—Sí. Es el hijo adoptivo de doña María Emilia Salvadores, viuda del almirante González de Mendoza. Y es, en efecto, un buen amigo.
Inés estiraba el brazo hacia el duque, para intercambiarse con ella. La mano de Braulio la atrajo de nuevo hacia él.
—Aún me duele tu huida del cementerio. —El movimiento siguiente obligaba a aproximar sus rostros y Beatriz interpuso el abanico entre ellos—. Pero si soy yo el que recibo el beso final de este baile, conseguirás borrar de mí todo lo que dijiste.
Los últimos compases de la música llevaron de nuevo a Beatriz hacia el duque, mientras Braulio recuperaba a una Inés, que no había pasado por alto aquel contacto, resuelta a ocuparle en exclusiva con su beso.
Al terminar la música, la mirada de Beatriz se escapó hacia la de Braulio, pero su beso se lo dedicó al duque de Llanes, mostrándose éste encantado por ser su destinatario.
Desde su posición en la sala, la condesa de Benavente y María Emilia habían presenciado la escena, en todo momento pendientes de cómo se resolvería, pues no era infrecuente que, con aquellos inocentes besos, se llegase a romper alguna que otra relación, y no hubiera sido ésta la primera vez que así había pasado. Al comprobar la decisión de Beatriz, Faustina respiró más tranquila, y así lo reconoció con su amiga.
Ajenos a esos devaneos, el confesor Rávago junto al marqués de la Ensenada, preguntaban a Joaquín Trévelez sobre sus avances en la investigación del crimen del jesuita Castro.
—Estamos muy lejos aún de poder identificar a su autor o autores materiales, pero les puedo confirmar con cierto grado de seguridad, que su principal objetivo ha sido asestar un golpe a la Compañía de Jesús. —Rávago ironizó, por lo obvio que le resultaba aquel análisis—. ¡Lo sé! —le interrumpió Trévelez—, pero vos no conocéis el resultado de la autopsia, donde apareció un detalle que me ha requerido abrir una línea diferente de investigación.
—Explicaos para que lo podamos entender todos. —Don Zenón, a diferencia de Rávago, confiaba sin reparo alguno en las dotes de su amigo.
—Para extraerle el corazón, le practicaron una incisión de forma triangular que pasó inadvertida cuando descubrimos el cadáver.
—¡Interesante! —reconoció sin reparos Rávago—. Y en vuestra opinión, ¿qué puede significar eso?
—Algo ritual o simbólico; tal vez una macabra forma de firmar su trabajo.
—Ya os dije que me parecía un crimen lleno de connotaciones diabólicas. —El confesor Rávago pensaba en las oscuras fuerzas masónicas y en sus intentos de destruir la religión que alimentaba a tantas almas.
—Entendemos que la elección del hombre no ha sido fortuita, ni tampoco la extirpación de ese preciso órgano, pues es en vuestra congregación donde más fervor se tiene por el Sagrado Corazón de Jesús. Dada esa doble circunstancia, me resisto a pensar que se trata de una mera casualidad —intervino Trévelez.
—En términos más precisos, ¿hacia dónde encamináis vuestras sospechas? —Don Zenón de Somodevilla necesitaba respuestas concretas y no sólo conjeturas. El monarca le presionaba a diario, reiterándole su alto interés por ver resuelto cuanto antes el caso.
—Lamento no poder ser mucho más explícito todavía, pero mi atención se dirige ahora hacia todas las organizaciones que hayan manifestado expreso odio hacia los jesuitas.
—Pues podéis empezar por los llamados ilustrados: nobles, algunos militares, casi todos los librepensadores, y seguir por el resto de las órdenes religiosas. O podríais centraros en los muchos amigos de la herejía: alumbrados, judaizantes, masones y gnósticos, por citar algunos. —Aunque proponía otros destinatarios, Rávago ya se había decidido por investigar la pista del embajador Keene con la ayuda del sobrino del duque de Valmojada—. Con toda seguridad, os van a dar suficiente trabajo para no aburriros, mi querido alcalde.
Don Zenón lamentó no contar con ninguna información que le ayudase a salvar las preguntas del rey Fernando, pero no le cabía duda alguna de que Trévelez los resolvería con prontitud. Un camarero despistó su atención hacia otro grupo que conversaba en el lado opuesto del salón, donde el intrigante embajador inglés Keene hablaba con su mayor enemigo público y anfitrión de la noche, el duque de Huáscar. Hubiera dado parte de su cada vez más abultada fortuna por saber de qué charlaban aquéllos, pues, sin llegar a imaginarlo, estaban compartiendo igual asunto de conversación que ellos, aunque desde un punto de vista diferente.
—No han debido de conseguir todavía ningún testimonio del gran maestre Wilmore. —El embajador Keene hablaba en voz baja, para no romper la confidencialidad de aquellos comentarios, con su fiel colega don Fernando de Silva Álvarez de Toledo, duque de Huéscar, embajador de España en Francia, y anfitrión de aquella fiesta—. Confío, que soporte con toda honra y fortaleza la tortura a la que con seguridad está siendo sometido.
—La Inquisición; una más de aquellas abominables instituciones que deberían ser erradicadas de un estado moderno como el que pretendemos para España. —Don Fernando estaba al corriente desde París de todas las acciones contra la masonería por parte del Santo Oficio—. Pretendo que esta fiesta tenga, para todos nosotros, una especial trascendencia, pues he de conseguir del Rey ser nombrado mayordomo real, al haber quedado vacante esa función. Bien sabe, mi querido amigo, que ese cargo es de máxima confianza para el monarca. Si disfruto de ese logro, podré contrarrestar los nefastos efectos de su confesor y de sus primeros ministros y, como entenderá, me refiero al marqués de la «en sí nada», pues así parece que gusta ser nombrado en su falsa modestia. Que el monarca haya aceptado estar en mi casa esta noche me ratifica como uno de sus mejores candidatos a ostentar esa posición.
—Jamás me había hablado de sus deseos de convertirse en empleado de la casa real…
Benjamin Keene observaba con cierta preocupación cómo disfrutaba su mujer bailando con un joven estudiante de español que había tenido que alojar en la misma embajada, obligado por las excelentes cartas de recomendación con las que había venido de Londres, firmadas por uno de los más importantes lores del parlamento. De repente, cayó en su falta de cortesía con el duque y volvió a centrarse en aquel asunto del que le hablaba, que a su parecer rebajaba el enorme peso político que ya tenía su contertulio.
—Reconozco mi corto conocimiento de los entresijos de la corte española y, por ello, las ventajas que puede esperar con ese denigrante oficio. Le tengo a vos como el más aristócrata de todos los nobles apellidos de este país.
Parecía estar escuchando con atención las razones que el duque le empezó a dar pero, de hecho, seguía evaluando las probabilidades de ser engañado por su mujer con ese joven. El muchacho se mostraba en exceso atento, sin parecer contrariado por las gruesas formas que acompañaban a su mujer.
—… y al estar una gran parte de su tiempo junto al Rey, su mayordomo termina siendo uno de sus más asiduos e influyentes consejeros. —Keene, sólo puso atención a esas últimas palabras y, por prudencia, pensó que hacerle repetir todo lo anterior estaría lejos de parecer correcto por su parte.
Asintió al duque de Huáscar, dándole a entender que ahora ya lo comprendía, pero lamentando tener que detener aquella conversación, al recordar que se debía por un momento a su mujer en un baile que le había prometido de antemano.
—Vaya sin reparos, que yo debo hacer lo mismo con la mía si no quiero que me niegue el saludo. —Aferrado a su manga le frenó unos instantes más—. De todos modos, le ruego que volvamos a juntarnos más tarde, para hablar de la extraña muerte del superior de los jesuitas.
Sir Benjamín Keene rescató con evidente brusquedad a su mujer de los brazos del impertinente joven con aparente satisfacción por parte de ella. Decidió que a ese joven, por más influencias que tuviera, iba a mandarle a alguna academia que estuviera lo más lejos de Madrid; Sevilla podía ser un destino ideal.
En otra zona del salón, Beatriz se disculpaba de su acompañante don Carlos Urbión para ir un momento a los servicios.
Nada más entrar en ellos la vio frente al espejo. Se lamentó de su mala fortuna al coincidir con Inés de Villanueva, con la cantidad de mujeres que había en la fiesta.
—¡Enhorabuena por tu futuro matrimonio! —Su perfecto cutis no podía asumir nuevas mejoras, por más polvos que su dueña se ponía, pero por lo visto permitía disimular la cínica sonrisa que le había acompañado en su felicitación.
—Gracias por tu amabilidad, Inés, pero no se me escapa que te mueven suficientes motivos para ello.
—¿A qué te refieres? —Dudó por unos instantes dónde colocarse un grueso lunar que tenía en su dedo, si en su sien izquierda o en la derecha, definiéndose así como una mujer ya ocupada. Optó por esta última, ante la furiosa mirada de Beatriz. De pronto, Inés se percató del sentido que Beatriz había dado a su comentario—. ¿Lo dices porque consideras que yo también estoy de enhorabuena?
—No juegues con eso, te lo ruego. —Se echó un poco de agua fresca para apagar sus encendidas mejillas—. Además, tú no supones nada serio para él.
—¿Qué me puedes recriminar, si ya has optado por un cómodo futuro en brazos de ese duque con el que vas a casarte? Acepta que las demás podamos recoger lo que tú antes has despreciado, ¿no te parece?
Beatriz se clavaba las uñas de pura rabia, sin saber si tirarse a sus pelos y abofetearla a placer o enfriar sus ánimos refrescándose de nuevo con agua fresca. Pensó que lo segundo era más apropiado.
—No conseguirás nada de él —insistió en el argumento, a falta de valor para recurrir a otras alternativas.
—Pues te aseguro que ha estado muy cariñoso conmigo mientras veníamos de camino, en la intimidad de mi carruaje.
Inés mintió, ansiosa de vengarse de ella para resarcirse de aquellas otras ocasiones en las que Beatriz le había denigrado dándole a entender que ningún hombre la quería por lo que era, si no por lo que les regalaba sin el menor recato.
—Inés, ¡eres despreciable!
Beatriz, aunque estaba segura de su mentira, no podía olvidar la referencia de María Emilia sobre la satisfacción que éste había demostrado por venir con Inés. Arrepentida ahora de su reacción de rechazo en el cementerio, se reprochaba la poca habilidad que había tenido, al haberle regalado a otra el beso que le correspondía. Con aquella serie de despropósitos, empezaba a dudar de si lo que Inés le decía resultaría tan falso como en el fondo deseaba.
No hubo tiempo para ninguna contestación, pues ambas sintieron una enorme explosión que las tiró al suelo. Los dos espejos del baño saltaron en miles de pedazos y, algunos de ellos tuvieron como destino sus brazos y caras.
En un completo estado de aturdimiento, Beatriz empujó el cuerpo de Inés que había quedado sobre el suyo, aprisionándola contra el suelo. Comprobó que estaba viva, pero sin conocimiento. Durante los primeros segundos se estableció un profundo silencio que no tardó en verse roto por un coro de gritos y voces que venían del interior del salón. Se incorporó con dificultad venciendo la rigidez de sus piernas, y pudo recoger entre sus manos un poco de agua fresca para echárselo a la cara de Inés, lo que resultó del todo eficaz.
—¿Qué ha sido eso? —Inés había perdido su peluca, tenía varios trozos de cristal clavados en las mejillas, y le corría un fino reguero de sangre desde la nariz.
—No tengo ni idea, pero deberíamos salir cuanto antes de aquí.
Beatriz le retiró alguno de los cristales, los que resultaban más fáciles de extraer, pero decidió abandonar esa tarea ante los quejidos de la chica. Después, se encaminaron hacia la puerta. Se escuchaba un enorme barullo al otro lado.
Aunque trataron de abrirla poniendo en ello todas sus fuerzas, les resultó imposible. Un gran tumulto de gente corría despavorido, taponando la totalidad del pasillo que les comunicaba con la salida del palacio.
Beatriz oyó gritar su nombre y, al instante, estuvo segura de que se trataba de Braulio. Se empeñaron con más ahínco en empujar aquella puerta y lo consiguieron sólo en parte: lo suficiente para ser vistas por él y escucharle decir que salieran de allí lo antes posible. Los despavoridos asistentes, en su empeño por abandonar el palacio, lo arrastraban todo, también a Braulio, que por más esfuerzo que ponía para llegar hasta ellas nada podía hacer, y así le vieron desaparecer, con la masa humana, por el vestíbulo que antecedía a la salida.
La puerta se les cerró de nuevo, y aunque lo volvieron a intentar con más ahínco, les resultó imposible de abrir. Decidieron esperar a que disminuyera el caudal de invitados.
Tres nuevas explosiones, con escasa separación de tiempo y de menor intensidad que la primera, se sucedieron sembrando en Beatriz una nueva preocupación.
Por la dirección del sonido, calculó que tenían que haberse producido cerca de la salida, y Braulio debía de estar cerca.
Se empezaron a escuchar gritos de pánico que parecían surgir de todas partes. En un nuevo intento consiguieron salir al pasillo sin saber ahora qué dirección tomar; hacia el interior o abandonar el palacio. Vieron a los reyes, protegidos por varios guardias de corps, que volvían desde la salida en busca de refugio. Inés les siguió, pero Beatriz supo que su opción era la contraria; necesitaba buscar a Braulio.
Algo en su interior le hacía presentir lo peor. Se puso a correr con la esperanza de encontrarse con Braulio, para decirle todo lo que de verdad sentía, fuera de los tontos devaneos a los que habían jugado; para que supiera que él era el único dueño de su corazón. Necesitaba besarle, compensarle de aquellos últimos días tan vacíos sin su sonrisa. En sólo unos segundos, decidió que iba a proponerle dejar atrás sus actuales vidas para fugarse juntos a construir una mejor, suya y más verdadera.
—Inés, ¿has visto a Beatriz? ¿Sabes dónde está? —Faustina y el conde de Benavente la pararon en su alocada carrera angustiados por el destino de su hija.
A su lado, María Emilia preguntaba por Braulio.
—¡No me hagáis daño!, ¡no quiero morir! —Inés hablaba sin sentido, con una fuerte crisis de nervios.
—¡Vayamos afuera! —Acababa de aparecer el duque de Llanes, alarmado por no encontrar a su prometida—. No os molestéis más con ella, pues en su estado no conseguiremos nada.
Tras ellos, habían dejado un terrible escenario de dolor y de pánico.
La primera explosión había afectado a una de las paredes del salón provocando numerosos heridos y algún que otro muerto, sobre todo entre los músicos, pues habían sido éstos los que estaban más próximos a ella. Trévelez se había quedado dentro organizando la protección de los propios reyes y de las autoridades allí presentes, mientras ordenaba a todos los soldados que entraban a través del importante boquete que se había producido en la pared, que hicieran venir cuanto antes a todos los carruajes posibles para desalojar primero a los heridos. Comprobó en persona el buen estado de salud del marqués de la Ensenada y del ministro Carvajal, y vio también que todos los diplomáticos extranjeros se encontraban bien. El padre Rávago y otros tres altos eclesiásticos atendían espiritualmente a los moribundos y muchos invitados estaban ayudando a los heridos a levantarse o a llevarles hacia el exterior. Las siguientes explosiones les cogieron desprevenidos a todos. Los reyes habían sido llevados casi en volandas por su guardia personal hacia el exterior del edificio, para tomar su carroza y partir cuanto antes de allí pero, por fortuna, volvían a hacer acto de presencia en el salón ante las nuevas deflagraciones, muy alarmados por sucesos que nadie entendía y que podían seguir sucediéndose.