El señor de los demonios (27 page)

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Authors: David Eddings

Tags: #Fantástico

BOOK: El señor de los demonios
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—Muchas gracias —respondió él con sarcasmo, aunque sin retirar la mano.

—¿Quién está ahí? —dijo una voz desde arriba.

—Soy yo, maestro Yarblek —respondió Feldegast—, yo y unas almas perdidas que buscan una senda en la oscura noche.

—¿Tanto te gusta? —le preguntó Yarblek a alguien.

—No he conocido a nadie tan encantador en toda mi vida —respondió la voz de Vella—. Al menos con él no tengo que usar mis cuchillos a cada rato para defender mi honor.

—Sabía que ibas a decir algo así —dijo Yarblek con un suspiro explosivo.

Abajo, una gran piedra cubierta de musgo les bloqueó el camino y Polgara salió del pasadizo cogida del brazo del bufón.

—Señora —saludó Vella haciendo una elegante reverencia.

—Vella —respondió Polgara con un extraño acento nadrak—, quieran los dioses que tus cuchillos estén siempre brillantes y prontos.

Aquellas palabras sonaron curiosamente solemnes y Garion intuyó que se trataba de un viejo saludo ritual.

—Y que tú siempre tengas los medios para defenderte de atenciones no deseadas —respondió la joven nadrak, completando el ritual.

—¿Qué ocurre allí arriba? —le preguntó Belgarath a Yarblek.

—Se están muriendo —se limitó a responder el nadrak—. Barrios enteros a la vez.

—¿Habéis huido de la ciudad? —le preguntó Seda a su socio.

—Hemos acampado al otro lado de las puertas —asintió Yarblek—. Logramos salir antes de que las cerraran con cadenas. Sin embargo, Dolmar ha muerto. Cuando se enteró de que se había contagiado, se suicidó con una vieja espada.

—Era un buen hombre —suspiró Seda—, tal vez un poco deshonesto, pero un buen hombre.

Yarblek asintió con un gesto de tristeza.

—Al menos se ahorró los peores sufrimientos —dijo, y luego sacudió la cabeza—. Las escaleras que conducen a la calle están allí —añadió señalando un punto en la oscuridad—. Es bastante tarde, de modo que no hay mucha gente por los alrededores, a excepción de los carros que transportan a los muertos y los enfermos que buscan un rincón donde morir. —Irguió los hombros y dijo—: Vamos. Cuanta más prisa nos demos en atravesar estas calles, antes podremos volver al pasadizo subterráneo, que es el único lugar seguro.

—¿El pasadizo conduce hasta la muralla? —preguntó Garion.

Yarblek hizo un gesto afirmativo.

—Incluso continúa un kilómetro y medio más allá. Acaba en una vieja cantera de piedra. —De pronto se volvió hacia Feldegast—. Nunca me has dicho cómo lo descubriste.

—Es un secreto, maestro Yarblek —respondió el comediante—. Por honesto que sea un hombre, siempre es conveniente tener una forma de salir de la ciudad, ¿no crees?

—Eso es muy cierto —dijo Seda.

—Tú eres un experto en la cuestión —afirmó Yarblek—. Ahora salgamos de aquí.

Condujeron los caballos hacia la base de las escaleras de piedra, fuera del círculo de luz de la lámpara de Feldegast, y luego los ayudaron a subir peldaño a peldaño. La escalera conducía a un destartalado refugio con el suelo cubierto de paja. Una vez que lograron sacar a todos los caballos, Feldegast bajó con cuidado la trampilla de la entrada y la ocultó con una capa de paja.

—Es un recurso muy útil —dijo Feldegast señalando el pasadizo—, pero un secreto no sirve de nada cuando cualquiera puede descubrirlo.

Yarblek estaba junto a la puerta y se asomó para mirar la estrecha callejuela.

—¿Hay alguien? —preguntó Seda.

—Unos cuantos cadáveres —respondió el nadrak lacónicamente—. Por alguna razón, siempre vienen a morir a las callejuelas. —Hizo una profunda inspiración—. Bueno, vámonos de una vez.

Salieron a la callejuela, donde Garion desvió la vista de los cuerpos desfigurados de las víctimas de la peste, acurrucados en los rincones o extendidos en las cunetas.

El aire de la noche estaba impregnado del humo de los edificios incendiados, del hedor de la carne quemada y de un espantoso olor a podrido.

Yarblek inspiró e hizo una mueca de disgusto.

—Por el olor, yo diría que los carros que llevan los cadáveres se han olvidado de unos cuantos —dijo mientras los guiaba a la boca de la callejuela. Al llegar allí, se asomó para inspeccionar la calle lateral—. El camino está libre. Sólo hay unos pocos saqueadores robando a los muertos.

Salieron de la callejuela y caminaron por una calle iluminada por las llamas de una casa incendiada. Garion notó un movimiento furtivo detrás de la pared de otra casa y luego logró divisar la silueta de un hombre andrajoso, inclinado sobre un cuerpo. El hombre buscaba algo que robar entre las ropas de la víctima.

—¿No se contagiará? —le preguntó a Yarblek señalando al ladrón.

—Es muy probable —respondió el nadrak encogiéndose de hombros—, pero si es así, no creo que el mundo pierda nada importante.

Dieron la vuelta a una esquina y se encontraron con una calle donde casi todas las casas ardían. Un carro se había detenido delante de una de las casas y dos hombres corpulentos arrojaban cadáveres al fuego con brutalidad e indiferencia.

—¡Atrás! —gritó uno de los hombres—. Esta zona está apestada.

—Toda la ciudad está apestada, ¿no lo sabías? —respondió Feldegast—, pero de todas formas te agradecemos la advertencia. Si no te importa, sólo queremos ir al otro lado de la calle. —Miró a los dos hombres con curiosidad—. ¿Cómo es que vosotros no tenéis miedo de contagiaros? —preguntó.

—Ya la hemos pasado —respondió uno de ellos con una risita.

—Nunca he estado tan enfermo en mi vida, pero al menos no me mató, y dicen que sólo puede pillarse una vez en la vida.

—Entonces sois unos hombres afortunados —los felicitó Feldegast.

Dejaron atrás a los dos hombres y siguieron andando hasta la esquina siguiente.

—Por aquí —dijo Feldegast.

—¿Cuánto falta? —preguntó Belgarath.

—No mucho. Pronto volveremos a bajar y estaremos seguros.

—Tú te sentirás seguro bajo tierra, porque lo que es yo...

A mitad de la calle, Garion notó que alguien se movía en uno de los portales y oyó un débil gemido. En ese momento, en la calle próxima, una casa incendiada se derrumbó de pronto, levantando llamas, esparciendo chispas en el aire e iluminando la escena. Una mujer yacía acurrucada en el portal y junto a su cuerpo un niño, que apenas tendría un año, lloraba desconsolado. Garion contempló aquel trágico espectáculo con un nudo en la garganta.

Entonces Ce'Nedra dejó escapar un grito de angustia y corrió hacia el niño con los brazos abiertos.

—¡Ce'Nedra! —gritó Garion mientras intentaba liberar una de sus manos, enredada entre las riendas de Chretienne—. ¡No!

Pero antes de que pudiera seguirla, Vella llegó junto a ella. Cogió a Ce'Nedra por los hombros y la sacudió con fuerza.

—¡Ce'Nedra! —exclamó— ¡No te acerques!

—Déjame —gritó Ce'Nedra—. ¿No ves que es sólo un niño? —añadió mientras luchaba para desasirse de sus manos.

Vella miró a la reina con frialdad y le abofeteó la cara con fuerza. Garion suponía que era la primera vez que alguien golpeaba a su esposa.

—Ese niño es como si ya estuviera muerto, Ce'Nedra —dijo ella con brutal sinceridad—, y si tú te acercas a él, también morirás.

Vella empujó a Ce'Nedra hacia los demás, pero la reina se volvió hacia el niño enfermo con la mano extendida.

Entonces Velvet se acercó, le rodeó los hombros con una mano y la obligó a volverse con suavidad, para que no pudiera ver al niño.

—Ce'Nedra —dijo—, antes que nada debes pensar en tu propio hijo. ¿Quieres contagiarle esta horrible enfermedad? —La joven reina la miró asombrada—. ¿O quieres morir antes de volver a verlo?

Ce'Nedra dejó escapar un gemido desgarrador y se arrojó a los brazos de Velvet, llorando desconsoladamente.

—Espero que no me guarde rencor —murmuró Vella.

—Has actuado con presteza, Vella —dijo Polgara—. Cuando es necesario, piensas con mucha rapidez.

—Siempre he creído que una buena bofetada es la mejor cura para un ataque de histeria —respondió Vella encogiéndose de hombros.

—Es un método que suele funcionar —asintió Polgara aprobándolo.

Siguieron andando por la calle hasta que Feldegast giró hacia otra apestosa callejuela. Manipuló la cerradura de la puerta de un almacén de madera y los condujo dentro. Una larga rampa descendía hacia un sótano, donde Yarblek y el pequeño bufón retiraron un montón de cajas, dejando a la vista la abertura de un corredor.

Condujeron los caballos hacia el interior del oscuro pasadizo y Feldegast esperó fuera para cerrar la abertura. Cuando el hombrecillo se convenció de que la entrada ya no era visible, se abrió paso entre las cajas y se unió a ellos.

—Ningún hombre descubrirá que hemos pasado por aquí. Ya podemos irnos.

Mientras avanzaban por el pasadizo, tras la llama vacilante de la lámpara de Feldegast, Garion se sumió en tétricas cavilaciones. Había engañado a un hombre que empezaba a considerar como un amigo, lo había abandonado en una ciudad incendiada y asolada por la peste y no estaba en sus manos ayudar a Zakath, pero no se sentía orgulloso de aquella deserción. Sin embargo, era consciente de que no tenía otra opción. Cyradis había sido muy clara. Empujado por la necesidad, volvió la espalda a Mal Zeth e inició el viaje a Ashaba sin vacilar siquiera.

Capítulo 13

La vereda que conducía al norte de Mal Zeth atravesaba una llanura fértil y bien cultivada, donde los cereales recién germinados cubrían la húmeda tierra como un brillante manto verde; el cálido aire primaveral estaba impregnado de la estimulante fragancia de la vegetación. En cierto modo, aquella llanura recordaba los lozanos prados de Arendia o los cuidados campos sendarios. Por supuesto, también había pueblos de encalados edificios, techos de paja y perros ladradores, que salían al camino. El cielo de primavera tenía un intenso color azul salpicado de abultadas nubes blancas, como manadas de ovejas pastando en un prado azul.

El camino semejaba un polvoriento cordón marrón, extendido sobre los campos llanos que lo rodeaban, y doblado un ondulado sobre el terreno que se elevaba en suaves colinas redondeadas.

Aquella luminosa mañana cabalgaban al son cantarín de los cascabeles de las mulas de Yarblek, que servían de acompañamiento a los trinos con que los pájaros saludaban la salida del sol. A sus espaldas una impresionante columna de denso humo negro señalaba el valle donde ardía Mal Zeth.

Garion evitaba mirar atrás. Pero el rey de Riva y sus amigos no eran los únicos que huían de la ciudad asolada por la peste, así que la gente llenaba los caminos. Los cansados viajeros avanzaban hacia el norte solos o en pequeños grupos, rehuyendo cualquier contacto entre sí. Cuando se cruzaban con otros refugiados se apartaban de ellos y caminaban por los campos, regresando al polvoriento camino sólo cuando los dejaban atrás. Tanto las personas como los pequeños grupos viajaban aislados, tan lejos de cualquier extraño como les era posible.

Los senderos que naciendo en el camino se dirigían hacia los brillantes campos verdes estaban bloqueados por barricadas de matorrales, detrás de las cuales campesinos de expresión sombría montaban guardia con palos y ballestas en las manos y ahuyentaban a los viajeros con gritos amenazadores.

—¡Campesinos! —dijo Yarblek con amargura cuando la caravana pasó junto a una de las barricadas—. Son iguales en todo el mundo. Si tienes algo que ofrecerles, se alegran de verte; de lo contrario, se empeñan en ahuyentarte. ¿Creen, acaso, que vamos a entrar en sus miserables aldeas? —añadió, encasquetándose el gorro de piel hasta las orejas con un gesto de disgusto.

—Tienen miedo —explicó Polgara—. Saben que sus aldeas no son lujosas, pero son lo único que tienen y no quieren perderlas.

—Pero ¿crees que las barricadas y las amenazas bastarán para que no les contagien la peste?

—Tal vez —dijo la muchacha—, pero sólo si las han levantado a tiempo.

Yarblek gruñó y se volvió hacia Seda.

—¿Aceptarías una sugerencia? —le preguntó.

—Depende —respondió Seda.

El hombrecillo había vuelto a ponerse su ropa de viaje, oscura y vulgar.

—Entre la peste y los demonios, el aire de este lugar comienza a hacerse irrespirable. ¿Qué te parece si vendiéramos nuestro negocio aquí en Mallorea y esperáramos a que las cosas volvieran a la normalidad?

—No hablarás en serio, Yarblek —respondió Seda—. Los conflictos y la guerra son buenos para los negocios.

—Temía que me contestaras eso —dijo Yarblek, ceñudo.

Un kilómetro aproximadamente más adelante, se encontraron con otra barricada en medio del camino principal.

—¿Qué demonios es esto? —preguntó Yarblek, furioso, y tiró de las riendas de su cabalgadura.

—Iré a ver —respondió Seda, y hundió los talones en los flancos de su caballo.

Garion lo siguió. A unos cincuenta metros de la barricada, aparecieron una docena de campesinos, sucios de barro, vestidos con sacos y armados con ballestas.

—¡Deteneos! —gritó uno de ellos con voz desafiante.

Era un hombre corpulento, de barba espesa y ojos que, por bizcos, parecían mirar en distinta dirección.

—Sólo estamos de paso, amigo —dijo Seda.

—Si queréis pasar, tendréis que pagar peaje.

—¿Peaje? —exclamó Seda—. Éste es un camino real y no hay que pagar peaje.

—Ahora, sí. Vosotros, los de la ciudad, nos habéis explotado y timado durante años y ahora queréis contagiarnos también la peste. Bien, de ahora en adelante tendréis que pagar. ¿Cuánto dinero tenéis?

—Entreténlo —murmuró Garion mientras miraba a su alrededor.

—Bien —le dijo Seda al campesino bizco en un tono de voz que solía reservar para las negociaciones serias—, ¿por qué no lo discutimos?

La aldea, de aspecto sucio y pobre, se alzaba sobre un alcor cubierto de hierba a unos trescientos metros de allí. Garion se concentró e hizo un gesto vago en dirección a la aldea.

—¡Humo! —murmuró entre dientes.

Mientras tanto, Seda seguía regateando con los campesinos armados, intentando ganar tiempo.

—¡Eh...!, perdonadme —interrumpió Garion con educación—, ¿se está quemando algo? —preguntó señalando hacia el pueblo.

Los campesinos se volvieron y miraron horrorizados la columna de humo negro que se elevaba sobre la aldea. Casi todos arrojaron las ballestas dando gritos de espanto y corrieron a campo traviesa en dirección a la supuesta catástrofe. El hombre bizco corrió tras ellos, gritándoles que se quedaran en sus puestos, pero enseguida se volvió y alzó su ballesta con un gesto amenazador. En su cara se dibujaba una expresión de angustia que reflejaba su indecisión entre el deseo de quedarse con el dinero de los viajeros y el de correr hacia la horrible escena de fuego incontrolado que se cernía sobre su casa y las vecinas. Por fin no pudo soportarlo más, arrojó el arma y corrió tras sus compañeros.

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