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Authors: Jaime Rubio Hancock

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El secreto de mi éxito (4 page)

BOOK: El secreto de mi éxito
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Me acabé el croissant deprisa: tenía ganas de ver si Susana había contestado al mail. Pero luego me entretuve con el café: no tenía ganas de volver a la oficina. ¿Y si daba una vuelta antes de subir? No, que seguro que justo ese día llamaba alguien y… ¿Y qué? Era mi último día. Por otro lado, el correo de Susana… Aunque podía mirarlo por el móvil. Era caro, pero me podía permitir una consulta. Ochenta céntimos. Ep, pero no todavía, acababa de bajar. Le había enviado el mensaje hacía nada. Hm. Decidí comprar el periódico y tomarme otro café en otro bar mientras lo leía, y cuando lo acabara, consultaría tranquil…

Vale, no acabé ni de pensar la frase. Entré en mi correo personal con el teléfono. Dio error. A la segunda, bien, pero tardó mucho. Sí, había respuesta de Susana. Joder, cómo tardaba en entrar en el mensaje. Pero finalmente se abrió y la respuesta molaba. Decía que justamente ese día también era su último día, pero sólo por un par de semanas porque al fin se iba de vacaciones. Que tenía que hacerse la maleta porque salía al día siguiente, pero vaya, que tenía tiempo de acercarse al centro y tomar un café conmigo. Intenté contestarle directamente desde el móvil, pero me hice un lío con el teclado. Pensé en si sería mejor enviarle simplemente un mensaje de texto, pero no quería parecer ansioso: ¿bajo a por un café y nada más bajar consulto el correo y ni siquiera soy capaz de esperar a subir arriba para contestar?

Total, que hice lo que cualquier persona sensata haría en mi lugar. Salir corriendo, empujando a una señora que quería entrar en la cafetería y pisando a un tipo que se había detenido en medio de la calle, el muy idiota, para comprar el periódico. Sí, tú compra el periódico y vete a leerlo tranquilamente mientras tomas café, perdedor, que algunos tenemos una cita pendiente. O algo parecido.

Llegué al teclado sudando y con el corazón a unas doscientas setenta pulsaciones. Ya había olvidado lo que sentía un adolescente. Le contesté que muy bien, pero que si lo prefería, ya me acercaba yo. Que saldría a las seis, o puede que incluso antes, si me firmaban los papeles de mi excarcelación y que así nos veíamos y que a dónde iba y que tal y que cual. Luego borré la mitad del mensaje con la intención de disimular mi excitación y por supuesto para que no me contestara a todo y me quedara sin tema de conversación ya al principio del café, quedando así como un cretino.

Todo estaba perfectamente calculado. Aquel iba a ser el mejor café de la historia de la cristiandad.

–Ya era hora de que...

–YA ERA HORA DE QUE me contaras algo divertido de verdad –me dijo Santi, después de pedirle otras dos cervezas a la camarera–. Estaba harto de oírte llorar. Que si no cobro, que si llevamos tres meses así...

–La semana que viene, cuatro meses.

–Los que sean. Sigue, sigue. Para una vez que me gusta oír hablar a otra persona.

–Total, que llego a mi sitio después de haber dejado al proveedor en una de las salas y claro, se lo comento a Marc, que para algo es mi jefe. El muy imbécil empieza a escaquearse, diciendo que eso no es cosa de contabilidad y le digo que claro que no lo es, pero que toda la empresa está de permiso retribuido hasta que la acaben de cerrar…

–O sea, que la cierran seguro.

–Sí, ahí no hay nada que hacer.

–¿Y están todos en casa y cobrando?

–Todavía no ha cobrado nadie. Dice el abogado que le han dicho que el mes que viene. Pero sí, están en casa.

–Menos tú.

–Sí... Menos Marc y yo, que estamos haciéndoles el trabajo a los administradores. Estaba también Nuria, pero se le acabó el contrato hace unas dos semanas y obviamente no la han renovado.

–Me estás contando que de tu empresa el único que va allí eres tú. Y tu jefecillo.

–Sí. A veces vienen Romeu y Soriano. Pero ya está.

–¿Y el sobrino? ¿Ese que casi llega a ser tu jefe?

–No sé, estará vendiendo condones en la puerta de algún club de carretera, supongo.

–Pero bueno, no te desvíes. El proveedor. Céntrate, hombre. Tanta digresión.

–Subnormal. En fin. Que le digo que claro que no es nuestro trabajo, pero tampoco lo es contestar al teléfono y bien que lo hacemos. Y coge y me pregunta cuánto le debemos, lo miro y bueno, es mucho, claro, pero no es nada exagerado, menos de seis mil euros. Pero claro, tiene pinta de ser una empresa pequeña, de estas familiares y el pobre hombre estaría hasta el cuello de deudas por culpa de los morosos. Total, que se lo digo a Marc y me dice, bueno, pues nada, ve y dile que estamos en concurso, que los administradores están acabando el informe para el juez y lo de siempre. Y le digo, ¿yo? Y me dice, joder, no hay nadie más. Bueno, tú. Y me dice, yo ahora no puedo y además siempre me los endosas a mí. Lo de siempre me hace mucha gracia porque sí que es verdad que cuando llaman intento enchufárselos a él, pero era la primera vez que venían a vernos en persona, con toda el ansia. Además, qué coño, él es el jefe. Que se joda y pringue. Total, que le digo que ni hablar y que voy a intentar pasarle el tema a Romeu, aprovechando que los miércoles viene.

–¿Los miércoles? ¿Justamente los miércoles?

–Bueno, uno o dos días a la semana. Voy a su despacho, llamo y me mira como si le hubiera metido un dedo en el ojo o algo, y le digo que hay un proveedor en una de las salas de reuniones y etcétera, y me dice, bueno, pues atiéndelo. Ya, pero es que no es mi trabajo y me interrumpe y me dice tampoco el mío. El hijo de puta. Supongo que se me puso cara de qué me estás contando, igual hasta me salió un tic o algo, porque en seguida cambió el tono y dijo, hazme ese favor, que yo ahora no puedo. Total, que el que tenía que dar la cara otra vez era yo.

–Eres un pringado.

–Gracias, hombre.

–De nada. Para eso estamos.

–En fin, que entro dispuesto a decirle al hombre lo típico de que hasta que el juez no tenga el informe no puede autorizar a los administradores que hagan pagos y me lo encuentro de pie, ya cabreado, y no me deja ni hablar: se me pone a gritar y me dice que le he dejado tirado media hora, encima de que le debo dinero…

–¿Tú le debes dinero?

–Al parecer, yo personalmente. Total, que se pone como una mona, que siempre le decimos lo mismo por teléfono, que no puede ser, que ese dinero es suyo, y yo le intento tranquilizar, hablando bajito y tal, pero el tío no se inmuta y de repente empieza a llamarme ladrón y chorizo.

–Joder…

–No, no, es que me ha entrado un ataque de risa.

–No jodas.

–Coño, claro. Estas cosas son muy desagradables porque tienes que dar la cara por unos hijos de perra que te deben a ti ya un montón de dinero, pero lo de que me llamara ladrón me descolocó.

–Y claro, fue peor.

–Mucho peor. Yo llorando de risa y el tío gritando más, pero bueno, encima se ríe de mí, pero qué se ha creído. Total, que con el follón que se armó, entraron Marc y Romeu, y me han visto descojonándome en su cara y claro, me han dicho que saliera y creo que entre los dos lo han calmado. Luego me supo mal, porque imagino que el pobre hombre necesitaría ese dinero…

–Coño, y tú también necesitas lo que te deben.

–Pues sí. Pero bueno, no es culpa de ese hombre.

–¿Y te dijeron algo?

–Romeu me dijo que tuviera más ojo. Que al menos no me riera. Por un momento me acojoné. Con lo que cabrón que es, igual intentaba hacerme un despido disciplinario y dejarme sin la indemnización.

–Venga, no exageremos. Ahora ya no te harán esa putada. Además, te necesitan hasta los administradores concursales, ¿no? Pues eso. Deberíamos pasar a cubatas y largarnos a Luz de Gas, que como tardemos mucho más, no entramos.

–Eh, eh, ¿cómo que a Luz de Gas? No, no, yo no voy.

–Oh, y tanto que sí, ¿por qué no?

–Porque no me apetece.

–Pero si es lo que necesitas. Un poco más de alcohol, salir un rato, despejarte en un ambiente cerrado y lleno de gente, con humo de tabaco y copas caras, ligarte a alguna divorciada y…

–Ya, bueno.

–Ah, es eso. Aún pensamos en Rebeca.

–No. O sea, sí, pero no es eso.

–Te dejó. Te envió a vivir con tus padres. Tienes que hacer tu vida.

–No hay ninguna prisa. Además, sólo me pidió un tiempo.

–Y se lo ha tomado sobradamente. ¿Cuánto hace? ¿Un mes? ¿Dos meses?

–Eso no es tiempo. Llevaba seis años con ella.

–¿Y? Lamento ser cruel, mi pequeño saltamontes, pero sabes perfectamente que cuando alguien pide un tiempo sólo está intentando dejar a la otra persona de forma suave, sin atreverse a cortar por lo sano.

–Pero es que…

–¿Qué? Venga, si te irá bien. Alcohol en abundancia, centenares de propuestas sexuales…

–Sí, claro.

–Por parte de tías buenorras.

–Ya, en Luz de Gas.

–¿Qué?

–La media de edad está en los setenta y dos.

–Pero si tú hablas como si tuvieras noventa, ¿qué más te da? Además, tampoco hace falta que les digas que sí, que yo lo entiendo. Pero vente, que te irá bien.

–No lo sé.

–Prueba.

–No.

–No seas idiota.

–A ver, es que… Es que no es todo… Hay algo que no os he contado. A nadie. Entre otras cosas porque no sé cómo hacerlo.

–Coño. Ahora me acojonas.

No se lo había contado ni a mis padres. No era algo fácil de contar. Por dónde comenzar. Bueno, sí, claro, por el principio.

Era un sábado por la mañana como tantos otros. Me había despertado pronto, con ganas de aprovechar aquella mañana para irme a dar una vuelta mientras Rebeca dormía, cosa que me gustaba hacer de vez en cuando. Me acercaba a l’Illa, me probaba chaquetas y volvía a casa con una bolsa enorme de gominolas.

Cada cual tiene sus vicios. No sois quién para juzgarme.

Pero aquella mañana oí a Rebeca despertándose poco tiempo después que yo, así que le preparé el desayuno y me tomé una segunda taza de café con ella.

–¿Quieres que vayamos a l’Illa, aprovechando que estamos desp…?

–No, no…

–A esta hora no hay n…

–No, ahora no, que me acabo de despertar.

–¿Te importa que yo… ?

–No, haz lo que quieras.

Me duché y me vestí, con ganas de pasear, como los jubilados. Al pasar por la salita para despedirme de Rebeca, me la encontré sentada en el sofá, sin hacer nada, con la mirada perdida.

–¿Qué ocurre?

–No, nada, tranquilo.

Me senté a su lado, esperando que realmente no fuera nada y pudiera irme en seguida a hacer mis cosas. De hecho, estaba con las rodillas apuntando al pasillo para no perder tiempo al levantarme en cuanto ella me dijera, no sé, tengo sueño, o creo que estoy resfriada. Cualquier chorrada.

–¿Qué pasa, Rebeca? Estás como en trance. ¿Quieres la tele?

–No, no…

–Me estás asustando –le di un beso en la mejilla, al que no respondió–. ¿Qué ocurre?

–Nada.

–¿Nada?

–Ese es el problema.

–¿Cómo?

–Hace un par de semanas tuve una falta.

Sí. Así. Pasó de la nada a la falta tras usar la palabra problema, pero refiriéndose a la nada y no a la falta.

–Ah –ni cuenta me había dado–. Pero…

–Y fui a la farmacia y compré una prueba de embarazo.

No fui capaz ni de asentir con la cabeza. Toda la sangre me bajó a los pies mientras el estómago se me cerraba y me daba la impresión de que el aire no me llegaba ni a la garganta.

–Estoy embarazada.

–Pero… La píldora… ¿Y qué quieres que… ? –No sabía ni cómo debía reaccionar. Imaginé que al menos de entrada habría que mostrar apoyo, así que le cogí la mano e incluso la apreté un poco, sin que ella me devolviera ese apretón. Me sentí muy solo de repente: no me miraba, era ella quien tenía el torso alejado de mí, y aunque yo seguía con ganas de salir corriendo, no era por los mismos motivos que hacía medio minuto. Ella no parecía ni siquiera capaz de responder de ningún modo, ni con desprecio, a mis reconozco que torpes intentos de recobrar el contacto, de que me mirara, de que me tocara y no simplemente de que estuviera allí, ocupando espacio.

–Lo siento. Tendría que habértelo dicho antes.

–¿El qué? Tranquila, que no… O sea, que… –vamos, que quería decirle que no pasaba nada, que estaba ahí para lo que quisiera, que un despiste lo tenemos todos y no hay por qué recriminar nada a nadie, sino simplemente pensar en el futuro. Ese tipo de cosas. Pero no acerté a decirle nada ni siquiera remotamente parecido: mi cerebro era una esponja y mi lengua, un trozo de carne muerta.

–Dejé de tomar la píldora hace unos meses.

–Pero… –En ese momento ni siquiera me ofendió aquella supongo que traición. Sólo quería que me mirara, que me respondiera.

–Quiero tener un hijo y quiero tenerlo ahora.

–Vale, pero…

–Pero no quiero tenerlo contigo.

–No… ¿No es… ?

–Sí, claro que es tuyo. Pero no quiero estar contigo ni criarlo contigo. Quiero criar a este niño sola. O al menos sin ti.

–Pero…

–No estoy enamorada de ti. Ya no. Lo siento, pero no puedo seguir así.

Y ahí arrancó a llorar y yo me puse a consolarla como un idiota, y a decirle que no pasaba nada, que todo iba a salir bien, como si realmente no me hubiera convertido en un donante involuntario de semen y ella quisiera apartarme de su vida y de la de… En fin, mi hijo. Aunque creo que no me atrevía a pronunciar esas palabras: ¿mi hijo? ¿Hasta qué punto tenía yo algo que ver con aquello?

No creo que nadie se sorprenda si digo que no entendía nada. Santi no entendía nada cuando se lo conté en el bar. Y la actitud de Rebeca durante el resto del sábado no fue precisamente esclarecedora.

Lo primero que hizo aquella mañana fue enviarme de paseo a l’Illa. Sin más.

–Necesito estar sola un rato.

Ah, muy bien. Y como yo ya me iba, pues nada, a aprovechar. Y me fui, claro, qué iba a hacer. No podía obligarla a aguantarme, a contestar a las preguntas que aún no sabía ni cómo articular. Así pues, di el paseo sabatino más absurdo de mi vida. Hice todo lo que solía hacer: visité las tiendas de ropa que solía visitar, curioseé packs de series de televisión, e incluso compré gominolas, aunque guardé la bolsa en el bolsillo sin ni siquiera abrirla, ya que desde luego no podía tragar ni saliva.

No tenía nada claro qué había pasado. De hecho, no tenía nada claro si había pasado algo. Es decir, parecía que iba a ser padre. Pero padre soltero. O sea, que ella iba a ser madre soltera y yo… ¿Yo qué? ¿Vería al crío (o a la cría) los fines de semana? ¿O ella no quería ni eso? Pero aunque ella no lo quisiera, yo tendría algo que decir al respecto, ¿no? No podía simplemente apartarme de la vida del que era mi hijo, aunque yo hasta entonces no supiera nada de las intenciones de su madre. ¿Y por qué escogía ese momento, con lo del concurso, los sueldos que me debían, mi previsible futuro en paro? Criar a un niño cuesta dinero. ¿No podría haber esperado? ¿Y por qué no me quería allí con ella? ¿No se merecía mi hijo un padre?

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