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Authors: Gonzalo Giner

Tags: #Intriga, Histórico

El secreto de la logia (15 page)

BOOK: El secreto de la logia
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—Pero madre, no puedes obligarme a eso… —Beatriz se sentía destrozada al imaginarse separada para siempre de su amor.

—¡No sólo puedo, sino que te lo exijo!

—¡Prefiero morir a perderle! —La angustia que sentía le impedía casi hablar.

Faustina trató de rebajar su cólera, aunque dominaba la indignación, al ver el dolor que manifestaba su joven hija.

—Beatriz, créeme que todo se olvida con el tiempo, y aunque al principio no sientas amor por tu marido, luego llegarás a quererle; y verás cómo Braulio sólo habrá sido para ti un pasajero amor de juventud—. La abrazó decidida, aunque tuvo que superar el rechazo que mostraba Beatriz.

—Madre, ¿de verdad me pides que no le vea nunca más?

Beatriz sabía que Faustina se doblaba de placer cuando la llamaba así, pues desde el principio lo hizo por su nombre; calculó que si dejaba de expresar rebeldía y se mostraba más dócil y afectuosa, conseguiría mejores resultados.

—Supongo que la palabra nunca te resultará tan insoportable como imposible de asumir, y créeme que lo entiendo. Piensa que lo que hemos acordado servirá para no hacer peligrar un matrimonio que te conviene. Pero dicho esto, hablaré más como amiga que como madre: entendería que más adelante, una vez estés bien casada y más asentado tu matrimonio, os volvierais a ver. —Le acarició la frente como le hacía cuando era más pequeña—. Pero hija mía, aunque te permitas alguna licencia con Braulio, y por raro que resulte lo que digo, debes siempre proteger tu honra y el respeto público que se le debe a un marido.

—Lo entiendo, madre. Sólo debo esperar unos pocos meses para tener a Braulio de nuevo conmigo.

Beatriz no podía imaginar la detestable proposición que le acababa de hacer su madre adoptiva, pero pensó que si tenía que dejar de verle durante un tiempo, con tal de poder seguir amando a Braulio, tampoco le resultaba tan mala solución. De forma instintiva se tocó el vientre, deseando tener en su interior al hijo de su único amor.

Palacio de los condes de Valmojada

En Madrid.

Año 1751, 24 de julio

L
as viviendas del general Tomás Vilche, conde de Valmojada ocupaban una manzana entera entre las calles de la Luna y de la Estrella, pero su fachada principal daba a la calle ancha de San Bernardo, en la zona norte de Madrid.

El confesor del rey Fernando VI, padre Francisco de Rávago, trataba de pasar a través de la procesión de la Santa y Real Hermandad de María Santísima de la Esperanza y Santo Cielo en la Salvación de las Almas, que, con aquel ampuloso e interminable nombre, realizaba una noche más sus ya famosas Rondas del Pecado Mortal, que tenían como objeto reunir fondos y llamar a las conciencias sobre el grave daño moral que acarreaba la prostitución. Como de costumbre, anunciado su paso por un repiqueteo de campanillas, muchos vecinos estaban tirando desde las ventanas monedas envueltas en un papel ardiendo para que fueran localizadas en el suelo.

A sus sesenta y seis años, el viejo jesuita no contaba con la agilidad necesaria para esquivarlas todas, y juró en arameo cuando una le dio en la cabeza, y consiguió prenderle un poco de pelo, aunque dada su escasez no resultó tan grave como el susto que le produjo.

Tuvo que esperar a que terminase la procesión para cruzar la calle de San Bernardo, hasta alcanzar la entrada del palacio de Valmojada, donde le esperaba su propietario, advertido pocas horas antes de aquella misteriosa cita a través de un emisario del confesor.

Entró en el primer vestíbulo acompañado de un indudable olor a pelo quemado, lo que extrañó al paje que recogió su capa tanto como verle subir, con inusitada agilidad, la escalera principal que conducía al despacho del general.

Un retrato de grandes dimensiones del conde y uno más pequeño de su mujer, decoraban la pared a espaldas de la mesa de su despacho. En una vitrina y sobre una peana de madera, estaba un Marcus Marulus, el libro espiritual que usaba a diario el santo Ignacio de Loyola, que conservaba el conde como el más preciado regalo que había recibido de la Compañía de Jesús en reconocimiento a su firme y generoso mecenazgo.

—Tomad asiento, padre Rávago. —Valmojada puso una extraña mueca—. Por cierto, ¿no oléis como a quemado?

—Se trata de mi pelo. —El padre Rávago se tocaba la cabeza calculando la extensión del daño mientras le razonaba la causa.

—Os recomiendo más cuidado, pues no están las cosas a nuestras edades para ir derrochando la poca cabellera que nos queda. —Una risa un tanto contagiosa le asaltó sin ningún ánimo de ofensa. Por el adusto gesto con el que le respondió Rávago, entendió que no estaba allí para perder el tiempo con tonterías.

—Dejemos eso aparte, pues tengo graves asuntos de que tratar con vos y poco tiempo para ello. —Suspiró de un modo cansino—. Desearía saber qué noticias tenéis sobre los efectos del apresamiento de Wilmore, y si creéis que la muerte de nuestro superior Castro ha sido obra de los masones.

—Como bien sabéis, y hablando de Wilmore, me tuve que arriesgar en exceso para dar con su escondite, y sé que desde entonces sospechan de mí. Conseguida su detención, mi espionaje puede haber quedado al descubierto y cerrada toda posibilidad de dar continuidad a mis funciones. Desde entonces me he protegido y no he vuelto a establecer contacto con nadie. De hecho, tampoco sabría cómo dar con ellos. Desconozco, por tanto, quién ha podido cometer ese horrendo crimen. Dicho esto, dado el odio que profesan a vuestra orden, y conocidos sus propósitos, no me parece descabellado que se lo atribuyáis.

—Es cierto que mis sospechas se encaminan en esa dirección, pero salvo la captura de su gran maestre no hemos conseguido ningún avance; ni por vuestra influencia ni por la intervención de nuestras casas provinciales. Debéis saber que aunque he recibido comunicación de todas ellas, en la mayor parte de los casos me confirman lo mismo. Cuando se les ha ido a buscar a sus logias, las han encontrado abandonadas. Nada se ha podido requisar; ni documentación ni listas de miembros. Ateniéndome al escaso éxito conseguido, sólo me cabe pensar que alguien pudo avisarles del decreto, dándoles el suficiente tiempo para escapar. Imagino de dónde pudo salir esa información.

—¿En quién pensáis? —se interesó Valmojada, recordando en ese momento un detalle que hasta ahora no le había parecido importante. El, como miembro de la masonería, había sido puesto sobreaviso por un hermano de su logia sin conocer quién les había hecho llegar esa confidencia.

—En el duque de Huáscar. Antes de su publicación, el decreto circulaba por muy pocos despachos. Como me parecía asombroso el escaso resultado que estábamos teniendo, traté de averiguar de dónde había podido salir la noticia y, para ello, me entretuve en hablar con todos los que la conocían. Finalmente, tras descartar cualquier otra posibilidad, ha sido el secretario de Estado Carvajal quien ha reconocido haber hablado con el duque de ese asunto, durante su última visita a Madrid.

La intuición que había tenido Valmojada acababa de verse ratificada por Rávago.

—Huéscar debió hablar con el embajador Keene y éste, de algún modo, avisó a Wilmore —concluyó de modo tajante.

Rávago sintió un escalofrío. Si su visita a Valmojada tenía un único motivo, éste acababa de desvelarse y sin el mérito de haberlo propuesto él.

—¿Qué os hace pensar de ese modo?

—Primero la pública amistad que los une, pero, además, acabo de recordar un detalle, durante una conversación que mantuve con Wilmore, que puede dar por cerradas vuestras dudas. Me refiero a una carta que me enseñó en una ocasión, cuando empezaban a sospechar que tanto vos como el marqués de la Ensenada estabais buscando la manera de acabar con ellos, donde se le informaba de vuestras conversaciones y fines. —Armado con un gesto definitivo y tras un breve suspiro, concluyó—: El escrito llevaba el escudo de la embajada inglesa.

A Rávago se le iluminaron los ojos al darse cuenta de que aquello probaba la vinculación de Keene con el masón Wilmore y su responsabilidad en la trama. Creyó que había llegado el momento de exponer el verdadero objetivo de su visita.

—Necesito vuestra ayuda y una absoluta discreción.

—Sabéis que podéis contar con ello. —Valmojada advirtió una extraña inquietud en su expresión.

—No podemos permitirnos que Keene siga actuando a sus anchas sin estar al corriente de todos y cada uno de sus movimientos, por fútiles que sean.

—¿Me habláis de ponerle un espía?

—Sí, y pienso en vos.

—Yo no sirvo para ese encargo —negó con la cabeza—; sería reconocido de inmediato y además he decidido ausentarme de España por un tiempo. Temo por mi seguridad.

—Buscadme entonces a alguien de vuestra entera confianza que sepa guardar nuestra acción en completo secreto. Como sospecho que el embajador Keene sigue manteniendo estrechos contactos con ellos, si su hombre le vigila de cerca, podría llevarnos hasta alguno de los más altos responsables de la masonería a los que vos conocéis, o a los autores del crimen de Castro, si es que al final llegamos a confirmar que se ha debido a ellos.

—¡Tengo al hombre ideal! —Valmojada dio una resuelta palmada sobre su mesa—: Mi sobrino Mateo. Se trata de un joven muy responsable que vive con nosotros desde hace unos meses. Vino a sentar plaza de cadete y es listo como un zorro. Sé que me profesa gran admiración y que hará cualquier cosa que le pida.

—¿Lo veis tan fiable, como para encomendarle una misión que podría ponernos en un serio compromiso?

—¡Dejadlo en mis manos! Estoy seguro de su aptitud para esta labor. De cualquier modo, y antes de que tenga que abandonar Madrid, me encargaré de adoctrinarle para que sólo se ponga en contacto con vos si averigua algo de verdadero interés. Además, os tranquilizará saber que Mateo, aparte de otras ventajas, es muy hábil con la espada, y no padecerá si se ve en la necesidad de hacer uso de ella.

Aunque a Rávago le convenció su propuesta, consideró que aún sería más efectiva si la ligaba con otra idea que había madurado.

—¿Conocéis al duque de Llanes?

—Poco; sólo de haber coincidido en alguna fiesta. —No entendía por qué había sacado ese nombre, pero estaba seguro de que encerraba una intención—. ¿Qué queréis proponerme?

—Os lo explicaré. No hace muchos meses, tuve que intervenir en un desagradable litigio con don Carlos Urbión, duque de Llanes, por unas tierras vecinas a las suyas, que ocupó a pesar de ser propiedad de la Iglesia. Ante su actitud, y sobre todo por efecto de su influencia sobre el marqués de la Ensenada, fui obligado a cerrar un acuerdo que le beneficiaba en contra del interés de la Iglesia, pero el duque al menos reconoció una deuda hacia mi persona, que ahora pretendo cobrarme.

El conde de Valmojada atendía con interés sus palabras, sin comprender las posibles vinculaciones con la misión que acababa de encomendarle.

—El duque de Llanes podría favorecer la acción de vuestro sobrino y con ello devolverme el favor. —Rávago guardó una larga pausa para conseguir un cierto clima de intriga.

—¿Cómo? —Con aquella lacónica pregunta, Valmojada trató de quebrar la intencionada tensión.

—Justificándole su entrada en la embajada de Inglaterra. —Rávago se regocijó con la idea—. Sé que el duque de Llanes mantiene unas sólidas relaciones comerciales con Inglaterra que le llevan a frecuentar esa sede diplomática. Si queremos que sea eficaz su espionaje, su sobrino debería disfrutar de una cierta libertad de movimientos, dentro y fuera de la misma. Para ello, pediré al duque que empiece a llevarle con él a las reuniones, presentándolo como ayudante, para que a nadie extrañe su posterior presencia. ¿Qué os parece?

—Ya os dije que el muchacho es inteligente. Considero que vuestra idea puede funcionar, siempre que el duque sepa guardar silencio sobre nuestras últimas intenciones.

—Descuidad de eso; él atenderá lo que yo le pida, y no sólo por razón de su enorme deuda hacia mí; también por su expreso odio hacia la causa masónica.

Una vez que terminaron de discutir los últimos detalles de su plan, y después de abordar otros asuntos de menor cuantía, el confesor real abandonó aquel palacio convencido de sus sólidos avances. Tenía al espía necesario para poder llegar hasta sus peores enemigos, la forma de introducirlo en la embajada y había obtenido una importante prueba que vinculaba a Keene con los masones.

A la hora convenida, y cerca de una de las entradas de la plaza de Santo Domingo, le esperaba una carroza para llevarle hasta el palacio del Buen Retiro, donde podría descansar de aquella larga y pesada jornada.

Al día siguiente, Joaquín Trévelez, sin imaginar los propósitos de Rávago, alcanzaba a caballo, cabizbajo, las puertas de la residencia de María Emilia, con la que se había citado para comer. Según llevaba la mañana, había tenido la tentación de disculpar su presencia, pero pensó que no le vendría mal cambiar de aires para rebajar su tensión, y qué mejor manera que en compañía de aquella mujer tan especial.

La mesa del comedor estaba ya dispuesta cuando llegó. Ella estaba espléndida, feliz, locuaz, y de lo más risueña; muy al contrario del desbaratado ánimo del alcalde. Nada más sentir el caluroso efecto del caldo de ave que abría el almuerzo, se despejaron sus nublados pensamientos y se dispuso, con otro ánimo, a escuchar su animada conversación sobre el acontecimiento que esos días estaba en boca de las clases más altas de Madrid: el baile que iba a dar el duque de Huéscar en su residencia de la Moncloa al día siguiente. El evento estaba acaparando el trabajo de los mejores sastres de la ciudad, que iban y venían de una a otra casa para tomar medidas, elegir sedas, o hacer pruebas y más pruebas en los cuerpos de las nobles damas, pues todas deseaban estrenar vestido. Su cargo de embajador en Francia complicaba su presencia en la capital, y aun siendo escasas las ocasiones en que el duque de Huéscar podía celebrar este tipo de reuniones en su residencia, sus fiestas, sin duda, eran las más espléndidas y lujosas de todo Madrid.

María Emilia le confesó que había confirmado su asistencia, sin remordimiento por no habérselo consultado antes, y empezó a comentarle con gran excitación todos los detalles de su vestido, corpiño, zapatos y peinado, así como el color que predominaría en sus ropas para no desentonar con las que él escogiera.

A Joaquín aquello le distraía, tal vez contagiado por la ilusión de María Emilia, aunque de vez en cuando le asaltaba el recuerdo del terrible crimen que había alterado su trabajo por completo. Mientras se explayaba con los detalles relacionados con la fiesta, María Emilia le había notado un tanto abstraído, sin extrañeza al principio, pues esas cuestiones no solían gustar a los varones. Pero de justificarlo pasó a preocuparse, cuando le descubrió en más de tres ocasiones sin probar bocado y con la mirada entre extraña y perdida.

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