El señor de los demonios (24 page)

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Authors: David Eddings

Tags: #Fantástico

BOOK: El señor de los demonios
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Al mediodía se despertó con un fuerte dolor de cabeza. Habría dormido hasta más tarde, pero el llanto de un bebé, procedente de una caja de madera abandonada en un rincón, taladraba sus oídos como un afilado cuchillo. Sacudió a la pálida mujer echada junto a él, esperando que se levantara e hiciera callar al pequeño, pero ella se movió sólo por inercia, con los miembros laxos.

Volvió a sacudirla, esta vez más fuerte. Luego se levantó y la miró: su cara estaba crispada en una horrible mueca, una espantosa sonrisa que le heló la sangre. Entonces se dio cuenta de que su piel estaba húmeda y fría como el hielo. Apartó la mano, maldiciendo entre dientes. Se acercó con cautela y le levantó un párpado. Volvió a maldecir.

La mujer que se hacía llamar Elowanda estaba tan muerta como la caballa que habían pescado la semana anterior.

Balsea se levantó, se vistió con rapidez, registró a conciencia la habitación, pero no encontrando nada que valiera la pena de robar, a excepción de las pocas monedas que él mismo le había entregado la noche anterior, las cogió y miró el cuerpo desnudo de la mujer que yacía sobre el camastro.

—¡Maldita zorra! —exclamó, y le dio una patada en un costado.

La mujer rodó en el camastro y cayó al suelo, boca abajo.

Balsea salió a la apestosa callejuela, ignorando el llanto del bebé, que había dejado atrás.

Durante unos instantes le preocupó la posibilidad de haber cogido alguna enfermedad vergonzosa. Al fin y al cabo, Elowanda había muerto de algo, y él no había sido tan brusco con ella. Como precaución, murmuró un antiguo conjuro de marineros que, según decían, era especialmente eficaz para protegerse de la sífilis. Más tranquilo, fue a buscar algo de beber.

A media tarde, salió de la taberna alegremente borracho y se detuvo, tambaleándose, a planificar sus próximos pasos. Sin duda, «Pata de Palo» ya habría descubierto que su baúl secreto estaba vacío y que Balsea se había escapado. Como era un hombre de limitada imaginación, seguramente lo estaría buscando en la zona del puerto. Le llevaría bastante tiempo descubrir que se había alejado de la vista, si no del olor, del agua de mar. Balsea tomó la prudente decisión de mantener su ventaja sobre su vengativo capitán y comprendió que debía huir hacia el interior. Además, se le ocurrió pensar que alguien podría haberlo visto con Elowanda y que tal vez ya hubieran encontrado el cadáver. Balsea no se sentía responsable de su muerte, pero nunca le había gustado mucho hablar con la policía. Por todo esto, llegó a la conclusión de que era hora de abandonar Mal Gemila.

Se dirigió sin vacilar hacia la puerta este de la ciudad, pero después de recorrer varias calles, comenzaron a dolerle los pies.

Se detuvo a descansar junto a un almacén donde varios trabajadores cargaban un carro. Tuvo la precaución de mantenerse fuera de la vista de los hombres hasta que el trabajo estuvo casi terminado y luego se ofreció gentilmente a echarles una mano. Puso dos cajas en el carro y se dirigió al dueño del carro, un hombre de barba hirsuta con un fuerte olor a mulas.

—¿Adonde vas, amigo? —preguntó Balsea como si sólo lo moviera la curiosidad.

—A Mal Zeth —se limitó a responder el dueño del carro.

—¡Qué extraordinaria coincidencia! —exclamó Balsea—. Tengo asuntos que atender allí. —Lo cierto es que a Balsea le daba igual adonde se dirigiera el carretero. Lo único que pretendía era dirigirse al interior para huir de «Pata de Palo» y de la policía—. ¿Qué te parece si voy contigo y te hago compañía?

—La soledad no me molesta —dijo el carretero con tono grosero.

Balsea suspiró. Era evidente que iba a ser uno de esos días.

—Estoy dispuesto a pagar por el viaje —ofreció con tristeza.

—¿Cuánto?

—En realidad no tengo mucho dinero.

—Diez monedas de cobre —exigió el carretero.

—¿Diez? No tengo tanto.

—Entonces ya puedes empezar a andar. Es por allí.

—De acuerdo —dijo Balsea con un suspiro—. Diez monedas de cobre.

—Por adelantado.

—Eso es muy duro.

—También lo es caminar.

Balsea se ocultó tras una esquina, rebuscó en un bolsillo y contó con cuidado las diez monedas de cobre. La cantidad que le habían dado a cambio de los objetos robados en La Estrella dejarot había disminuido de forma alarmante. Pensó en una serie de posibilidades. Se puso la funda del cuchillo a la espalda. Si se detenían a pasar la noche en algún sitio retirado y el carretero tenía el sueño pesado, estaba seguro de que podría entrar en Mal Zeth como el orgulloso dueño de un carro y una yunta de mulas, eso sin mencionar el contenido de las cajas. En sus mejores tiempos, Balsea había matado a unos cuantos hombres y no le importaba cortar una garganta si de ese modo podía obtener un buen beneficio.

El carro crujía y traqueteaba sobre las calles de adoquines, bajo los rayos oblicuos del sol de la tarde.

—Antes de empezar, quiero aclararte unas cuantas cosas —dijo el carretero—: no me gusta hablar ni que la gente me hable.

—De acuerdo.

El carretero se giró y cogió un hacha de aspecto temible de la parte trasera del carro.

—Ahora dame tu cuchillo.

—No tengo ningún cuchillo.

—Entonces bájate —le ordenó tirando de las riendas.

—Pero ya te he pagado.

—No lo suficiente como para correr riesgos contigo. Dame el cuchillo o bájate de mi carro.

Balsea lo miró primero a él, luego al hacha, y su expresión era de furia y de rabia. Desenvainó el cuchillo despacio y se lo entregó.

—Bien. Te lo devolveré cuando lleguemos a Mal Zeth. ¡Oh!, a propósito: yo acostumbro a dormir con un ojo abierto y con esto en la mano —le advirtió blandiendo el hacha frente a la cara de Balsea—. Si te acercas a mí, te levanto la tapa de los sesos. —Balsea retrocedió—. Me alegro de que nos entendamos —añadió el carretero mientras sacudía las riendas e iniciaba el viaje.

Cuando llegaron a Mal Zeth, Balsea no se sentía muy bien. Al principio lo achacó al traqueteo del carro. Aunque en todos sus años de marinero nunca se había mareado, cuando viajaba por tierra solía sucederle a menudo. Sin embargo, esta vez era distinto. Sentía el estómago revuelto y, a diferencia de otras veces, sudaba profusamente y le dolía tanto la garganta que no podía tragar. Tenía escalofríos, fiebre y un sabor desagradable en la boca.

El malhumorado carretero lo dejó en las puertas de Mal Zeth, le arrojó el cuchillo a los pies y lo miró con atención.

—No tienes buen aspecto —le dijo—. Deberías ver a un médico.

—La gente muere en las manos de los médicos —respondió Balsea con un grosero resoplido—, y los que consiguen sobrevivir, se quedan con los bolsillos vacíos.

—Es asunto tuyo —dijo el carretero encogiéndose de hombros, y se alejó hacia la ciudad sin mirar atrás.

Balsea lo maldijo, se agachó para recoger el cuchillo y caminó hacia Mal Zeth. Vagó un rato por las calles, intentando orientarse, y por fin se acercó a un hombre que llevaba una chaqueta de marinero.

—Perdóname, amigo —dijo con la voz ronca por la enfermedad—, ¿dónde puedo conseguir una copa de ron por un precio razonable?

—Ve a El Perro Rojo —respondió el marinero—. Está a dos calles de aquí.

—Gracias, amigo —dijo Balsea.

—No tienes muy buen aspecto.

—Creo que he pillado un resfriado —respondió Balsea con una sonrisa que dejaba ver su boca desdentada—. Nada que un par de copas de ron no puedan remediar.

—Eso es verdad —rió el marinero—. Es la mejor medicina del mundo.

La taberna El Perro Rojo era un sitio oscuro que recordaba vagamente la proa de un barco. Tenía un techo bajo, con vigas de madera oscura y portillas en lugar de ventanas. El propietario era un fanfarrón de cara rubicunda con tatuajes en ambos brazos. Su exagerada jerga de marinero disgustaba a Balsea, pero después de tres copas de ron dejó de molestarle. Ya no le dolía tanto la garganta, se sentía mejor del estómago y dejaron de temblarle las manos. Sin embargo, tenía un terrible dolor de cabeza. Tomó otras dos copas de ron y se quedó dormido con los brazos cruzados.

—¡Eh, amigo! —dijo el propietario de El Perro Rojo más tarde, sacudiéndolo—. Es hora de cerrar.

—Me debo de haber dormido unos minutos —dijo Balsea con voz ronca mientras se incorporaba.

—Más bien unas horas. —El hombre lo miró ceñudo y le apoyó una mano sobre la frente—. Estás ardiendo, amigo. Será mejor que te metas en la cama.

—¿Dónde puedo conseguir una habitación barata? —preguntó Balsea mientras se ponía de pie con pasos inseguros.

La garganta le dolía aún más que antes y sentía un nudo en el estómago.

—En la tercera puerta calle arriba. Diles que te mando yo.

Balsea asintió, compró una botella de ron y antes de salir cogió disimuladamente un punzón con marcas de soga de un estante que había junto a la puerta.

—Bonita taberna —le dijo al propietario antes de marcharse—. Me gusta la decoración.

—Fue idea mía —respondió con orgullo el hombre de los tatuajes—. Pensé que a los marineros les gustaría beber en un sitio que les recordara su hogar, aunque estén tan lejos del mar. Vuelve cuando quieras.

—Lo haré —prometió Balsea.

Media hora después, Balsea se cruzó con un transeúnte solitario, que se dirigía a casa con la cabeza gacha y las manos en los bolsillos de la túnica. Lo esperó detrás de una esquina. Las suelas cubiertas de tela evitaban que sus zapatos hicieran ruido sobre los adoquines. Cuando el transeúnte se dirigía a una oscura callejuela, Balsea lo siguió y le asestó un golpe en el cráneo con el punzón que había robado en la taberna. El hombre cayó como un buey en un matadero. Balsea había participado en suficientes peleas callejeras para saber dónde y cómo debía golpear a un hombre. Luego le dio la vuelta, volvió a golpearlo en la cabeza para asegurarse de que no se despertaría, y comenzó a registrarle los bolsillos. Encontró varias monedas y un buen cuchillo. Se guardó las monedas en el bolsillo, se metió el cuchillo detrás del cinturón y ocultó a su víctima en el callejón, lejos de la luz. Luego siguió andando por la calle mientras silbaba una vieja canción marinera.

Al día siguiente se sentía mucho peor. Le dolían la cabeza y la garganta y apenas podía hablar. Estaba seguro de que le había subido la fiebre y su nariz no paraba de moquear. Necesitó tres tragos de ron para asentar su estómago. Sabía que debía comer algo, pero sólo el pensarlo le producía náuseas. Bebió otro trago de ron, se recostó sobre la sucia cama de la habitación que había alquilado y se sumió en un intranquilo sopor.

Cuando volvió a despertar, ya había oscurecido. Balsea tenía violentos temblores. Terminó la botella sin notar ningún alivio y se vistió con manos temblorosas. Notó que sus ropas despedían un olor rancio. Salió a la calle y caminó tambaleándose hasta El Perro Rojo.

—¡Por todos los dioses, amigo! —exclamó el hombre de los tatuajes—. ¡Tienes un aspecto horrible!

—Ron —gimió Balsea—. Ron.

Necesitó nueve copas de ron para calmar los terribles temblores que lo sacudían. Luego perdió la cuenta.

Cuando se quedó sin dinero, caminó hasta la calle y mató a un hombre con el punzón sólo por unas monedas. Siguió andando, encontró a un comerciante gordinflón y lo apuñaló para robarle la bolsa, donde encontró algunos doblones de oro. Luego volvió a El Perro Rojo y bebió hasta la hora de cerrar.

—Cuídate, amigo —le advirtió el propietario mientras lo empujaba fuera—. Ha habido varios asesinatos cerca de aquí y hay un montón de policías en los alrededores.

Balsea se llevó una botella de ron a la miserable habitación de la pensión y bebió hasta quedar inconsciente.

A la mañana siguiente comenzó a delirar. Se pasó varias horas bebiendo ron y vomitando sobre la cama, pero no murió hasta el atardecer. Sus últimas palabras fueron: «Madre, ayúdame».

Varios días después, cuando lo encontraron, estaba rígido, doblado hacia atrás y tenía una escalofriante mueca en la cara.

Tres días más tarde, un par de viajantes encontraron el cuerpo de un carretero barbudo, tendido junto a su carro en el camino a Mal Gemila. Su cuerpo estaba doblado hacia atrás y tenía una mueca grotesca en el rostro, similar a una sonrisa. Los viajantes consideraron que ya no necesitaba el carro ni las mulas y los robaron. Antes de marcharse, decidieron apoderarse de sus ropas y cubrieron el cadáver con hojas secas. Luego volvieron a Mal Zeth con el carro.

Una semana después de la muerte inadvertida de Balsea, un hombre con chaqueta de marinero caminaba con paso inseguro por una callejuela a plena luz del día. Giró en una calle de adoquines y anduvo unos cien metros antes de caerse y morir. Aquella noche, varios paseantes tuvieron pesadillas con su rostro, desfigurado por una horrible sonrisa y con la boca llena de espuma.

A la mañana siguiente, el propietario de El Perro Rojo fue hallado muerto en su taberna. Estaba tendido sobre varias mesas y sillas que había derribado durante su delirio. Su cara estaba crispada en una sonrisa rígida y espantosa.

Ese mismo día murieron una docena de hombres, todos clientes regulares de El Perro Rojo.

Al día siguiente hubo tres docenas de muertos. Fue entonces cuando las autoridades se percataron de la gravedad de la situación.

Pero ya era demasiado tarde. Los diversos contactos entre las distintas clases sociales, propios de una gran ciudad, hicieron que la infección pronto se extendiera a otros barrios. Los sirvientes que vivían en aquella zona miserable llevaron la enfermedad a las casas de los ricos y poderosos. Los obreros la transmitieron a sus compañeros de trabajo y éstos la extendieron a otras partes de la ciudad. Los clientes transmitieron la enfermedad a los comerciantes, que a su vez la contagiaron a otros clientes. El mínimo contacto parecía suficiente para provocar la infección.

En pocas semanas, las docenas de muertos se convirtieron en centenares. Las casas de los enfermos fueron tapiadas, a pesar de los débiles quejidos de sus moradores. Siniestros carros recorrían las calles y trabajadores con las caras cubiertas con paños alcanforados recogían a los muertos con largos ganchos. Los cadáveres se apilaban sobre los carros como leños, luego se transportaban a los cementerios y se enterraban en fosas comunes sin ninguna ceremonia. Las calles de Mal Zeth estaban desiertas, pues los asustados ciudadanos permanecían ocultos en sus casas.

Como es natural, en palacio estaban preocupados, pese a que las murallas lo separaban del resto de la ciudad. Como medida de precaución, el emperador no permitía que nadie entrara ni saliera del recinto amurallado. Entre los hombres que habían quedado dentro había varios centenares de obreros contratados por el barón Vasca, jefe del Departamento de Comercio, para restaurar las oficinas.

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