—No —dijo Garion—, su muerte fue peor que cualquiera de las que tú pudieras haber planeado. Cho-Hag me lo contó. Taur Urgas estaba totalmente loco antes de que Cho-Hag lo matara, pero vivió lo suficiente para darse cuenta de que habían acabado con él. Murió arañando y mordiendo la tierra de rabia. No podía soportar que alguien lo derrotara.
—Sí —dijo Zakath tras reflexionar un momento—, debe de haber sido horrible. Creo que ya no me siento tan decepcionado.
—¿Crees que la desaparición de ese fantasma que te obsesionaba se debe al descubrimiento de que Urgit no era un Urga?
—No, Garion, no creo que haya tenido nada que ver con eso, pues ahora, en lugar de aquella cara, veo otra.
—¡Ah!, ¿sí?
—La cara de una mujer con los ojos vendados.
—¿Cyradis? Creo que no es conveniente que pienses en ella de ese modo.
—No me entiendes, Garion. Apenas es una niña, pero ha traído más paz y tranquilidad a mi vida de lo que nunca hubiera creído posible. Duermo como un niño y, durante el día, tengo una sensación permanente de euforia. —Sacudió la cabeza—. Para serte franco, no sé si podré resistir esto mucho tiempo más, pero por alguna misteriosa razón, no puedo evitar sentirme así.
Garion clavó la vista en el otro lado de la ventana, sin fijarse en el resplandor del sol sobre las olas y las gaviotas que revoloteaban en el cielo. De repente tuvo una idea tan clara que enseguida supo que tenía que ser verdad.
—Es que has llegado a la encrucijada de la que habló Cyradis y estás siendo premiado porque has elegido el camino correcto.
—¿Premiado? ¿Por quién?
—No sé si estarás preparado para recibir esa información —rió Garion—. ¿Podrías creer que es Cyradis quien te hace sentirte tan bien?
—En cierto modo, sí.
—Es una cuestión más profunda, pero por algo se empieza. —Garion miró al perplejo malloreano—. Tú y yo estamos involucrados en un asunto del que no tenemos ningún control —dijo con seriedad—. Yo ya he pasado por esto antes, así que intentaré advertirte de las sorpresas que te esperan en el camino. Intenta mantener la mente abierta a una visión del mundo diferente. —Reflexionó un poco más—. Ya que tenemos que trabajar juntos, al menos durante un tiempo, creo que deberíamos ser amigos —añadió extendiendo la mano derecha.
—¿Por qué no? —rió Zakath mientras estrechaba la mano de Garion con fuerza—. Me parece que estamos tan locos como Taur Urgas, pero ¿por qué no? Somos los dos hombres más poderosos del mundo y deberíamos ser enemigos, pero tú me ofreces tu amistad. Bueno, ¿por qué no?
—Tenemos enemigos peores, Zakath —dijo Garion ya más serio—, y todos tus ejércitos y los míos no servirán de nada cuando lleguemos a nuestro destino.
—¿Y cuál es nuestro destino, joven amigo?
—Lo llaman «el lugar que ya no existe».
—Justamente quería preguntarte qué significa eso. La frase es una contradicción en sí misma. ¿Cómo puedes ir a un sitio que ya no existe?
—No lo sé —dijo Garion—. Te lo diré cuando hayamos llegado.
Dos días después desembarcaban en Mal Gemila, un puerto de la Antigua Mallorea, y siguieron el viaje a caballo. Cabalgaron en dirección este sobre una cuidada carretera que cruzaba una bonita llanura verde. Les abría paso un regimiento de caballeros envueltos en capas rojas, que cabalgaban a paso rápido, dejando atrás al séquito del emperador. A lo largo del camino encontraron varias posadas, no muy distintas de los hostales tolnedranos que jalonaban los caminos del Oeste. Los guardias imperiales echaban con brusquedad a otros huéspedes para dejar habitaciones libres para el emperador y su séquito.
Mientras cabalgaban, día tras día, Garion comenzó a comprender por qué siempre se hablaba de la «extensa Mallorea». Las llanuras de Algaria, que siempre había considerado increíblemente grandes, ahora le parecían insignificantes. Los picos nevados de las montañas dalasianas, que se alzaban al sur del camino, elevaban sus cumbres nevadas hacia el cielo. A medida que se internaban en aquel vasto territorio, Garion se sentía cada vez más insignificante.
Mientras tanto, Ce'Nedra parecía experimentar una sensación similar y era evidente que no le gustaba mucho. Sus comentarios se volvieron sarcásticos y maliciosos. Las ropas amplias de los campesinos le parecían rústicas y encontraba defectos a los arados de rejas múltiples que removían kilómetros de tierra al mismo tiempo mientras las manadas de vacas pacían tranquilamente. La comida no le gustaba e incluso se quejaba del agua, tan clara como el cristal y fresca como si saliera de una fuente de las montañas tolnedranas.
Aquella soleada mañana, la última del viaje desde Mal Gemila, Seda cabalgaba a su lado con expresión maliciosa.
—Ten cuidado, Majestad —le advirtió con ironía mientras se acercaban a la cuesta de una montaña cubierta de una hierba tan lozana que parecía una fina alfombra verde—. La primera visión de Mal Zeth suele cegar al viajero desprevenido. ¿Por qué no te cubres un ojo con la mano? De ese modo, al menos, podrás preservar la mitad de tu vista.
Ce'Nedra se irguió en su silla con una expresión fría, un gesto que sin duda habría resultado mucho más dramático si hubiese sido un poco más alta.
—Eso no nos causa ninguna gracia, príncipe Kheldar, y no esperamos descubrir que una ciudad bárbara en los confines del mundo pueda rivalizar con los esplendores de Tol Honeth, la única ciudad verdaderamente imperial en el...
Pero de repente se interrumpió, al tiempo que todos los demás se detenían.
Al otro lado de la montaña, la ciudad de Mal Zeth se extendía a lo largo de kilómetros y kilómetros de una inmensa vega. Las calles eran tan rectas como las tensas cuerdas de un laúd y los edificios resplandecían bajo el sol. Aunque no había mármol suficiente en el mundo para construir una ciudad tan grande, la gruesa capa de argamasa blanca que cubría las casas parecía concentrar el reflejo de la luz, deslumbrando la vista. Era un paisaje extraordinario.
—No es gran cosa —dijo Zakath con un exagerado tono de modestia—, sólo una pequeña ciudad a la que consideramos nuestra casa. —Miró la pequeña cara pálida de Ce'Nedra con expresión astuta—. Será mejor que nos demos prisa, Majestad. Aún queda medio día de viaje para llegar al palacio.
Las gruesas puertas de Mal Zeth, al igual que las de Tol Honeth, eran de bronce bruñido. La ciudad que se extendía al otro lado, sin embargo, era muy distinta a la capital del imperio tolnedrano. Los edificios guardaban una extraña similitud entre sí y estaban tan pegados unos a otros que las anchas avenidas parecían flanqueadas por sólidas paredes cubiertas de una capa de argamasa, interrumpidas sólo por profundos portales en arco con estrechas escaleras que conducían a las azoteas. En algunos sitios, el revocado se había desconchado, revelando que las paredes de las casas eran de madera. Durnik, que creía que todos los edificios estaban construidos en piedra, advirtió este hecho con una mirada de desaprobación.
Cuando se internaron aún más en la ciudad, Garion notó la falta casi total de ventanas.
—No es mi intención criticar tu ciudad —le dijo a Zakath—, pero ¿no crees que tiene un aspecto muy monótono? —Zakath lo miró con curiosidad—. Todas las casas son iguales y no hay muchas ventanas.
—¡Ah! —sonrió Zakath—, ésa es la desventaja de dejar la arquitectura en manos de los militares. Ellos son grandes defensores de la uniformidad y las ventanas no tienen cabida en sus fortificaciones. Sin embargo, todas las casas tienen su pequeño jardín y las ventanas dan a él. En verano la gente pasa la mayor parte del tiempo en los jardines o en las azoteas.
—¿Toda la ciudad es igual? —preguntó Durnik mirando las pequeñas casitas apiñadas.
—No —respondió Zakath—. Este barrio fue construido para los caporales. Las calles reservadas a los oficiales son un poco más ostentosas y aquellas donde viven los particulares y los trabajadores son mucho más miserables. Los militares suelen tener muy presentes las jerarquías y las apariencias que corresponden a cada rango.
Cerca de allí, en una calle lateral, una mujer rubicunda reñía a voz en grito a un hombre flacucho y con expresión estúpida mientras un grupo de soldados sacaban muebles de una casa y los cargaban en un carro desvencijado.
—¿Por qué tuviste que hacerlo, Actas? —gritaba furiosa la mujer—. ¿Por qué tuviste que emborracharte e insultar a tu capitán? ¿Qué será de nosotros ahora? Me he pasado todos estos años viviendo en una inmunda casucha esperando que te ascendieran, y cuando pensaba que las cosas iban a mejorar, tuviste que emborracharte para que volvieran a convertirte en un civil. —El hombre balbució algo—. ¿Qué has dicho? —preguntó ella.
—Nada, cariño.
—No pienso perdonarte, Actas, te lo aseguro.
—La vida tiene estos pequeños altibajos, ¿verdad? —murmuró Sadi cuando se hubieron alejado lo suficiente para que no pudieran oírlo.
—Yo no le encuentro ninguna gracia —dijo Ce'Nedra con sorprendente vehemencia—. Los están echando de su casa por un simple momento de estupidez. ¿Nadie puede hacer nada?
Zakath la miró con expresión crítica y luego hizo una señal a uno de los oficiales que cabalgaba respetuosamente detrás de ellos.
—Averigua en qué unidad estaba ese hombre —le ordenó—. Luego ve a ver a su capitán y dile que consideraría un favor personal que readmitiera a Actas en su puesto siempre que él prometa mantenerse sobrio.
—Enseguida, Majestad —dijo el oficial, luego saludó y se alejó de allí.
—Gracias, Majestad —dijo Ce'Nedra, que parecía un poco sorprendida.
—Es un placer, Ce'Nedra —respondió Zakath haciendo una reverencia. Luego dejó escapar una risita—. De todos modos, no me cabe la menor duda de que la esposa de Actas se ocupará de hacerle pagar su error.
—¿No temes que estos hechos compasivos arruinen tu reputación, Majestad? —preguntó Sadi.
—No —respondió Zakath—. Un gobernante debe ser siempre un hombre impredecible, Sadi. Es una buena forma de desconcertar a los subalternos. Además, un acto ocasional de caridad hacia las clases inferiores ayuda a consolidar su lealtad.
—¿Nunca haces nada sin pensar en la conveniencia política? —preguntó Garion, en cierta forma molesto por la altiva explicación de Zakath.
—No lo creo —respondió Zakath—. La política es el mejor juego del mundo, Garion, pero para no perder la práctica es necesario jugarlo constantemente.
—Yo hubiese dicho exactamente lo mismo del comercio —rió Seda—. La única diferencia que veo es que en el comercio uno puede calcular sus tantos contando el dinero. ¿Cómo se hace en política?
—Es muy simple, Kheldar —respondió Zakath con una expresión entre seria y divertida—. Si sigues en el trono cuando llega la noche, has ganado; si has muerto, has perdido. Todos los días comienza una partida completamente nueva.
Seda midió con la mirada a Zakath y luego se volvió hacia Garion, moviendo los dedos en los signos del lenguaje secreto de Drasnia.
—Necesito hablar contigo inmediatamente.
Garion hizo un gesto afirmativo, se inclinó en su silla y tiró de las riendas.
—¿Te ocurre algo? —preguntó Zakath.
—Creo que se me ha aflojado la cincha —respondió Garion mientras desmontaba—. Seguid adelante, ya os alcanzaré.
—Yo te ayudaré, Garion —ofreció Seda, y desmontó él también.
—¿A qué viene esto? —preguntó Garion mientras el emperador se alejaba, enfrascado en una conversación con Ce'Nedra y Velvet.
—Ten cuidado con él, Garion —respondió el hombrecillo en un murmullo mientras fingía revisar la cincha de la montura de Garion—. Con ese comentario ha revelado algo. En apariencia es todo amabilidad y sonrisas, pero creo que en el fondo no ha cambiado mucho.
—¿No es posible que estuviera bromeando?
—En absoluto. Lo decía muy en serio. Creo que nos ha traído a Mal Zeth por razones que no tienen nada que ver con Mengha o la búsqueda de Zandramas. Ten cuidado con él. Esa amistosa sonrisa puede desaparecer de su cara sin previo aviso. Bueno, ya está —dijo en un tono de voz más alto mientras tiraba de la cincha—. Ahora alcancemos a los demás.
Llegaron a una amplia plaza rodeada de tiendas teñidas en diversos tonos de rojo, verde, azul y amarillo. La plaza estaba atestada de comerciantes vestidos con amplias túnicas multicolores que les llegaban a los tobillos.
—¿Dónde viven los ciudadanos corrientes si la ciudad está dividida de acuerdo con los rangos militares? —preguntó Durnik.
Brador, el calvo y regordete jefe del Departamento de Asuntos Internos, que cabalgaba junto al herrero, miró a su alrededor con una sonrisa.
—Todos tienen rangos —respondió—, siempre de acuerdo con sus logros personales. El Departamento de Ascensos lleva un riguroso control de las jerarquías. El rango determina el lugar de las viviendas, las profesiones y los matrimonios.
—¿No crees que es un régimen demasiado militarizado? —preguntó Durnik con sarcasmo.
—A los malloreanos les encanta estar militarizados, Durnik —rió Brador—. Los angaraks se inclinan automáticamente ante la autoridad, los melcenes sienten una imperiosa necesidad de jerarquizar las cosas, los karands son demasiado estúpidos para controlar su propio destino y los dalasianos... Bueno, nadie sabe lo que quieren los dalasianos.
—No somos tan distintos de los occidentales, Durnik —dijo Zakath por encima del hombro—. En Tolnedra y Sendaria estas cuestiones se determinan por la economía. Los hombres tienen las viviendas, los negocios o las esposas que pueden pagar. Nosotros nos hemos limitado a formalizar la situación, eso es todo.
—Dime, Majestad —dijo Sadi—, ¿por qué vuestro pueblo es tan poco ceremonioso?
—No te entiendo.
—¿No deberían saludarte al verte pasar? Después de todo, eres su emperador.
—No me reconocen —dijo Zakath encogiéndose de hombros—. Para ellos, el emperador es un hombre vestido con ropas rojas que viaja en una carroza de oro, usa una pesada corona con piedras preciosas y va acompañado de un regimiento de guardias imperiales al son de las trompetas. Yo sólo soy un hombre vestido con una túnica de lino blanca que atraviesa la ciudad con unos amigos.
Garion reflexionó sobre ello. La falta total de presunción en la actitud de Zakath mostraba una nueva faceta de su compleja personalidad. Garion estaba convencido de que ni siquiera el rey Fulrach de Sendaria, el más modesto de los monarcas del Oeste, hubiera pasado tan inadvertido.