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Authors: Jaime Rubio Hancock

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El secreto de mi éxito (9 page)

BOOK: El secreto de mi éxito
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–No, no –insistió Susana–. Ya que hemos llegado hasta aquí, intentémoslo. Tú te puedes sacar un sobresueldo mientras esperas que su tío te pague y yo estoy en paro y no me vendrán nada mal unos cuantos eurotes.

–Ni a mí –dijo Santi–, yo no estoy en paro, pero no ahorro nada.

–¿No ahorras nada? Pero si vives con tus padres.

–Vestir así de bien es caro.

–¿Así de bien? Llevas una camiseta negra y unos tejanos.

–¿Y? Voy de Armani.

–Niñas, niñas –interrumpió Susana–, dejad la conversación de trapitos y centrémonos en cuánto vamos a pedir. Yo pediría seis mil para cada uno. Bah, redondeamos y que sean veinte mil.

–Me parece bien redondear a veinte mil.

–No es divisible entre tres –apunté.

–Vale, te puedes quedar el euro que sobra.

–Eh, eh, por cierto, que la comida de este perro cuesta un huevo.

–Vale, vale –dijo Santi– ahora hacemos cuentas y ponemos un bote.

–No, no, que me conozco tus “hacemos cuentas” y nunca más se supo. Traigo hasta el ticket de compra. Esto lo arreglamos ahora.

–Entonces, ¿qué? –dijo Susana–. ¿Veinte mil?

–Venga, va, veinte mil –dije yo–. Lo que haga falta. Con tal de no oíros.

–Ahora habrá que llamar.

–¿No tienes el móvil?

–No quiero llamarle al móvil. Mejor al fijo de casa, que parezca que no le conocemos.

–Pero si va a saber que hemos sido nosotros, de todas formas.

–Además, ¿tienes su fijo?

–No, pero eso es fácil. Tu móvil tiene internet, ¿no, Santi? Ve a las Páginas Blancas de Telefónica y pon Pol Martín Soriano. Y la dirección la tenemos.

–No me acuerdo del número del portal.

–Pon la calle y ya está.

–¿Te has fijado? –Le dijo Santi a Susana–. Se queja, pero cuando hay que hacer las cosas, no se está con tonterías. Por eso no le dejan irse de la empresa ni aunque ya no quede empresa. Debía ser el único que hacía algo.

–¿Quieres hacer el favor de buscarlo?

–Bueno, bueno, ya va… Qué prisas. Vale, a ver… ¿Soriano va con b o con v? Jiji, perdón, siempre hago la misma broma. Ya está. ¿Ahora quién llama?

–Tú mismo.

–No, no, yo paso, que tengo una voz muy característica.

–¿Tú?

–Sí, y tanto. Llama tú, mejor.

–¿Pero qué es lo característico de tu voz?

–¿No es evidente?

–No.

–Es metálica.

–¿Pero qué dices?

–No, en serio, llama tú.

–Que a mí me conoce.

–Ponte un pañuelo.

–Póntelo tú. En los huevos.

–Que llame Susana.

–No, yo paso.

La discusión se alargó varios minutos en los que hubo palabras malsonantes, insultos e incluso salieron a relucir viejas rencillas. En 1987 me rompiste la camiseta. Pero si no nos conocíamos. Sí, fue en quinto de EGB… Y así. Todo para que al final tuviera que llamar yo.

–¿Y qué le digo? ¿Que deje los veinte mil euros en una bolsa de…?

–¿Veinte mil? ¿Cómo que veinte mil? –Dijo Santi–. Veinte mil cada uno.

–¿Pero qué dices ahora? ¿Se te ha ido la pinza del todo?

–Decidimos hace una hora lo de los veinte mil entre los tres.

–No, no, hemos dicho veinte mil cada uno. Que redondeábamos de seis mil a veinte mil.

–No, de dieciocho mil a veinte mil.

–Claro, pero cada uno. Además, mejor pedir mucho porque luego igual hay que negociar. Sesenta mil. Si seguro que este adorable perrito es como un hijo para ellos. ¿Verdad que sí, Marte? ¿Verdad que sí? Ay, qué ricura. ¿Quién no pagaría sesenta mil euros por ti? ¿Quién?

–Voy a vomitar. Y no es por la resaca.

–He traído insulina, por si me daba un subidón de azúcar.

–¿Te sobra?

–Yo creo que sí.

–Insensibles. De todas formas, pidamos algo más. Si paga dos mil euros de hipoteca. Seguro que sus padres le han dado miles y miles de euros que a él no le hacen falta para nada y a nosotros, tampoco, pero somos más guapos.

–Mira, no voy a discutir más. ¿Quieres que pida sesenta mil? Pues los pido.

–Había dicho cien mil. Una rebaja del cuarenta por ciento me parece más que razonable.

–Venga, no se hable más. Sesenta mil. Vamos a buscar una cabina. Si es que queda alguna entera en Barcelona.

–Oh, una cabina –dijo Santi–. Qué emoción. Hace años que no uso ninguna.

–¿Y qué le digo?

–Dile sólo que tenemos a su perro y que ya le daremos instrucciones para hacer el pago –contestó Susana.

–Venga, pues vamos.

Y así fue como dije la frase: “Tenemos a vuestro perro. Si queréis volver a verle con vida, nos tendréis que entregar el miércoles sesenta mil euros. Os volveremos a llamar con más instrucciones”. Tapándome la boca con un pañuelo. De papel. No había más. Sabiendo que aquello era inútil.

–Jajaja, qué cabrón.

–Er…

–Sí, hombre, ya sé que sois vosotros. Qué cachondos, llevándoos el perro.

–Bueno, pues si lo quieres de vuelta.

–Pues mira, la verdad es que no hace falta. Ya sé que era una broma y tal, pero te lo regalo. En serio. Ya le he dicho a mi novia que se perdió porque ella se dejó la puerta abierta antes de irse. Y es verdad, se la dejó. All yours. Yo no lo quiero para nada.

–Pero Pol, a ver, esto es un secuestro.

No pude seguir. Le había dado un ataque de risa.

–No, ahora en serio, muy gracioso y tal, pero os lo podéis quedar. O vendedlo, me da lo mismo. Estoy harto de recoger sus mierdas.

Colgué. Me miraron con los ojos muy abiertos.

–Creo que no valgo para el crimen –dije, antes de explicarles que habíamos ganado un perro.

–Tendremos que volver a llamar cuando esté la novia –dijo Susana.

Me senté con los pies...

ME SENTÉ CON LOS PIES sobre la mesa, pensando que sin duda debía tomarme un segundo bourbon. Pero la pereza me podía. Pensé en la Virgen con cara de Susana que había visto antes. Hm. No tenía mucho sentido. Supongamos que era la Virgen. La de verdad. Y que me decía que iba a tener una recompensa aquel día en forma de visita. Por mis sufrimientos y etcétera. Mi recompensa no podía ser sexo con Susana. Porque eso sin duda contravenía las enseñanzas de la Iglesia Católica.

Por otro lado, yo no era precisamente un modelo de fe. De niño había creído y luego me había olvidado del tema. Sin apenas planteármelo. No era algo que me interesara. Aunque en realidad no había muchas cosas que me interesasen. Durante una época me había dado por leer libros de historia. Pero fue una época muy corta. Aunque lo suficientemente larga como para que cada año, en cumpleaños o en navidades, algún insensato me regalara un libro sobre Felipe II o la Guerra Civil, libro que indefectiblemente pasaba a acumular polvo sin que apenas lo abriera para hojearlo.

Creo que lo único que me interesaba era cobrar de una vez. Según el abogado y los administradores, era cosa de semanas. Ya, bueno. Eran los mismos que me habían dicho tantas cosas que se habían pospuesto tantas veces. No merece la pena demandar antes de que se publique el auto de la jueza. El auto ya reconoce la deuda y el Ere así que ya no hace falta demandar. Ya estás en el Ere, pero tienen de plazo seis meses para ejecutarlo, así que no te sale a cuenta demandar porque para cuando nos den fecha en el juzgado ya estarás fuera de la empresa, incluso aunque agoten el Ere, cosa que no harán. Total, que me había pasado un año cruzado de brazos intentando irme de la empresa y demandarla para cobrar. Pero no merecía la pena. Paciencia, me decía el abogado. Lo que no cobres aquí, te lo pagará el Estado dentro de unos meses. Sí, con topes, pero es más que el paro. Bueno, tienes que ir a la oficina, pero tampoco es que te mates a trabajar. Pues ya está. No te quejes tanto. Imbécil. Ya quisiera yo. Venir a trabajar en tejanos a la hora que me sale de los cojones. Volver por la tarde, la mayoría de las tardes, y sólo un ratito para contestar al teléfono. Si es que alguien llama. Que ahora ya no debe llamar nadie, ¿no? Pues venga, arreando, que tengo trabajo, y deja de quejarte, que tengo correos tuyos cada dos días preguntando qué hay de lo mío y ya te digo yo que cuando lo haya te lo diré, pesado. Mira la cantidad de faena que tengo hoy, que ni siquiera he podido hacer el sudoku.

Vale, lo último no me lo decía. Y lo anterior en un tono más educado, claro. Si el abogado no era precisamente el peor. No. Ni mucho menos.

–Como ya sabéis, la semana...

–COMO YA SABÉIS, LA SEMANA que viene comienza el periodo vacacional.

Quien había dicho aquella esclarecedora frase era Manuel Piedra de Tambores, uno de los tres administradores concursales que nos había tocado en suerte. Hablaba Piedra, pero también estaban allí presentes Antonio Papel Cuatrecasas y José María Vázquez Tijeras, además de Marc y yo. Todos en una de las salas de reuniones de la empresa.

Había diferencias superficiales entre los tres administradores: creo que alguno era abogado mientras que otros podrían ser auditores, puede que ni siquiera hubieran nacido en la misma década, pero a mí me parecían exactamente iguales: mediana estatura, algo fondones, con entradas, pero no calvos, traje gris, camisa blanca de doble puño con las iniciales grabadas en el bolsillo por si la perdían, imagino, corbata oscura, alianza, mocasines, calcetines azul marino, sin gafas, siempre como recién afeitados, con un bolígrafo Montblanc en la mano y una libreta con el logo cada cual de su compañía o bufete o lo que fuera.

En todo caso, aquella frase, la que hacía referencia al 31 de julio, era lo más cuerdo que ninguno de los tres había dicho en los más de cuatro meses que llevábamos en concurso y más de tres que hacía que ellos se habían hecho cargo de la gestión financiera de la empresa, con el objetivo de justificar ante el juez la más que improbable viabilidad económica o el más que previsible cierre de un negocio que ya no era negocio, suponiendo que alguna vez lo hubiera sido.

Al menos ni era una insensatez ni una mentira. Sólo era algo que ya sabía todo el mundo. Gracias, muchas gracias, señor Almanaque. ¿Podemos irnos ya?

–Nuestra idea era que ya estuviera todo zanjado, pero aún no hemos podido acabar el informe –un informe, añado, que por ley tendrían que haber acabado hacía dos meses–, y como en agosto los juzgados están cerrados, lo mejor es que nos vayamos de vacaciones y lo terminemos en septiembre.

Marc y yo les mirábamos sin decir nada, esperando el momento en el que nos iban a putear definitivamente a pesar de que todo eso de momento no nos afectaba a ninguno de nosotros. Era su trabajo, no el nuestro.

–Como imagino que os habrá comentado el comité de empresa –que estaba de vacaciones desde hacía dos meses– o el abogado –que se iba de vacaciones reales esa misma semana–, este informe recomendará el cierre de la empresa y la ejecución de un Ere total a la plantilla con efecto inmediato, cosa que suponemos que se efectuará los primeros días de septiembre, o un poco más tarde, lo que pueda tardar el juez en autorizarlo –no pude evitar sonreír: no me podría ir de vacaciones porque no iba a cobrar ni el paro y no tendría un duro de sobras, pero probablemente no tendría que volver más que unos días en septiembre–. Lo malo –siguió, bajando un poco la vista un momento, sólo un momento, como sin querer admitir que decir aquello le avergonzaba– es que como no habremos acabado todo lo que hay que hacer y necesitaremos no sólo información sino también a alguien que pueda ir ordenando transferencias y demás trámites, hemos decidido que el Ere se ejecute inmediatamente a todos, menos a una persona, que nos gustaría que se quedara haciendo este papel de enlace entre la administración concursal y la empresa.

Me di cuenta de que después de mirar abajo, me miraba a mí. A mí. Todo el rato. No a Marc, que era mi jefe y por tanto tendría que haber asumido esa responsabilidad. No. A mí.

–Y estábamos pensando en ti.

Ahora no sólo me miraba, sino que me señalaba.

–No, no, ni hablar.

–Sólo serían unas semanas y las cobrarías.

–¿Pero cobraría ya?

–Sí, nos comprometemos a que cobres.

–¿Ya?

–Si no ahora, en septiembre, seguro. Y a partir de entonces, todo el tiempo que estés lo cobrarás.

–¿Y por qué yo? ¿Por qué no… ? –Dije, apuntando a Marc con la mirada. Marc me devolvió una críptica mirada de zombi.

–Es una cuestión de gastos: él cobra más que tú y la deuda se incrementaría más si lo mantenemos a él. No podemos hacer eso. Y además tanto Romeu como Soriano te recomendaron a ti, por tu experiencia y conocimientos de la empresa.

–¿Pero me necesitan para hacer transferencias? ¿Para eso tengo que quedarme? ¿No lo pueden hacer us… ?

–Bueno, eso también, pero no es lo más importante. Es por si necesitamos información, ya sea de contratos o de clientes.

–Pero eso no lo llevaba yo, yo no sé nada de…

–Pues imagínate nosotros. Tú con los años que llevas, sabrás bastante más.

–Pero ya tienen a Romeu y a Soriano.

Los tres me miraron con los ojos muy abiertos:

–Pero son propiedad.

–¿Propiedad de quién?

–Es decir, que son propietarios de la empresa.

–¿Y?

–La información que den puede estar sesgada.

–Pues no, me niego. Búsquense a ot…

–No puedes negarte. Eres empleado de la empresa. Si te vas, renuncias al subsidio de paro y a la indemnización, como cualquier otro empleado que dejara voluntariamente su empleo.

–O sea que me obligan a cobrar el paro más tar…

–Cobrarás tu sueldo.

–¿Seguro?

–Seguro.

–¿Y los atrasos?

Dudó antes de añadir un tímido sssssssssí.

No les creía. Hice bien en no creerles. Pero decir “ya lo sabía” y “os lo dije” no compensaba.

Nada más salir de allí fui al despacho de Soriano. Marc me decía que esperara, que no fuera en caliente, pero seamos sinceros, lo que dado su aspecto y carácter de cadáver, a Marc le parecía “en caliente”, para el resto del mundo no era más que “en tibio”. Sí, vale, estaba enfadado, pero yo nunca he sido la Masa. Así que supongo que no había que temer que volcara una mesa y le tirara una silla a la cabeza.

Como al final hice.

No, es broma, no lo hice.

Llamé a la puerta y entré sin esperar a que me dijera que pasara. Eso fue lo más violento de lo que fui capaz. Me saludó. Le saludé. Le expliqué lo que me habían dicho.

–No es justo –añadí–. Me ha dicho varias veces que siempre han confiado en mí, que me querían aquí porque hago las cosas bien, porque me aprecian, pero resulta que la recompensa a todo eso es un castigo.

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