—¿Te ha entrado un súbito interés por la decoración de jardines? —le preguntó.
—No —respondió Seda mientras se secaba la frente—. Sólo lo hago por precaución.
—¿Por precaución?
—Espera —dijo Seda levantando un dedo y midiendo el nivel del agua detrás de su improvisado dique. Un momento después el agua comenzó a caer sobre la fuente con un ruidoso gorgoteo—. Es ruidoso, ¿no crees? —preguntó con orgullo.
—¿Crees que nos permitirá dormir?
—Hará que resulte imposible oírnos —respondió el hombrecillo con alegría—. En cuanto oscurezca, Sadi, Liselle, tú y yo nos reuniremos aquí. Necesitamos hablar y esta pequeña cascada evitará que nos oigan.
—¿Por qué tenemos que esperar a que oscurezca?
—Para que la noche esconda nuestros labios de los policías que no usan sus oídos para escucharnos —respondió Seda mientras se rascaba la larga y afilada nariz.
—Es muy ingenioso —aseguró Garion.
—Sí, yo también lo creo. —El hombrecillo hizo una mueca de disgusto—. En realidad, fue idea de Liselle.
—Sin embargo, ella te dejó el trabajo a ti —sonrió Garion.
—Dijo que no quería romperse las uñas —gruñó el hombrecillo—. Pensaba negarme, pero me sonrió con esos hoyuelos que tiene y no pude resistirme.
—Sabe sacar ventaja de sus hoyuelos, ¿no crees? Son más peligrosos que cuchillos.
—¿Intentas burlarte de mí, Garion?
—¿Me crees capaz de hacer algo así, viejo amigo?
Cuando la cálida noche de primavera comenzaba a caer sobre Mal Zeth, Garion se reunió con sus amigos en el oscuro jardín, junto a la cascada creada por Seda.
—Buen trabajo, Kheldar —lo felicitó Velvet.
—¡Oh, cierra el pico!
—¡Kheldar!
—Ya es suficiente —dijo Garion, para acabar con la discusión—. ¿Tenéis idea de lo que podemos hacer? Belgarath quiere que nos marchemos de Mal Zeth lo antes posible.
—He seguido tus consejos, Belgarion —murmuró Sadi—, y he concentrado mi atención en el barón Vasca. Es un hombre muy corrupto y tiene las manos tan sucias que es difícil llevar la cuenta de todos los que lo sobornan.
—¿Qué está tramando ahora?
—Aún intenta apoderarse del Departamento de Aprovisionamiento Militar, que está controlado por el alto mando —respondió Velvet—. El alto mando está integrado en su mayor parte por coroneles, pero lo dirige el general Bregar. Los coroneles no son demasiado ambiciosos, pero Bregar tiene que pagarle a mucha gente. Necesita mucho dinero para que los demás generales mantengan controlado a Vasca.
—¿Tú no estabas sobornando a Vasca? —preguntó Garion después de reflexionar un momento.
Seda lo confirmó con un gesto afirmativo.
—Su precio está subiendo. El consorcio de comerciantes melcenes le ofrece mucho dinero para que nos relegue a Yarblek y a mí a la costa oeste.
—¿Podría organizar algún destacamento de hombres?
—Tiene contactos con los jefes de varias bandas de salteadores de caminos —respondió Sadi— y éstos tienen hombres muy temibles trabajando para ellos.
—¿Hay alguna banda operando fuera de Mal Zeth?
Sadi carraspeó.
—Acabo de traer una caravana de carros de Camat —reconoció—. Casi todo, productos agrícolas.
—Creí que te había dicho que no volvieras a hacerlo —dijo Garion con una mirada fulminante.
—Los cultivos estaban listos para la cosecha, Belgarion —protestó el eunuco— No podíamos dejar que se pudrieran en el campo, ¿verdad?
—Tratándose de negocios, es un argumento razonable, Garion —lo defendió Seda.
—Además —se apresuró a añadir Sadi—, la banda que se ocupa de la cosecha y el transporte es una de las más grandes de esta zona de Mallorea, con doscientos o trescientos integrantes. Y también tengo varios hombres fuertes encargados de la distribución local.
—¿Has conseguido todo eso sólo en un par de semanas? —preguntó Garion con incredulidad.
—Uno no puede enriquecerse si se queda mirando cómo crece la hierba bajo sus pies —afirmó Sadi con tono cándido.
—Bien dicho —aprobó Seda.
—Gracias, príncipe Kheldar.
Garion sacudió la cabeza en un gesto de resignación.
—¿Hay alguna forma de hacer entrar a los bandidos dentro del palacio?
—¿Bandidos? —preguntó Sadi con aire ofendido.
—¿No es eso lo que son?
—Yo prefiero llamarlos empresarios.
—Bueno, como quieras, pero ¿podrías hacerlos entrar?
—Lo dudo, Belgarion. ¿Qué maquinas en tu mente?
—Pensé que podríamos ofrecer nuestros servicios al barón Vasca para ayudarlo en su enfrentamiento con el alto mando.
—¿Habrá un enfrentamiento? —preguntó Sadi, asombrado—. No lo sabía.
—Porque aún no lo hemos organizado. Mañana Vasca se enterará de que sus actividades inquietan al alto mando y de que enviarán tropas a sus oficinas para arrestarlo e investigar sus archivos en busca de pruebas incriminatorias que presentarán ante el emperador.
—Brillante —dijo Seda.
—Estoy de acuerdo, pero no funcionará a menos que Vasca tenga suficientes hombres para defenderse.
—Ya entiendo —dijo Sadi—. Al mismo tiempo que Vasca se entera de su inminente arresto, le ofrezco mis hombres. Puedo hacerlos entrar en el complejo del palacio disfrazados de obreros. Los jefes de Departamentos renuevan sus oficinas bastante a menudo. Creo que es una cuestión de ostentación social.
—¿Cuál es el plan, Garion? —preguntó Seda.
—Quiero una verdadera batalla en los pasillos del palacio. Eso debería bastar para llamar la atención de los policías de Brador.
—Nació para ser rey, ¿verdad? —dijo Velvet con tono de aprobación—. Sólo la realeza tiene la habilidad de urdir planes de esta envergadura.
—Gracias —respondió Garion con sequedad—, pero si Vasca adopta una posición a la defensiva en las oficinas de su Departamento, no funcionará. Tenemos que convencerlo de que ataque primero. Los soldados no irán tras él, así que debemos obligarlo a que empiece la lucha. ¿Qué tipo de persona es Vasca?
—Falso, ambicioso y no demasiado brillante —respondió Seda.
—¿Podemos conseguir que actúe con precipitación?
—No creo. Los burócratas suelen ser cobardes. Dudo que se mueva hasta que vea acercarse a los soldados.
—Creo que podré obligarlo a superar su cobardía —dijo Sadi—. Tengo un frasco de un líquido verde que haría que un ratón atacara a un león.
—Eso no me gusta mucho —dijo Garion con una mueca de disgusto.
—Lo que cuenta son los resultados, Belgarion —señaló Sadi—. En las emergencias, no podemos permitirnos el lujo de dejarnos llevar por los sentimientos.
—De acuerdo —decidió Garion—. Haz lo que tengas que hacer.
—Una vez que todo haya empezado, tal vez pueda echar un poco más de leña al fuego —dijo Velvet—. Tanto el rey de Pallia como el príncipe regente de Delchin tienen séquitos considerables y ya están al borde de la guerra. También tenemos al rey de Voresebo, que está tan viejo que desconfía de todo el mundo. Tal vez pueda convencerlos a todos de que los disturbios en el palacio están dirigidos personalmente a ellos. Sacarán a sus hombres a los pasillos en cuanto vean las primeras señales de lucha.
—Eso parece muy interesante —dijo Seda frotándose las manos con alegría—. Una batalla con cinco frentes en el palacio debería darnos la oportunidad de escapar de la ciudad.
—Ni siquiera es necesario que la batalla se restrinja al palacio —añadió Sadi con aire pensativo—. Con una estrategia ingeniosa podría extenderse a las calles de la ciudad. Un levantamiento popular podría atraer bastante atención, ¿no os parece?
—¿Cuánto tiempo llevaría organizado? —preguntó Garion.
Seda miró a sus compañeros de fechorías.
—¿Tres días? —preguntó—. ¿Tal vez cuatro? —Ambos reflexionaron y después asintieron en silencio—. Entonces ya está arreglado —dijo Seda—. Tres o cuatro días.
—De acuerdo, hacedlo.
Todos se volvieron hacia la entrada del jardín.
—Margravina Liselle —dijo Sadi con firmeza.
—¿Sí, Sadi?
—Si no te importa, devuélveme la serpiente.
—¡Oh, por supuesto, Sadi! —respondió ella mientras extraía a Zith de su corpiño.
Seda palideció y retrocedió rápidamente.
—¿Ocurre algo, Kheldar? —preguntó ella con tono inocente.
—Olvídalo.
El hombrecillo se giró y se internó entre la fragante vegetación, gesticulando y hablando para sí.
Su nombre era Balsea. Era un marino de ojos vidriosos, con malos hábitos y pocas luces, procedente de Kaduz, una apestosa aldea de pescadores situada en el norte de las islas Melcenes. Desde hacía seis años trabajaba como marinero raso en un miserable barco de comerciantes, ostentosamente llamado La Estrella de Jarot, capitaneado por un irascible navegante de Celanta que se hacía llamar «Pata de Palo», un pintoresco nombre que, según sospechaba Balsea, tenía la función de ocultar la verdadera identidad del capitán ante las autoridades.
A Balsea no le gustaba el capitán «Pata de Palo». En realidad, a Balsea no le había gustado ningún oficial desde el día en que lo habían azotado, diez años atrás, por robar ron de las bodegas en un barco de la armada malloreana. Balsea había resistido todo lo posible y luego se pasó a la marina mercante, en busca de amos más benévolos y comprensivos.
Sin duda no los había encontrado a bordo de La Estrella de Jarot.
Su último desengaño había sobrevenido tras una diferencia de opiniones con el contramaestre, un pícaro con puños fuertes oriundo de Pannor in Rengel. Como consecuencia de aquel altercado, Balsea tenía varios dientes menos, pero su protesta ante el capitán había sido recibida con carcajadas seguidas por un poco elegante puntapié de su pierna de madera de roble, remachada con clavos. La humillación y las magulladuras habrían sido suficientes por sí solas, pero para colmo las astillas no le habían permitido sentarse durante semanas. Y sentarse era una de las actividades favoritas de Balsea.
Pensaba en ello, apoyado contra la baranda de popa, lejos de la vista del capitán «Pata de Palo», mientras contemplaba las grandes olas plomizas que se alzaban sobre los desfiladeros de Perivor. La Estrella de Jarot avanzaba hacia el noroeste, dejando atrás la costa pantanosa de los protectorados dalasianos del sudoeste y los peligrosos rompientes que cubrían el arrecife de Turim. Una vez que pasaron junto al arrecife y viraron al norte sobre la desolada costa de Finda, Balsea llegó a la conclusión de que no era justo que la vida lo tratara de aquella forma y que debía probar fortuna en tierra.
Pasó varias noches inspeccionando la bodega del barco con una lámpara, hasta que encontró el baúl donde «Pata de Palo» escondía los objetos pequeños y valiosos que no deseaba que encontraran los oficiales de la aduana. Aquella noche, Balsea tuvo oportunidad de llenar su remendada bolsa de lona.
Cuando La Estrella de Jarot echó anclas en el puerto de Mal Gemila, Balsea fingió estar enfermo y se negó a asistir a la habitual juerga de fin de viaje organizada por sus compañeros. Se quedó en su hamaca, gimiendo con aire dolorido.
Más tarde, durante la media guardia, cogió su casaca alquitranada de marino, su única posesión de valor, y subió a cubierta sin hacer ruido. Tal como había supuesto, el solitario guardia roncaba junto al embornal, abrazado a una jarra de porcelana. Ya había salido la luna y en las cabinas de popa, donde «Pata de Palo» y sus oficiales vivían rodeados de lujo, no había ninguna luz. Un pequeño bote se balanceaba sobre la boza de estribor y Balsea arrojó su bolso dentro de él, saltó por encima de la baranda y dejó para siempre La Estrella de Jarot. No sentía ningún remordimiento por lo que había hecho. Ni siquiera se detuvo para maldecir al velero que había sido su hogar durante los últimos seis años. Balsea se tomaba las cosas con filosofía: una vez que escapaba de una situación difícil, se olvidaba de ella.
Al llegar al muelle, vendió el pequeño bote a un hombre manco de ojos brillantes. Balsea fingió estar borracho y el mutilado, a quien sin duda le habían cortado la mano por robo, le pagó por el bote un poco más de lo que habría pagado a plena luz del día. Balsea comprendió inmediatamente lo que eso significaba. Se echó la bolsa al hombro, caminó tambaleándose muelle arriba y comenzó a ascender por las empinadas calles de adoquines del puerto. En la primera esquina, giró súbitamente a la izquierda y corrió como un gamo, dejando atrás a la banda que había enviado el manco. Balsea no era muy listo, pero tampoco era tonto.
Corrió hasta quedarse sin aliento y logró alejarse bastante del puerto con todos los peligros que encarnaba. En el camino pasó apesadumbrado junto a varias tabernas, pero aún tenía cosas que hacer y necesitaba estar sobrio.
En una tienda pequeña y oscura vendió los tesoros del capitán «Pata de Palo», regateando hasta el último céntimo con la encargada del local. Luego cambió su chaqueta de marinero por una túnica y salió de la callejuela de la tienda sin que nada lo delatara como marinero, excepto su forma de andar, típica de quien no ha pisado tierra firme durante meses.
Evitó el puerto con sus patrullas de reclutamiento y sus tabernas de ron y eligió una calle tranquila, llena de almacenes. Anduvo por allí hasta que encontró una taberna de trabajadores, donde lo atendió una camarera rolliza de expresión sombría. Balsea supuso que su humor se debía a que era el único cliente y a que, sin duda, la mujer tenía intenciones de cerrar e irse a su cama... o tal vez a la cama de otro. Intentó alegrarla durante una hora, dejó unas cuantas monedas de propina y le dio un pellizco en el regordete trasero a modo de despedida. Luego se internó en las calles desiertas, en busca de otras aventuras.
Encontró el amor bajo una humeante antorcha de una esquina. Ella dijo llamarse Elowanda, y aunque Balsea sospechaba que no era su verdadero nombre, eso no le preocupó. Era bastante joven y resultaba evidente que estaba enferma. Tenía una tos desgarradora, una voz ronca y áspera y su nariz roja no dejaba de moquear. No estaba demasiado limpia y despedía un rancio olor a sudor, propio de una persona que no se ha bañado en una semana. Balsea, sin embargo, tenía un fuerte estómago de marinero y un apetito de seis meses de abstinencia en el mar. Elowanda no sería muy bonita, pero era barata. Después de un breve regateo, ella lo condujo a un cuartucho miserable situado en una callejuela con olor a cloaca. A pesar de que estaba bastante borracho, Balsea jugueteó con ella sobre un camastro lleno de bultos hasta el amanecer.