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Authors: Jaime Rubio Hancock

Tags: #FA

El secreto de mi éxito (14 page)

BOOK: El secreto de mi éxito
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–Ya sé que no es lo mismo. No lo sé. Igual era todo cosa mía. Igual era yo la que me sentía así. Pero creo que éramos los dos. Que estábamos simplemente dejándonos llevar.

–No es así. Pero es que también, pues… Joder, habrá que trabajar, ¿no? Habrá que pagar una hipoteca. Habrá que contratar un seguro para el coche. Digo yo. Aunque ni siquiera teníamos coche.

–Sí, no es eso. Hay que trabajar, pero puedes al menos intentar buscar algo que te guste. No sé como explicarlo. Es que… No sé tú, pero la de quedarme embarazada fue la primera decisión que soy consciente de haber tomado en años.

–¿No crees que exageras?

–Es como me sentía. Si incluso cuando íbamos al cine no recuerdo haber decidido nada. Simplemente íbamos a ver la que tocaba esa semana.

–Joder. No exager…

–No exagero. Así es como me sentía. Ahora empiezo a saber quién soy.

–¿Pero por el bebé?

–No, no, no se trata de ser madre. Se trata de que empiezo a recobrar el control. Un poco. Sí, hay cosas que no puedes dejar de hacer si no te toca la lotería, pero al menos puedo tomar algunas decisiones. Guardarme mis espacios. Ser un poco más yo.

–No sabía que te sentías así.

–No lo sabía ni yo.

¿Y yo? ¿Yo lo sabía? ¿Yo qué era? ¿Qué soy? Soy. En fin. Bueno. Un tipo de 32 años. Normal. Un contable. Pero podría hacer otras cosas. Pero contable no está mal. Y el trabajo es lo de menos. Eso es hacer, no ser. Eso también lo sabía yo. Yo quiero. No sé. Quiero. En fin. Bueno, ¡es que así no se pueden contestar las cosas!

Rebeca cambió de tema. Habló de su embarazo y me prometió que arreglaríamos lo del piso. Por supuesto, le dije que eso no iba a ser un problema y que si necesitaba cualquier cosa para la niña, que me lo dijera. Fuimos agradables y educados durante unos veinte minutos en los que yo tenía ganas de coger el cenicero y tirarlo contra la pared. Luego me dijo lo típico de en fin, me tengo que ir y me abrazó y me dio un beso muy fuerte en la mejilla. Creo que iba a decirme algo como “piensa en lo que te he dicho” u otra gilipollez de estas que sientan como un pellizco en los testículos, pero por una vez no le di tiempo a hablar.

–¿Cómo se va a… Cómo la vamos a… ? En fin, ¿qué nombre tendrá?

–No lo sé.

–Me gustaría decidirlo contigo.

–Claro.

–Susana. Me gusta Susana.

–¿Susana?

–¿No te gusta?

–No mucho.

–Bueno, pues hazte al nombre, porque a mí me gusta Susana. Mucho.

–Vale.

Y se fue, sonriendo, dejándome medio mareado, sin que pudiera ni intentar averiguar lo que realmente estaba pensando.

En todo caso, eso también ayudaba a explicar que cuando una mujer que no estaba mal del todo si teníamos en cuenta un montón de cosas, se puso a horcajadas sobre mí, pidiéndome algo de sexo sucio y rápido, sin compromiso y probablemente incluso sin preservativo, yo no fuera capaz de nada más aparte de poner las manos a modo de barrera y decir, casi gritar:

–¿Pero qué haces?

La abogada paró en seco. Se sintió obviamente avergonzada. Se incorporó. Se bajó la falda. Se alisó la camisa. Se arregló el pelo. Todo eso sin mirarme a la cara.

–Perdona, yo…

–No, no, tranquila… Lo siento, pero…

–Lo siento.

–Lo siento.

–No, pero… Es mi culpa…

–No, no es eso…

–Perdona.

Cogió sus papeles y se fue, sin mirar atrás.

Estaba comenzando a preocuparme...

ESTABA COMENZANDO A PREOCUPARME. Más aún. Eran las cinco menos cuarto de mi última tarde en la empresa y no venían ni Romeu ni Soriano: uno cualquiera de ellos tenía que firmarme el despido. Había enviado un par de correos electrónicos y Soriano había respondido desde su móvil diciendo que estaba en camino, pero nada. Y había tenido tiempo suficiente como para llegar, darme los papeles, bailar un poco y echarse una siestecita.

Estaba muy impaciente. Casi ansioso. No quería volver al día siguiente ni para firmar una servilleta. Ni al día siguiente ni nunca. Aquello se acababa aquel día y punto. Ya no volvería a pisar la oficina jamás. Es más, probablemente la oficina ya no la pisaría nadie más de mi empresa, ni Romeu ni Soriano. Aunque serían capaces de seguir pagando el alquiler. Total, lo habían estado pagando hasta entonces sólo para mí. Ya puestos. Venga, yo invito.

Volví a mirar el reloj. Eran las cinco menos doce minutos. Lo peor era que había quedado con Susana a las seis. Y además, había quedado a las seis, pero a unos diez minutos de allí, así que en una hora como muy tarde, tenía que estar todo firmado y recogido. Sólo me debería faltar aquello de estrechar la mano o las manos, si venían los dos, desearles suerte, esperar que me desearan más o menos lo mismo y largarme pitando de allí sin volver a mirar atrás ni para escupir.

Volví a perder el tiempo por internet: pasé por el correo electrónico, sin novedad, por la prensa, sin novedad, por la página desde la que jugaba a póker, sin que pudiera concentrarme. Cuando terminé aquella ronda, habían pasado nada menos que cuatro minutos y medio. Y aún sin novedad. En ningún sitio.

Me senté hacia atrás, con las piernas sobre la mesa. Era incómodo porque la mesa era muy alta y la silla no se inclinaba mucho. Comencé a resbalarme. Volví a sentarme bien. Miré en todos los cajones, por si me dejaba algo. Pues no. Miré en cajones ajenos, por si alguien se había dejado algo. Encontré un billete croata, varios clips y una goma de borrar. Lo dejé todo donde lo había encontrado. No me interesaba. Y ni siquiera era la primera vez que lo veía.

Pero bueno, aquello me había hecho ganar casi seis minutos más.

Entonces oí la puerta. Me asomé al pasillo y vi a Soriano entrando. Corrí hacia él, casi como si me alegrara de verle.

–Hola.

–Buenas tardes.

–Ehm… Necesitaría firmar lo de…

–Sí, claro. Déjame hacer primero una llamada y ahora te aviso.

¿Una llamada? ¿Y por qué no podíamos hacer primero lo de los papeles? Al final no iba a salir nunca de allí. ¡Nunca!

¡Nunca!

¡Maldita sea!

¡Nunca!

Volví a mi sitio, de nuevo con ganas de prenderle fuego a la oficina. Qué manía con tenerme allí retenido, sólo les faltaba atarme. Nada, hasta el último minuto. Y aun gracias que ya realmente no tenían más opción que dejarme marchar. Se habían cumplido los seis meses, el máximo legal para ejecutar un Ere. Ya no podían hacer más que soltarme. Eso sí, yo había intentado que lo hicieran antes, al fin y al cabo, los administradores me habían dicho que serían unas semanas. Y bueno, sí, fueron unas veinticuatro semanas. En las que cobré cuatro de los ya doce sueldos que se me debían. Todo eran excusas. Es que el proceso se ha alargado. Es que uno de tus compañeros ha demandado. Es que el juez necesita más información. En fin, el caso es que ahí todo el que se había implicado por obligación o por gusto, había demostrado ser un perfecto inútil.

¡Nunca!

Oí un ruido encima de mi cabeza. Miré arriba. El falso techo. Algo correteaba por ahí encima. Lo ignoré. Lo último que quería era pelearme con una rata. Pero el ruido siguió. Sólo encima de mí. A ver si se me iba a caer el techo encima.

Me puse de pie sobre la mesa y acerqué la oreja lo más que pude. Eran como pasitos. Ese falso techo estaba formado por unas placas de escayola, así que me puse debajo de una que estaba al lado de la del ruido y la levanté. Eché un vistazo. No veía nada más que la sombra de los cables que correteaban por ahí, así que saqué el móvil y encendí la linterna. En la placa de la que venía el ruido había una cucaracha dando vueltas. Solté un gritito, algo así como “ah, mierda”, y la cucaracha se quedó parada. Se giró hacia mí. Yo diría que me miraba. Y luego se fue corriendo. La iluminé mientras se iba hacia el fondo de la sala.

Ahora me parece una tontería, y de hecho, debería haberme parecido una tontería entonces, pero lo que pensé fue que igual aquella cucaracha tenía algo que ver con la que había visto antes. Igual me estaba diciendo algo así como ep, sígueme. De hecho, incluso hubiera jurado que había hecho ruido para que fuera a mirar.

Aparté del todo la placa y me agarré a los bordes del agujero, para comprobar si aguantaría en caso de que intentara meterme dentro. Parecía que no. Pero eso no me iba a detener.

Trepé hacia arriba como buenamente pude y una vez allí comencé a arrastrarme hacia donde había ido la cucaracha. Igual tenía algún mensaje para mí. Puede que quisiera decirme algo, complementar lo que me habían dicho ella y la virgen hacía un rato.

Me arrastré un buen trecho, hasta llegar a la pared, al fondo de la sala grande. No veía la cucaracha. Sólo había cables y polvo. Iluminé a ambos lados y cuando vi lo que parecía una cara, me asusté e hice un gesto brusco, y noté como el techo (falso y por tanto de poco fiar) se hundía debajo de mí.

No sé ni cómo caí. De repente estaba en el suelo, lleno de polvo, con losas rotas a mi alrededor. Encima de mí había un agujero enorme. Y comprobé que lo que me había parecido una cara no era más que otro montón de cables agarrados a la pared. Me incorporé, seguro de que en cuanto me despejara un poco, me empezaría a doler todo. Miré a los lados, en busca de la cucaracha. Igual había muerto aplastada.

En todo caso, estaba al lado del baño, así que entré con la intención de lavarme un poco la cara. Una vez dentro y con la luz encendida me quedé helado. Y si… Porque igual… En el espejo… El caso es que no me atrevía a mirar.

–Ep, tranquilo.

Oí una voz. De hecho, era mi voz.

–Eh, aquí. Donde siempre.

Me giré y miré al espejo. Y allí estaba yo.

–¿Ahora no te asusto, verdad? Se me ha ocurrido hace un rato. Si vengo como tú, no te as… ¿Por qué pones esa cara?

–Creo… Creo… Creo que es peor.

–Joder. No eres tan feo, jaja… No, pero en serio, no soy más que tú. No te puedo dar miedo. Lo del bicho grande, pase, pero tu propia cara debería inspirarte confianza.

–Se supone que los espejos…

–Te reflejan. Y te estoy reflejando.

–No exactamente. Me estás reflejando, pero no exactamente.

–No estás contento con nada. Qué tío. En fin. Por cierto, ¿qué hacías en el techo? Bueno, es igual. Sólo quería recordarte una cosa, antes de que se me olvide. Vas bien. En serio. Vas bien. Has hecho algo. Vas bien. Pero recuerda que llegará el momento de ir mejor.

–Er… ¿De qué hablas?

–Bien que lo sabes, picaruelo –dijo, guiñando un ojo–. De morder la bala y lanzarte de cabeza. Pues nada, te dejo solo. No creo que te moleste más.

Y se fue. O al menos el espejo volvió a lucir como siempre. Porque yo seguía allí, claro.

Me lavé las manos y la cara, e intenté sacudirme el polvo de encima. Con escaso éxito. Tal y como esperaba, comencé a notar dolor: en la muñeca izquierda, el muslo izquierdo y en el cuello. En fin. Moratones. Algún tirón. Nada serio. Al salir del baño, aún aturdido, me encontré a Soriano.

–¿Qué ha pasado? –me dijo.

–Ni idea, he venido en cuanto he oído el ruido.

–Joder… Pero…

–Sí, ya…

–¿Pero cómo… ?

–A saber. Igual hay ratas.

–Joder…

–Por cierto, los papeles de…

–Sí, sí... Joder… Me tienen que devolver la llamada y en seguida estoy contigo. Pero… Joder… ¿Has visto cómo ocurría?

–Qué va. He oído el follón y…

–Joder.

–Sí, bueno… ¿Y usted lo ha visto?

–No, no, acabo de llegar.

Le miré poniendo gesto de sospecha. Creo que conseguí incomodarle.

–Entonces, entre tú y yo...

–ENTONCES, ENTRE TÚ Y YO, ¿tú le robaste el perro al sobrino de Soriano?

–¿Cómo?

–Va, venga. Pol lo sabe, pero no se atreve a decir nada, al menos a la cara. No sé por qué. Bueno, sí lo sé, es un acojonado, se cree que todos los trabajadores queréis matarle o algo así. Y Soriano está harto de las tonterías del sobrino y por eso no ha sacado el tema. El perro, ya me dirás tú, con la que está cayendo. Pero bueno, yo nunca he soportado a ninguno de los dos, y menos ahora, así que me lo puedes contar, que a mí todo lo que sea darles por culo me parece bien.

–Pero…

–Es que vino aquí, lo contó, nos dijo que te dijéramos algo y le dijimos que cada cual arreglara sus mierdas, que no estábamos para pensar en perros. Bueno, ¿qué? ¿Lo hiciste tú? Se ve que su novia está cabreada porque no se lo devolvisteis después de las vacaciones o no sé qué historias.

–Sí, claro.

–¿Por qué?

–Pues básicamente por joder –no pensaba admitir lo del rescate que tres meses después ya habíamos desistido de pedir. Además, Romeu estaba de buen humor. En realidad, Romeu estaba de buen humor desde que se había divorciado, cosa que no le impedía ser un perfecto hijo de puta que entonces me debía ya siete sueldos. De hecho, yo había ido a su despacho a ver si había alguna novedad respecto a los pagos, ya que los administradores llevaban varios días ignorándome. Como de costumbre. Y el tío había comenzado a criticar a los administradores: que si lo estaban retrasando todo adrede, que si se estaba alargando porque algunos acreedores habían interpuesto un incidente concursal, que no me tenía que preocupar porque en la empresa había dinero y tarde o temprano se nos iba a pagar a todos, y un montón de tonterías más.

Y al final el tío había sacado el tema del perro. Como si nada.

–Pues me parece muy bien, qué quieres que te diga –siguió–. Yo he tenido que aguantar mucho de esta gente y ahora ya estoy harto. Más que harto. Hasta los putos cojones.

–Pero siendo socios…

–A ver, cuando las cosas van bien, es muy fácil llevarse bien. Pero desde hace un par de años, Soriano no da una. Y su sobrino es un gilipollas. Por culpa de sus proyectos, he perdido ocho millones de euros.
–Eso no pasa de la noche a la…

–Sí, tienes razón. Debería haber prestado más atención. Al fin y al cabo también es mi empresa. Pero en fin. A ver, ya sabes cómo funcionamos aquí. La idea desde siempre ha sido que yo me muevo para conseguir dinero y Soriano se dedica a gastarlo. Al principio iba bien porque gastaba con cabeza, es decir, invertía en proyectos que funcionaban. En realidad, sólo funcionó uno, pero funcionó muchos años. Y lo de un tiempo a esta parte… Una mierda. Echar el dinero al váter y luego tirar de la cadena. Hasta los cojones, estoy.

Cuando me quise dar cuenta, estaba en el bar de enfrente, con una cerveza en la mano, oyendo a Romeu explicar que Pol había ocultado una deuda de chopocientos mil euros en un proyecto que le había vendido a su tío.

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