—Está sobrevalorada —dijo Belgarath mientras se recostaba en su silla ante una jarra de cerveza—. A veces pasan siglos sin que uno tenga enemigos y no tiene nada que hacer más que sentarse a mirar pasar los años.
—¿Sabéis una cosa? —dijo Zakath con una amplia sonrisa—. Hace veinticinco años que no me sentía tan bien. Es como si me hubieran quitado un gran peso de encima.
—Tal vez sea un efecto secundario del veneno —sugirió Velvet con ironía—. Descansa mucho y se te pasará en uno o dos meses.
—¿Siempre es así la margravina? —preguntó Zakath.
—No, a veces es peor —respondió Seda, malhumorado.
Salieron de la tienda y Garion miró a su alrededor buscando su caballo, un noble ruano con hocico largo y puntiagudo, pero el caballo no aparecía por ninguna parte. De improviso se dio cuenta de que alguien había colocado su silla y sus alforjas sobre el lomo de otro animal, un caballo de regalo de color negro con manchas blancas.
Asombrado, se volvió hacia Zakath, que lo observaba con atención.
—¿Qué significa esto? —preguntó.
—Es sólo una pequeña muestra de mi infinito respeto, Garion —dijo Zakath con los ojos brillantes—. Tu ruano no estaba mal, pero no era un caballo digno de un rey. Un monarca necesita un animal regio y creo que Chretienne te servirá admirablemente en cualquier situación de protocolo.
—¿Chretienne?
—Es su nombre. Ha sido el orgullo de mi establo aquí, en Cthol Murgos. ¿Tienes establos tú en Riva?
—Mi reino es una isla —rió Garion— y estamos más interesados en barcos que en caballos. —Miró al altivo tordo que, con el cuello inclinado, cabeceaba y escarbaba la tierra con una pata. Agradecido, estrechó con afecto la mano del emperador y le dijo—: Éste es un regalo espléndido, Zakath.
—Por supuesto. Yo también soy un tipo espléndido, ¿no lo habías notado? Móntalo, Garion. Siente el viento en la cara y permite que el trueno de sus cascos haga bullir tu sangre.
—Bien —dijo Garion mientras intentaba controlar su ansiedad—, tal vez deberíamos empezar a conocernos.
—Por supuesto —respondió Zakath, sonriendo alegremente.
Garion se acercó al caballo tordo, que lo miraba con serenidad, como animándole a cabalgar.
—Creo que compartiremos la silla durante algún tiempo —le dijo al animal.
Chretienne dio un relincho y empujó suavemente a Garion con el hocico.
—Quiere cabalgar —dijo Eriond—. Si no te importa, cabalgaré contigo. Caballo también quiere correr.
—De acuerdo —asintió Garion—. Vamos.
Cogió las riendas, apoyó el pie en el estribo y montó. El caballo tordo inició el trote incluso antes de que Garion acabara de acomodarse.
Era una experiencia nueva. Garion había cabalgado durante muchas horas, a veces incluso semanas enteras. Como buen sendario, siempre había cuidado bien a sus caballos, pero nunca había sentido un apego personal hacia ellos. Para él, los caballos eran una simple necesidad, un medio para trasladarse de un sitio a otro, y nunca había pensado que cabalgar pudiera ser un placer. Sin embargo, con aquel caballo, Chretienne, todo era muy distinto. El contacto con los grandes músculos del caballo, contrayéndose bajo su cuerpo mientras galopaba sobre la hierba quemada por el frío, le hacía sentir una extraña emoción. Cabalgaron hacia una colina, seguidos por el caballo zaino de Eriond. Al llegar a la cima, Garion se sentía agitado, pero rebosante de alegría.
—Ahora lo sabes, ¿verdad? —preguntó Eriond con una gran sonrisa.
—Sí —rió Garion—. Ahora lo sé. Me pregunto cómo he podido vivir sin esto durante tantos años.
—Necesitabas el caballo adecuado —dijo Eriond, y luego le dirigió una profunda mirada—. Sabes que nunca volverás a ser el mismo, ¿verdad?
—No importa —respondió Garion—, ya me estaba cansando de ser como era. —Señaló hacia una cadena de montañas que se recortaban contra el intenso cielo azul, a unos cinco kilómetros de allí—. ¿Por qué no vamos a ver qué hay del otro lado? —sugirió.
—¿Por qué no? —rió Eriond.
Y lo hicieron.
El personal del emperador estaba bien organizado. Un grupo de soldados se adelantó para preparar el campamento donde pasarían la noche, justamente a mitad de camino de la costa. A la mañana siguiente, la columna partió al rayar el día, cabalgando sobre un camino blanco de escarcha bajo un intenso cielo azul. Por fin, a última hora de la tarde, subieron a lo alto de un monte desde donde se divisaba el Mar del Este, que, bajo el sol invernal, se extendía encrespado y azul, contra el fondo de nubes amarillentas del lejano horizonte. Dos docenas de barcos con banderas rojas aguardaban atracados en una bahía baja e irregular. Garion miró con asombro a Zakath.
—Otra muestra de la vulgar ostentación de la que te he hablado —dijo el emperador encogiéndose de hombros—. Ordené que enviaran esta flota desde el puerto de Cthan. Una docena de esos barcos están aquí para transportar a todos los aduladores y parásitos, así como a gente más humilde que realmente cumple con su trabajo. La otra docena está para escoltar a los invitados reales con la debida ostentación. La pompa es necesaria, Garion. De lo contrario, la gente podría confundir a un rey o a un emperador con un hombre honesto.
—Esta tarde estás de un humor extraño.
—Tal vez sea otro de los efectos secundarios del veneno que mencionó Liselle. Esta noche dormiremos a bordo y mañana zarparemos temprano.
Garion asintió, tiró de las riendas y acarició el cuello de Chretienne con una extraña sensación de pesadumbre.
Fueron conducidos a una nave magnífica. Los camarotes, muy distintos a los de los barcos en que había viajado Garion, eran casi tan amplios como las habitaciones de una casa grande. Le llevó un tiempo darse cuenta de las razones de esta diferencia. Los demás barcos solían tener camarotes pequeños porque destinaban la mayor parte del espacio a la carga. Sin embargo, la única carga de aquel barco era el emperador de Mallorea.
Aquella misma noche cenaron en el comedor del palacio flotante de Zakath y la langosta fue el plato principal. Durante la semana, Garion había estado tan pendiente del extravagante emperador que no había tenido oportunidad de hablar con sus amigos, así que cuando se sentaron a la mesa, eligió un sitio alejado de Zakath. Se sentó con alivio entre Polgara y Durnik, mientras Ce'Nedra y Velvet entretenían al emperador con su graciosa charla femenina.
—Pareces cansado, Garion —señaló Polgara.
—He estado en tensión —respondió él—. Ojalá ese hombre no fuera tan voluble. Cada vez que creo que comienzo a entenderlo, se transforma en otra persona.
—No es conveniente intentar clasificar a la gente, cariño —le aconsejó ella con suavidad, mientras le acariciaba el brazo—. Es el primer síntoma de una mente limitada.
—¿Es necesario que comamos esto? —preguntó Durnik, disgustado, mientras señalaba con el cuchillo la langosta roja de pinzas como garras que parecía mirarlo desde el plato.
—Para eso están los cascadores, Durnik —explicó Polgara con tono comprensivo—. Tienes que romper el caparazón con ellos.
—No pienso comerme algo que parece un enorme bicho rojo —dijo Durnik con desacostumbrada vehemencia mientras apartaba el plato—. Tengo mis principios.
—La langosta es considerada como una exquisitez, Durnik —dijo ella.
—También hay gente que come caracoles —gruñó el herrero.
Los ojos de Polgara brillaron como ascuas, pero pronto recuperó el control y continuó hablando con el mismo tono comprensivo.
—Estoy segura de que si devolvemos el plato, te traerán otra cosa.
Él le dedicó una mirada fulminante. Garion observó a los dos hechiceros y decidió que los conocía lo suficiente como para poder inmiscuirse en sus problemas.
—¿Qué te pasa, Durnik? —preguntó con brusquedad—. Estás más enfadado que un perro con dolor de muelas.
—Nada —respondió Durnik, furioso.
Garion comenzó a atar cabos. Recordó el ruego de Cyradis a tía Pol en lo referente a Toth. Miró primero al gigante, que estaba sentado a la mesa con la cabeza gacha, como si pretendiera pasar inadvertido, y luego otra vez a Durnik, que se había sentado lo más lejos posible de su antiguo amigo.
—¡Oh! —dijo—, creo que ya entiendo. Tía Pol te ha dicho algo que no querías oír. Una persona a quien apreciabas te hizo enfadar, tú le dijiste cosas que preferirías no haberle dicho y luego descubriste que lo que hizo era inevitable y, además, conveniente. Ahora te gustaría hacer las paces con él, pero no sabes cómo hacerlo. ¿Por eso te comportas de ese modo y eres tan grosero con tía Pol?
Durnik lo miró asombrado. Su cara palideció y luego se le subieron los colores a las mejillas.
—No tengo por qué escuchar estas cosas —dijo, y se puso de pie, indignado.
—¡Oh, siéntate, Durnik! —dijo Garion—. Todos nos queremos demasiado como para comportarnos de este modo. En lugar de avergonzarte y ponerte de mal humor, ¿por qué no piensas en lo que debes hacer para arreglar las cosas?
Durnik miró a Garion, pero enseguida bajó los ojos, con la cara encendida.
—Lo he tratado muy mal, Garion —musitó mientras se hundía en su silla.
—Lo sé —dijo Garion—, pero sólo porque no podías comprender sus razones para hacer lo que hizo. De hecho, yo tampoco las entendí hasta anteayer, cuando Zakath por fin cambió de idea y decidió llevarnos a Mal Zeth. Cyradis sabía que iba a hacerlo y por eso ordenó a Toth que nos entregara a los hombres de Atesca. Ella quiere que encontremos el Sardion y nos enfrentemos con Zandramas, así que va a ayudarnos a hacerlo. Toth hace lo que ella considera que debe hacerse, de modo que, en estas circunstancias, no podríamos encontrar un amigo mejor.
—¿Qué puedo hacer, después de la forma en que lo he tratado?
—Sé sincero. Admite que estabas equivocado y pídele perdón. —La expresión de Durnik se endureció—. No tienes por qué hacerlo con palabras —dijo Garion con tono paciente—. Tú y Toth os habéis entendido sin palabras durante meses. —Miró hacia el techo bajo con aire pensativo—. Este es un barco y pronto zarparemos. ¿Crees que habrá peces en este océano?
Durnik respondió con una súbita sonrisa y Polgara suspiró con aire melancólico.
—¿Cómo has dicho que se pela este bicho, Pol? —preguntó el herrero casi con timidez mientras señalaba la langosta de aspecto amedrentador que tenía en el plato.
Zarparon de la costa de Hagga en dirección al nordeste y pronto dejaron atrás el invierno. En algún momento del viaje cruzaron la línea imaginaria equidistante de los polos y definitivamente entraron en el hemisferio norte. Durnik y Toth reanudaron su amistad, al principio con timidez pero luego con creciente confianza, y viajaron la mayor parte del tiempo en la popa, sondeando el mar con cañas de brillantes anzuelos y diversas carnadas cogidas en la cocina.
Zakath siguió mostrándose divertidamente jocoso, aunque sus conversaciones con Polgara y Belgarath giraban siempre en torno a la naturaleza de los demonios, un tema nada divertido. Un día, después de una semana de navegación, un criado se acercó a Garion, que estaba junto a la baranda contemplando la danza del viento sobre las resplandecientes olas, y le dijo que el emperador quería verlo. Garion se dirigió al camarote de popa que servía de sala de audiencias a Zakath. Como casi todos los camarotes de aquel barco, era una estancia amplia y decorada de forma ostentosa. Gracias a las grandes ventanas que daban a popa, era también una sala luminosa y bien ventilada. Tenía cortinas de terciopelo rojo y una alfombra malloreana de intenso color azul. Zakath llevaba una túnica de lino blanca, como de costumbre, y estaba sentado en un sofá de piel situado en un extremo del camarote, mirando la estela del barco, los rizos de las olas y la bandada de gaviotas que perseguían a la nave. La gata ronroneaba sobre su regazo, mientras el emperador la acariciaba con aire distraído.
—¿Querías verme, Zakath? —le preguntó Garion al entrar.
—Sí, pasa, Garion —respondió el malloreano—. No te he visto mucho en los últimos días. ¿Estás enfadado conmigo?
—No —respondió Garion—, pero tú has estado ocupado aprendiéndolo todo sobre los demonios. Yo no sé demasiado de ellos, así que no podría haber agregado nada a vuestras discusiones.
Garion cruzó el camarote en dirección a Zakath, pero de repente se detuvo para liberarse de un gatito juguetón que intentaba trepar por su pierna izquierda.
—Les encanta saltar —sonrió Zakath.
—Zith no está por aquí, ¿verdad? —preguntó Garion súbitamente alarmado.
—No —rió Zakath—, Sadi ha descubierto la forma de obligarla a quedarse en casa. —Miró a Garion de una forma extraña—. ¿Es tan peligrosa como dicen?
Garion hizo un gesto afirmativo.
—En Rak Urga mordió a un grolim —dijo— y lo mató en menos de treinta segundos.
Zakath se estremeció.
—No se lo digas a Sadi —dijo—, pero las serpientes me ponen la piel de gallina.
—Cuéntaselo a Seda. Él puede darte una verdadera conferencia sobre sus razones para odiarlas.
—Es un hombrecillo extraño, ¿no es cierto?
—¡Oh!, sí —sonrió Garion—. Su vida está llena de peligros y emoción, por eso sus nervios están tan tensos como las cuerdas de un laúd. A veces es algo excéntrico, pero después de un tiempo te acostumbras a él. —Dirigió una mirada crítica a Zakath—. Tienes un aspecto muy saludable —observó mientras se sentaba en el otro extremo del sofá de piel—. El aire del mar te sienta bien.
—No creo que mi aspecto se deba al aire, Garion, sino a que he estado durmiendo de ocho a diez horas cada noche.
—¿Durmiendo? ¿Tú?
—Es asombroso, ¿verdad? —La expresión de Zakath se volvió sombría de repente—. Preferiría que esto no siguiera así, Garion.
—Por supuesto.
—¿Urgit te contó lo que me sucedió cuando era joven?
—Sí —asintió Garion.
—Mi costumbre de dormir poco viene de esa época. La cara de una mujer que había amado mucho comenzó a aparecérseme en sueños y dormir se convirtió en una verdadera agonía.
—Pero, ¿esas visiones no disminuyeron ni siquiera después de treinta años?
—En absoluto. Vivía obsesionado por la tristeza, la culpa y los remordimientos. Lo único que me importaba era vengarme y el sable de Cho-Hag me privó de esa oportunidad. Había planeado una docena de muertes diferentes para ese loco, cada una más horrible que la otra, pero él me ganó por la mano muriéndose tranquilamente en una batalla.