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Authors: Gonzalo Giner

Tags: #Intriga, Histórico

El secreto de la logia (8 page)

BOOK: El secreto de la logia
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María Emilia Salvadores escuchaba con atención aquella relación de máximas que afectaban a la religión, sin entender cómo podían suponer además un atentado al Estado, y así se lo hizo saber.

—Ni la monarquía ni yo, como máximo responsable de su acción —le respondió con tono serio—, podemos permitir que existan sociedades que operan en secreto y en contra de la religión del Estado, pues no hay buen gobierno cuando sus militares, altos cargos de la administración o sus nobles, ocultan su pertenencia a sociedades de este tipo, de cuya soberanía y principios hay más dudas que certezas. Al parecer, se dicen herederos y portadores de un secreto ancestral que es causa de atracción para sus adeptos y constituye el lazo donde se apoya su fraternidad, a través del cual pretenden cambiar el orden social de nuestras monarquías e instaurar un gobierno distinto, por supuesto dirigido por ellos. —Zenón observó un gesto de cansancio en María Emilia que le animó a terminar con aquella conversación—. Disculpadme si os he aburrido con tan pesado relato, pues no ha sido éste el objeto de mi deseo.

—Os aseguro que no me ha parecido tedioso, sino más bien ilustrativo cuando nada sabía de ellos. Deduzco, de todos modos, que el padre de Beatriz, al tener acceso a las importantes informaciones de Estado que obran en vuestro poder, podría haber sido animado a espiaros por sus superiores. ¿Fue ese el motivo de su detención?

—¡Exacto! Eso mismo pensé yo, aunque no llegamos a poder determinarlo. Por desgracia, su rápido suicidio cerró toda posibilidad de contar con su testimonio.

A María Emilia no le parecía bien cortar su conversación pero, al escuchar las doce campanadas de un reloj que presidía la chimenea, se disculpó al parecerle incorrecta su presencia a tan altas horas de la noche.

El marqués se ocupó de solicitar su carruaje y una escolta armada para su seguridad, y se despidió quedando en volverse a ver al día siguiente; en el concierto a que estaban invitados en el palacio de la condesa de Benavente.

A la mañana siguiente, dos ingleses de aspecto rudo tocaban a la puerta del antiguo hotel de Las Tres Flores de Lys, sede de la logia central de los masones en España.

Desde un estrecho ventanuco, un hombre les pidió la contraseña antes de permitirles la entrada.

La noche anterior, habían recibido un emisario del embajador inglés Keene con la consigna de que se personasen con urgencia en la embajada. Al acudir a ella, a altas horas de la noche, fueron informados por el propio diplomático de los sucesos que acontecerían en pocos días, y en atención a sus instrucciones, pretendían ahora hablar con el gran maestre para darle en mano un sobre lacrado de parte del embajador.

Les invitaron a esperarle en la sala de asambleas, que seguía decorada con los utensilios propios de una reciente ceremonia. En una plancha, sobre el suelo, destacaban las dos columnas del pórtico del Templo de Salomón, llamadas Jakin y Boaz. Al fondo de la sala de estructura cuadrangular, se encontraba dibujado en la pared un triángulo con un ojo en su interior y, a los lados, la luna y el sol. También un sillón y, frente a él, un pequeño altar con el libro sagrado, una escuadra y un compás. El techo representaba la bóveda celeste con un fondo azul estrellado, ribeteado por un largo cordón de doce nudos, como símbolo de la fraternidad universal en presencia de las doce constelaciones del zodíaco. En el suelo, y en posición central, se veía un gran mosaico de losetas blancas y negras con tres altos candeleros, que ocupaban tres esquinas del tablero, como símbolos de las luces que persigue el iniciado para alcanzar el conocimiento pleno; la belleza, la fuerza y la sabiduría.

Ellos ya habían pasado por las ceremonias de aprendiz y de compañero, y recordaban, allí, su paso al tercer grado, de maestro, en cuyo rito se representaba la muerte del arquitecto Hiram Abif introduciéndose en un ataúd.

—¡Buenos días hermanos! Hacía tiempo que no os veíamos por la logia —John Wilmore entró en la sala luciendo un espléndido aspecto y con intenciones de bromear—, pero os recuerdo que los ágapes se suelen celebrar por la noche. —Los recién llegados se habían ganado la fama de ser unos excelentes comensales.

Con gesto serio le pasaron la carta del embajador Keene, que se dispuso a leer sin imaginar su gravedad. Una sombra de preocupación eclipsó su mirada y sin dar más explicaciones se puso a caminar cabizbajo, dando vueltas y meditando las consecuencias de la información que acababa de recibir.

Los dos hombres aguardaron en silencio la prolongada reflexión que parecía ocupar el pensamiento de Wilmore, hasta que éste se paró para hablarles.

—Hemos sido llamados a realizar una labor en bien de la humanidad, iluminándola, mostrándole la única verdad, pues sólo nosotros sabemos cómo alcanzar la identificación con el Ser, con el Absoluto, para vernos al final como imagen suya. La información que acaba de llegarnos del embajador Keene, vaticina tiempos difíciles para nuestra obra universal. Van a perseguirnos, cerrarán nuestras logias y tratarán de detenernos, cuando no a destruirnos.

—Debemos evitarlo, maestre —le cortó uno de los mensajeros—. Recordad el mito sobre la muerte del arquitecto Hiram Abif, asesinado por aquellos hombres que ambicionaban su poder y sabiduría, y que tantas veces hemos trabajado en nuestras tenidas. Salomón supo reaccionar a su desgracia ordenando la muerte de sus asesinos. Nosotros somos los constructores de nuestro futuro como lo fueron nuestros antecesores en la construcción de las catedrales. Si ahora vamos a ser perseguidos como lo fue el sabio arquitecto, antes de que consigan nuestro exterminio, deberíamos actuar contra ellos y destruirlos.

—Ya sabíamos que estaban tramando algo contra nosotros, pero nunca calculé su gravedad. Hoy mismo mandaré un correo a todas las logias para que se prevengan del inminente ataque del Santo Oficio, pues supongo que éstos serán los encargados de ejecutar las detenciones. Según el embajador Keene, el decreto que prohibirá nuestra asociación se hará público mañana día nueve, por lo que disponemos de muy poco tiempo antes de que los corregidores y justicias de las diferentes regiones de España sean informados y los alguaciles de la Inquisición se pongan en marcha contra nosotros.

—¿Y en qué podemos ayudar nosotros?

—Seguidme hasta mi despacho. Os lo explicaré allí.

Al entrar en él y después de invitarles a sentarse, Wilmore se puso a redactar los escritos que saldrían con urgencia al resto de las logias. Los dos emisarios, a la espera de conocer su misión, observaban un gran retrato de lord Wharton, fundador de la masonería en España, lo que les despertó el recuerdo de su sorprendente vida.

Wharton había llegado a España en el año veintiséis, tres años después de no haber sido reelegido como Gran Maestre en la Logia de Inglaterra, con el despecho de verse apartado de tan alto honor al haber mantenido su fidelidad a los Estuardo, que por aquellos tiempos estaban exiliados en Francia tras haber perdido el poder a manos de los Hannover alemanes. En Madrid conoció a una irlandesa, María Teresa O'Neill, camarera de la reina, de la que se enamoró hasta tal punto que accedió a convertirse a la religión católica sólo para casarse con ella. En el año veintiocho había ya fundado la logia de la calle de San Bernardo, la primera que se establecía fuera de las islas Británicas y pasó, luego, a prestar sus servicios como coronel en las tropas de Felipe V, al que ayudó en el asedio de Gibraltar, motivo por el que fue declarado traidor por la corte británica.

Aunque en sus primeros años de juventud, en Inglaterra, fundó una extraña sociedad llamada el Club del Fuego del Infierno, donde se adoraba a Satán y se organizaban irreverentes actos y escándalos de lo más sonado, Wharton terminó sus días en el seno de la religión católica y vistiendo el hábito del Císter en el monasterio de Poblet, donde fue enterrado en el año treinta y uno.

Una vez hubo terminado con los correos, "Wilmore les miró sin esconder la preocupación que le embargaba, cogió un papel en blanco de un cajón del escritorio y empezó a anotar una serie de instrucciones. A continuación, lo introdujo en un sobre y lo selló con lacre.

—Aquí tenéis vuestras órdenes. Sólo las abriréis si se produjese cualquiera de las siguientes eventualidades. —Las fue enumerando con sus dedos—: Primero, si os llegase la noticia de mi detención. Segundo, la pérdida de los documentos con nuestras constituciones que desde ahora vais a proteger vosotros, pues de siempre hemos querido que fuerais los únicos que no estuvieseis inscritos en ninguna relación de hermanos masones y, por lógica, les será más difícil vuestra localización. Y tercero, si llegase a vuestros oídos noticias sobre alguna delación, por parte de cualquier hermano nuestro, sobre otros miembros de nuestra sociedad.

Uno de ellos recogió el sobre y lo guardó en un bolsillo de la chupa.

—Estamos depositando en vosotros una trascendente responsabilidad. Vuestra tarea puede resultar clave para nuestro próximo futuro, y por ello debéis ser estrictos en su cumplimiento.

—Sabremos estar a la altura de lo que nos pedís. Estad seguro de ello.

A esa misma hora, y algunas manzanas más al este, el nuevo convento de las Salesas Reales, que había sido promovido y estaba siendo levantado por voluntad de la reina Bárbara de Braganza para dedicarse a la formación de las niñas de la alta nobleza madrileña, abría las puertas a sus alumnas que acudían en las más lujosas carrozas que pudieran verse por todo Madrid.

La de los condes de Benavente se había detenido una manzana atrás por indicación de su ocupante, la joven Beatriz Rosillón, al advertir los gestos y aspavientos de su amigo Braulio que corría por la calle a su encuentro.

Le abrió la portezuela para dejarle entrar, y el mozo se precipitó a su interior entre risas y con la pronta intención de buscar sus labios, sin resistirse a perder una oportunidad de saborearlos de nuevo.

—¡Braulio, déjalo…! Nos van a ver.

Para su corta edad, Beatriz poseía una belleza inusual que le había llevado a convertirse en el centro de atención más codiciado por los jóvenes herederos de la nobleza de Madrid.

—Pero ¿tú qué haces aquí? ¿No tenías que estar ya en tu colegio?

—No te preocupes, llegaré a tiempo. He venido a caballo, y si lo azuzo me llevará casi volando. —El joven sujetaba sus manos sin dejar de mirarla a los ojos—. Necesitaba verte y animarte la mañana, antes de que inicies tus aburridas clases.

—Pues lo has conseguido, porque hoy me espera una pesadísima hora de teología, otra de música y una más de protocolo que me parecen odiosas. Sólo deseo que llegue la última; la de arte y pintura, pues es la única en la que de verdad disfruto. —Le empujó para que saliera del carruaje—. ¡Vete ya! Al final voy a llegar tarde yo. Esta noche nos veremos en el concierto. Supongo que vendrás, ¿no?

—¡Por supuesto! Ya sabes lo mucho que me gusta la música. —Le puso una falsa mueca de satisfacción—. Dame otro beso y te prometo que me voy.

Beatriz se acercó a él con aparentes intenciones de cumplir su deseo, pero le dio un empujón que terminó por sacarle de la carroza entre risas. Cuando vio que Braulio se alejaba, hizo que el paje reiniciara la marcha para llevarla hasta las puertas del convento. Luego, entró a toda velocidad y llegó a su clase en el momento justo que se empezaba a pasar lista. Como Rosillón era de los últimos, le dio tiempo a sentarse y a esperar con tranquilidad su turno.

Ella se había empeñado en mantener sus apellidos, aunque sus padres adoptivos habían tratado de convencerla de las ventajas de los suyos, pues entendía que era la única manera de honrar la memoria de sus verdaderos progenitores. Por más que estuviera agradecida por el constante cariño y las delicadas atenciones que había recibido, sobre todo de Faustina, no olvidaba de dónde procedía ni bajo qué circunstancias había llegado a su nueva casa. Todos pensaban que lo que presenció aquella horrible noche en la residencia del marqués de la Ensenada se había borrado de su memoria, pues a excepción de Braulio, a nadie más había hablado de ello. Pero no era cierto, y eran pocas las noches que no le asaltaban aquellas imágenes, todavía tan reales como cuando las había vivido en primera persona.

Mantener un silencio total durante el primer año le había parecido un juego de lo más divertido, aunque viese la preocupación que causaba a Faustina y su marido Francisco. Al principio no había sido esa la única razón de su aislamiento, sino más bien los efectos del terror que había vivido. Al ver a su madre muerta, tan cerca de ella, sintió que su lengua se volvía más pesada y vaga para hablar, y decidió no ponerle resistencia. Pero después, pasados unos días, encontró ventajas a su silencio; se imaginaba que estaba en una isla desierta a la que podía acudir cuando lo desease, y en ella se instaló durante mucho tiempo.

Al año siguiente, el mismo día que decidió dejar atrás aquel mundo íntimo para embarcarse hacia otro más interesante, pensó que sus primeras palabras debían asomar en forma de pregunta, pues deseaba saber cuándo volvería a ver a su padre. Cuando lo hizo, Faustina rompió en sollozos. Beatriz, imaginando que éstos no se debían sólo a haber descubierto que volvía a hablar, no quiso llorar como ella y se propuso guardar ese nuevo dolor al lado del de su madre, dentro de su abatido corazón.

Sin saber los motivos de la muerte de sus padres, recordaba dos cosas con total nitidez. La primera, los rostros de dos altos cargos religiosos que parecían capitanear al grupo de los hombres que mataron a su madre. Y lo segundo, la seguridad de que Ensenada, además de haber sido el patrón de su padre, era también responsable de su desgracia. Durante un tiempo insistió en querer saber más de lo que le habían contado, intentándolo con todo aquel que, por llevar tiempo al lado de los condes de Benavente pensase que podría aportarle nuevos datos. La falta de resultados, le hizo pensar que todos estaban confabulados para ocultarle la verdad, que jamás la sabría y que tendría que buscar otras fuentes, ajenas a su entorno, para saber lo que había ocurrido.

Cuando cumplió los trece años apareció Braulio y su madre María Emilia Salvadores, lo que supuso un relativo alivio a su monótona vida. De su llegada desde Cádiz, recordaba la imagen de un niño muy delgado, débil y de aspecto más bien triste. Su pelo era rubio y con abundantes rizos, y su piel lucía un inusual tono moreno que resultaba bastante chocante. Tuvieron que pasar varias semanas hasta que empezó a recuperar su salud y, con ella, aquel particular brillo en sus ojos, que luego resultó habitual en él y una de las características que más le definían.

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