La primera que le dio a conocer, consistía en obtener de él una única delación y de sólo tres miembros entre aquellos que hubieran tenido cierta autoridad dentro de la asociación. Si así lo hacía, y sin pedirle ninguna otra cosa más, el Santo Oficio tendría a bien considerarle desde ese mismo día hombre libre. La segunda, terminaba también con una liberación, pero ésta más definitiva y de su alma, pues suponía su muerte inmediata para abandonar al fin aquel sufrimiento sin sentido, prometiéndole una confesión previa de sus pecados para librar su alma de las manchas que la oscurecían con su herejía.
—Como veis, se trata de propuestas simples y definitivas. —Se aproximó a él, sin ocultar el asco que le producía el fuerte olor del preso—. Una discreta delación que a nadie más interesará, salvo a nosotros, sin comprometer vuestro futuro, y pudiendo veros libre desde este mismo día, o la muerte. ¿Qué preferís?
—Antes de contestaros, me pregunto a qué viene esta urgencia, cuando he pasado una semana entera sin saber nada de vos. —Wilmore sospechaba que algún suceso debía haber provocado aquella inusual prisa por obtener tan pronto fruto de él—. ¿No será que ha ocurrido algo de tanta gravedad, como para obligaros a venir a buscar mi ayuda?
—Con vuestra pregunta, ya me estáis dando buena prueba de ello.
—¿A qué os referís?
—Hablo de lo que ya no sólo supongo sino que veo como certeza; vuestra intervención en aquel asesinato y en el atentado producido anteanoche, aunque haya sido de forma indirecta o debido a órdenes vuestras anteriores. —Le agarró del cuello estrujándolo sin piedad—. ¡Hablad ahora mismo, sólo así os sentiréis libre!
—Ya veo… Un atentado y un asesinato. No tengo ni idea de lo que me estáis hablando, y mucho menos de quién los ha producido, pero de antemano os digo que si hubiesen sido causados por alguno de mis hermanos, podéis estar seguro que nunca los delataría, por más sufrimiento que me llegarais a producir.
Wilmore sabía, que con aquellas palabras acababa de firmar su sentencia de muerte. Aun así, por si no fuera suficiente su elocuencia y para dejar más patente su odio, todavía le escupió en su cara los restos de la rata que aún mordisqueaba, aprovechando la proximidad de su rostro.
El obispo Pérez Prado le abofeteó enfurecido, y antes de abandonar la celda le despidió para siempre. Se limpió aquellos asquerosos fluidos que resbalaban por su mejilla, mientras recorría los pasillos que le llevaban al exterior, con la decisión tomada y la orden preparada para que nadie volviera a suministrarle más alimento o agua hasta que la muerte le visitase.
En todo Madrid no se hablaba de otra cosa que del atentado ocurrido en el palacio del duque de Huéscar. De tanto correr de boca en boca, cada comentario se veía multiplicado en gravedad y exageración a medida que pasaba de uno a otro. Tanto era así que aquella mañana unas mujeres que compraban en el mercado de la plaza Mayor, afirmaban que la reina había sido herida en el mismo, y que por lo visto más de cincuenta invitados habían muerto.
Una de ellas, la más bromista, afirmaba incluso, entre carcajadas, que hasta el cantante Farinelli,
il Castrato
, se había salvado de recibir un trozo de metralla en su cuerpo, sólo gracias a su deficiencia.
Para aquel Madrid, alejado del boato y los excesos de la clase noble, la vida diaria ya les regalaba con otros problemas y no menores, como la fuerte subida que acababa de experimentar el precio de los cereales, que también arrastraría al de los alimentos básicos. En general, la política o los acontecimientos que protagonizaban aquellos personajes, a los que poco conocían y en la mayoría de los casos hasta despreciaban por su ostentación y derroche, se encontraban tan alejados de sus necesidades diarias que sólo eran objeto de conversación cuando, como en ese caso, la gravedad superaba a la común monotonía de sus quehaceres.
Muchos ciudadanos rechazaban aquel sistema social por el desigual reparto de riqueza que sufría una mayoría de la población, pues en Madrid de todos era conocido que, sin contar con las propiedades del Rey, casi una tercera parte de sus edificios pertenecía a la Iglesia, otro tercio a unos pocos miembros de la alta nobleza y el resto se lo repartían entre los nuevos burgueses y algunos comerciantes acaudalados. Ante esa situación, al pueblo llano sólo le quedaba alojarse en las viviendas más humildes y, como medio de supervivencia, trabajar para ellos en las tareas de limpieza y protección de sus magníficas posesiones.
Como esos sentimientos se estaban generalizando entre las clases más desprotegidas de Madrid, tampoco resultaba raro escuchar comentarios, en aquel mercado, como «¡ya les toca a ellos sufrir alguna que otra vez!», de boca de algún tendero, o ver reírse a carcajadas a una panadera ante un comentario jocoso sobre lo que iban a subir de precio los polvos para blanquear las pelucas después de lo chamuscadas que debían haber quedado con las explosiones.
Con ello no es que mostrasen una cruel insensibilidad ante una desgracia que nadie hubiera deseado, sino que reflejaban, de modo espontáneo y hasta casi de forma inocente, su despecho por las prerrogativas y ventajas que aquella clase había acumulado a sus espaldas durante muchísimos años.
—Ojalá sus problemas más pequeños pudieran ser parte de los nuestros, pues he oído decir que sólo el duque del Infantado posee doce grandes palacios y propiedades en Madrid y más de treinta y seis mil ovejas repartidas en sus enormes fincas. —Una de las mujeres se lo cuchicheaba a otra, que también parecía querer aportar su información.
—Qué me vas a contar tú a mí, que soy andaluza y sé que entre el duque de Medinaceli, el de Alba y el de Osuna, poseen en mi tierra más de ochocientas mil fanegas de tierra. —Menos discreta que la anterior, sus cometarios se escuchaban por todo el mercado—. Con sólo una mínima parte de esa riqueza podrían vivir cientos de familias enteras, trabajando el campo, vendiendo sus productos. Pero ya ves, la cosa está así de mal repartida.
Dos hombres de aspecto extranjero, próximos a las mujeres, no se perdían detalle de su conversación. Llevaban un tiempo encerrados en su propia casa, sin dejarse ver, pero acuciados por la falta de comida, aquella mañana habían salido por primera vez y escuchaban lo que se decía sobre los efectos del atentado.
Compraron lo necesario para resistir unos días más en su voluntario retiro y, al terminar, se dirigieron de nuevo hacia la vivienda que los escondía, sin dejar de comentar sus propias sensaciones.
—Cuando logremos cubrir los objetivos que nos encomendó Wilmore, ¿qué crees que pasará?
—Sólo puedo suponerlo, pero imagino que ocurrirá lo que tantas veces se discutió en nuestra logia, la verdadera misión que alimenta nuestra fraternidad: se producirá la revolución que abra esta sociedad a un nuevo orden. Entiendo que nuestros hermanos más influyentes, desde su clandestinidad, ya están trabajando para colocar el mayor número posible de hombres afines a nuestra obediencia en los puestos más altos del poder, con la misión de derrocar el actual sistema. Después, nuestra amada sociedad masónica será la que se encargue de dirigir el nuevo destino, bajo los mismos principios y leyes que ahora nos gobiernan.
—De ser así, y sabiendo lo que nos ha sido confiado, tú y yo tenemos un papel clave.
—Seguro que sí, aunque con el revuelo que se ha producido, creo que deberíamos dejar pasar un tiempo antes de actuar. De momento, sería interesante que hiciéramos una visita al embajador Keene por si supiese de dónde partió la delación que ha provocado la prisión de nuestro gran maestre Wilmore.
—Me parece bien. Sea quien sea, lo pagará, pues con su acto ha perdido todo derecho a vivir.
Al hilo de ese comentario, su acompañante aprovechó para discutir un extraño plan, que éste le había propuesto unos días atrás, con la intención de no sumarse a él.
—No acabo de entender qué pretendes conseguir con esa ceremonia final que te has inventado, una vez terminemos la misión que nos ha sido encomendada. Que yo recuerde, en nuestra liturgia no existe ninguna descripción parecida. —Y siguió hablando sin darle tiempo a responder—: Quiero que sepas que no deseo participar en ella.
—¡Lo harás! Este destino nos ha atado a los dos, y no serás tú el que rompa el efecto final que persigo. Será como una cena, con un invitado insigne; mi Señor. A él le ofreceremos nuestra venganza, y te aseguro que, quieras o no, vas a estar a mi lado.
—Wilmore, no nos lo ordenó.
—Ya lo sé. Es cosa mía.
El padre Rávago no recibía ninguna visita antes del ángelus, pues el poco tiempo que le quedaba entre la misa con los monarcas y el mediodía, lo disponía para resolver los numerosos escritos que llegaban a diario a su mesa.
Aquella mañana había confesado a la Reina como cada martes, y reconocía que, de entre todas sus labores, aquélla era la que más satisfacciones le daba. Y, ¿cómo no iba a ser así, pensaba aquella mañana, si él era el único en toda la Corte que conocía sus intimidades, desgracias y anhelos? Tras la rejilla de confesionario, la Reina le abría su corazón como cualquier mujer, despojándose de su condición regia.
No siempre sus funciones se limitaban a reconfortar su alma pues, en ocasiones, también se le pedían remedios y soluciones que escapaban a una simple dirección espiritual, como había sucedido esa misma mañana, cuando tuvo que animarla ante su decepción por no conseguir dar descendencia al Rey, recomendándole algunas recetas y elixires que pudieran ayudarla en su noble empeño.
En bastantes ocasiones la Reina confesaba, con poco arrepentimiento, el incontenible odio que sentía hacia Isabel de Farnesio, madrastra de su marido, por la satisfacción que a ésta le producía su esterilidad, ya que eso daba todas las posibilidades a su hijo predilecto Carlos, que en ese momento reinaba en Nápoles, de conseguir la corona de España en cuanto su hijastro, y actual rey Fernando VI, muriera sin descendencia.
Conocía el alma de doña Bárbara en todos sus matices. Su dulzura era la cara pública de su profunda inseguridad, consecuencia tal vez de su extranjería, mal aceptada por el pueblo, su infertilidad o la envidia que sentía hacia cualquier otra dama de la corte que pudiera hacerle sombra. En definitiva, para Rávago, poder escuchar los pecados de una Reina o los del Rey, al que confesaba cada miércoles, era un privilegio exclusivo que le aportaba no pocas ventajas.
Las funciones de confesor real le suponían tener acceso preferente a la más variada información sobre los gobiernos y problemas de España, hacer de consejero espiritual en los asuntos del alma y de tamiz en los más variados asuntos de Estado.
Conocía mejor que nadie la personalidad del rey Fernando. Por eso sabía que sus decisiones necesitaban ir siempre precedidas de claras, sintéticas, y la mayoría de las veces, reiteradas explicaciones para que no le resultasen demasiado difíciles de entender. Él mismo había recomendado a su amigo el marqués de la Ensenada, que a la hora de despachar con el monarca, si tenía que convencerle de asuntos de gran trascendencia y complejidad, representase sólo sus líneas generales casi de modo teatral, para hacérselas más sencillas. Si ganaba su interés, el resto del trabajo quedaba en manos de su mujer, Bárbara de Braganza, y de él mismo, hasta conseguir su completo compromiso, elogiando su buen hacer como Rey y su noble empeño como protector de sus súbditos.
En ocasiones, a Rávago se le antojaba pensar que aquel confesionario se parecía más a una cocina que al lugar donde se celebraba un sacramento como el de la confesión. Allí se habían cocinado, entre él y la Reina, muchos de los decretos más importantes que habían asombrado al país, y algunos asuntos del más alto calado político; entre ellos, el que motivaba la visita que esperaba recibir aquella mañana en persona del secretario de Estado del papa Benedicto XIV, el cardenal Valenti Gonzaga, antiguo nuncio en Madrid y amigo personal de Ensenada.
En el palacio del Buen Retiro, el ambiente estaba demasiado crispado por efecto del reciente atentado como para celebrar aquella reunión entre sus muros. Por si no fuera ésta una causa suficiente, aún había otro motivo de mayor entidad para buscar un lugar de encuentro mucho más discreto: evitar, por razonables motivos, que el secretario de Estado Carvajal y Lancaster fuera conocedor de aquel contacto.
El Rey conocía los tratos secretos de Ensenada y Rávago con el cardenal Valenti para formalizar un nuevo concordato con la Santa Sede, aunque de forma oficial se estaban llevando otros en paralelo, también incoados por el Rey, que implicaban al propio secretario de Estado Carvajal, al nuncio vaticano y al cardenal y embajador de España ante la curia romana. Estos últimos desconocían la existencia de la otra negociación, más oficiosa y discreta, que además parecía ir tomando más cuerpo que la suya.
Rávago había convencido a la Reina para que hiciese entender a su marido las ventajas de una negociación secreta, y éste, además de aceptarlo, había asumido la necesidad de guardar una total discreción sobre los pasos y avances que se estaban dando.
Después de rezar el ángelus con los monarcas, Rávago pidió su carroza para dirigirse a la residencia del duque de Llanes, donde con la complicidad de éste se había concertado la discreta reunión con el secretario de Estado del Papa, cardenal Valenti.
El palacio, que comprendía varias viviendas y jardines y hacía esquina con la plaza de la Vega, resplandecía sobre otros por su recientísima restauración tras haber pagado setecientos mil reales de vellón no hacía ni cuatro años de ello, por el rico duque gracias a sus fructíferos negocios.
Sin perder ni un minuto, atravesó los jardines como una exhalación, se adentró en la antecámara de criados de librea y luego pasó a la de criados mayores, donde fue recibido por su propietario, que le llevó hasta un pequeño gabinete donde se vería con el cardenal Valenti nada más éste llegase.
—Os agradezco vuestras últimas demostraciones de generosidad, tanto al ofrecerme esta casa para celebrar la importante entrevista que me ha traído hasta aquí, como por haber aceptado y entendido la compañía del joven sobrino de Valmojada, para vuestras futuras visitas a la embajada de Inglaterra.
—De sobra sabéis el respeto que me merece vuestra persona y la deuda que contraje con vos después de aquel farragoso pleito que tan generosamente solucionasteis. Sabed, que mi casa estará siempre a vuestra disposición.