Las calles del otro lado de la plaza estaban flanqueadas por casas más grandes y señoriales que las que habían visto a la entrada de la ciudad. Sin embargo, era obvio que los escultores malloreanos tenían un talento limitado, pues las filigranas de argamasa que adornaban los portales de las casas eran rústicas y carentes de gracia.
—Éste es el barrio de los sargentos —dijo Zakath lacónicamente.
La ciudad parecía extenderse hasta el infinito. A intervalos regulares, encontraban plazas, tiendas o mercados, todos llenos de gente con túnicas amplias y de brillantes colores que parecían representar al malloreano típico. Cuando dejaron atrás la última de las casas de los sargentos y los civiles de categoría equivalente, llegaron a una zona soleada con árboles y jardines donde las fuentes resplandecían bajo el sol y los amplios paseos estaban rodeados de setos verdes cuidadosamente esculpidos, intercalados con cerezos cuajados de flores de color rosa que temblaban bajo la suave brisa.
—¡Qué hermoso! —exclamó Ce'Nedra.
—También tenemos algunas bellezas en Mal Zeth —dijo Zakath—. Nadie, ni siquiera un arquitecto militar, puede hacer una ciudad grande como ésta uniformemente fea.
—Los barrios de los oficiales no tienen un aspecto tan serio —le explicó Seda a la menuda reina.
—¿Ya conocías Mal Zeth, Alteza? —preguntó Brador.
Seda respondió con un gesto afirmativo.
—Mi socio y yo tenemos una tienda aquí —dijo—, aunque más que una tienda es un centro de recogida de mercancías. En Mal Zeth es difícil hacer negocios. Hay demasiadas normas.
—¿Me permites que te pregunte qué rango os asignaron? —preguntó el funcionario de cara redonda.
—Somos generales —respondió Seda con presunción—. Yarblek quería que nos consideraran mariscales de campo, pero a mí me pareció que el gasto necesario para acceder a esa jerarquía no se justificaba.
—¿Acaso las jerarquías están a la venta? —preguntó Sadi.
—En Mal Zeth todo está a la venta —respondió Seda—. En muchos aspectos se parece a Tol Honeth.
—No demasiado —dijo Ce'Nedra con firmeza.
—Sólo en términos generales, Majestad —se apresuró a asentir él—. Mal Zeth nunca ha sido honrada por la presencia de una hermosa princesa imperial que brilla como una piedra preciosa y cuyo esplendor supera al del mismo sol.
Ce'Nedra le dirigió una mirada fulminante y le volvió la espalda.
—¿Qué he dicho? —le preguntó el hombrecillo a Garion, ofendido.
—La gente siempre desconfía de ti, Seda —le explicó Garion—. No pueden evitar pensar que les estás tomando el pelo. Creí que ya lo sabías.
—Nadie me comprende —protestó Seda con un dramático suspiro.
—¡Oh!, creo que sí que te comprenden.
Las plazas y bulevares que había al otro lado de la zona arbolada eran aún más lujosos. Las casas eran amplias y no estaban adosadas unas a las otras. Sin embargo, seguían guardando cierta similitud entre sí, una especie de severa uniformidad que parecía indicar que los hombres de la misma jerarquía debían tener casas iguales.
Otra amplia zona de árboles y jardines seguía a las mansiones de los generales y comerciantes del mismo rango, y detrás de aquella cortina verde se alzaba una ciudad de mármol de considerables dimensiones, con sus propias murallas y puertas bruñidas.
—El palacio imperial —dijo Zakath con tono indiferente—. ¿Qué habéis hecho allí? —le preguntó a Brador con una mueca de disgusto, señalando una hilera de altos edificios que se alzaban por encima de la muralla sur.
Brador carraspeó con delicadeza.
—Son las oficinas burocráticas, Majestad —respondió con naturalidad—. Supongo que recordarás que autorizaste su construcción después de la batalla de Thull Mardu.
—No esperaba algo tan grande —dijo Zakath.
—Somos muchos, Majestad, y consideramos que si cada Departamento tenía su propio edificio, la armonía sería mayor. —Brador se sentía culpable a juzgar por su expresión—. Necesitábamos el espacio —le dijo a Sadi puesto a la defensiva—. Estábamos apiñados con los militares y muchas veces gentes de distintos Departamentos tenían que compartir el mismo despacho. Es mucho mejor así, ¿no crees?
—Preferiría que no me involucraras en esta discusión, excelencia —respondió Sadi.
—Me dirigía a ti porque tienes una gran experiencia en tratar asuntos de estado —explicó Brador.
—El palacio de Salmissra es algo único —dijo Sadi—. Nos gusta estar apiñados, pues de ese modo tenemos oportunidad de espiar, conspirar, asesinar y cumplir con todas las demás funciones normales del gobierno.
Cuando se acercaron a las puertas del complejo imperial, Garion se sorprendió al ver que las gruesas verjas de hierro estaban bañadas en oro. Su modesta formación sendaria lo hacía estremecerse ante aquel lujo sin sentido. Ce'Nedra, sin embargo, miró las lujosas verjas con gesto aprobatorio.
—No podrías moverlas —le avisó Seda.
—¿Qué? —preguntó ella con aire ausente.
—Las verjas. Son demasiado pesadas para robarlas.
—Cierra el pico, Seda —dijo ella sin dejar de mirar las puertas con admiración.
De repente, Seda se echó a reír a carcajadas. La joven reina le respondió con una mirada fulminante.
—Creo que iré a ver por qué se retrasa Belgarath —dijo el hombrecillo.
—Hazlo —respondió, y luego se volvió hacia Garion que intentaba disimular una sonrisa—. ¿He dicho algo gracioso?
—No, cariño —se apresuró a responder él—. Sólo estaba gozando de la vista.
El destacamento de guardias que custodiaba las puertas no tenía la vistosidad de los ceremoniosos guardias de Tol Honeth. Llevaban brillantes cotas de malla sobre las típicas túnicas rojas, pantalones amplios embutidos dentro de botas altas hasta la rodilla y cascos en forma de cono. Sin embargo, su aspecto era absolutamente marcial y recibieron a Zakath con los debidos saludos militares. Cuando el emperador atravesó las puertas doradas, las trompetas anunciaron su entrada con una resonante fanfarria.
—Siempre he odiado esto —le dijo el monarca malloreano a Garion en tono confidencial—. Ese ruido me perfora los oídos.
—A mí me molestaba que la gente me siguiera siempre por si necesitaba algo —respondió Garion.
—Eso puede resultar útil.
—A veces —asintió Garion—, aunque en una ocasión uno de ellos me arrojó un cuchillo a la espalda.
—¿De veras? Yo creía que todo el mundo te adoraba.
—Fue un malentendido. El joven y yo tuvimos una charla al respecto y prometió no volver a hacerlo nunca más.
—¿Eso es todo? —preguntó Zakath, atónito—. ¿No lo hiciste ejecutar?
—Por supuesto que no. Una vez que nos comprendimos, se comportó con enorme lealtad. —Garion suspiró con tristeza—. Lo mataron en Thull Mardu.
Los edificios de mármol del complejo imperial respondían a una mezcla de estilos arquitectónicos contradictorios que iban de lo sobriamente práctico a lo elaboradamente recargado. Por alguna razón, a Garion le recordaron la gran conejera del palacio del rey Anheg, en Val Alorn. Aunque el palacio de Zakath no estaba formado por un solo edificio, las distintas estructuras estaban unidas entre sí con paseos jalonados de columnas y galerías que atravesaban parques llenos de estatuas y glorietas de mármol.
Zakath los guió por aquel confuso laberinto hasta el mismo centro del poder de la extensa Mallorea.
—La residencia de Kallath, el Unificador —anunció el emperador con pomposa ironía—, mi reverenciado antecesor.
—¿No es un poco ostentosa? —preguntó Ce'Nedra, que todavía no estaba dispuesta a admitir que Mal Zeth superara en belleza a la casa de su niñez.
—Por supuesto que sí —respondió el malloreano—, pero la ostentación era necesaria. Kallath tenía que demostrar su superioridad a los generales y en Mal Zeth la posición se refleja en la casa en que uno vive. Kallath era un verdadero bribón, un usurpador y un hombre sin escrúpulos, así que debía manifestar su poder con otros medios.
—¿No amas la política? —le dijo Velvet a Ce'Nedra—. Es el único campo donde el ego tiene posibilidades ilimitadas... siempre que el tesoro nacional lo aguante.
—Debería ofrecerte un puesto en mi gobierno, margravina Liselle —rió Zakath—. Creo que nos vendría bien una «moderadora» oficial, alguien capaz de acabar con nuestros delirios de grandeza.
—¡Oh!, gracias, Majestad —dijo ella con una sonrisa—, si no fuera por mis compromisos con la familia real, aceptaría ese puesto. Suena muy divertido.
—¿Dónde estabas cuando yo necesitaba una esposa? —preguntó él con un burlón suspiro de pena.
—Probablemente en la cuna, Majestad —respondió ella con tono de inocencia.
—Eso es muy duro —la acusó él.
—Sí —asintió ella—, pero no deja de ser cierto.
Zakath volvió a reír y miró a Polgara.
—Voy a robártela —declaró.
—¿Para que sea la bufona de la corte, Kal Zakath? —preguntó Liselle con una expresión que ya no era tan divertida—. ¿Para que te entretenga con insultos y bromas ingeniosas? No, no lo creo. Hay otra faceta en mí que no te gustaría. Me llaman Velvet y todos piensan que soy como una suave mariposa, pero esta mariposa produce una picadura venenosa. Mucha gente lo descubrió cuando ya era demasiado tarde.
—Compórtate, cariño —murmuró Polgara—, y no reveles secretos de estado en un momento de ofuscación.
—Sí —respondió Velvet mientras bajaba los ojos con actitud sumisa.
Zakath la miró, pero no respondió. Desmontó y tres mozos corrieron a su lado para coger las riendas del caballo.
—Venid —les dijo a Garion y a sus amigos, y dirigió una astuta mirada de soslayo a Velvet—. Espero que la margravina me disculpe por sentirme orgulloso de mi casa, como lo hace casi todo el mundo, por modesta que sea su residencia.
Ella dejó escapar una risita cristalina.
Garion desmontó y se despidió de Chretienne con una palmada de afecto en el cuello. Luego le entregó las riendas a un mozo con una punzada de dolor casi tangible.
Entraron en el palacio por las amplias puertas bañadas en oro y de pronto se encontraron en medio de una bella rotonda abovedada, similar en su diseño a la del emperador de Tol Honeth, aunque sin los bustos de mármol que hacían que la entrada del palacio de Varanna pareciera un mausoleo. Un grupo de oficiales y funcionarios civiles aguardaban al emperador, cada uno de ellos con una pila de importantes documentos en las manos.
—Creo que tendremos que aplazar la excursión —dijo Zakath con un suspiro— De todos modos, estoy seguro de que querréis bañaros, cambiaros de ropa y descansar un poco antes de empezar con las formalidades. Brador, ¿serías tan amable de llevar a nuestros invitados a sus habitaciones y ordenar que les preparen un almuerzo ligero?
—Por supuesto, Majestad.
—Creo que el ala este les resultará agradable. Está lejos del tumulto de esta parte del palacio.
—Yo había pensado lo mismo, Majestad.
—Cenaré con vosotros esta noche —prometió Zakath con una sonrisa—. Una cena ligera e íntima con no más de doscientos o trescientos invitados —añadió con ironía. Luego miró con una mueca de disgusto a los nerviosos oficiales que se apiñaban a su lado—. Hasta esta noche, pues.
—Es un sitio inmenso —observó Belgarath cuando llevaban andando diez minutos.
El anciano casi no había hablado desde que llegaron a la ciudad. Durante el viaje había estado sumido en su característico sopor, aunque Garion sabía que a los ojos entornados de su abuelo no se les escapaba nada.
—Sí —asintió Brador—. Kallath, el primer emperador, tenía delirios de grandeza.
—Ésa es una afección común a muchos gobernantes —gruñó Belgarath—. Creo que tiene que ver con la inseguridad.
—Dime, Brador —dijo Seda—, he oído por ahí que la policía secreta del estado está bajo la jurisdicción de tu Departamento, ¿es eso cierto?
Brador asintió con una sonrisa de modestia.
—Es una de mis numerosas responsabilidades, príncipe Kheldar —respondió— Necesito saber qué es lo que ocurre en el imperio para poder controlar las cosas, así que me vi obligado a organizar un pequeño servicio de inteligencia, aunque nada parecido al de la reina Porenn, por supuesto.
—Con el tiempo crecerá —le aseguró Velvet—. Por alguna razón, siempre ocurre así.
El ala este del palacio estaba algo apartada del resto de los edificios del complejo y encerraba un patio pequeño con un estanque en el centro, donde se reflejaban las flores de las plantas exóticas. Pequeños colibríes saltaban de flor en flor añadiendo luz y color a la escena.
Los ojos de Polgara se iluminaron cuando Brador abrió la puerta de la habitación que compartiría con Durnik. Detrás de la arcada de la salita principal había una gran bañera empotrada en el suelo, desde donde se elevaban nubecillas de vapor.
—¡Cielos! —exclamó ella—. Por fin llegamos a la civilización.
—Intenta no pasarte el día en el agua, Polgara.
—De acuerdo, padre —respondió ella con aire ausente sin dejar de mirar, arrobada, la bañera de cálidos vapores.
—¿Tan importante es? —preguntó él.
—Sí, padre —respondió ella.
—Tiene un prejuicio irracional contra la suciedad —dijo sonriendo a los demás—. Yo, por el contrario, siempre le he tenido apego.
—Eso resulta obvio —dijo ella. Luego se detuvo—. A propósito, Viejo Lobo —dijo con tono crítico mientras los demás comenzaban a salir—, si tu habitación goza de las mismas comodidades que ésta, creo que tú también deberías hacer uso de ellas.
—¿Yo?
—Hueles mal, padre.
—No, Pol —le corrigió él—. Tú hueles mal, yo apesto.
—Con más razón. Lávate, padre —insistió ella mientras comenzaba a quitarse los zapatos.
—He llegado a pasar diez años sin bañarme —declaró él.
—Sí, padre —dijo ella—, lo sé. Los dioses son testigos de que lo sé. Ahora —dijo en tono resuelto—, si me disculpáis... —añadió mientras comenzaba a desabotonarse el vestido.
Las habitaciones destinadas a Garion y Ce'Nedra eran incluso más lujosas que las de Polgara y Durnik. Mientras Garion recorría las amplias estancias, examinando sus muebles, Ce'Nedra se dirigió directamente a la bañera con expresión soñadora, arrojando las ropas al suelo por el camino. En el pasado, Garion solía escandalizarse ante la naturalidad con que su mujer se desnudaba. Él no tenía nada contra su cuerpo, pero Ce'Nedra parecía olvidar que su desnudez no siempre era oportuna. Garion recordó con un estremecimiento la vez en que el embajador de Sendaria entró en las habitaciones reales en el momento justo en que Ce'Nedra se estaba probando unas prendas que le había enviado la modista aquella mañana. Con absoluta tranquilidad, la reina se probó varios vestidos delante del embajador, pidiéndole su opinión. El embajador, un formal y correcto caballero sendario de más de setenta años, sufrió más sobresaltos aquella noche que en los cincuenta últimos años de su vida, y en su siguiente informe al rey Fulrach pidió que lo retiraran del cargo.