—Es general de las tropas del Rey —contestó Trévelez, desconcertado por aquella salida que en apariencia nada tenía que ver con lo que hablaban.
—¿Y además de eso?
—No conozco más detalles.
—No creáis que eso os disculpa de vuestra absurda teoría. ¡Gitanos…! —Balanceó la cabeza con un gesto lleno de desprecio.
—No sé adónde me queréis llevar, pero ya no os hablo de una teoría; tengo sus nombres y apellidos, descripciones, y su posible móvil.
—Olvidaos de una vez de todas esas patrañas. Si no es el cien, el noventa por ciento de los gitanos están recluidos en los arsenales de la Marina. Os aseguro que esa gente no dispone de la capacidad, ya no digo material sino incluso intelectual, para acometer estos crímenes. —Abrió un cajón y sacó una carpeta que dejó encima de la mesa—. Os insisto: ¿Sospecháis qué otro tipo de actividades ha desarrollado el conde de Valmojada?
—Ya os he dicho que no lo sé. —Trévelez tragaba con desagrado la humillación a que le estaba sometiendo—. Tampoco, qué tiene que ver ese hombre con lo que hoy nos concierne, el asesinato del duque de Llanes.
—¡Valmojada entró en la masonería como espía durante un tiempo! —afirmó Rávago de un modo contundente.
—No lo sabía.
—Vos no sabéis casi nada por lo que veo —disfrutó Rávago, manteniéndole en una posición de debilidad.
—Os ruego que me ahorréis este suplicio, y avancemos en el tema.
—De acuerdo. Empezaré por poneros al corriente de lo que hizo Valmojada. Por deseo del marqués de la Ensenada, hace unos seis años recibió el encargo de introducirse en los ambientes filomasónicos primero, para pedir después su admisión en una de sus logias, la de Madrid, con el fin de obtener una información más precisa de sus actividades y objetivos. En esa época ya había empezado a preocuparnos el peligroso nivel de infiltración de la masonería en una parte influyente de la alta sociedad madrileña, y por ello, tanto Somodevilla como yo pensamos que había llegado el momento de conocer más en profundidad a esa secreta sociedad y saber cuáles podían ser sus verdaderos fines. Se nos ocurrió que la mejor manera de hacerlo era infiltrar a uno de los nuestros en sus filas, y decidimos que teníamos a la persona ideal para nuestros objetivos: el conde de Valmojada. Su alta posición en el ejército le convertía en una pieza atractiva para los masones, pues conocíamos su avidez por captar a los miembros más influyentes del poder; el engaño funcionó. Conseguimos que el conde fuera iniciado en el primer grado de aprendiz en la logia de Las Tres Flores de Lys, lo que constituyó un primer éxito, aunque por desgracia de muy corto alcance. —Abrió la carpeta que había dejado sobre su escritorio—. Aquí se encuentra su escueto informe, donde se detallan los extraños ceremoniales de su iniciación y algunos otros datos en torno a su copiosa simbología y rituales. Consiguió también algunos nombres de los allí presentes, así como de otros notables que también estaban adscritos a la sociedad y poco más, pues a los pocos días fue prohibida la asociación por el decreto real que vos conocéis, fueron disueltas sus reuniones, que ellos llaman tenidas, y su espionaje se vio interrumpido. Nuestro fallo consistió en demorar en exceso su ingreso y la coincidencia del decreto, que no pudimos retrasar.
—En resumen, que de poco sirvió su misión. —Trévelez aprovechó aquello para devolverle sus puntadas.
—No os sirváis de ironías conmigo; os aseguro que de nada servirán; sin embargo, yo sí puedo ayudaros de verdad en vuestras investigaciones, si optáis por tenerme de vuestro lado.
Joaquín le observó en silencio. Aunque aquel hombre era de los pocos que conseguían poner a prueba su paciencia hasta sacarle de sus casillas, decidió que tenía razón.
—De acuerdo. Empezaré por explicaros qué me he encontrado en la escena del crimen. Luego, si lo deseáis, podríamos analizar qué aspectos del mismo conducen a pensar en una u otra autoría.
—¡Mucho mejor así! —Rávago palmeó la mesa con gesto de conformidad.
Joaquín le describió al completo el escenario del suceso y las feroces particularidades del mismo, tanto la exposición del cuerpo del duque crucificado en el balcón, como el enorme triángulo que le había sido practicado en el abdomen. Terminó su relato exponiéndole con cierto tacto cómo había llegado a deducir la extirpación del genital del conde, sin entrar en ninguna interpretación del mismo.
—Por tanto vuelve a aparecer el triángulo que ya vimos en la muerte de Castro, y también una nueva mutilación. —Se detuvo para meditar durante un breve espacio de tiempo—. Gracias al espionaje de Valmojada, sabemos que los masones veneran a un Dios único, primigenio a todos los demás, al que llaman el Gran Arquitecto del Universo o GADU, y lo representan bajo la forma de un triángulo. Gracias al relato del conde, sabemos que esa sociedad posee un cuerpo de doctrina que se enseña al neófito en forma de símbolos o a través de alegorías, que por lo visto no son pocas. A cualquier lego en la materia pueden resultarle hasta absurdas, pero parece que cada una de ellas contiene un significado concreto cuando se emplea dentro de una de sus ceremonias. —Contuvo la respiración y se preguntó en voz alta—: ¿No creéis que el triángulo marcado en el pecho de Castro puede ser ese GADU, que posee tanto significado para ellos, y que ahora han repetido en el cuerpo del anciano duque?
—Abundemos más en su línea —intervino Trévelez, interesado por aquellas informaciones que desconocía—. Me gustaría saber qué otros símbolos son comunes en esa sociedad.
—Además del triángulo, se sirven de la escuadra, la plomada y la maza como representación de los utensilios que eran de uso común entre los antiguos constructores. A nuestro espía Valmojada se le explicó el origen de esos símbolos pues todos arrancan de un mito; el del arquitecto Hiram Abif, el máximo responsable de la construcción del Templo de Salomón. Por lo visto, con esos tres instrumentos mantienen vivo su recuerdo y los entroncan con sus principios más esenciales y con la idea de que cada individuo debe aprender a construir en sí mismo un nuevo hombre, a semejanza del GADU.
—El cuerpo del duque presentaba algo parecido a un triángulo, pero sin estar cerrado por su base…
—¡La escuadra! —Rávago le cortó decidido.
—Podría ser. —Joaquín estaba pensando—. ¿Y qué pensáis vos sobre esas horrendas mutilaciones? ¿Acaso las practican en alguno de sus insólitos ritos?
—Lo desconozco. Pero hemos sabido que emplean un sistema contundente de disuasión para conseguir que nadie profane el sagrado juramento de silencio que los inicia en la sociedad: son amenazados con extraerles su corazón si se les encuentra revelando alguno de sus secretos o delatando a alguno de sus hermanos.
Rávago guardó un momento de silencio, ordenando tal vez sus pensamientos.
—A Castro le extrajeron el corazón y el duque de Llanes ha sido también mutilado… —El confesor hizo una larga pausa para decidir si había llegado el momento de exponer a Trévelez la operación de espionaje que había montado con el conde de Valmojada y la complicidad del ahora fallecido duque. Tras dudarlo, decidió retrasar su secreto hasta hablar con el sobrino de Valmojada. Sin haber sabido todavía nada de él, aquel nuevo crimen podía tener alguna relación con el espionaje del embajador Keene y no deseaba mostrar sus cartas antes de tiempo y menos a Trévelez—. ¿Creéis que sólo son meras coincidencias, o empezamos a considerarlas certezas? —A esas alturas, al confesor Rávago le parecía evidente la respuesta, pero se la propuso a Trévelez, tal vez para que éste se la confirmase.
—Más certezas que coincidencias, desde luego. —Trévelez pensó por primera vez en la solidez de la pista masónica—. Y me atrevo a añadir, que por su prohibición y persecución en España los masones han podido encontrar sobrados motivos para atacar a las más altas instancias del poder: el eclesiástico en el caso de Castro y, si nos centramos ahora en el duque de Llanes, la alta nobleza.
—¡Cierto! —Rávago le dirigió por primera vez una mirada que podía interpretarse como de aprobación y hasta de cierta complicidad—. La elección de Castro pudo no ser sólo debida a su condición eclesiástica; es posible que supieran que había intervenido en su persecución. De hecho, de boca suya, supe que antes de su fallecimiento había estado solicitando informes a todas las sedes de su Orden en España, solicitándoles cualquier nombre que les pareciera sospechoso de pertenecer a la francmasonería, con la idea de actuar luego contra ellos. No llegué a saber mucho más, pero tal vez pudo conseguir alguno y ellos lo sabían.
—Profundizaré en esta línea, os lo prometo. Aun así, reconocedme que el atentado de la Moncloa en nada se asemeja a los otros. Acepto que he podido cegarme tras la pista de esos gitanos sin haber profundizado lo suficiente en la trama masónica. Desde ahora lo haré, no cabe duda, pero sin abandonar la que ya he iniciado con esos romanís.
—Contad conmigo para todo lo que creáis necesario. —Rávago se incorporó de su silla, demostrándole su voluntad de dar por terminada la conversación—. Entiendo que esta charla ha sido necesaria para converger en nuestras opiniones. Yo desde luego me he quedado satisfecho y también esperanzado al comprobar vuestro celo profesional. —Estrechó su mano—. Quedaos tranquilo, pues yo mismo informaré al marqués de la Ensenada de lo que hemos hablado. Ahora ya os podéis marchar. ¡Que Dios os ilumine y acompañe en vuestro empeño!
El portero de la embajada de Inglaterra no recordaba haber visto antes a aquellos dos compatriotas que le exigían les fuera abierta la puerta para ver de inmediato a sir Benjamín Keene. Su rudo aspecto no ayudaba demasiado a que confiase en sus rectas intenciones, y por eso intentaba deshacerse de ellos. Los dos hombres no le creyeron cuando trató de despistarlos con el argumento de que se encontraba de viaje. Desesperado, tuvo que llamar a la guardia para que vinieran en su ayuda cuando no consiguió evitar su decidida entrada al interior del edificio.
Sin haber atravesado el recibidor, no pusieron ninguna resistencia a la acción de la media docena de guardias destinados a la protección del embajador y de la sede diplomática. Fueron inmovilizados primero, comprobándose que no llevaban ningún tipo de armas. El capitán les preguntó por sus intenciones y le contestaron lo mismo que al portero.
—No podéis esperar que sir Benjamín os reciba sin previo aviso. Largaos antes de que se agote nuestra paciencia.
—Decidle sólo que Anthony Black y Thomas Berry necesitan verle.
—¡Ya veo…! ¿Y qué razones me ofrecéis para que lo haga?
—Evitar que os amoneste si llega a saber que nos estáis prohibiendo verle.
La seguridad de sus palabras hizo dudar al capitán. Les volvió a mirar con un gesto de repulsa, pero decidió consultar al embajador, ardiendo en deseos de escuchar la orden de expulsarlos de la embajada. Sin embargo, a los pocos minutos, volvió de lo más contrariado y sin mediar explicaciones les invitó a seguirle.
Sin levantar la cabeza de los papeles que ocupaban su atención, el embajador les recibió de mala gana.
—Os advertí que no debíais aparecer jamás por esta embajada. —Alzó la voz—. ¡Ponéis en riesgo mi propia seguridad!
Sin mostrarse demasiado afectados por su malestar, los dos masones se sentaron frente a su escritorio y no contestaron nada, guardando un deliberado silencio. El embajador alzó la vista ante aquella inexplicable actitud.
—¿Para qué habéis venido? —Les escudriñó a los ojos sin encontrar reflejo alguno de sus intenciones. Los dos siguieron callados manteniendo la tensión.
—Venís hasta mí sin permiso, y ¿ahora resulta que no vais a hablarme?
Keene no pudo adelantarse a su reacción. Uno de ellos se abalanzó hacia él y le agarró del cuello apretándolo con tanta fuerza que no le dejaba respirar.
—Estamos seguros de que vos sabéis quién traicionó a nuestro maestre Wilmore. —Sus enfurecidos ojos escupían tanta rabia como necesidad de obtener respuesta a sus preguntas.
—¡Dejadme! —suplicaba Keene, a la vez que trataba de quitarse aquella garra que le aprisionaba—. ¡Apenas puedo respirar!
Anthony le soltó y se sentó de nuevo. La frialdad de su mirada constituía una seria advertencia. El embajador entendió que su vida pendía de un hilo si no llegaba a complacerles en sus deseos.
—¡No sé de qué me habláis! —Esta vez consiguió parar la mano que volvía hacia su cuello con renovada decisión—. Por favor, dadme la oportunidad de explicarme antes de producirme más daño.
Comprobó que la situación empezaba a serenarse y suspiró para rebajar su propia tensión.
—No deja de sorprenderme vuestra afirmación, cuando fui yo mismo el que os hice llamar para advertir a Wilmore del decreto que suponía vuestra ilegalización. —Estudió sus miradas sin encontrar la menor comprensión en ellas—. ¿Cómo dudáis ahora de mis nobles intenciones? ¡Creedme, ahora no os entiendo!
—Al día siguiente de nuestro aviso, Wilmore fue detenido por la Inquisición sin haberse ni publicado la orden de prohibición de nuestra sociedad. Durante nuestra visita, recibimos de él unas instrucciones precisas que ya hemos puesto en marcha, aunque sigamos sin entender cómo pudo ser apresado con tanta rapidez, cuando su escondite era conocido por muy pocos.
—¿No pensaréis que la delación partió de mí?
—Pensar es un acto gratuito, dadnos alguna sólida razón para que no lo hagamos.
—Antes de ello y por mi propia seguridad, preferiría que no mencionéis la naturaleza de los planes que os asignó Wilmore. Y en cuanto a la información que deseáis conocer, he sabido que partió de vuestras mismas filas.
—¡Eso es imposible! La lealtad es una virtud cardinal dentro de nuestra fraternidad —le espetó Thomas Berry, indignado por su infamia.
—No os ceguéis en vuestra ortodoxia. Un importante oficial de la guardia de corps, al que seguro conocéis por ser también hermano vuestro, me aseguró que la captura de vuestro gran maestre se debió a la denuncia de un militar de alto rango de las tropas del rey Fernando, el conde de Valmojada, que al parecer ingresó como masón hace pocos años y que os ha traicionado.
—Le conocemos bien, por ello nos resulta difícil creeros. Tomás Vilche juró delante de todos guardar el secreto y la fidelidad debida a nuestra hermandad. —Anthony le miró con una expresión cargada de seguridad.
—Pudo llegar hasta vosotros como espía. Pensad en ello.
—Espero que no pretendáis confundirnos con esa acusación. —Thomas le miró con una expresión llena de serias advertencias.