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Authors: Gonzalo Giner

Tags: #Intriga, Histórico

El secreto de la logia (32 page)

BOOK: El secreto de la logia
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«Estará en misión oficial», pensó, sin darle una mayor importancia.

Joaquín iba buscando a una mujer, y no a María Emilia, sino a la esposa del embajador británico. Su carroza le resultaría inconfundible, pues llevaría en las portezuelas el escudo de su Estado.

No había preparado estrategia alguna para presentarse a ella, ni había pensado cómo hacer para ganar su interés, sólo deseaba localizarla pronto y cumplir cuanto antes la misión a la que le había obligado Rávago.

El poco tiempo disponible que le había quedado aquella mañana tras la entrevista con el confesor real, lo había agotado leyendo variados informes, que no cabían ya en su mesa, y en despachar con su ayudante para saber cómo iban las investigaciones en torno a los dos hermanos gitanos.

Comió solo en una fonda cercana a las Salas de Justicia. Los que le vieron ni le molestaron, pues parecía estar encerrado en profundos y trascendentes pensamientos. De hecho así era, pero imaginando la reacción de María Emilia, nada más haber atravesado su peor crisis con ella, en cuanto supiese que se iba a dedicar a cortejar a la mujer del embajador de Inglaterra.

Se asombró de la cantidad de carrozas que recorrían el paseo, preocupado por no lograr localizar la suya. Pero al fin tuvo suerte. Debajo de un frondoso castaño se encontraba detenida una, en tonos azules, con aquel escudo que no daba pie a ninguna confusión.

Se acercó para comprobar que no estuviera el embajador con ella, y después bajó de su caballo, se estiró la casaca, y se decidió a poner en marcha el engaño.

Tocó a la portezuela.

—Al ver vuestro carruaje, no he podido refrenar mis ansias por saber de vos.

La mujer se asomó para identificar a quién pertenecía aquella voz.

—¡Oh!, qué alegría veros, míster Trévelez.

Su castellano parecía haber mejorado desde la última ocasión que habían hablado. Joaquín se admiró al escuchar su apellido de un tirón, sin que se le atascase en la lengua como en anteriores ocasiones.

—¿Una bella mujer como vos y sola? —Joaquín consiguió que se ruborizara de inmediato—. ¿Cómo se puede permitir eso en una tarde tan agradable como ésta?

—Mi marido siempre está ocupado. —Le tendió la mano; él la besó con exagerada solicitud—. Y me suele dejar sola en estos paseos.

—¿Me permitís acompañaros entonces?

—Sí, sí. Por favor.

Joaquín entró sin dudarlo, y se sentó a su lado recogiendo entre sus manos las suyas, en un gesto tan atrevido como inusual en él. La mujer le miró desconfiada. Trató de retirarlas un poco acalorada sin lograrlo.

—¡No existe en Madrid mujer que os supere en hermosura, mi querida Catherine! —Asombrada por sus palabras la mujer no parpadeaba.

Su aproximación era de lo más audaz, pero no tenía tiempo y tampoco era un experto en cortejos. Como se había propuesto conquistarla pronto, sería más práctico rebajar después sus ímpetus, si es que ella se lo reprobaba, que tener que prolongar aquello durante más tiempo.

—Gracias, sois muy amable conmigo.

La mujer aceptaba su atrevimiento.

—Desde el día que os conocí, me he convertido en vuestro más secreto admirador.

Ella se humedeció los labios para evitar con los nervios su sequedad, mientras él seguía elogiándola.

—Vuestra blanca y sedosa piel, esos ojos, vuestra dulce sonrisa; todo en vos hace que os tenga siempre presente en mis sueños. —Decidió dar un paso más en su particular frente de batalla.

Catherine seguía confusa ante aquella súbita demostración de interés. Un caballero arrebatado por sus encantos era motivo inmediato de excitantes expectativas para ella. Jamás había rechazado un cortejo, pero suspiró con una expresión cauta.

—Perdonad, pero no entiendo bien vuestros motivos.

Joaquín esperaba conseguir que sus lógicas barreras fueran deshaciéndose.

—Mis intenciones son tan nobles como vuestra hermosura, y mi único anhelo, poder disfrutar de vuestra sola presencia. Vengo a pediros que me permitáis frecuentaros. ¡Abrid por favor el corazón a vuestro más rendido servidor!

Se arrodilló y bajó su cabeza demostrándole cuán firme era su devoción hacia ella.

Catherine le observó complacida. Llevaba tiempo sin que nadie la deseara tanto como aquel hombre, y todavía seguía molesta con su marido por haberla despojado de aquel joven primor que la había seducido unos meses atrás. Sin ninguna explicación, Benjamin lo había echado de la embajada mandándole a estudiar español a Sevilla. Y aquello todavía no se lo había perdonado.

—Levantaos y habladme, míster Trévelez. Aunque me haya sorprendido vuestra determinación, veo sinceridad en las palabras y honor en vuestra persona. La verdad es que no sé qué deciros.

—Si os incomodo, hacédmelo saber, pues no volveré a molestaros con tan nobles intenciones. Pero si me aceptáis, os prometo atenderos como merecéis.

—¡Cuánta caballerosidad por vuestra parte, mi querido amigo! No acostumbro a entregarme en una primera conversación, creedme que no lo hago con nadie, pero veo en vos algo que me interesa, tanto que desde hoy tenéis mi permiso para frecuentarme cuantas veces lo deseéis.

Joaquín se arrimó a su grueso cuerpo, y la miró con tanto ardor como si no existiese mujer más especial que ella.

A pocas manzanas, los hermanos Timbrio y Silerio Heredia estaban preparando unas nuevas herraduras para reponer las ya desgastadas de la caballería de la duquesa de Arcos, en un yunque de su taller. Con unas largas pinzas de hierro, Silerio iba sacando las piezas del fuego y las sujetaba para que Timbrio les diera la forma y el espesor adecuado.

Apenas habían pasado cuatro semanas desde su contratación por parte de aquella mujer, pero el abundante trabajo que requería mantener en condiciones aquellas instalaciones les había tenido tan ocupados que apenas abandonaron el recinto de aquella casa palacio durante ese tiempo.

Estaban satisfechos de haber dejado atrás su vida en el taller. Había mejorado su salario, la comida era abundante y sabrosa, y sus aposentos nada tenían que ver con el sucio cuartucho y los pobres camastros de antes.

En ocasiones, en la intimidad, discutían qué nuevas acciones podían acometer para resarcirse del dolor que todavía sobrevivía en sus corazones, confiados y orgullosos por lo que hasta ahora habían conseguido. Sopesaban una y otra posibilidad, las pensaban, soñaban cómo devolver en castigo las heridas abiertas que infectaban sus vidas.

Una espesa nube de vapor de agua ascendió al contacto de la herradura, todavía al rojo vivo, con el agua de un pozal. Timbrio aprobó su aspecto final. Tras ello, descansó unos minutos apoyado sobre una paca de paja.

—Silerio, ¿has pensado cómo justificar nuestra siguiente acción? A veces pienso que podría ser demasiado arriesgada.

—Todavía no, pero ya encontraremos una buena razón para entrar en aquel lugar.

—Hemos hecho bien en cambiar de vivienda y trabajo, Timbrio. Ahora estamos más cerca de ellos, les vemos, conocemos quiénes son y dónde viven. Ahora, nuestro efecto podrá ser más severo, más letal.

Catherine estaba nerviosa por volver a la embajada. La grata compañía de Joaquín Trévelez había conseguido abreviar su rato de paseo con tanta gracia que, en su distendida conversación, olvidó la visita que los embajadores de Austria tenían previsto hacerle aquella tarde en su residencia.

Preocupada por la hora y bastante turbada por su urgencia, se disculpó de él invitándole a que acudiera a la embajada a la semana siguiente. Su marido programaba un importante viaje a Londres y estaría fuera unos cuantos días.

Joaquín le despidió desde la acera, devolviéndole un beso con la mano mientras veía alejarse el carruaje. Sin haber tenido ni tiempo de meditar sobre aquello, una voz familiar le saludó; la de la duquesa de Arcos.

—Me sorprende comprobar las buenas relaciones que parecen existir entre ambos países.

Joaquín perdió su capacidad de palabra, por rabia o por no encontrar rápidos y creíbles argumentos a ese comentario.

—Duquesa…

Buscó su caballo, y rienda en mano se acercó hacia ella.

—Alcalde…

Ella se asomó.

—La política. Ya sabéis…

—Descuidad, seré discreta con vuestra prometida. —Echó por tierra la excusa con la que pretendía justificarse.

—Os lo agradezco y confío en vuestro silencio.

—Seré fiel a ello, pero, decidme, ¿qué habéis encontrado en esa gruesa mujer?

—No puedo explicaros mis motivos. Lo siento; son demasiado complejos.

Ella le miró, demostrándole que disponía de todo el tiempo necesario, pero sintió lástima por él y cambió de tema de conversación.

—Aunque nos vimos en la boda de mi difunto amigo el duque de Llanes, no encontré el momento adecuado para preguntároslo: ¿sabéis ya quién pudo atentar contra todos nosotros en el palacio de la Moncloa? ¿Podrían ser los responsables del horrendo crimen de mi querido Carlos Urbión?

Trévelez le agradeció el gesto.

—Analizamos dos posibilidades.

—¿Podríais ser más específico?

—A falta de nuevos datos, estamos detrás de unos gitanos. De momento sólo contamos con sus nombres.

—¿Gitanos? ¿No estaban todos recluidos en los arsenales?

—Se suponía que sí, pero sabemos que muchos se han ido dando a la fuga. Hemos puesto carteles de búsqueda por varios puntos de la ciudad con sus descripciones y nombres.

—¿Cómo se llaman?

—Timbrio y Silerio Heredia.

—¿Cómo decís?

Le repitió los nombres, extrañado de la fulminante palidez que se había adueñado de su rostro.

—Trabajan para mí… —Le temblaban las manos—. Los contraté no hace ni un mes. No sabía que eran gitanos. Son mis nuevos encargados…

—¿Estáis segura?

—Por completo.

Joaquín montó a caballo sin despedirse y se alejó al galope en dirección a su palacio. De camino se cruzó con un grupo de guardias de corps, ordenándoles que le siguieran en ayuda para detener a los dos gitanos. No creía en el factor suerte, aunque por una vez, las casualidades parecían estar de su lado.

La sorpresa de ver a ese hombre allí, su expresión de urgencia, y su paso decidido, puso fin a la conversación que entretenía a Timbrio y Silerio Heredia.

—¿Qué os trae por aquí, amigo Claudio? —Los dos hermanos gitanos detuvieron su trabajo.

Su anterior patrón en la herrería no parecía estar allí para corresponderles con una atenta visita.

—Llevo semanas buscándoos por todo Madrid. Creí que estaríais en otro sitio, no en esta casa. —Suspiró agitado—. ¡Os quieren detener!

—Guardad más cuidado, os lo suplico. Podrían oíros. —Timbrio gesticulaba con las manos señalándole que bajase su tono de voz.

—¿Quién decís que nos quieren prender? —preguntó Silerio.

—Los soldados —respiró fatigado—, y un tal Trévelez, el alcalde de Casa y Corte. Menos mal que os he encontrado a tiempo.

—Explicaos y tomad aliento primero, que os va a dar algo. —Timbrio se alarmó al ver su congestionado rostro.

—¡Debéis huir de inmediato, salir de Madrid y esconderos durante un tiempo!

—¡Tranquilizaos, Claudio!

Silerio le ofreció un poco de agua. El hombre la bebió de un solo trago.

—Vinieron pocas horas después de vuestra salida, hace ya unas semanas. Preguntaban por vosotros. Os acusan de asesinato. No les dije nada, pues poco sé si dicen la verdad o no, y menos me importa. Os considero mis amigos y no permitiré que os suceda nada malo. Sólo tuve que informarles de vuestra condición gitana y de vuestros nombres; me estaban moliendo a palos.

—No os preocupéis; vuestra lealtad hacia nosotros está más que demostrada. No esperábamos tanto de vos. ¿Cómo habrán dado con nosotros?

Timbrio pensaba a toda velocidad. El consejo de huir no le parecía desacertado. Si ya sabían casi todo sobre ellos dos, no les sería difícil encontrarlos. Muchos nobles acudían a esa casa escoltados por guardias armados y más tarde o más temprano alguno podría reconocerles.

Decidió que debían hacer caso a Claudio y salir de allí a toda prisa.

—Nos iremos ahora mismo, Silerio. Tienes razón; este lugar puede ser una ratonera si vienen por nosotros. Más vale que huyamos a tiempo.

Recogieron lo poco que poseían de sus aposentos y se dirigieron de nuevo al taller donde les esperaba Claudio.

—Para no comprometer vuestra seguridad, no os diremos dónde vamos a escondernos. Hemos de abandonar Madrid durante unos días, pero no antes de terminar un asunto que nos ha ocupado demasiado tiempo como para abandonarlo ahora.

—No confiéis en nadie —les aconsejó Claudio—. Mirad siempre a vuestras espaldas. De ahora en adelante, pensad que puede haber alguien persiguiéndoos. Sed muy cautos, os lo ruego.

—Descuidad, mi buen amigo, lo haremos.

Con todo sigilo buscaron la protección del muro interior de los jardines y caminaron por él hasta alcanzar la puerta de salida, procurando no ser vistos por nadie desde dentro. Llegaron hasta un frondoso seto que los escondía bien. Escucharon algo que los detuvo: eran los ecos de unos cascos de caballo. Parecían ser muchos y se acercaban hacia la casa a toda velocidad. Como precaución, se refugiaron tras las ramas de un inmenso laurel que consiguió ocultarles por completo.

Alguien golpeó la puerta de madera al grito de «abran a la autoridad». Los tres se miraron con aguda preocupación. Timbrio les animó a salir corriendo en cuanto lo ordenase, sin mirar atrás, sin perder tiempo. Con suerte, extremando las precauciones, dispondrían de unos pocos segundos para huir si esperaban a que el último de los guardias hubiese doblado la esquina del invernadero central, el cual haría de pantalla hasta que la patrulla se hubiera repartido por todo el recinto.

Timbrio contó diez hombres, y delante de ellos, a uno que por su vestimenta debía ser el alcalde. Fue consciente de que, en ese momento, estaban tan cerca de verse detenidos y sentenciados a muerte como de seguir disfrutando de su libertad si eran cautos. Su corazón parecía haberse vuelto loco; las palpitaciones le alcanzaban hasta las sienes.

Observó al último de los caballos perderse detrás de las vidrieras y les avisó. Salieron sin hacer ni un solo ruido, pero a toda velocidad. Temían escuchar un grito, algún aviso de un guardia, la orden de su persecución. Pero no ocurrió nada. Por fortuna no habían dejado ningún retén en el exterior, y la calle parecía tranquila. Ya nada les impedía ponerse a correr, con menos cuidado, para alejarse lo antes posible de allí.

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