Reconocía que, en más de una ocasión, había deseado que el duque hubiera puesto los ojos en ella tras haberse quedado viuda, poco después que él. Si por el temor de ser rechazada nunca no se lo había hecho saber, ahora se lamentaba de ello, pues entendía que sus edades eran más adecuadas, y sus exigencias en el amor menores que las que le iba a demandar una joven de tan sólo dieciséis años. Mirándole de soslayo, rememoraba aquellos meses en los que había recibido su cortejo cuando, por estar ambos casados, se quedó limitado a un simple e inocente pasatiempo. Sin embargo, por mucho tiempo que hubiera pasado, como sucedía, ella seguía deleitándose con frecuencia del recuerdo.
Se detuvieron más tiempo con la condesa de Benavente, que acababa de llegar en la carroza de Joaquín Trévelez, acompañada de su amiga María Emilia. Cerca del noveno mes, su embarazo no había conseguido rebajar un ápice su excepcional belleza, aunque sí la gracilidad de sus movimientos. Su rostro se había redondeado y su mirada surgía ahora matizada por un filtro de profunda serenidad.
La condesa besó con afecto al que en breve sería su yerno y bromeó sobre los muchos metros de tela que se habían empleado para confeccionar su vestido y dar cabida a su ya abultado vientre.
El duque de Llanes recibió también la felicitación de María Emilia Salvadores, vestida de riguroso luto, a la que mostró su más sincero agradecimiento por el esfuerzo que le suponía acudir a aquella boda. Comprobó en su rostro las huellas que marcaban su honda amargura. Aunque esbozaba una comedida sonrisa, la tensión de su cara revelaba la verdadera incomodidad que la situación le producía.
Mientras, Trévelez se entretenía en observar a la numerosa asistencia que se repartía por las puertas del templo en forma de pequeños grupos, reconociendo a unos y a otros.
Al cruzar su mirada con el marqués de la Ensenada, entendió la invitación que le hacía para que se reuniera con él. Se acercó, a la vez que lo hacía el confesor real Rávago, que también parecía haber adivinado el motivo principal de aquel fugaz contacto.
—Antes de nada, desearía saber cómo se encuentra su prometida. —Somodevilla se había fijado en el amargo rostro de la que también era su buena amiga.
—Si os dijese que no me tiene muy preocupado os mentiría, y tal vez hoy más, cuando la ausencia de su hijo Braulio le produce mayor dolor debido a la estrecha amistad que le unía con la novia. Creedme que he tratado por todos los medios de excusar su presencia, pues aunque hayan pasado algunas semanas desde aquella tragedia, su suplicio apenas ha menguado desde entonces. Como sabéis, no es mujer de débil carácter y se ha empeñado en venir, para mostrar el profundo afecto que siente por Beatriz.
—Ayudadle en su soledad y manteneos siempre a su lado. Como buen amigo, os aconsejo que hagáis lo que esté de vuestra mano para no perder a esa joya de mujer. No he conocido a muchas que posean tantas virtudes como ella, tanto intelectualmente como en su dulzura y calidez interior.
—Aún no lo sabe, pero tenía la idea de pedirle en matrimonio durante el baile del palacio de la Moncloa, sin imaginar los dramáticos sucesos que determinaron su inesperado final.
—Me alegra saber esa noticia y entiendo lo inoportuno que tiene que pareceros ahora —le cortó el marqués—. Dadle un poco más de tiempo, pero no dejéis de proponérselo; ningún dolor, por extremo que sea, renuncia a ser curado si se presentan nuevas razones cargadas de ilusión. Y vuestro compromiso será de seguro una excelente nueva en ella.
Rávago se mantenía en silencio pero intranquilo con aquella conversación. Pensaba que tenían asuntos de Estado dolorosamente pendientes y de bastante mayor trascendencia que ocuparse de los tormentos de aquella mujer.
—¿Qué sabemos sobre los enemigos de nuestra fe?
La desconcertante pregunta del confesor real les dejó paralizados unos segundos, hasta que pudieron reaccionar.
—¿A qué os referís? —contestaron al unísono.
—Me parece imposible que las doce muertes del pasado mes y la del padre Castro no estén de un modo continuo en vuestra mente y no sean objeto de vuestro más denodado empeño.
Sus despiadados ojos penetraban como afilados cuchillos en la conciencia del alcalde Trévelez.
Rávago sintió su efecto y aprovechó su desconcierto para asestarle un nuevo golpe.
—¿Tendré que escuchar, una vez más, vuestra habitual falta de resultados o voy a tener la suerte de recibir una sorpresa?
Trévelez inspiró dos veces seguidas para poder tranquilizarse antes de responder.
—En las pasadas semanas hemos interrogado a más de cincuenta taberneros. A la mayor parte de las entrevistas he acudido en persona y con la ayuda de algunos testigos, para facilitar su identificación. —Miró sin miedo a Rávago—. Lamento no poder decir otra cosa, pero todavía no hemos tenido ningún éxito, y explico por qué. Además de los ya investigados, hemos sabido que en Madrid hay multitud de negocios de bebidas que trabajan sin permisos ni licencias, a veces dentro de sus propios domicilios y siempre a escondidas de la autoridad, circunstancia que no habíamos previsto en un principio. Esta extensa vía de investigación nos ha retrasado más de lo que esperábamos. Los motivos os resultarán tan obvios como a mí.
—¡Mucha palabrería pero nulos logros, alcalde Trévelez! —El marqués estaba atónito ante la ácida actitud de Rávago—. No habéis hecho otra cosa que darnos largas a todos con vuestras absurdas pesquisas; planteamiento que por su ineficacia detesto, y que aprovecho para denunciarlo ahora al ilustre marqués de la Ensenada.
—¡No estoy dispuesto a aceptar ningún insulto más de vuestra parte! —El estado de indignación de Trévelez había conseguido superar su habitual paciencia, y se lo espetaba sin moderar su tono de voz.
—¡Exijo de vuestras mercedes moderación! —Somodevilla intervino de un modo contundente—. Estáis consiguiendo atraer la atención de muchos de los presentes, y no considero que ésta sea la forma más adecuada para abordar los espinosos asuntos que nos conciernen. Hablemos, pero de una forma más respetuosa y prudente. —Se dirigió al confesor—: ¡Padre Rávago! Bajo vuestro criterio, pensáis que no estamos dirigiendo nuestras investigaciones en la dirección correcta. ¿Qué evidencias disponéis para manifestaros con tanta seguridad? Si contáis con ellas, en vuestra opinión, ¿hacia dónde deberíamos trabajar?
—¡Hacia los endiablados masones! —Se santiguó de forma instintiva—. Ayer supe que Wilmore falleció hace una semana. —Ambos se manifestaron extrañados de no haber sido informados de ello por parte del Santo Oficio—. El obispo Pérez Prado ha querido guardar secreto sobre su muerte, pues parece que no ha sido del todo fortuita.
Hizo un alto en la conversación para acercarse más a ellos y evitar ser escuchado por alguno de los presentes.
—Ayer mantuve una larga conversación con él; hasta después de manifestarle mi escaso interés por conocer las circunstancias de su fallecimiento no me reveló una conversación de lo más esclarecedora que había mantenido con el preso.
—Aunque acepte con poco agrado no haber sido informado de esos hechos —le cortó Trévelez—, menos todavía me gusta saber que Wilmore ha podido testificar algo que compete a este caso sin que nadie me lo haya hecho saber. ¿Acaso reconoció su participación en los asesinatos?
—No fue tan lejos, pues sabéis igual que yo el inquebrantable silencio que ha mantenido a lo largo de los interrogatorios, por severos que hayan llegado a ser. Pero por lo visto, sí mostró, de una forma sutil, estar al tanto de los atentados que hemos venido sufriendo en los últimos tiempos.
Un murmullo entre los asistentes anunció la llegada del carruaje de la novia.
Advertido Rávago de los pocos segundos que disponía para concluir aquella charla, dejó en el aire una última interrogación, invitándoles a que meditaran sobre ella.
—¿No os parece suficiente causa para los masones provocar un atentado como aquél, en venganza y de un solo golpe, contra todas las altas instituciones del Estado que han conseguido su prohibición? ¡Para mí, sí! —Guardó silencio—. Por tanto, no busquéis sólo en las tabernas —miró de nuevo al alcalde Trévelez—; hacedlo alrededor de sus logias e investigad a sus antiguos miembros.
Al ver a Beatriz caminando con elegancia por aquel pasillo de rosas con su ceñido vestido de seda blanca, del brazo de su padre Francisco, conde de Benavente, y bajo un velo que apenas conseguía ocultar su juvenil belleza, María Emilia sintió una aguda punzada en su corazón, imaginando lo que sentiría su hijo Braulio si la hubiera visto allí, inaccesible ya antes y mucho más ahora. Rehuyó entrar en el templo con el resto de los invitados. Desde el entierro de su hijo no había vuelto a estar con Beatriz y necesitaba expresarle muchas cosas: que le daba todas sus bendiciones, su amistad, su comprensión, aun por encima del inmenso dolor que la hería.
Sus miradas se encontraron. No había mentira posible entre ellas cuando se fundieron en un íntimo abrazo. La pureza del blanco, como símbolo de un nuevo futuro para Beatriz, sobre su negro luto, reflejo del pasado.
Beatriz le dijo, que el auténtico destinatario de su unión no era quien la esperaba en el altar ese día. Nunca lo podría sustituir. María Emilia lo escuchó de sus labios, pero no le reconfortó lo suficiente. Beatriz lloró; nadie lo vio, sólo María Emilia, que levantó su velo para enjugarle las lágrimas con sus besos. Escuchó de ella algo que no supo entender en ese momento, pero que guardó como un hermético tesoro dentro de lo más profundo de su ser.
Se lo dijo muy rápido, en un susurro, muy a solas. Le escuchó que Braulio había perdurado en ella. María no supo entender qué significaba aquello, pero sintió su influjo, y cómo, de forma repentina, aquello las unió mucho más.
La vio irse, de espaldas, menuda de estatura, escueta en años, pero grande y madura en corazón y determinación. Se preguntaba qué era lo que podía empujar aquella voluntad, cuando Beatriz había visto la desgracia en primera persona a lo largo de su corta vida. En sus padres primero; asesinada su madre en presencia suya, muerto su padre en la cárcel después; de desesperación con toda seguridad.
María Emilia se cuestionó qué era lo que poseía aquella joven de tan sólo dieciséis años para haber conseguido superar también la desaparición de su único amor, Braulio, e ir ahora dispuesta hacia un nuevo destino, en su opinión indeseable, sin aparente miedo, lejos de lo que ella se sabía capaz de hacer.
Envidió su cordura. Y en aquellos segundos, que le parecieron horas, se dio cuenta de que a sus treinta y cinco años todavía no había aprendido casi nada. En su resquebrajada vida, desde hacía tres semanas se entregaba a diario, con desmedida pasión, a un antiguo amigo de su marido y amante circunstancial; el capitán de navío Álvaro Pardo Ordúñez. Después de haber pasado varios años sin saber nada de él, había aparecido en su puerta, una semana después de la muerte de Braulio, de repente, cumpliendo una vieja promesa.
El marino, que se vio más sorprendido por el inesperado recibimiento que por redescubrir sus encantos, se dedicó a agasajarla en todos sus deseos y a disfrutar de aquellas semanas con ella.
Desde su llegada, María Emilia no se reconocía. Ni cada vez que se entregaba con todo su ardor a Álvaro, ni por el engaño que aquello suponía hacia Joaquín Trévelez, al que le había negado los mismos placeres que ahora libraba sin freno con el otro.
Por primera vez en su vida había actuado de una forma irracional, sin calcular las consecuencias de sus actos, abandonándose a las directrices de su instinto.
Si la primera vez que se había regalado a él, había sido pocas horas después de haberle abierto la puerta, sin dejarle hablar, sin explicaciones, sin preguntarle qué hacía por ahí, la última había sido esa misma mañana, dejándose vencer en una intensa pelea por evitar que se vistiese para la boda.
Sabía que aquello le estaba destruyendo poco a poco, pero no le importaba demasiado. La presencia de Álvaro le había desencadenado una irracional necesidad de sentir un placer externo, físico, algo que llegase a compensar su dolor interior. Aunque sabía que aquello podía destruir su relación con Joaquín, algo que por nada del mundo deseaba, no podía evitar a la vez sentirse de nuevo viva entre los brazos de su amante.
Sólo su amiga Faustina sabía lo que hacía; le reprobaba su poco sentido, al poner en riesgo una preciosa relación por un fácil consuelo temporal. También le aseguraba que si seguía así se volvería loca.
María sabía que su amiga tenía razón, pero había descubierto en aquella turbulenta experiencia algo excepcional, algo que desencadenó en ella un nuevo equilibrio despejándola de otras incertidumbres mayores. Le resultaba difícil explicarlo, pero sabía que a esa nueva conciencia se llegaba a través de la destrucción de lo que parecía bien fundamentado; de lo fácil. En realidad, entendió que tenía que arriesgar sus actuales sentimientos hasta rozar los límites de lo posible para darse cuenta de lo mucho que poseía.
Se colgó del brazo de Joaquín sin sentir remordimientos.
Él era su realidad.
Sonrió a Beatriz cuando ésta se volvió hacia ella, momentos antes de entrar en la iglesia, como último gesto de comprensión y afecto a la vista del difícil destino que la esperaba.
Una tenue luz que procedía de los faroles de la fachada del palacio del duque de Llanes se colaba por una pequeña rendija entre las pesadas cortinas del dormitorio principal.
Beatriz miraba con tristeza hacia un punto indefinido, acostada por primera vez en su nueva cama. A su lado dormía el duque, extenuado por el esfuerzo que acababa de desplegar con ella.
Las lágrimas resbalaban por sus mejillas con el recuerdo de la repugnante relación a la que se había tenido que entregar hacía poco rato.
Cuando había tenido que acariciar su piel se imaginaba la de Braulio, y cuando éste la había besado sentía aquellos otros labios en los suyos. Sus ásperas caricias le asquearon, y su fuerte sudor más. Beatriz trató de mostrar un falso placer ayudándole a que la hiciera suya, para así justificar su actual embarazo e imputarle después la paternidad.
Los recuerdos de aquel doloroso día no la dejaban dormir. Por un lado se le antojaba que había transcurrido demasiado rápido; la ceremonia de la boda, la comida posterior en su nuevo palacio, las felicitaciones de todos, el baile. Todo le había parecido ajeno. Como si fuese otra persona.