—Nada más alejado de mi voluntad —contestó con toda la firmeza que pudo—. Dicho está; a quien habéis venido a buscar tiene nombre y apellidos: Tomás Vilche, general y conde de Valmojada.
Sir Benjamin Keene sabía que se encontraba frente a dos hombres con escasos escrúpulos, cuya presencia en la embajada le resultaba tan delicada como peligrosa. Sin saber a qué empeños estarían dedicados tras recibir aquellas órdenes de Wilmore, suponía que no serían demasiado compasivos. Aunque tenía interés en conocerlos, pensó que si por cualquier causa eran apresados su nombre podría salir encima de alguna comprometida mesa, y aquello no convenía a su carrera en absoluto. Era mejor no saber nada y dejarles ir, sin abundar en sus intenciones ni en sus futuros planes.
—Supongo que habréis puesto todos los cuidados para no ser vistos por nadie entrando en esta sede diplomática.
Los hombres le confirmaron sus precauciones.
—Pues si no me necesitáis para nada más, creo que ha llegado el momento de iros. No es bueno que nos vean juntos, y seguro que os esperan tantas obligaciones como a mí.
A escasos metros de la puerta de salida, los dos masones decidieron confirmar la traición del conde de Valmojada con la ayuda de algún influyente hermano. De ser así, se juraron darle muerte.
Enfundados en sus gabanes, iban a paso ligero, callados, sin haber advertido que un hombre les había empezado a seguir desde las inmediaciones de la sede diplomática.
Se cruzaron con cuatro patrullas de soldados a caballo, en un ambiente agitado donde la tensión se mascaba en cada esquina. Muchos de los transeúntes formaban corrillos, preguntándose qué podría haber pasado en Madrid para producir tanto revuelo en las tropas.
Pararon en una tahona que se anunciaba desde la distancia por su aroma a pan recién sacado del horno, y después lo hicieron en un tenderete de queso para terminar de satisfacer su apetito.
A una prudencial distancia, un hombre joven no dejaba de estudiar cada uno de sus movimientos desde una de las esquinas más próximas al establecimiento.
El sobrino de Valmojada había llegado a la embajada unas dos horas antes para encontrarse en sus inmediaciones con el duque de Llanes. Iban a tener una reunión con el agregado comercial. Durante la para él incomprensible y larga espera, observó la entrada y posterior salida de los dos hombres. Hasta ese momento, ninguno de los pocos visitantes que había visto entrar provocaron en él tantas sospechas como ellos. No los había visto antes nunca, pero su intuición le había animado a seguirles.
Semioculto tras el tronco de un castaño, observaba lo que hacían dentro de aquel comercio.
En su interior, el fuerte olor a queso estaba provocando en Thomas Berry una incontenible emoción, que se trasladó al único momento de su infancia que escondía sus mejores recuerdos.
Entre los astilleros del puerto de Londres y los muelles donde amarraban los barcos de pesca, sus padres habían levantado una humilde vivienda cercana al lugar donde se reparaban las redes y los aperos propios de esas artes. Su familia no tenía otro oficio que dedicarse a esos arreglos, cobrando tan poco por ello que la mayoría de las noches no había nada que llevarse a la boca. En ocasiones, sólo los restos, casi podridos, de algunos peces atascados entre los nudos del sedal.
Junto al olor propio del mar y de la pesca, en sus recuerdos sobrevivía otro más insano, que lo ocupaba todo, el de aquella brea que sellaba las maderas que vestían los barcos. Sus amigos, tan miserables o más que él, no veían más allá que sus interminables juegos y aventuras. Durante ese tiempo, la sensación de felicidad fue muy superior a la evidencia de su triste realidad.
Hasta que no cumplió los catorce años no fue consciente de lo muy pobres que eran, pues nunca le había faltado la comida y, con sus escasas necesidades, no pensaba que hubiera otra cosa más necesaria.
Pero un día sus ojos descubrieron que otros tenían más, bastante más que él. Al ver la ciudad de Londres, sus fabulosas mansiones y casas palaciegas, las damas de la alta sociedad, los coches de caballos lujosamente ornamentados, las tabernas de postín. Y aquello, poco a poco comenzó a reconcomerle.
Envidió hasta el aire que otros respiraban, más sano que el suyo, y su carácter empezó a transformarse hasta llegar a odiar con deliberada intensidad todo lo que veía a su alrededor, todo lo que eran, lo poco que tenían. Culpó de ello a sus padres. Y los tuvo que matar. Él mismo se sorprendió de lo poco que le costó hacerlo, mientras ahogaba en ellos toda su ira con tan sólo catorce años. De hecho, aquello le supuso una liberación, una puerta abierta a un futuro mejor. Y no les lloró; ¿para qué, pensó, si constituían la causa principal de su detestable pasado?
De todo lo que hizo para conseguir su muerte, sólo le quedaron en la memoria sus rostros aterrorizados. Fue la mejor herencia que pudieron darle, con la que disfrutaría para siempre.
—Desde hace un rato, llevo observando a un hombre que parece estar siguiéndonos. —Anthony le forzó a volver de sus recuerdos.
—¿Quién? ¿Dónde está?
—En la acera de enfrente. No te vuelvas ahora. Disimula un poco.
Thomas recogió medio queso de oveja y pagó al empleado. Al salir del puesto le vio.
El joven captó su mirada, pero ésta fue tan fugaz que no le dio importancia y se dispuso a seguirles de nuevo.
Se adentraron por unas callejuelas cercanas ya a su domicilio, donde aprovecharon la discreción de su escaso tránsito para esperarle ocultos en un saliente.
A Mateo Vilche aquellas calles no le parecieron seguras, pero tampoco aumentó su cautela; le urgía más descubrir quiénes eran esos dos hombres. Giró a la derecha de la siguiente esquina, y se sobresaltó al verse de frente con los rostros de los hombres a los que seguía.
—¿Qué queréis de nosotros? —Anthony le inmovilizó contra la pared aprisionándole el cuello entre sus manos.
El joven advirtió de inmediato su acento inglés.
—Nada en absoluto. ¡Dejadme en paz!
—Os hemos visto seguirnos desde hace un buen rato. No nos mintáis. ¡Decidnos quién sois y qué pretendéis! —Thomas empezó a mirar a ambos lados de la calle para comprobar que se encontraban solos.
—Repito que no sé de qué me habláis. Sólo estoy paseando, sin más.
La reacción que siguió a sus palabras fue violentísima: dos fortísimos puñetazos en el vientre, que le hicieron escupir pero no cambiar de actitud, como ellos pretendían.
—¿Para quién trabajáis? —Thomas sabía que una presión continuada en el esternón dejaba sin respiración a cualquiera. Lo mantuvo así un buen rato, hasta que su cara empezó a tomar un tono azulado.
—¡Déjalo, que se nos va a morir! —Anthony retiró el puño que lo atenazaba.
—Hablaré…
Se dobló para poder recuperar el aliento. Antes de ello, todavía recibió un bofetón que le partió el labio. Mateo pensó que si no hablaba, aquellos animales le matarían allí mismo. Buscó su puñal.
—Cumplo un encargo del padre Rávago.
—¿El confesor del Rey?
Los dos ingleses se miraron sorprendidos por aquella noticia, momento que aprovechó el sobrino de Valmojada para asestar una puñalada a Anthony en el muslo y escapar.
Thomas fue tras él. Su buena condición física le ayudó a atraparle tan rápidamente como a romperle el cuello un segundo después.
Mateo Vilche no tuvo tiempo ni de gritar. Su cuerpo cayó al suelo, y ellos se alejaron a toda prisa de allí para no ser vistos.
Anthony iba herido.
—¡Señora!, ¿deseáis que ponga más sales de baño?
—No hace falta. Ya tengo suficiente espuma. Gracias de todos modos, Amalia.
Tras haber sobrevivido a las numerosas y agobiantes visitas de aquel cruento día, y después de haber rechazado las incitaciones de su madre Faustina para que no se quedase sola en aquel palacio, Beatriz disfrutaba de un relajante descanso, inmersa en la cálida bañera que presidía su cuarto de aseo.
En sus tres días de casada había descubierto que aquellos momentos, cuando el día iba llegando a su fin, eran el mejor ejercicio de toda su jornada, cuando saboreaba su más íntima soledad.
Acompañada del tenue sonido del agua en sus frágiles turbulencias, su vida se detenía y transcurría mansa. Las desgracias que desde siempre acompañaban su vida, como si las llevase adheridas a ella, se lavaban también allí, a la vez que su piel.
En el interior de aquella barca de hierro, agua y jabón, sus dolores se licuaban, se perdían por un tiempo. Luego, al salir de ella, todo volvía a ser igual que antes. La realidad seguiría mostrándose con su verdadero y crudo rostro. Como lo sabía, nunca veía el momento de terminar.
—Tráeme más velas, por favor, y ve calentando agua para preparar el baño de mi hombre. El vendrá pronto.
Su doncella la miró primero asombrada, aunque poco después disculpó sus palabras, suponiendo el enorme trauma que acababa de sufrir. Beatriz estudió a su doncella mientras recogía su ropa del suelo y le acercaba una toalla seca.
—En cuanto termines, vuelve para ayudar a secarme.
La joven gitana, que tendría su misma edad, se estrenaba ese día en aquellas labores con su señora, pocas semanas después de haber llegado a esa casa.
Beatriz se hundió por completo en el agua. Sus manos acariciaban su vientre y, a través de su piel, a su hijo. Braulio permanecía en ella, siempre en su corazón, y ahora creciendo en el fruto de ambos. Sus lágrimas brotaron y se repartieron entre la espuma, su piel, y el agua cálida que lo envolvía todo. Aguantó la respiración hasta el extremo. Se le antojaba que aquello era como abandonarse del mundo poniendo en riesgo los límites de su propia vida, aislándose de la cruel fortuna que siempre había acompañado a su existencia. Su cuerpo le pedía salir, llenar los pulmones de aire, pero su mente le impulsaba a no hacerlo.
—¡Señora! —Llevaba demasiado tiempo dentro del agua.
Las manos de la joven doncella se agarraron a sus brazos y tiraron de ella con fuerza, arrastrándola hacia la superficie, sin que pudiera oponerse.
Tosió, y expulsó el agua que había empezado a entrar en los pulmones. Un ligero mareo nubló su vista, y sin apenas escuchar lo que le decía, buscó el borde de la bañera para apoyarse en ella. Pasó un brazo por encima y fijó su vista en una loseta del suelo. Después de unos segundos, pareció recuperar la consciencia.
—¿Os encontráis bien, mi señora? ¿Qué os ha pasado? —Su inquietud era sincera—. Permitidme que os ayude a salir.
La abrazó por la espalda y tiró de ella para sacarla de la bañera. Beatriz no podía andar, sus piernas no le respondían. Se dejó en sus manos y terminó tumbada sobre el suelo, acomodada sobre la toalla, mirando el rostro asustado de la doncella que frotaba todo su cuerpo tratando de reanimarla.
—Gracias Amalia, ya me encuentro mejor. —Beatriz sintió frío en su desnudez y dio un respingo.
La joven buscó otra toalla para cubrir el resto de su cuerpo. No se atrevía a preguntarle por qué, pero comprendió que aquella mujer padecía un terrible dolor, por encima de su reciente viudedad, un sufrimiento indecible, superior a lo imaginable.
—Te ruego que no cuentes a nadie lo que has visto.
Beatriz le cogió de una mano y consiguió que fijase su atención en ella.
—Me gustaría que fuera nuestro secreto. —Le apretó la mano.
—Mi obligación es obedeceros, señora.
—No te estoy pidiendo eso. Pretendo algo más. Quiero que lo compartas sólo conmigo.
—Entiendo.
Hay sensaciones difíciles de explicar y aún más de razonar, pero Amalia supo en ese instante que su relación con ella iba a ser especial y mucho más estrecha que la propia de una simple sirvienta.
—Me tenéis a vuestra entera disposición para todo lo que necesitéis.
—No te vayas ahora. Ayúdame a vestirme. No quiero que mi amor me encuentre así, sin estar bien arreglada para él.
Beatriz se levantó del suelo y se apoyó en ella para caminar hasta su habitación. Amalia no se atrevió a decir nada ante aquella nueva referencia a su marido, creyendo entender su absoluto estado de confusión.
Ya en el dormitorio, su imagen se reflejaba en el espejo. Sentada en una butaca, Beatriz se miraba en él.
Observaba su cuerpo, joven, ahora inaccesible a quien nunca debería haberlo poseído.
Amalia iba y venía con las distintas prendas que iba sacando de un armario, esperando la aceptación de Beatriz. En cuanto hubo terminado la selección, ordenada toda ella sobre una percha de pie, comenzó a vestirla.
Beatriz siempre había sufrido. El resto del mundo no lo sabía, pues ella se había encargado de que así fuese, pero su vida seguía transcurriendo sin dejar de sentir, ni un solo día aquel agudo dolor que abrasaba su corazón.
Se dejaba hacer por aquellas delicadas manos.
Amalia le ponía una camisola de fino algodón egipcio, le ceñía por encima una cotilla de raso con adornos en hilo de plata, emballenada de juncos. Aquel nuevo material, el junco, creaba una estructura igual que la madera, pero menos pesada y molesta para la mujer, con el mismo efecto de sujeción sobre los pechos, que realzaba por el escote. Beatriz se levantó para que le subiera y le anudara a la cintura los calzones de seda bordada, y sobre ellos una falda de terciopelo negro, ribeteada en brocados de oro y plata.
—Cuéntame algo de tu vida. Sé que eres gitana, pero ¿de dónde eres? —Beatriz le ofrecía su pierna, estirándola para que Amalia pudiera cubrirla con una media blanca de hilo.
—Mi señora, no desearía aburriros con mis historias. —Le colocó la otra media sobre la segunda pierna—. Además, no creo que os resulten demasiado interesantes.
—Déjame que lo juzgue yo misma. ¿Dónde naciste?
—En un pequeño pueblo, en las afueras de Madrid.
—Háblame de tus padres. ¿Siguen viviendo allí?
—No, señora. —Se le hizo un nudo en la garganta—. Mi madre murió hace pocos meses en Zaragoza y mi padre no sé muy bien dónde está. Creo que en un arsenal de la Marina, cerca de Cádiz.
Beatriz se apiadó al comprobar la tristeza que arrebataba su dulce expresión.
—Lo siento de corazón. —Acarició su barbilla con especial ternura—. ¿Qué hacía tu madre en Zaragoza?
Amalia estudiaba cómo conseguir que el corpiño se ajustase. Le pidió que se irguiera para anudárselo con más fuerza desde su espalda, comprobando que no quedase ninguna arruga y que el efecto en el escote no fuera excesivo.