—Ya os digo que ayer era bastante tarde cuando le vimos salir de esta casa, pero a nadie comentó dónde iba.
—¿Reconocéis esta cruz?
Sacó de su bolsillo el único objeto que había encontrado en el cadáver, para que el secretario confirmara lo que para él empezaba a convertirse en una certeza.
El hombre la recogió entre sus manos con expresión de absoluto desconcierto.
—¡Por supuesto que sí! Es el crucifijo que siempre lleva mi superior. Pero ¿cómo es que lo tenéis vos?
El secretario se vio invadido por un estado de nerviosismo que se debía más a lo sorprendente que le resultaba aquella conversación que a sospechar la noticia que iba a recibir.
—Siento tener que informaros que hemos encontrado un cadáver asesinado ayer por la noche en la ribera del Manzanares, y todo me hace pensar que pueda tratarse de la persona del padre Castro.
—¿Cómo? —Se incorporó con brusquedad de su sillón—. ¿Nuestro superior asesinado? —La sangre se le subió de tal modo al rostro que parecía un rescoldo de brasa al rojo vivo—. Pero ¿estáis seguro de lo que decís?
El alcalde Trévelez le ratificó sus sospechas debido a la vestimenta del fallecido y, sobre todo, por la presencia de aquel crucifijo tan peculiar que confirmaba aún más su identidad. Le expuso con cierto tacto las circunstancias del crimen y el mal estado que presentaba el cuerpo, cuando éste tuvo que acudir al lugar de los hechos.
No le resultó fácil obtener respuestas a las siguientes preguntas, ante el aturdido estado que demostraba el secretario, aunque no pretendiese otra cosa que esclarecer la autoría de su muerte. Al parecer, no tenía enemigos declarados, al menos hasta donde él sabía, y tampoco recordaba ningún suceso o detalle que le hubiese hecho sospechar de lo contrario.
—Ayer sólo hizo alusión a un escrito recibido esa misma tarde que, a tenor de su nerviosismo, me pareció que debía contener alguna información de gran importancia. Recuerdo que me comentó lo feliz que estaría el confesor real, el padre Rávago, al saberlo. Como no llegó a enseñármelo ni a darme ningún detalle más de él, nada más supe, ni quién se lo había dado ni a qué se refería. Sólo le vi guardándoselo entre sus hábitos con especial celo. Si aquella nota tuvo que ver con su posterior salida de esta casa y con su horrible muerte, lamento deciros que no puedo saberlo.
—¿Podríais llevarme hasta su despacho para revisar sus papeles por si diéramos con esa nota a que hacéis referencia, o cualquier otra pista que nos sirva para aclarar este terrible suceso?
—¡Por supuesto! —El secretario se levantó y le invitó a seguirle—. Perdonadme que no sea más explícito, pues vuestras noticias me han dejado deshecho.
Su mesa de trabajo sólo contenía algunos papeles relacionados con su condición de presidente del Seminario de Nobles, un breviario y una versión griega de la Santa Biblia.
Aunque buscó con celo en el resto de los armarios y no descuidó los muchos libros que coleccionaba en una sólida estantería, la nota no apareció por ninguna parte. El dormitorio le siguió en su examen, aunque tampoco allí encontró ningún rastro de aquella prueba, que habría podido serle clave en sus investigaciones posteriores. Por eso decidió abandonar la Casa Profesa e ir a notificar el suceso al padre Rávago y, a la vez, a su amigo el marqués de la Ensenada, por encontrarse ambos en los palacios reales del Buen Retiro.
Antes de alejarse a caballo a su nuevo destino, obtuvo del secretario su compromiso de acudir a identificar el cuerpo al hospital de San Lorenzo esa misma mañana, y de notificarle cualquier pormenor que recordara, o pudiese tener algo que ver con el caso.
El alcalde de Casa y Corte, Joaquín Trévelez presumía de haber resuelto numerosos asesinatos, con sus respectivas detenciones y juicio posterior en la Sala del Crimen. A las puertas de las caballerizas del palacio del Buen Retiro, calculaba que el crimen del jesuita le iba a ocupar de lleno por un buen tiempo, como consecuencia de las implicaciones políticas que con seguridad iban a acompañar al proceso, y las presiones que le urgirían a resolverlo con prontitud.
Sabía que partía de una situación bastante compleja, al contar de momento con pocas pruebas y ningún testigo, pero él sólo se animaba al recordar que en otros muchos casos había sucedido lo mismo y, que al final, todos habían quedado vistos para sentencia.
Tuvo que esperar un rato a que el séquito real, que llevaba a los monarcas a una visita al palacio de la Granja, atravesase el patio principal, para recorrerlo en dirección contraria hacia la puerta de entrada. Desde allí, se dirigió al ala este para alcanzar el apartamento privado del confesor real Rávago, al que suponía muy distante de imaginar las malas noticias que portaba.
El arisco carácter del confesor real era tan conocido por todos los que le trataban que rara era la reunión que no terminaba a voces, sobre todo cuando veía claro desinterés en algún encargo que había hecho, o se tenía que enfrentar a una gestión ineficaz de ciertos funcionarios que vivían en la holgazanería, en virtud del exagerado clientelismo que abundaba entre los amigos de los más altos responsables del gobierno.
Rávago no tenía a Trévelez entre los segundos, pues sabía de su laboriosidad, pero sí le había sermoneado en más de una ocasión sobre la falta de severidad en las sentencias que dictaminaba, cuando se trataba de causas ya sentenciadas por el Santo Oficio, pues a él le llegaban de forma directa esas quejas desde la Secretaría de Inquisición.
En su espera, Trévelez se entretuvo con una Inmaculada del pintor Ribera que colgaba de una de las paredes de su antecámara, a la vez que meditaba sobre la mejor forma de exponerle la noticia y repasaba las acciones que se proponía tomar para responder a sus más que previsibles preguntas.
—El padre Rávago os espera en su despacho. —Un joven canónigo recogió su capa y le invitó a pasar.
—¿De qué se trata? —le preguntó el jesuita, con sequedad—. ¡Hablad rápido, que no dispongo de todo el día para estar atendiéndoos!
El anciano confesor ni había levantado la vista de los papeles que despachaba. Parecía estar muy malhumorado, así que Joaquín decidió cambiar de estrategia; abandonó su cuidado por rebajarle la mala noticia y la soltó de golpe y sin preámbulos.
—Esta noche ha sido asesinado su general superior, el padre Castro.
El efecto de sus palabras produjo un inmediato cambio de actitud en Rávago.
—¡Válgame el cielo! —Se santiguó al menos tres veces—. Pero ¿de qué me estáis hablando? —Su escasa cabellera se vio asaltada por unas nerviosas manos que parecían buscar posibles agarraderas entre los pocos cabellos que le quedaban.
—Como os digo, a primera hora de esta mañana, se ha descubierto un cuerpo bajo uno de los puentes que atraviesan el río Manzanares, que en un primer momento nos ha sido imposible identificar dado su lamentable estado, pero que después he podido descubrir que se trataba del padre Ignacio Castro.
—¡Por Dios Bendito! ¿Estáis seguro de que es él?
Rávago ya conocía el rigor que solía acompañar al alcalde Trévelez, pero su pregunta se perdía en la esperanza de que estuviera por esta vez equivocado.
—Por completo. Siento que sea así, creedme. He confirmado que desde anoche no se le ha vuelto a ver en la Casa Profesa, y para mayor certeza hemos encontrado en el cadáver este crucifijo —se lo mostró, aunque Rávago no comentó nada al no haberlo visto nunca antes—, que su secretario ha reconocido como de su propiedad.
—Ésta es una horrible noticia para todos, o mejor dicho, una gravísima noticia de incalculable trascendencia. —Un temblor nervioso apareció en sus envejecidas manos—. ¿Sospecháis quién ha podido cometerlo?
—De momento siento deciros que no, pues carecemos de testigos o pruebas que nos ayuden a pensar en alguien en particular. Sólo sé que ayer recibió una nota, cuyo contenido, según le dijo a su secretario, os llenaría de alegría a vos, pues os citó de un modo expreso. Por desgracia, no hemos sido capaces de dar todavía con ella, aunque me inclino a pensar que la debía llevar encima y pudo serle sustraída por su agresor antes de hacer una terrible carnicería con él.
—¿A qué os referís? —El asombro en los ojos de Rávago, le hicieron caer en su olvido a la hora de referirse a los detalles más escabrosos.
—Además de destrozarle la cara, le han practicado un enorme agujero en el pecho, rompiéndole antes las costillas, para extraerle el corazón de una forma brutal, sin que todavía sepamos si eso ocurrió después de su muerte o si fue lo que la causó. Debemos esperar a que finalice su autopsia.
—¡Desfigurado y mutilado! —Rávago se mostraba profunda y hasta físicamente afectado—. ¿No os parece que el escenario que me estáis describiendo podría recordar al de una ceremonia satánica o un diabólico ritual?
—Desde luego es una posibilidad, aunque hay expertos que, al estudiar la causa que empuja a un asesino a extraer los órganos de sus víctimas, defienden que responde a un deseo, a veces inconsciente, por añadir a la fatalidad de la muerte la humillación de dejar quebrada la integridad de sus cuerpos. En resumen, le practican una forma de venganza en alivio de algún mal que pueden haber sufrido en el pasado, y que por determinadas coincidencias guarda cierta relación con su víctima.
—Si atiendo a vuestro razonamiento estaríamos hablando de un demente; alguien trastornado que ejerce una extrema violencia, sin más. —Rávago tocó una campanilla para solicitar una audiencia inmediata con el marqués de la Ensenada e informarle de la gravedad de la situación. Miró con cierto desprecio al alcalde Trévelez, y le conminó a que abandonase esas absurdas conjeturas—: Os ruego que olvidéis esas disquisiciones de tono academicista, y os dirijáis pronto a investigar entre los muchos enemigos que odian nuestra santa religión, pues tengo la certeza que obtendréis más logros ahí que perdiendo el tiempo en buscar a un loco.
No debieron transcurrir más de diez minutos desde que partió el encargo hasta que hizo su entrada don Zenón de Somodevilla con aspecto impaciente, más por la urgente solicitud de su presencia que por imaginar el grave asunto que lo había convocado. Tampoco entendió en un primer momento la presencia de su amigo Trévelez, hasta que le fue explicado el motivo que lo tenía allí.
El superior de la Compañía de Jesús era un viejo y odiado conocido de Somodevilla. Aún recordaba su presencia durante la detención de su ayuda de cámara Rosillón y su abominable resultado. Aun así, la noticia de su espeluznante muerte le asestó tan fuerte golpe que le requirió un tiempo adaptarse a la cruda realidad. Para disimular su normal reacción a esa noticia y no hacer expresión pública de ella, aprovechó para someter al alcalde a una multitud de preguntas sobre los detalles del asesinato.
Desde luego le resultó terrible conocer las atrocidades que habían acompañado al asesinato, pero compartió la opinión que estaba expresando Rávago sobre la autoría y hacia quiénes se deberían dirigir las pesquisas.
—Veo signos de venganza que podrían partir de los enemigos políticos de la orden. —El siempre impecable y majestuoso vestuario del marqués, acompañaba en solemnidad a sus palabras—. Cuando el destinatario de este vil atentado coincide con la máxima autoridad de los jesuitas en España, resulta necio buscar otra causa que no sea la de dañar esa institución. —Fijó su mirada en el confesor real—. Vos bien sabéis el intenso odio que genera vuestra función como confesor real, pues hay adversarios que os consideran como un secretario más del gobierno; en vuestro caso dirimiendo sobre todos y cada uno de los importantes asuntos eclesiásticos. Incluso, conocéis que dentro de la misma Iglesia han surgido voces críticas contra el poder que estáis acumulando, aunque con esto no digo que las demás órdenes religiosas puedan llegar a verse enredadas en un asunto de esta seriedad, pero todos sabemos que dominicos, franciscanos y agustinos, por citar algunos, buscan vuestro desprestigio de cualquier forma, a veces con sutileza, y otras con armas de lo menos ortodoxas.
—Nos acusan de jansenistas, de rebelarnos a la autoridad del monarca en el asunto de las misiones de Indias —Rávago se dolía por la muerte de su hermano en la fe, pero también de la incomprensión pública en su ministerio fomentada por muchos de sus hermanos en la fe—, y también, de que orientamos y manipulamos la voluntad del Rey, en este caso por obra de mi persona. Veo, como vos, una clara intencionalidad política que debe ser tenida en cuenta e investigada a fondo.
—Los dos sabemos a quiénes nos referimos —se dirigió a Trévelez—, pero no os adelantaremos sus nombres hasta que terminéis las averiguaciones preliminares y sea resuelta la autopsia por si aparecieran nuevos indicios que nos indicasen otra dirección.
Por las palabras de Ensenada, el alcalde Trévelez intuía quiénes podían ser los destinatarios de sus sospechas, pero reconocía la prudencia de su proceder. Les aseguró, antes de abandonar la reunión, mantenerles al corriente de cualquier avance que experimentase su trabajo.
Una vez que Ensenada abandonó también su despacho, Rávago decidió poner en marcha su propio plan para descubrir a los responsables del crimen de Castro. Estaba casi seguro que el primer rastro lo encontraría con el embajador Keene. Podría tratarse de una falsa intuición, pero era público el odio que aquel hombre profesaba a los jesuitas y su simpatía hacia muchos de sus declarados enemigos, entre ellos los masones. Por su eficaz y probado espionaje, pensó que a Valmojada se le ocurriría algún modo de tenerle bajo control.
Un paseo en carroza por el Prado de los Recoletos antes del anochecer era casi obligado para la clase alta de Madrid y la forma habitual de enterarse de las noticias más importantes del día. También constituía la mejor manera de ponerse al díasobre las tendencias de la moda femenina, ver al pueblo con sus alegres vestidos de majas y majos y descubrir, entre los muchos vehículos de la alta nobleza, quién de sus propietarios había empezado a cortejar a una u otra dama.
Era media tarde, y con el frescor que producía la sombra de los castaños, María Emilia Salvadores iba en un carruaje descubierto propiedad de su pretendiente Joaquín Trévelez, interesada por todo lo que pasaba a su lado, saludando a unos y a otros, decidida a escuchar de boca de su acompañante los detalles del horrendo crimen acaecido aquella misma mañana.
Ella alternaba sus escuchas con fugaces vistazos a los nuevos peinados que lucían una u otra, tratando de descifrar los mensajes que pretendían expresar con ellos, pues estaba de moda que los peluqueros pusieran adjetivos a los arreglos en el cabello; así, había modelos a lo adorable, a lo celosa o a lo sugestiva.