—Muy bien —respondió Atesca ignorando el desprecio manifiesto en la palabra «prisioneros». Se volvió hacia Garion—. El emperador debe de estar muy ansioso por verte. Conseguir una audiencia con él suele llevar varias semanas. ¿Entramos?
Kal Zakath, emperador de la extensa Mallorea, recostado sobre un sillón con cojines rojos al fondo del gran salón, vestía una sencilla túnica blanca, sobria y sin adornos. Aunque Garion sabía que rondaba los cincuenta años, no tenía canas en el pelo ni arrugas en la cara. Sus ojos, sin embargo, reflejaban una especie de apatía, sin el menor vestigio de alegría o interés por la vida. Sobre su regazo ronroneaba una gata atigrada de color marrón claro que, sin abrir los ojos, estiraba alternativamente las patas sobre los muslos del emperador. Aunque Kal Zakath estaba vestido con ropas sencillísimas, los guardias apostados junto a las paredes de la sala llevaban petos de acero con incrustaciones de oro.
—Majestad —dijo el general Atesca haciendo una gran reverencia—, tengo el honor de presentar a Su Majestad al rey Belgarion de Riva.
Garion hizo una breve inclinación de cabeza y Zakath le respondió con otra.
—Debíamos habernos conocido mucho antes, Belgarion —dijo con una voz tan apagada como sus ojos—. Tus proezas han conmovido al mundo.
—Las tuyas tampoco se han quedado atrás, Zakath —replicó Garion, que ya antes de abandonar Rak Verkat había decidido no usar el absurdo nombre de «Kal» que el emperador se había arrogado a sí mismo.
—¡Ah! —exclamó Zakath con una leve sonrisa y en un tono que indicaba que había captado la sutil ironía de Garion. Luego saludó con una ligera inclinación de cabeza a los demás y su atención por fin se centró en la figura desaliñada del abuelo de Garion—. Y tú, por supuesto, debes de ser Belgarath —observó—. Me sorprende que tengas un aspecto tan normal. Los grolims de Mallorea afirman que mides treinta metros, o incluso sesenta, y que tienes cuernos y una cola en forma de horquilla.
—Ahora estoy disfrazado —respondió Belgarath con aplomo.
Zakath rió, aunque aquel sonido mecánico no pareció reflejar ninguna alegría. Luego miró a su alrededor con una mueca de preocupación.
—Creo que falta alguien —dijo.
—La reina Ce'Nedra enfermó durante el viaje, Majestad —informó Atesca—, y la señora Polgara está atendiéndola.
—¿Es grave?
—Es difícil de asegurarlo en estos momentos, Majestad —respondió Sadi con mucha prosopopeya—, pero le hemos dado algunas medicinas y tengo mucha confianza en los conocimientos de Polgara.
—Deberías haber mandado a alguien a avisarnos, Belgarion —dijo Zakath—. Tengo una curandera en mi séquito personal, una mujer dalasiana de gran talento. La enviaré de inmediato a la habitación de la reina. Antes que nada, debemos preocuparnos por la salud de tu esposa.
—Gracias —respondió Garion con sinceridad.
Zakath tiró de un llamador e intercambió algunas palabras con el criado que respondió a su llamada.
—Por favor, sentaos. No me gustan las formalidades —dijo por fin el emperador.
Mientras los guardias se apresuraban a acercarles sillas, la gata que dormía en el regazo de Zakath entreabrió los ojos dorados y miró a su alrededor. Luego se levantó, arqueó el lomo y bostezó. Entonces saltó al suelo, maulló, zalamera, y se acercó a olerle los dedos a Eriond. Zakath observó con expresión divertida cómo la gata, que obviamente estaba preñada, caminaba sobre la alfombra con la altivez de una matrona.
—Habréis notado que mi gata me ha sido infiel otra vez —dijo con un burlón suspiro de resignación—. Ocurre con bastante frecuencia, pero ella no parece sentirse culpable en absoluto. —La gata saltó al regazo de Eriond, se acurrucó en él y comenzó a ronronear, satisfecha—. Has crecido, chico —le dijo Zakath al joven—. ¿Ya te han enseñado a hablar?
—He aprendido algunas palabras —respondió Eriond con su voz cristalina.
—Conozco a todos los demás... o, al menos, vuestra reputación —dijo Zakath—. A Durnik lo conocí en las llanuras de Mishrak ac Thull. Como es natural, he oído hablar de la margravina Liselle, del servicio de inteligencia de Drasnia, y del príncipe Kheldar, que intenta convertirse en el hombre más rico del mundo. —La reverencia con que respondió Velvet no fue tan pomposa como la de Seda—. Y aquí, por supuesto, tenemos a Sadi, jefe de los eunucos del palacio de la reina Salmissra.
—Debo reconocer que estáis muy bien informado, Majestad —dijo Sadi con su voz de contralto haciendo una elegante reverencia—. Has leído en nosotros como en un libro abierto.
—Mi jefe del servicio de inteligencia hace todo lo posible por mantenerme informado. Tal vez no tenga tanto talento como el eminente Javelin, de Boktor, pero se entera de casi todo lo que sucede en esta parte del mundo. También me ha hablado de aquel gigante del rincón, aunque aún no ha podido averiguar su nombre.
—Se llama Toth —le informó Eriond—. Es mudo, de modo que nosotros tendremos que hablar por él.
—Por lo visto es dalasiano —observó Zakath—. Una circunstancia muy curiosa.
Garion estaba observando con atención a aquel hombre. Debajo de su cortés y refinada apariencia, podía adivinar una mente sutil e indagadora. Las inútiles presentaciones no eran una simple forma de hacerlos sentirse cómodos, como parecía, sino que obedecían a una causa más profunda. En cierto modo, Garion sentía que Zakath los estaba poniendo a prueba.
—Tienes un séquito de lo más variado, Belgarion —dijo el emperador mientras se erguía en su sillón—, y estás muy lejos de casa. Tengo mucha curiosidad por conocer los motivos de tu visita a Cthol Murgos.
—Me temo que se trata de un asunto privado, Zakath.
—En estas circunstancias, creo que ésa no es una respuesta satisfactoria, Belgarion —replicó Zakath algo sorprendido—. Podrías haber hecho una alianza con Urgit, yo no puedo correr riesgo alguno.
—¿Aceptarás mi palabra si te digo que no he hecho ninguna alianza?
—No hasta que conozca los motivos de tu visita a Rak Urga. Urgit se marchó de allí a toda prisa con vosotros, según tengo entendido, y reapareció de forma igualmente súbita en las llanuras de Morcth, donde él y una joven salvaron a sus tropas de una emboscada que me había costado mucho trabajo organizar. Tendrás que admitir que se han sumado una serie de extrañas circunstancias.
—No si las miras desde un punto de vista práctico —dijo Belgarath—. Yo tomé la decisión de llevar a Urgit con nosotros. Él descubrió nuestra identidad y yo no quería tener un ejército de murgos pegado a nuestros talones. Los murgos no son muy listos, pero a veces pueden resultar molestos.
—¿Era tu prisionero? —preguntó Zakath, sorprendido.
—En cierto modo —respondió Belgarath encogiéndose de hombros.
—Podrías haber conseguido cualquier favor de mi parte si me lo hubieras entregado —rió Zakath con sarcasmo—. ¿Por qué lo dejaste escapar?
—Ya no lo necesitábamos —respondió Garion—. Habíamos llegado a la orilla del lago Cthaka, así que no era una amenaza para nosotros.
—También han ocurrido otras cosas —observó Zakath con una mueca de preocupación—. Urgit siempre ha sido un reconocido cobarde, dominado por el grolim Agachak y por los generales de su padre; pero cuando salvó a sus tropas de la trampa que yo les había preparado, no parecía muy asustado, y todos los informes procedentes de Rak Urga indican que se está comportando como un verdadero rey. ¿Por casualidad habréis tenido algo que ver con ese cambio?
—Supongo que es posible —respondió Garion—. Urgit y yo mantuvimos varias conversaciones y le dije qué era lo que estaba haciendo mal.
—No creo que lo hayas convertido en un león —dijo Zakath con una mirada astuta mientras se rascaba la barbilla—, pero al menos ya no se comporta como un conejo. —Una sonrisa fría se dibujó en los labios del malloreano—. En cierto modo, me alegro. Nunca me ha gustado cazar conejos. —Se cubrió los ojos con una mano, aunque la luz de la habitación no era deslumbradora—. Lo que no entiendo es cómo lograsteis sacarlo del palacio Drojim y de la ciudad. Tiene varios regimientos de guardias personales.
—Olvidas algo, Zakath —respondió Belgarath—. Nosotros tenemos ciertos recursos que no están a disposición de todo el mundo.
—¿Te refieres a la hechicería? ¿Se puede confiar en ella?
—A mí se me da bien de vez en cuando.
—Dicen que tienes cinco mil años, Belgarath —dijo Zakath mirándole fijamente—. ¿Es cierto?
—En realidad son siete mil, o tal vez unos pocos más. ¿Por qué lo preguntas?
—¿Y en todos esos años nunca has intentado hacerte poderoso? Podrías haberte convertido en el rey del mundo, ¿sabes?
—¿Y para qué iba a querer algo así? —preguntó Belgarath, divertido.
—Todos los hombres quieren poder. Forma parte de la naturaleza humana.
—¿Acaso tu poder te ha hecho feliz?
—Tiene ciertas satisfacciones.
—¿Las suficientes para aceptar las dificultades que trae consigo?
—Yo puedo soportarlas. Al menos estoy en una posición donde nadie puede decirme lo que debo hacer.
—A mí tampoco me lo dicen y no estoy atado a todas esas tediosas responsabilidades. —Belgarath se incorporó—. Muy bien, Zakath, ¿quieres que vayamos al grano? ¿Qué planes tienes sobre nosotros?
—Aún no lo he decidido. —El emperador miró a su alrededor—. ¿Puedo confiar en que os comportaréis de manera civilizada?
—¿Qué quieres decir? —le preguntó Garion.
—Aceptaré tu palabra de que ninguno de vosotros intentará escapar o actuar con violencia. Soy consciente de que tú y algunos de tus compañeros tenéis ciertas facultades especiales y no quiero verme obligado a tomar medidas para contrarrestarlas.
—Tenemos que atender un asunto urgente —dijo Garion con cautela—, de modo que no podemos retrasarnos mucho. Sin embargo, por el momento, creo que podremos ser razonables.
—Bien. Más tarde hablaremos para conocernos mejor. Tengo habitaciones cómodas preparadas para vosotros y supongo que estarás preocupado por tu esposa. Ahora, si me disculpáis, tengo que cumplir con una de las tediosas responsabilidades que mencionó Belgarath.
A pesar de ser muy amplia, la casa no era precisamente un palacio. Por lo visto, los generales murgos que la habían mandado construir no compartían el refinado gusto de los gobernantes de Urga, de modo que el edificio era más funcional que vistoso.
—Espero que me disculpéis —dijo Atesca cuando salieron de la sala de audiencias—. Estoy obligado a entregar un informe completo sobre diversos asuntos a Su Majestad y regresar inmediatamente a Rak Verkat. —Se volvió hacia Garion—. Las circunstancias en que nos conocimos no fueron las más agradables, Majestad —dijo—, pero espero que no me guardéis rencor.
Luego hizo una envarada reverencia y los dejó en manos de un ayudante del emperador.
Era evidente que el hombre que los conducía a las partes nobles de la casa por un largo pasillo cubierto con paneles de madera oscura no era angarak. No tenía los ojos rasgados ni la apariencia sombría y arrogante de los hombres de esa raza. Su cara redonda y alegre le daba aspecto de melcene. Garion recordó que la mayor parte de los funcionarios malloreanos eran melcenes.
—Su Majestad me pidió que me asegurara de que vuestras habitaciones no parecieran celdas de una prisión —explicó el oficial cuando se aproximaban a una puerta con barrotes de hierro—. Sin embargo, antes de que tomáramos la ciudad, ésta era una casa murga y tiene ciertas peculiaridades. Vuestras habitaciones estarán en el gineceo, es decir, en la parte que antiguamente ocupaban las mujeres, y ya se sabe que los murgos son muy celosos en la protección de sus mujeres. Creo que tiene que ver con su idea de la pureza de la raza.
En aquellos momentos, Garion no estaba interesado en el sitio donde dormirían. Lo único que le preocupaba era Ce'Nedra.
—¿Sabes dónde puedo encontrar a mi esposa? —le preguntó al funcionario de cara redonda.
—Al final de este pasillo, Majestad —respondió el melcene señalando una puerta pintada de azul.
—Gracias. —Garion miró a los demás—. Volveré dentro de un momento —dijo adelantándose a ellos.
La habitación estaba caldeada y en penumbra, con una luz muy tenue; el suelo, cubierto con gruesas alfombras malloreanas; las ventanas, altas y estrechas, cubiertas con cortinas de suave terciopelo verde. Ce'Nedra estaba tendida sobre una cama de altos doseles, situada contra la pared opuesta a la puerta, y Polgara estaba sentada a su lado con expresión preocupada.
—¿Ha habido algún cambio? —preguntó Garion mientras cerraba la puerta con suavidad.
—Aún no —respondió ella.
Ce'Nedra dormía con la cara pálida y los rizos rojos desparramados sobre la almohada.
—Se pondrá bien, ¿verdad? —preguntó Garion.
—Estoy segura de que así será, Garion.
Junto a la cama había otra mujer. Llevaba una túnica de color verde claro con capucha, de modo que casi no podía vérsele la cara. De repente, Ce'Nedra murmuró algo en un tono extrañamente brusco y movió la cabeza con nerviosismo sobre la almohada. La mujer encapuchada hizo una mueca, preocupada.
—¿Es ésta su voz normal, Polgara? —preguntó.
—No —respondió Polgara alzando la cabeza con inquietud—, la verdad es que no lo es.
—¿Crees que la droga que le diste podría alterar su voz?
—No. De hecho, no es lógico que esté hablando.
—¡Ah! —dijo la mujer—, ya entiendo. —Se inclinó hacia adelante y apoyó con suavidad la punta de sus dedos sobre los labios de Ce'Nedra. Luego hizo un gesto de asentimiento y retiró la mano—. Lo que sospechaba.
Polgara también extendió el brazo para tocar la boca de Ce'Nedra. Garion percibió el leve murmullo producido por su poder y la vela que ardía a su lado tembló un instante hasta que su llama se convirtió en un minúsculo punto de luz.
—Debería haberlo imaginado —se reprochó Polgara.
—¿Qué ocurre? —preguntó Garion, alarmado.
—Otra mente está intentando dominar a tu esposa y vencer su voluntad, Majestad —dijo la mujer encapuchada—. Es un arte que a veces practican los grolims. Lo descubrieron por casualidad durante la tercera era.
—Esta es Andel, Garion —dijo Polgara—. Zakath la envió para que ayudara a Ce'Nedra.
Garion saludó a la mujer encapuchada con una ligera inclinación de cabeza.
—¿Qué quieres decir exactamente con la palabra «dominar»? —le preguntó.