información. Discreta.

Spadaro no comenta «como en los viejos tiempos»; aunque en su mirada, primero sorprendida y luego irónica, un punto inquieta ante lo inesperado, se reaviva la añeja complicidad. A poco de jubilarse, con cinco décadas de oficio tras empezar de botones en el hotel Excelsior de Nápoles, ha visto de todo. Y ese todo incluye a Max Costa en su mejor época. O todavía en ella.

—Te creía retirado.

—Lo estoy. Nada tiene que ver.

—Ah.

El viejo recepcionista parece aliviado. Entonces Max plantea la cuestión: señora de edad, elegante, acompañada por muchacha y hombre joven de buen aspecto. Acaban de entrar hace diez minutos. Quizá sean clientes del hotel.

—Lo son, naturalmente… El joven es Keller, nada menos.

Parpadea Max, distraído. El joven y la muchacha son los que menos le importan.

—¿Quién?

—Jorge Keller, el gran maestro chileno. Aspirante a campeón mundial de ajedrez.

Max hace memoria por fin, y Spadaro completa los detalles. El Premio Luciano Campanella, que este año se celebra en Sorrento, está patrocinado por el multimillonario turinés, uno de los mayores accionistas de la Olivetti y la Fiat. Gran aficionado al ajedrez, Campanella organiza citas anuales en lugares emblemáticos de Italia, siempre en el mejor establecimiento hotelero local, trayendo a los más grandes maestros, a los que paga espléndidamente. El encuentro se celebra durante cuatro semanas, pocos meses antes del duelo por el título de campeón del mundo; y ha llegado a considerarse como mundial oficioso entre los dos mejores ajedrecistas del momento: el campeón y el más destacado aspirante. Además del premio —cincuenta mil dólares para el vencedor y diez mil para el finalista—, el prestigio del Premio Campanella estriba en que, hasta ahora, el ganador de cada edición acabó alzándose después con el título mundial, o reteniéndolo. En la actualidad, Sokolov es el campeón; y Keller, que ha superado a todos los otros candidatos, el aspirante.

—¿Ese joven es Keller? —pregunta Max, sorprendido.

—Sí. Un muchacho amable, de pocos caprichos; cosa rara en su oficio… El ruso es más seco. Siempre rodeado de guardaespaldas y discreto como un topo.

—¿Y ella?

Spadaro hace un ademán vago: el que reserva para clientes de escasa categoría. Con poca historia.

—Es la novia. Y también forma parte de su equipo —el recepcionista hojea el registro para refrescarse la memoria—. Irina, se llama… Irina Jasenovic. El nombre es yugoslavo; pero el pasaporte, canadiense.

—Me refería a la mujer mayor. La del pelo corto gris.

—Ah, ésa es la madre.

—¿De la muchacha?

—No. De Keller.

La encontró de nuevo dos días más tarde, en el salón de baile del
Cap Polonio
. La cena era de etiqueta; la ofrecía el capitán en honor de algún invitado distinguido, y unos cuantos pasajeros varones habían cambiado el traje oscuro o el smoking por la chaqueta ajustada y estrecha con faldones, la pechera almidonada y la corbata blanca del frac. Los comensales se reunían en el salón y bebían combinados escuchando música antes de pasar al comedor; de donde los más jóvenes o juerguistas regresaban acabada la cena para quedarse hasta muy tarde. La orquesta empezó con valses lentos y melodías suaves, como de costumbre, y Max Costa bailó media docena de piezas, casi todas con jóvenes señoritas y señoras que viajaban en familia. Un slow-fox lo dedicó a una inglesa algo mayor pero de aspecto agradable que estaba en compañía de una amiga. Las había visto cuchichear y darse con el codo cada vez que pasaba bailando junto a ellas. La inglesa era rubia, regordeta, algo seca de modales. Quizá un punto ordinaria —creyó identificar un exceso de
My Sin
en su piel— y recargada de joyas, aunque no bailaba mal. También tenía bonitos ojos azules y dinero suficiente para hacerla atractiva: el bolso de mano que estaba sobre la mesa era de malla de oro, comprobó de un rápido vistazo cuando se detuvo ante ella para invitarla a la pista; y las joyas parecían buenas, en especial una pulsera de zafiros con pendientes a juego cuyas piedras, una vez desmontadas, valdrían quinientas libras esterlinas. Su nombre era miss Honeybee, según había comprobado en la lista del jefe de sala: viuda o divorciada, aventuró éste, que se llamaba Schmöcker —casi todos los oficiales, marineros y personal fijo del barco eran alemanes—, con el aplomo del medio centenar de travesías atlánticas que tenía en el currículum. Así que, tras varios pasos de baile y un cuidadoso estudio de las reacciones de la señora ante sus maneras y proximidad, ni un gesto fuera de lugar por parte de Max, distancias perfectas e indiferencia profesional, con el remate de una espléndida sonrisa masculina al devolverla a su mesa —correspondida por la inglesa con un rendido
so nice
—, el bailarín mundano situó a miss Honeybee en la lista de posibilidades. Cinco mil millas de mar y tres semanas de viaje daban mucho de sí.

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