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Authors: Jaime Rubio Hancock

Tags: #FA

El secreto de mi éxito (8 page)

BOOK: El secreto de mi éxito
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–No, no, te equivocas. Es tu perro.

–¿Cómo? Pero si llevas todo el rato jugando con él y seguro que se ha venido con nosotros por tu culpa.

–Eso no tiene nada que ver. Yo soy su tío gracioso. Tú eres el padre responsable. Yo sería incapaz de darle de comer, por ejemplo. No sabría ni cómo se hace. ¿Por dónde se le mete la comida? O lo llevaría al MacDonald’s y engordaría y se moriría.

–Pero no digas tonterías. Haz el fav…

–Además, sólo será por unos días. Hasta que nos paguen el rescate.

–Pero mi madre se negará en red…

–Y la mía también, ¿o qué te crees? Todas las madres se niegan en redondo a estas cosas. Hasta que los hijos se van de casa, entonces es cuando se compran dos o tres perritos y les ponen jerséis y les dan besitos.

–Haz el favor de centrarte. Yo no me pienso llevar este perro a casa.

–Tienes que hacerlo. Si todo esto lo hemos montado por ti, para que cobres.

–Pero tío…

–Es más, siento mucho lo que tengo que hacer, pero tengo que hacerlo. Es por tu bien.

Levantó un brazo y paró un taxi.

–Sé que lo entenderás.

Se metió dentro con una agilidad sorprendente, mientras yo le llamaba cabrón y mantenía la puerta abierta.

–¡Que no me llevo al perro!

–Tienes dos opciones: o te subes al taxi conmigo y dejas al perro tirado, o te vas con el perro a casa.

Me subí al taxi sin decir una palabra. El conductor preguntó si ya estábamos con la tontería o si se iba a subir alguien más. Santi le ignoró:

–Claro que cómo le explicarás a Susana que dejaste a un perro tirado en medio de la calle.

–Qué más me da la Susana esa.

–Vamos, hombre, si os vi ahí hablando en el balcón, la mar de monos.

–Que no, que no me mola.

Me miró por encima de las gafas. Gafas que por otro lado no tenía. Pero vamos, era esa mirada.

–Que no. Que paso.

Siguió mirándome.

–Hijo de puta –le dije, antes de bajarme del taxi y buscar al maldito chucho, que estaba ladrándole a una moto. El lunes tendría que comprarle una correa.

En el pasillo, bocarriba, descansaba...

EN EL PASILLO, BOCARRIBA, DESCANSABA el cadáver de una cucaracha. Llevaba ahí cuatro o cinco días. Yo ni me acercaba. Y desde luego, ni recogía. Ya hacía bastantes cosas gratis en aquella empresa.

Dejé de mirarla y volví a mi rutina. Una rutina cada vez más vacía. Me quedaba una hora antes de irme a comer y ya había perdido bastante el tiempo con internet, hasta el punto de incluso llegar a aburrirme del póker online con dinero falso, como si de eso pudiera aburrirse uno, así que decidí dar una de mis habituales rondas por la oficina. Básicamente consistían en echar el cerrojo y la cadena para que nadie pudiera abrir ni con llave, y ponerme a cotillear en los cajones de Romeu y de Soriano. Ya lo había hecho varias docenas de veces, así que sabía perfectamente lo poco o nada que había ahí dentro, pero aprovechaba para crear algo de confusión. Movía los clips del primer cajón al tercero. Dejaba un boli de Romeu sobre la mesa de Soriano. Ponía a la derecha de la mesa las carpetas que estaban a la izquierda. Tiraba las grapas a la papelera. Soltaba alguna letra del teclado, pero dejándola en su sitio, para que al golpearla el inocente de turno creyera haberla roto con la fuerza de su dedo.

Y cuando me apetecía, como aquella mañana, cogía un vaso de la cocina, la botella de bourbon que tenía guardada Soriano y me servía un culín. Sin hielo ni nada, como tiene que ser, a palo seco.

Sí, beber por las mañanas y solo probablemente contaba como síntoma de alcoholismo, pero yo creía que si era algo ocasional y en el despacho del jefe, lo hubiera perdonado incluso Elliot Ness.

Volví a mi sitio, sonriendo después de lavar el vaso. Sí, soy así de majete. Quité el cerrojo. Envalentonado por el bourbon, le di una patada al cuerpo de la cucaracha, que salió despedida al fondo de la sala. Me senté en mi sitio. Volví a entrar en Facebook. Volví a leer los mismos titulares del periódico. Volví a mirar mi correo. Susana no había dicho nada más. Miré mi móvil. Nadie me había llamado. Era pronto. Aún quedaban dos horas para que llegara la hora de irse a almorzar, lo cual significaba que me iría a almorzar en cosa de una hora, como muy tarde. Vencido por la vida real, volví a jugar al póker con dinero de mentira. Gané tres mil fichas en un par de buenas manos. Qué fácil era vivir en dos dimensiones.

–Tenemos a vuestro perro...

–TENEMOS A VUESTRO PERRO. Si queréis volver a verle con vida, nos tendréis que entregar sesenta mil euros el miércoles. Os volveremos a llamar con más instrucciones.

Nos había costado mucho llegar a concretar esas tres frases que dije yo –sí, encima me tocó a mí– por teléfono.

El día había comenzado ya a la una del mediodía, y por mí hubiera comenzado más tarde si no me hubiera despertado un perro sentado encima de mi pecho, ladrando y lamiéndome la cara. Lo dejé en el suelo mientras musitaba varios insultos y buscaba algo para secarme.

–Creo que quiere que lo saques. Y supongo que tendrá hambre.

Era mi madre quien, como de costumbre, había abierto la puerta de mi habitación sin llamar.

–Mamá... –comencé a reñirla.

–¿De dónde has sacado a ese perro? –Comenzó ella a reñirme.

–Es de un amigo. Que está de viaje. Sólo estará aquí unos días.

–Podrías habernos consultado primero, ¿no?

–No saldrá de esta habitación. En serio.

Mi madre suspiró y prefirió no insistir. Desde que había tenido que volver a casa estaba más suave. Me miraba como con pena y con miedo a que entrara en alguna especie de depresión crónica; de vez en cuando incluso me agarraba del cuello y me besaba en la mejilla, como si fuera su nieto y tuviera siete años.

Su nieto. Je. Si ella supiera. Nietos. Je. Uno en camino. Etcétera.

Pero vamos, que estaba suave. En situaciones normales, ese perro hubiera salido volando por la ventana.

–Tienes café hecho. Voy a salir con tu padre, que hoy comemos con tus tíos. Nos vemos por la noche.

Salí renqueante de mi habitación. Cogí un plato hondo, lo llené de agua y se lo acerqué al perro, que me seguía. A saber qué pensaría mi madre si me viera hacer eso. Probablemente se desmayaría. Y luego quemaría el plato con un lanzallamas. Y luego tiraría al perro por la ventana Sí, mejor que comprara un cuenco.

Entonces vino. El dolor de cabeza. No fue muy intenso, pero en cuanto apareció supe que estaba ahí para quedarse. Era una de esas tontas y horribles resacas de treintañero. Te levantas crees que bien. Algo cansado. Sales de la cama tropezando y te notas mareado, pero intentas mantenerte optimista. Eh, aquí estoy. De pie. Sigo teniendo el aguante de y ni siquiera acabas de pensar la frase porque llega una oleada de dolor a tus sienes. No hace falta que sea gran cosa, tampoco hablamos aquí de vomitonas y tres días en cama. Simplemente de un estúpido dolor de cabeza y un pequeño mareo que no te abandonan ni después de una caja de ibuprofenos y dos siestas. Aun así, intentando haceme creer a mí mismo que podía luchar cuando ya había perdido, me tomé el café con una media docena de analgésicos e intenté tragar una tostada.

La casa de mis padres me agobiaba. Había pasado tres años viviendo con Rebeca en un piso más pequeño que aquel, desde luego, la mitad de pequeño, pero con muchas menos cosas y además más o menos la mitad de esas cosas eran más o menos mías. En cambio, en casa de mis padres, entraba en cualquier habitación de aquella casa y me la encontraba llena de cosas que no tenían nada que ver conmigo. En la cocina estaban las galletas que le gustaban a mi hermano, los yogures de mi madre, un carrito de la compra que creo que era la primera vez que veía. También veía desde allí el cubo de la ropa sucia que estaba en el lavadero. Camisas de mi padre, unos pantalones diría que también suyos, un montón de calcetines absurdos, yo diría que todos desparejados. En la salita, revistas de mi hermano, películas en dvd de mi padre. Incluso en la silla de mi habitación había más calcetines ajenos. ¿Por qué había tantos calcetines sueltos en aquella casa? Todos negros, además.

Aquella ya no era mi casa. En aquellos tres años ese espacio lleno de memorias y recuerdos se había olvidado de mí por completo. Me acogía con reparos, me decía cuidado, no toques eso. Pero tampoco podía irme otra vez, al menos no todavía. Me estaba quedando sin ahorros: no cobraba y pagaba la mitad de una hipoteca. Para eso Rebeca bien que me había llamado. Para explicarme las cosas, para hablar conmigo, para sentarnos y planificar qué iba a ser de nosotros y de nuestro (¿nuestro?) hijo, no, pero para cobrar, sí. En fin.

Al menos vivir con mi familia me salía gratis. Claro. Qué menos. Pero estaba como de prestado. Era barato y desde luego a ratos agradable, pero incómodo y temporal.

No era humillante. Eso no. Me sabía mal no tener recursos para plantearme por el momento el no tener que depender de nadie, pero nada más. Son cosas que pasan. La vida, que es muy perra.

Lo que si fue humillante fue lo que vino después, aquella misma mañana, y que no tenía nada que ver con mis padres ni con su piso.

Después de la ducha, salí a dar una vuelta con el perro. Quien obviamente hizo lo que tenía que hacer allí en medio de la calle. Miré a un lado y a otro. ¿Qué pensaría la gente si dejaba eso allí? Si me iba pitando, ¿alguien me llamaría la atención? Bajé la vista al cagarro, con la mano agarrando la bolsa de plástico que me había metido en el bolsillo antes de salir de casa. Tenía que hacer lo correcto. Como siempre. Lo que se esperaba de mí. Respiré hondo un par de veces. Cerré los ojos. Apreté la mandíbula de la rabia.

No me habían dejado irme de voluntario en un despido colectivo.

Llevaba cuatro meses sin cobrar.

Mi novia me había dejado, no sin antes quedarse embarazada sin avisar.

De los veintitantos compañeros que quedaban en la empresa, sólo teníamos que ir a la oficina el pesado de mi jefecillo y yo.

Y ahora me tenía que agachar a recoger la mierda del perro del sobrino del dueño de la empresa.

Porque no hacerlo estaría mal.

A pesar del plástico, noté el tacto húmedo y caliente de aquel trozo de caca. Creo que solté un pequeño gemido. Se me humedecieron los ojos.

Volví a casa a dejar al perro para poder bajar a comprar un cuenco, una correa y un saco de pienso. Antes de bajar me di otra ducha. Había. Tocado. Una. Mierda. De. Perro. Y. El. Plástico. De. La. Bolsa. No. Ayudaba. Mucho. El horror. El asco. El olor a mierda por las mañanas, mañanas encima de resaca.

Como era domingo, tuve que ir a una de estas tiendas que abren los festivos y por eso encima son más caras. Más. Aún. Di un gritito al ver el precio del saco de albóndigas perrunas. Busqué entre los ingredientes palabras como buey, chuletón navarro, caviar, arce canadiense, trufa blanca, champán francés, receta de Ferran Adrià. Incomprensiblemente, sin éxito. Eso sí, Marte me ladró agradecido. Le miré con odio. Pensé en tirarlo por la ventana. Me volví a duchar. Esta ducha no recuerdo a qué venía. Creo que sólo era para intentar despejar el dolor de cabeza. Que seguía allí. Como un par de pequeños martillitos, cada uno en una sien. Pam–pam. Pam–pam. Pam–pam.

Por la tarde me tuve que llevar al perro conmigo a la cafetería a la que nos había convocado Santi. Intenté dejarlo en casa, pero las amenazas de mi madre surtieron efecto. La mujer estaba esperándome en el pasillo cuando intenté salir sin él. Y eso que no había dicho ni que me iba.

–Pero no se puede entrar con el perro –dijo Santi.

–Busquemos una terraza. Es que mi madre no quiere quedarse con él.

–¿Te ha dicho algo?

–Claro.

–¿Qué le has contado?

–Que era de un amigo que se ha ido de viaje.

–Bien. Acumulando mentiras. A tus propios padres. Qué vergüenza.

–Sí, tienes razón, tendría que habérselo confesado todo esta mañana. Mamá, vas a ser abuela y he robado un perro.

–Secuestrado.

–No sé si se puede secuestrar a un animal.

–No me vengas con tecnicismos legales. Mira, ahí llega tu amorcito.

–Vete a la mierda.

Susana llegó con gafas de sol, el pelo recogido en una coleta y la cara muy blanca.

–No habléis muy fuerte –nos dijo al llegar–. Estoy con la peor resaca de la historia de Europa.

–Claro –le dije–, pero el asunto que tenemos que tratar hoy es demasiado importante como para dejarlo pasar o incluso posponerlo.

–Exacto.

–Sí.

–Me molesta mucho cuando hacéis ver que no entendéis que hablo irónicamente.

–La ironía no se te da tan bien como crees –contestó Susana.

–¿Y tu amiga? –Preguntó Santi.

–Me ha dicho que no os recuerda, que no sabe nada de ningún perro y que después de haberse pasado dos horas abrazada a la taza del váter no tiene muchas ganas de intentar salir de la cama otra vez.

–Vaya.

–Y además dice que estoy loca, que no os conozco de nada y que a lo mejor sois asesinos en serie.

–Eso es posible.

–Sí.

–Tu amiga cuando no bebe es muy sensata.

Buscamos una terracita y nos pusimos directamente a hablar del rescate, mientras tomábamos una clara, que según Susana era lo mejor para la resaca. La verdad es que ayudó. Al menos más que mi mañana, incluidas las tres duchas.

–Tal y como yo lo veo –comenzó muy serio Santi, mientras yo miraba al cielo pidiendo fuerzas para aguantar lo que iba sin duda a ser una retahíla de incongruencias–, deberíamos pedir lo que te deben a ti y luego veinte mil euros más para mí y otros veinte mil para Susana. En total, cien mil euros.

Suspiré.

–No me deben sesenta mil euros. Ojalá. Pero no. Y nadie va a pagar cien mil euros por este chucho.

–Eh, eh, qué dices, si es un perro de rico, debe tener pedigrí y sangre pura. Seguro que es un afgano de esos o un setter finlandés.

Susana se rió.

–Anda que… Es un westie, y no son caros. Pero claro, si pagan será por el valor sentimental.

–Gracias –contestó Santi–. A eso me refería. Este lo que sea tiene el valor sentimental de un setter finlandés.

–Pero no cien mil euros –concedió Susana.

–Gracias –dije yo–. Ahora en serio. Esto ha sido divertido y la verdad es que aunque protesté mucho, porque ese es mi estilo, ayer me lo pasé muy bien. Pero dejemos al perro atado al pomo del portal con una nota grapada al hocico y olvidémonos de esta tontería.

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