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Authors: Gonzalo Giner

Tags: #Intriga, Histórico

El secreto de la logia (20 page)

BOOK: El secreto de la logia
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Faustina fue la primera en localizar a Beatriz entre el amasijo de cuerpos esparcidos por la entrada del palacio. Estaba arrodillada, sosteniendo el cuerpo roto de Braulio. Sorteando varios muertos y algunos otros restos humanos que cubrían su camino, llegaron hasta ella. María Emilia se abalanzó rota de dolor, para recoger el cuerpo de su hijo de los brazos de Beatriz.

Faustina, horrorizada, miró el rostro de su hija. Aquellos ojos, su expresión, su rostro seco de lágrimas, le transportaban en el tiempo a aquella otra noche en el palacio del marqués de la Ensenada, cuando había visto por primera vez a su hija Beatriz aferrada al cuerpo de su madre.

Palacio Real del Buen Retiro

En Madrid.

Año 1751, 28 de julio

E
l alcalde de Casa y Corte Joaquín Trévelez se sentía intranquilo por la reunión que iba a mantener esa mañana con los dos hombres más importantes del gobierno de Fernando VI; el secretario de Hacienda, Marina y Guerra don Zenón de Somodevilla, y el secretario de Estado don José de Carvajal y Lancaster.

No había amanecido todavía cuando su carruaje llegó a la entrada del patio principal de palacio, desde la cual dos de los guardias de corps que tenían encomendada la protección de la casa real, le escoltaron hasta los despachos donde trabajaban los ministros.

Su congoja, desde luego, no se debía a la intimidación que en otros podría producir la elevada posición de sus cargos, pues con ambos compartía reuniones de trabajo desde hacía tiempo, pero sí al contenido de ésta, que no podía ser otro que hacer balance del brutal atentado en el palacio del duque de Huáscar, poco más de veinticuatro horas después.

Una enorme bandera con la cruz de San Andrés y un retrato del rey Fernando VI eran los únicos adornos a espaldas de la mesa de despacho del marqués de la Ensenada. El resto de la habitación estaba cubierto de estanterías de roble repletas de libros, salvo en una de sus paredes, donde colgaba un enorme cuadro que representaba una feroz batalla naval.

Sin necesidad de conocer los gustos del marqués, aquel gran óleo con motivos marinos, el viejo timón en una esquina, o las dos bellas maquetas de navíos españoles que presidían su mesa, harían pensar a cualquiera que el mar disfrutaba de una especial posición en su vida. Y poco se equivocaría, porque de todas sus tareas y responsabilidades de gobierno, la que más satisfacciones le producía, sin duda, era la Marina.

Trévelez se sentó en un sillón a la espera de los dos ministros y se hizo un rápido balance de lo ocurrido en las últimas horas para luego poder resumirles lo más importante.

Apenas había dormido en los dos últimos días. La noche del atentado la había pasado en vela trabajando con sus equipos de investigación en el palacio de la Moncloa, y la siguiente, apenas unas horas antes, se había quedado con María Emilia, consolándola por la dramática muerte de su hijo.

Cuando creía estar acostumbrado a ver el rostro más cruel del hombre, aquel que se identifica con la vileza, la infamia, o cualquier otra muestra de la maldad humana, todavía se volvía a preguntar, con demasiada frecuencia, qué podría mover la voluntad de un individuo para destruir una sola vida y, más aún, la de un chico de quince años.

En su profesión se había enfrentado a todo tipo de actos cuyas consecuencias mostraban el grado de degradación a que podía llegar la mente humana, y siempre se preguntaba qué podía motivar a sus autores a abrazar tales desviaciones. En ocasiones pensaba que si el hombre había sido concebido para participar en la creación divina y ayudar a completarla, ¿quién se explicaba entonces que la maldad tuviese espacio en tan magna obra?

Aquellas cuatro explosiones, de momento, se habían llevado doce vidas y una multitud de heridos.

La mala suerte se encargó de elegir sus nombres, sin razones de fortuna, condición personal o sexo, pues además de al joven Braulio destrozó a tres mujeres de noble cuna; dos de mediana edad y una joven de apenas dieciocho años, dos eclesiásticos, cuatro guardias de corps y dos músicos cuyo único delito había sido amenizar la que prometía ser una de las veladas más celebradas del año.

Su situación empezaba a ser comprometida, pues como máximo responsable de la investigación criminal y juez supremo de los delitos de sangre en la Corte, sin haber avanzado en la solución del asesinato del jesuita Castro, se encontraba con una nueva causa de peores consecuencias, al haber puesto en peligro la integridad de los propios monarcas.

Entendía, que éste no sería un caso más de su larga carrera, sino la más dura prueba a la que tendría que enfrentarse si quería dejar sin tacha su capacidad profesional.

—Sentaos. No os cuidéis de formalismos con nosotros; nos conocemos desde hace tiempo.

Zenón de Somodevilla entró como un rayo en la habitación y tomó asiento frente a Trévelez. El responsable de Exteriores, don José de Carvajal le saludó con gesto grave y lo hizo al lado de su colega de gobierno.

—El Rey, que Dios guarde, acaba de expresarnos su urgencia por saber quién o quiénes han podido estar detrás de tan horrible brutalidad, y también, que no entenderá que así no sea por falta de recursos humanos o económicos —empezó Carvajal—. Sabe de esta reunión y quiere que todos los días desde hoy alguno de nosotros le pongamos al corriente de los avances conseguidos. Por ello, nos veremos a esta misma hora cada día hasta que demos por cerrado el asunto.

—Empezaré por el recuento actual de fallecidos, que ya suman doce con el fallecimiento esta madrugada de la condesa de Ribó. Tenemos a cinco víctimas más en un estado bastante grave, si no crítico, y a los demás mejorando en sus pronósticos. —Trévelez tragó saliva para humedecer la sequedad de su garganta—. La masiva afluencia de personas, tanto de servicio como de invitados, convierten esta investigación en una de las más complejas que he tenido hasta la fecha. Para iniciarla, primero nos hemos planteado estudiar el origen de las explosiones, antes de dirigir nuestra atención hacia sus posibles autores, pues lo uno podría llevarnos a lo otro.

Trévelez desdobló un papel donde había dibujado en plano el palacio y los dos lugares donde tuvieron efecto las explosiones.

—Por el momento —siguió hablando—, creemos que se emplearon dos tipos de explosivos. La primera detonación —les mostró con el dedo el punto que afectó a la pared del edificio— debió requerir en torno a cinco kilos de pólvora. Por los restos encontrados, creemos que introdujeron el cebo en un barril de madera, y que debieron emplear en su detonación una mecha corta para dificultar su posible localización. Lo colocaron de espaldas a un pequeño muro del jardín, a escasos metros de la pared del edificio, para que la onda expansiva se dirigiera hacia ese punto y conseguir así un mayor poder destructivo. Este detalle nos ha hecho entender que no nos enfrentamos a simples aficionados, aunque sigo sin comprender cómo pudieron trabajar desapercibidos por la numerosa guardia que protegía el recinto. —Carvajal agitaba la cabeza con gesto desaprobatorio—. Para las tres siguientes explosiones, en la puerta de salida, se emplearon tres cargas que tampoco nadie pudo evitar, debido esta vez a la enorme confusión que se generó entre la tropa por los efectos de la primera.

—¡Excelente seguridad la que nos ofrece la guardia de corps! Por lo que se ve, cualquiera puede acercarse hasta las inmediaciones del Rey con cinco kilos de pólvora sin que nadie se entere. Cuanto menos me resulta curioso, por no decir preocupante…

El marqués de la Ensenada era el destinatario del comentario de su compañero de gobierno Carvajal por su responsabilidad directa sobre los ejércitos y la seguridad de la Casa Real.

Trévelez trató de salir en su ayuda.

—Nadie puede negar que ha fallado nuestro sistema de seguridad y control, aunque lo cierto es que nunca antes nos habíamos enfrentado a un riesgo de esta magnitud. En aquella fatídica noche, además de los invitados, que por razones obvias han quedado excluidos como autores materiales o cómplices de los mismos, se reunieron en torno a cuatrocientos hombres en las inmediaciones del palacio. Hablo de los cocheros, pajes de honor, ayudantes, y otro personal vario que trabaja para los muchos nobles, representantes del gobierno, altas figuras del clero y diplomacia extranjera.

—Alcalde Trévelez, estoy conforme con su recusación en tanto a una participación activa de los invitados, pero no de su posible complicidad. En estos momentos no debemos descartar ninguna posibilidad y menos ante un atentado de Estado, cuyo éxito hubiera afectado al gobierno de España y su monarquía. No podemos pasar por alto que en contra de ambas instituciones concurren enemigos exteriores con intereses muy concretos, y no citaré de momento sus nombres, pero también internos; y me refiero a los declarados enemigos de la casa de Borbón que no han dejado de maquinar desde que tomó el poder a comienzos de este siglo. —El marqués miraba su reloj de bolsillo con aire intranquilo—. Pero, vayamos a lo concreto que el tiempo corre. ¿Disponemos por ahora de algún nombre?

—Además de la lista de invitados, estamos elaborando otra con todos los empleados que acudieron esa noche. Ayer se iniciaron los primeros interrogatorios, que me propongo revisar cada noche, aunque debido a la dimensión de esta tarea, he decidido ganar tiempo y utilizar todos mis recursos humanos para terminar la primera ronda en cuatro o cinco días a lo más.

Carvajal elogió la rapidez con la que estaba operando.

—Sin abandonar otras líneas de investigación —continuó Trévelez—, de momento estamos centrándonos en una que nos parece prioritaria. Buscamos con especial interés una pareja de mesoneros que hemos sabido acudieron esa noche para hacer negocio con la venta de vino y otras viandas. Por inexplicable que parezca, nadie entiende cómo se les pudo permitir la entrada cuando la misma guardia de corps había establecido un riguroso control de los accesos y no estaba autorizada su presencia. También entrevistaremos a los guardias que se encargaron de ese control por si alguno pudiese estar involucrado en el caso.

—Hay demasiados mesones en Madrid —atajó Carvajal, pasando por alto la responsabilidad que correspondía a la guardia real—. Supongo que disponéis de alguna descripción de los mismos. ¿Estoy en lo cierto?

—Aquella noche fueron uno de los principales centros de atención; por ello no ha resultado difícil obtenerla. Como un barril de pólvora se puede disimular entre otros muchos de vino, de momento ésta es la pista más sólida que nos conduce a pensar en ellos. En cuanto disponga de datos más precisos, os pondré al corriente de ello.

—Durante estos días no he dejado de acordarme del crimen de Castro. ¿No creéis que ambos atentados podrían tener idéntica autoría? —Las sospechas de Ensenada no procedían de ninguna evidencia; había sido la proximidad de los dos hechos lo que le había llevado a pensar en ello.

—No descarto que así sea —contestó Trévelez, anonadado por la actual carencia de resultados—, aunque reconozco que es pronto para poder daros una contestación más precisa.

—¿Tenéis algo más que comentarnos? —preguntó Ensenada, con ganas de abordar otros asuntos que le requerían con urgencia en su despacho.

—Eso es todo —contestó algo más aliviado Trévelez.

—Volved entonces mañana y a esta misma hora. —Se levantó de su asiento—. Contad en convocarnos antes si obtuvieseis alguna información de importancia. Para nosotros este asunto goza de máxima prioridad.

La celda que ocupaba el acusado Wilmore dentro de la cárcel secreta del Santo Oficio apestaba a enfermedad por sus cuatro húmedos costados. El inglés se acurrucaba en la única esquina que recibía un minúsculo haz de luz, tamizado por la densa suciedad que acumulaba el ventanuco, tensando hasta el extremo las cadenas que le ataban de pies y manos. Gracias a ello, había calculado que llevaba encarcelado una semana, después de haber soportado las peores condiciones posibles. Usaba parte del agua que le daban para lavar sus heridas y conseguir así frenar las infecciones que rodeaban sus muñecas y pies desde el día del martirio a que había sido sometido.

En su reclusión, desconocía todo lo que podía estar ocurriendo fuera de aquellas paredes, pero no por eso dejaba de confiar en la labor de sus dos hombres, seguro de que habrían empezado a cumplir sus órdenes. Sus únicos contactos durante aquellos interminables días eran los carceleros, y con menor frecuencia su abogado, que más que defender sus intereses parecía pretender su confesión, al igual que lo habían intentado los inquisidores con la ayuda de sus verdugos.

Aquella mañana se había despertado con el agudo dolor del mordisco de una hambrienta rata, atraída por el sabor dulzón de sus heridas. La suerte le acompañó después, cuando consiguió cazarla sirviéndose de una de sus cadenas a modo de lazo, y sin dudarlo se había puesto a comérsela con absoluta fruición.

En estas ocupaciones le encontró el obispo Pérez Prado al entrar de forma imprevista en su celda. No pudo éste evitar unas repentinas náuseas, que se resolvieron con un incontrolado vómito que derramó sobre la esquina opuesta a la que ocupaba el inglés.

—Tal vez su reverendísima gustaría de probar tan delicioso bocado…

Le extendió los restos mordisqueados del roedor, sonriendo al comprobar tanto su gesto de asco como la palidez de su cara.

—Os aseguro, que al menos ésta es la única carne que consigo reconocer de todas las que me dais a probar en vuestra caritativa casa. —Wilmore saboreaba aquella oportunidad de revancha a todo su padecimiento.

—Dejad de poner a prueba mi paciencia, pues no la reconozco como una de mis mejores virtudes, y tirad esa porquería antes de verme obligado a tomar una determinación más coercitiva.

El inglés la escondió a sus espaldas para darle continuidad en cuanto volviese a quedarse solo.

—Como parece que hasta la fecha no hemos conseguido obtener el menor testimonio de vos, quiero poneros al corriente de las decisiones que se han tomado sobre vuestro inmediato futuro.

El obispo se sentó en una silla que había traído con él y siguió hablando.

—Sólo dispondréis de dos opciones, y creedme que no contaréis con ninguna más. Hoy debéis elegir la que os parezca más adecuada a vuestros intereses o menos peligrosa para vuestra integridad física, pues me es indiferente la forma en que prefiráis verlo.

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