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Authors: Gonzalo Giner

Tags: #Intriga, Histórico

El secreto de la logia (7 page)

BOOK: El secreto de la logia
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—¡No lo dudéis! Tanto los jesuitas como el propio Papa llevan tiempo alarmando a las monarquías europeas sobre la masonería —ridiculizó con sorna a los primeros, adoptando un gesto beatífico—. El marqués se sirve de excusas religiosas para frenar una organización a la que en realidad teme, en tanto que puede restarle poder. Bien sabe qué influyentes nobles, militares y científicos la forman, y sé que vive atormentado por las intrigas a que puede ser objeto, pues de esos mismos manejos se ha servido siempre para hacer sus políticas. —El duque apremió su vaso de whisky, para aclarar su garganta—. ¿O, acaso no recordáis la detención de su ayudante de cámara, Rosillón, que instó a ejecutar al Santo Oficio cuando sospechó que pertenecía a la masonería?

—La recuerdo muy bien, tanto como el penoso resultado de la misma, que concluyó con la muerte de su mujer y su posterior suicidio en las cárceles de la Inquisición. Con Rosillón, perdimos a un eficaz espía que nos mantenía al corriente de las andanzas del marqués. —El embajador rellenó el vaso del duque de Huáscar y luego el suyo, después de abrir una nueva botella—. Advertiré al gran maestre de la logia matritense para que dé aviso a todos sus miembros y delegaciones; así evitaremos las detenciones que seguro desea Somodevilla.

Se volvió a sentar, complacido por quebrar los planes del marqués de la Ensenada, y observó al noble duque de Huéscar.

—Llevamos años viéndonos y confiándonos nuestros secretos, y aún me resulta extraño que mantengamos idénticos intereses, vos como embajador de España en Francia, y yo de Inglaterra en España.

—Aunque lo hagamos en otros asuntos, coincidimos sobre todo en nuestra oposición al marqués y lo que representa. Vos tenéis motivos políticos. Yo, además, los tengo económicos.

—¿Por su famoso catastro?

—Calculadlo vos mismo en cuanto os explique el impacto que podría tener esa medida sobre mis arcas. Hasta que ese intruso llegó al poder, la nobleza jamás había tenido que pagar renta alguna a la Corona, pero ha debido convencer al débil rey Fernando para que ese privilegio sea abolido.

—Algo he oído —le cortó el embajador—, aunque, tal vez vos podríais exponérmelo con más detalle.

—Su idea es que todo el mundo pague de forma proporcional a lo que tiene y de una sola vez a la Hacienda Real. Para ello, Ensenada necesita actualizar todos los bienes y posesiones de los súbditos a través de un faraónico registro. No parece una medida injusta para el que poco tiene, pero no es mi caso. Si tuviese que pagar en proporción a mis bienes, debería poner a la venta una buena parte de los mismos, lo que no estoy dispuesto a hacer, al igual que piensa la mayor parte de la aristocracia. —Cerró su puño con determinación—. Éste es uno de los motivos que me empujan a procurar la desaparición política de Zenón de Somodevilla, pero no es el único…

Una tonante voz de mujer gritó el nombre de Benjamin desde algún lugar próximo a la bodega. El marido pegó un respingo al reconocerla y se disculpó del duque por tener que terminar aquella charla de una forma precipitada, aunque le ahorrara los motivos. Éste, que conocía el agrio carácter de la señora Keene, excusó su presencia al haber olvidado una cena a la que llegaría tarde, facilitándole así una salida airosa del incómodo trance.

La mujer irrumpió en la bodega inundándola al instante con su perfume de azucenas y sus más de cien kilos de peso. Entró recriminándole en inglés algo que no llegó a entender, hasta advertir la presencia del duque cuando éste se le acercaba para besar su mano, lamentándose por no poder disfrutar de su compañía. La mujer le puso una sonrisa bobalicona, y sus mejillas comenzaron a enrojecerse como le ocurría siempre que se encontraba con aquel apuesto joven.

De camino a su palacio de la Moncloa, la carroza del duque de Huéscar recorría la calle de Alcalá entre un bullicioso tráfico de caballos y carretas, en un animado ambiente que parecía asomarse desde sus numerosas tabernas para convertir toda la calle en una fiesta. Aunque faltaban pocos minutos para las diez, el ambiente no parecía menor al habitual de un mediodía. Ordenó al paje que aminorara la marcha para disfrutar de aquel tono de recreo tan genuino de la noche de Madrid y tan diferente del que veía en París.

Le divirtió ver cómo tres mujeres con atuendos de majas, que por coincidencia vieron igualado su paso con el suyo, eran piropeadas, primero por los empleados de un local de alquiler de carruajes, luego por dos animados mozos que salían de un mesón con mal pie y mucho vino en el cuerpo, lo que le hizo dirigir su mirada hacia dos hombres de aspecto gitano que se cruzaron con ellas. A las mujeres las perdió cuando cruzaron la calle, pero se interesó por aquellos gitanos, extrañado de su libertad, cuando sabía que la mayoría andaban en cárceles o arsenales. «¡Otra excelente fuente de enemistades para el marqués de la Ensenada!», pensó, mientras animaba a su cochero a que acelerase el paso del carruaje para no llegar demasiado tarde a su residencia en las afueras de Madrid.

Ajenos a la mirada del poderoso duque de Huéscar, los hermanos Heredia entraron en el mesón de la Encomienda para localizar a un ordinario que, según se habían informado, cumplía el oficio de viajar con cierta periodicidad a Calatayud y Zaragoza y que pasaba por allí dos veces a la semana para llevar correo u otros encargos a esas ciudades por un precio bastante razonable.

Las noticias que habían podido obtener, con no pocas dificultades, indicaban que sus mujeres y las hijas de Timbrio se encontraban recluidas en la Real Casa de Misericordia en Zaragoza desde su detención, hacía ya dos años. En más de una ocasión les había tentado la idea de viajar en su busca, pero les alertaron de la estrecha vigilancia en esa ruta y el alto riesgo de ser detenidos.

Al entrar en el mesón necesitaron hacerse paso a empujones entre la multitud que llenaba el local para alcanzar una barra que atraía a un numeroso coro de hombres, resueltos por hacerse con la atención de un sudoroso mesonero. El que no reclamaba a gritos su bebida, agarraba de la manga al pobre hombre para atraerle hacia él, o blasfemaba entre grandes risotadas por el mal caldo que se servía en aquel local. Entre tanto alborozo, los dos hermanos consiguieron tomar una esquina de aquella barra, haciéndose fuertes en ella con el servicio de algún oportuno codazo. Allí aguardaron un tiempo, hasta tener al mesonero cerca de ellos.

—¡Ponga dos cuartas de vino a estos sedientos amigos! —Silerio pensó que, al servirlos, dispondría de unos segundos para preguntarle por lo que buscaban.

El hombre no gastó más de un par de minutos en traerles las dos jarritas, y en dejarlas frente a ellos.

—¿El ordinario que viaja a Zaragoza?

—¿Para qué usar más palabras o formalismos ante tan breve oportunidad?, decidió Silerio.

—Lo tienen al lado de aquel ventanal. —El hombre apuntó con su dedo en una dirección, sin darles tiempo a preguntarle por su nombre.

Vieron a un hombre de aspecto consumido que protestaba y rechazaba un gran paquete que otro se empeñaba en darle por haber acabado su jornada. Tras un largo tira y afloja, el segundo tuvo que desistir y se marchó profiriendo gruesos juramentos. Ellos se acercaron hasta colocarse a la vista del ordinario.

—Necesitamos enviar un paquete a Zaragoza…

—¡No admito ningún otro encargo hasta mañana! —cortó a Silerio Heredia, cansado de volver a poner en juego los límites de su paciencia.

—Os pagaremos bien el trabajo.

—Todos decís lo mismo. —Hasta entonces ni los había mirado, pero cuando lo hizo le parecieron gitanos—. ¡He dicho que no! —Quiso dar el asunto por zanjado.

Timbrio sacó de su faja una bolsita de cuero y la dejó cerca de él.

—¿Cien reales podrían haceros cambiar de opinión?

El ordinario, que no cobraba más de diez por un encargo de ese tipo, les invitó a sentarse con él y se ofreció a pagarles una jarra de vino interesándose por el destino concreto al que debía llevar el paquete.

—¿Podríamos confiaros un favor, aunque éste sea un tanto delicado? —Timbrio Heredia preparaba otra bolsa de dinero, al suponer la respuesta que iba a obtener.

—Si sois igual de generosos sin duda que sí; encontraréis mi mejor disposición. Tengo por lema la discreción, y reconozco que mis mejores negocios nunca han sido transparentes ¡Ya me entendéis! —Recogió el nuevo pago, dispuesto a escucharles con toda atención.

Le explicaron primero el destino del paquete y a quiénes debía localizar para dárselo. Pero lo que le requirieron después, que justificaba su generosa contribución, consistía en averiguar la seguridad de aquella Casa de Misericordia, junto a unos planos de la misma.

El ordinario no puso objeción alguna al encargo, aunque le pareciera un tanto extraño, y tampoco a resolverles un tercero cuando se encontró otra gruesa bolsa con más dinero. Conocía la persona adecuada para falsificar los certificados de castellanos viejos que le pedían para ellos y sus mujeres, aunque eso le llevase algo más de tiempo, nunca menos de un mes.

Las condiciones les parecieron suficientes y correctas a los hermanos, aunque quisieron hacerle entender que, al igual que sabían ser generosos cuando se les hacía un favor, también lo eran para hacer pagar cualquier indiscreción o engaño por su parte, si es que se llegaban a producir. El hombre interpretó el gesto de Timbrio que se pasaba el dedo por su cuello, como muestra de lo que podrían llegar a hacerle.

Quedaron en volverse a encontrar pasadas dos semanas a igual hora y lugar, y se despidieron hasta entonces.

Bastante satisfechos, los Heredia bajaban por la calle de Alcalá en dirección al Prado, para tomar el camino que debía ocuparles casi dos horas a paso ligero hasta llegar al taller, donde además de trabajo les habían dejado instalar un par de camastros en una pequeña estancia aneja.

Dejaron atrás a su izquierda el palacio de Buenavista, cuyo propietario era el marqués de la Ensenada, y juraron, delante de sus puertas, que algún día se cobrarían su venganza sobre éste y todos los que habían sido causa de sus tormentos.

En el interior del mismo, un camarero retiraba los postres de una cena que tenía como anfitrión al marqués de la Ensenada, y de invitada, a la viuda de su amigo el almirante González de Mendoza, doña María Emilia Salvadores.

—Una cena deliciosa. —María Emilia se limpiaba con una servilleta los labios, tras atender a la pregunta del marqués.

—Me satisface mucho saber que vuestra amistad con la condesa de Benavente es cada vez más sólida. Tampoco fue fruto de la casualidad que, cuando decidisteis venir a Madrid hace ya dos años, os buscase casa cercana a la de mi amiga Faustina, pues imaginaba que os llevaríais bien, conociendo su carácter. —Don Zenón saboreaba una copita de mistela con la que solía terminar todas sus cenas.

—Supongo que si os digo que me resultó fácil no os descubro nada nuevo, dada su personalidad. Pero aún es más gracioso, que tanto mi hijo adoptado Braulio como la suya Beatriz hayan congeniado tanto que resulta difícil no verles siempre juntos en alguna de las dos casas.

María Emilia llevaba un vestido de seda rosa con un jubón de color gris perla, tan ceñido, que tras la cena parecía incapaz de recoger su abundante pecho que afloraba con cierto impudor. Al advertirse de ello, su abanico se ocupó de ocultarlo para no llamar la atención del marqués.

—¡Esa pobre niña…! —El gesto del marqués reflejó una brusca consternación.

—Debe hacer tiempo que no la veis pues Beatriz se ha convertido en una bella mujercita de quince años. —María Emilia sabía que Ensenada había vivido el drama de Beatriz en primera persona, y decidió que no tendría mejor momento para hablar de ello—. Espero que no os incomode mi interés, pero ansío entender qué produjo la orfandad de Beatriz. Os aseguro que por más que lo he intentado con su madre, no he conseguido saberlo nunca.

El marqués accedió a atender sus deseos, invitándola a abandonar el comedor para ir a la biblioteca, donde sus recuerdos parecían seguir todavía allí presentes. Antes de arrancar su relato, se cercioró de lo poco que sabía y decidió hacerlo desde aquella fatídica noche del doce de diciembre, cinco años atrás. Le expuso el motivo que provocó la detención de su padre y le dibujó, con toda su expresividad, la dramática escena que presenciaron al ver a la niña al lado del cadáver de su madre. También le explicó el porqué de su adopción temporal y lo que motivó que se convirtiese en definitiva.

María Emilia se interesó por lo ocurrido en los meses posteriores.

El marqués le habló de los problemas que Faustina había tenido por hacerse con el interés de la niña, tras haber pasado el primer año sin hablar y sin dar ninguna expresión a sus sentimientos. También le explicó que, aunque él había acudido en numerosas ocasiones a visitarlas en su palacio de la puerta de la Vega, siempre se volvía con una amarga sensación al recibir la fría mirada de Beatriz, que parecía no querer abandonarla nunca.

—Perdonad mi ignorancia, pero antes mencionasteis que su padre fue detenido por pertenecer a la masonería y desconozco casi todo sobre ellos. ¿Qué fines persiguen?

Ante la buena disposición del marqués, María Emilia intentó entender mejor el origen de la dramática orfandad de Beatriz.

Al preguntar por ello, el rostro de Somodevilla se transformó de un modo súbito, llenándose de una contenida furia. Le explicó que se trataba de una sociedad cuyos siniestros fines no pretendían otra cosa que la destrucción de la religión y del propio Estado, y trató de resumirle sus doctrinas, enumerando las sospechas más fundadas que tenía sobre ellos.

—Debéis conocer bien al conde de Valmojada, pues también es vecino vuestro. —Ella se lo confirmó—. Os haré una confidencia, pero siempre que me prometáis ser discreta. —Con un explícito gesto, María Emilia dio fe de su firme compromiso de silencio—. Hace tres años conseguimos infiltrar al conde en una de sus logias, y gracias a eso sabemos quiénes son algunos de sus miembros y también parte de sus creencias. Sabemos que hacen juramentos profanando el verdadero nombre de Dios, al que se refieren como el gran Arquitecto del Universo, y desprecian los sacramentos y las leyes de la Iglesia. Maldicen la potestad eclesiástica, y juran matar o dejarse matar por la observancia de su juramento y del gran secreto que les es revelado cuando ascienden a los grados superiores, pues cuentan con veinticinco niveles en su jerarquía. Desprecian la excomunión a la que han sido condenados por la bula del papa Clemente, y mantienen una creencia, que dicen es superior a cualquier otra religión, y causa de que se admita entre sus filas a luteranos, judíos, calvinistas o ateos.

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