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Authors: Gonzalo Giner

Tags: #Intriga, Histórico

El secreto de la logia (46 page)

BOOK: El secreto de la logia
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Dejándose la piel de sus manos, Francisco trató con todas sus fuerzas de aflojar uno de los clavos que la sostenían por los pies. Le pareció que iba cediendo, lo que animó a los presentes a hacer lo mismo con los otros tres restantes. Aunque llevaban cuidado de no rozar las heridas abiertas de Faustina el empeño resultaba casi imposible, y aquello producía intensos dolores en la condesa, que no dejaba de retorcerse en su exiguo margen de movimiento.

Ante la premura de una actuación rápida, Joaquín alternaba su atención entre la puerta, a la espera de las necesarias tenazas, el proceder de todos hacia Faustina, y el estudio de la extraña indumentaria del masón que había dado muerte. Al igual que el de la puerta principal, vestía un largo hábito rojo con un mandil en cuyo centro estaba el dibujo de una estrella flamígera ribeteada por una abundante cantidad de extraños símbolos, letras en hebreo, triángulos, serpientes enroscadas, ojos, balanzas, un macho cabrío.

Al verle muerto a sus pies, le recorrió por dentro un sentimiento de profunda satisfacción; al fin había conseguido adelantarse a las intenciones de aquellos monstruos y gracias a ello Faustina seguía viva.

Mandó que se llevaran su cuerpo de allí en el preciso momento que aparecía un soldado con unas enormes tenazas, facilitadas desde las caballerizas del vecino palacio.

Con la ayuda de dos hombres cerraron sus afilados dientes por debajo de la cabeza del primer clavo, con la intención de cortarlo a esa altura. Si lo conseguían, podrían luego arrastrar hacia fuera las manos y pies de Faustina con cuidado.

El primer hierro se dobló a la presión de la herramienta, y saltó al segundo intento. Continuaron con los tres restantes con igual eficacia, a la vez que Trévelez y Francisco sujetaban el cuerpo de Faustina para recogerla en cuanto estuviese libre de aquella brutal costura. Cuando estaban terminando con el último clavo apareció el médico. Valoró de inmediato la gravedad de la situación y se dispuso con toda rapidez a organizar las primeras curas y a detener la hemorragia de sus heridas.

Faustina se derrumbó sobre los hombros de su marido, y entre él, Trévelez, y dos más, la depositaron en el suelo, donde la esperaba un blando lecho. De inmediato, las manos del médico se pusieron a trabajar sobre ella después de haber analizado sus dificultades respiratorias. Limpió sus heridas y las taponó con gasas limpias, impregnadas en un óleo que conseguiría evitar que siguiera sangrando. Luego las vendó por fuera, y le suministró un brebaje que iba a mitigar sus dolores.

—¿Beatriz sabe algo de lo ocurrido?

—Sí. Pero sólo tu secuestro —respondió María Emilia.

—Pobrecita. Estará muy preocupada por mí. —Miró a su marido—. Pensar en nuestras dos hijas, y sobre todo en nuestra pequeña me ha mantenido viva. No podía imaginar dejaros solos.

—Ahora no habléis más y descansad —le recomendó Trévelez—. Os llevaremos pronto a casa. Cuando recuperéis fuerzas, comentaremos lo ocurrido. Por suerte, la pesadilla ha terminado.

—¿Habéis dado muerte al otro?

—No ha sido necesario. Debe ir de camino de los calabozos donde espero que se pudra. Esta misma tarde iniciaré su interrogatorio.

—Ruego a todos que me dejen solo.

El médico empujó a los presentes hacia la salida y se volvió hacia ella. Le retiró la sábana que ocultaba su desnudez y comenzó a observar el resto de su cuerpo. De inmediato descubrió unos extraños puntos rojos que formaban una estrella a lo largo de su bajo vientre, además de algunos arañazos por los brazos, y varios hematomas en sus muslos.

—No pude ver lo que hacían, pero sentí que me clavaban algo punzante en el estómago.

—Parece como si le hubieran querido dibujar una estrella. Desconozco qué significado puede tener… —Sin acabar la frase, el hombre se mostró muy incómodo por la siguiente pregunta que tenía que hacerle—. Os pido disculpas de antemano señora, pero debería saber si han intentado forzaros.

—Estoy segura que lo hubieran hecho, pero por suerte han llegado a liberarme a tiempo. Poco antes de que entrasen en mi ayuda, uno de ellos estaba invocando al mismo demonio y le ofrecía mi cuerpo para que se hiciera con él. Ha sido horroroso… —Faustina se tapó la cara y estalló en sollozos.

—Pensad en otra cosa. ¡Ya ha terminado todo! —le consoló el doctor—. Como no os veo ninguna otra lesión de importancia, ordenaré que os lleven a vuestra casa para que podáis descansar. Allí olvidaréis mejor esta terrible pesadilla.

Beatriz les esperaba en los jardines del palacio. Había estado un rato dentro del mismo, otro por las calles que rodeaban el recinto, también se vio tentada de montar un caballo para ir a su encuentro, pero no lo hizo.

Al escuchar el sonido de varios carruajes acercándose a las puertas del palacio, corrió hacia la entrada para comprobar que se trataba de ellos.

Desde la segunda carroza apareció la cabeza del conde, indicándole que con él iba Faustina. Beatriz descubrió en su expresión una mezcla de serenidad y de agotamiento. La joven se acercó al carruaje para recorrer con él los últimos metros que les separaban de la escalinata del palacio.

—¿Cómo está madre?

—Muy cansada, pero tenemos la suerte de poder tenerla entre nosotros. De haber llegado un poco después, la hubiéramos encontrado muerta.

Francisco se extrañó al ver las manos de Beatriz; las llevaba vendadas igual que Faustina.

—¿Qué te ha pasado ahí, hija?

—Nada importante, padre. Sólo intento protegerme.

—¿Protegerte de qué…?

Palacio de los duques de Llanes

En Madrid.

Año 1751, 15 de octubre

E
l capellán de los condes de Benavente, padre Parejas, no era consciente del peligro que corría mientras seguía a las dos mujeres escaleras abajo, en dirección a las húmedas bodegas de los sótanos del palacio.

Dos días antes, Beatriz le había hecho llegar una esperanzadora nota donde le solicitaba su asistencia y consejo espiritual. En ella, decía sentirse necesitada de perdón por la pesada carga de sus pecados, decidida a reconciliarse con Dios y con él, y sobre todo deseosa de subsanar el sinsabor que aún le martirizaba desde la última vez que se habían visto.

Después de saludarse en un tono cordial y de elogiarla por su sabia determinación, el siguiente gesto de agradecimiento por parte de Beatriz, con su obstinada intención de regalarle unas botellas de excelente vino francés, le había parecido excesivo. No hacía ni cinco minutos que había terminado de confesarla en sus habitaciones, y tan sólo diez que había llegado a la casa. Sin apenas haber cruzado una palabra, Beatriz se había arrodillado delante de él para liberar su alma, y en cuanto hubo acabado, y sin darle más pie, le invitó a que la siguiera hasta los sótanos.

—Tenga cuidado padre con este tramo final de escalones; están muy resbaladizos.

El religioso se recogía los faldones para no tropezarse con ellos al andar, detrás de Beatriz.

—Amalia, pasa delante y ve encendiendo todas las lámparas del pasadizo. —Se pegó a la pared para dejarle espacio.

—El subsuelo del palacio está horadado en su casi totalidad.

Beatriz llevaba una tea ardiendo cuya irregular fuerza producía una oscilante luz y un denso humo negro que se pegaba a todo, paredes y techo, y a la propia ropa, al absorber su oleoso aroma.

—Empezaremos por este primer pasillo que nos llevará hasta la galería más antigua, pues tras ella hay cinco más que mi marido le fue ganando a la tierra a lo largo de los años.

—Tu decisión me ha llenado de alegría, Beatriz. Estoy seguro que te sientes mucho mejor ahora, ¿no es cierto?

—Claro que sí. Aunque aún necesito algo más de vos para ver bien cumplida mi penitencia.

El hombre no entendió lo que quería decir, pues andaba más preocupado por no perderse por aquellos oscuros pasillos que en invertir su tiempo en buscar una interpretación u otra a sus palabras.

Al doblar un recodo, se enfrentaron a tres bocas que se abrían en otros tres nuevos pasadizos. Tomaron el del medio.

Durante unos minutos recorrieron el estrecho túnel hasta llegar a una amplia cámara iluminada, donde les esperaba Amalia. De planta irregular, el lugar estaba repleto de estanterías de madera con miles de botellas descansando en sus estantes.

—Ya hemos llegado, padre. Si lo deseáis podemos sentarnos en aquella mesa para degustar alguno de los antiquísimos caldos que atesora esta bodega. De aquellos que más os satisfaga, podréis llevaros luego una botella. ¿Os resulta atractiva la propuesta?

—No estoy habituado a beber demasiado, pero lo tomaré como una celebración de tu retorno a los rectos caminos del Señor. —Se sentó en una silla frente a ella, y descansó sus brazos sobre una mesa donde estaban dispuestos algunos vasos de cristal junto a un enorme velón encendido.

Amalia se perdió entre las distintas filas de estanterías y volvió al poco con cuatro botellas cubiertas de polvo. Descorchó la primera y sirvió los dos primeros vasos. Beatriz leyó su procedencia y año de cosecha.

—Vais a probar un Borgoña de mil setecientos cuarenta y dos, de las bodegas del ilustre barón de Grenoble. Confío en que os guste.

Los dos bebieron un buen sorbo y esperaron a notar las evoluciones en su paladar.

—¡Excelente…! —Paladeó los restos que aún permanecían en su boca—. Es amplio de sabores pero a la vez sobrio. —El padre Parejas volvió a beber un nuevo trago para descubrirle nuevos matices.

—Estaréis de acuerdo conmigo —dijo Beatriz—, que un mismo vino no sabe siempre igual, ni a lo largo del tiempo, ni siquiera entre uno y otro sorbo. —Dejó su vaso en una esquina y escanció otros dos, mientras pedía a Amalia que abriera la siguiente botella—. Ocurre lo mismo con las personas. Podemos mostrar ciertas cualidades que por debajo esconden otras facetas, y a veces, éstas sólo se llegan a descubrir pasado el tiempo, o en determinadas circunstancias como en su caso… —Hizo una seña a Amalia.

—No sé a qué te refieres, Beatriz.

El padre Parejas notó algo extraño detrás de su amable mirada.

—A determinados asuntos que se supone no debería saber, pero que sin embargo han llegado hasta mis oídos. ¿Sabéis de lo que os hablo?

—No estoy muy seguro… —Dudó unos instantes sin querer asumir que podía referirse a la delación de su padre.

—Lo sabéis, ¿verdad?

Desde su espalda, una gruesa cadena le rodeó por completo reteniéndole con fuerza contra la silla. Trató de zafarse de ella sin éxito.

—Pero ¿qué hacéis? —exclamó preocupado.

—Cobrarme todo el dolor que me habéis procurado. —Beatriz blandió un afilado puñal y lo plantó decidida en su cuello—. ¡Si os movéis, seréis hombre muerto!

Amalia pasó la cadena varias veces alrededor de su cuerpo y la tensó, todo lo más que pudo, hasta asegurarse de su completa inmovilidad.

—A finales de este año, se cumplirán cinco desde que denunció a mi padre al Santo Oficio. —Beatriz caminaba alrededor de la mesa—. Seis años sin recibir el amor que a diario disfrutaba de mis padres, y sólo por su culpa.

—Nunca pudimos imaginar cómo terminaría, y menos lo que le ocurrió a tu madre. Justina era una buena mujer que no merecía aquel final…

—¡No mancilléis su recuerdo! —Le abofeteó con todas sus ganas—. No permito que salga ese nombre de una boca tan sucia y mentirosa como la vuestra.

Beatriz comprobó el filo de su puñal y pidió a Amalia que le sujetase la cabeza con fuerza.

Intimidado hasta el extremo, el religioso vio cómo el afilado instrumento se detenía en su frente y le seccionaba la piel en dos líneas que se cruzaron en su base. Un reguero de sangre empezó a recorrer su nariz y llegó hasta la barbilla, goteando después sobre sus hábitos.

—¡Que esta cruz de San Bartolomé, elimine de vos todo mal pensamiento!

—Beatriz… mi pequeña, pero ¿por qué me haces esto? —El hombre la miraba con ternura—. No entiendo nada, ni tampoco por qué invocas esa cruz…

Beatriz y Amalia le enseñaron sus manos. Sobre sus palmas, destacaban unas rojas cicatrices con forma de cruz invertida.

—¿Veis estas señales? Son las mismas que tenía santa Justina, virgen y mártir, en su propia piel. A ella le sirvieron para ahuyentar los poderes del maligno. Nosotras las llevamos para que también nuestra alma se desprenda de toda influencia suya, pero no antes de ajusticiar a sus hijos malditos que, como vos, han cometido en su nombre horrendos pecados. —Agarró un puñado de pelo del sacerdote y le retorció el cuello—. Sois culpable de haber destrozado mi vida y vais a pagar por ello.

—Estáis completamente locas. Si acaso he pecado con mi delación, que Dios me lo haga pagar. —El hombre se envalentonó, sin poner medida a sus palabras ni calcular las consecuencias—. Nadie os ha conferido el poder ni la autoridad para decidir sobre mí. Ahora lo entiendo todo, Beatriz. Me has atraído hacia ti con la mentira de una falsa confesión, sin pena del grave pecado que cometes, porque no eres más que el símbolo vivo de la maldad. ¡Déjame en paz o lo lamentarás!

—¡No habléis más! —le gritó a escasos centímetros de su cara—. ¡Ahora he de cobrarme vuestra deuda!

El afilado puñal le seccionó ambos labios por la mitad, y siguió, en un corte perpendicular al anterior, por encima de la barbilla. La sangre corrió con más generosidad por su cuello y comenzó a empapar el negro algodón de sus ropas.

—¡Que esta nueva cruz de San Bartolomé abra vuestra boca a las rectas palabras!

Amalia le pidió el puñal y se dirigió a él. El religioso manifestaba una serenidad que parecía impropia del peligroso momento que atravesaba. Se puso a rezar en voz alta pidiendo perdón por sus pecados y la misericordia de Dios para sanar las almas enfermas de las dos mujeres.

La criada cortó la tela de su vestimenta, desde el cuello hasta el estómago, separándosela después para dejar su pecho al descubierto. Le miró con unos ojos que parecían más los de una fiera salvaje.

—Sabed que soy gitana; de ese maldito linaje que tanta repulsa produce a todos. Por razón de la sangre que corre por mis venas he sido perseguida, violada, maltratada, y he tenido que ver en los míos lo mismo, también sus injustas muertes. Nosotros no tenemos religión, pero conocemos la falsedad de la vuestra, por la que asoma tanto odio como para desear y organizar nuestro exterminio; como si fuéramos perros. Con mi ama Beatriz he aprendido a saborear la dulzura de la venganza. Ella me ha abierto los ojos a la virtud de la justicia, donde el placer existe por sí mismo y resulta tan placentero como real.

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