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Authors: Gonzalo Giner

Tags: #Intriga, Histórico

El secreto de la logia (2 page)

BOOK: El secreto de la logia
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—Comparto idéntica postura. —Su mirada se posó sobre aquellos ojos que nunca dejaban de atraparle—. En otras ocasiones, ya hemos contrastado nuestras impresiones sobre la necesidad u oportunidad de este Sacro Instituto, por tanto conocéis mi opinión al respecto. Aunque he de reconocer, de todos modos, que hoy su cometido me resulta necesario y su testimonio vital, aun con el uso de sus irregulares métodos.

La condesa de Benavente se refugió durante un instante al abrigo de la chimenea con el ánimo de recuperar la temperatura que había huido de ella por obra del lúgubre inquisidor.

—Creo conoceros lo suficiente, mi querido amigo, para notar que concurre en vos un particular interés sobre este asunto, lejos de considerarlo como un simple caso de herejía. ¿Qué es lo que os atormenta?

La mujer se dirigía de nuevo a tomar asiento mientras se estiraba con coquetería los pliegues del jubón, antes del difícil trance de organizar la disposición del tontillo interior, estructura que ampliaba sus caderas.

—Como sabéis, cuento con numerosos enemigos, tanto dentro como fuera de España, y aunque suelo cuidarme tanto de unos como de otros, sospecho que se han unido con el fin de desestabilizar mi posición y la de la Corona. Y estoy casi seguro que en ese complot la masonería desempeña un papel determinante.

—Por vuestras palabras, ¿he de entender, que consideráis posible que vuestro ayudante de cámara, por ser masón, forma parte de una conspiración interesada en vuestro espionaje?

—Eso es lo que pretendo averiguar, mi fiel amiga. En cuanto supe por vos lo de mi sirviente Rosillón, pensé que su delación haría reaccionar al Santo Oficio, ávido como está de obtener pruebas contra la masonería. Uniendo sus intereses con los míos, espero confirmar mis actuales suposiciones y descubrir quién o quiénes están detrás de esta grave conjura.

Dos pisos por encima de la biblioteca, la oscura comitiva se dirigía hacia el fondo de un largo pasillo donde, según se les había indicado, encontrarían a Antonio Rosillón. A su paso, desde algunas puertas, se asomaban los rostros de los sirvientes del marqués. Sus expresiones, marcadas primero por la sorpresa, se llenaban de temor al entender la gravedad de aquella procesión. Tan rápidas como se abrían se cerraban, rogando que no fuera en ellas donde recayese el interés de los religiosos. El aire que dejaban los religiosos a sus espaldas parecía volverse tenebroso e irrespirable, como si les escoltase una neblina de espanto que convirtiera en muerte y dolor lo que tocaba. La agitación producida en sus primeros pasos se transformó en un hueco silencio durante los últimos metros, antes de llegar a la puerta a la que se dirigía su oficio.

Un puño golpeó tres veces la madera. Los dos alguaciles permanecieron a la espera, sujetando la vara con una mano, y en la otra, una corta espada que portaban siempre en previsión de complicaciones. La tenue luz que regalaba una lámpara de aceite en la pared se reflejaba en el rostro del obispo resaltando en su claroscuro el perfil de su acerado semblante. Por detrás de él y cerrando el cortejo, quedaban el superior de los jesuitas, Ignacio Castro, y el escribano.

Una pequeña figura de once años apareció sonriente por la puerta entreabierta, observándolos primero y correteando después entre ellos, en su inocente voluntad de investigar a aquellos desconocidos.

—¡Beatriz…! —Una voz femenina llamaba a la niña desde el interior—. ¡Vuelve adentro y termina de cenar!

La mujer abrió la puerta por completo y observó extrañada a aquellos hombres, mientras la pequeña se le cruzaba, desinteresada ya por aquella situación.

—Perdónenla, es una niña muy juguetona y ha sido tan descortés que ni siquiera les ha invitado a pasar.

Los cinco hombres entraron sin mediar palabra al rellano de la habitación, bajo la aturdida mirada de la mujer, que sin entender todavía a qué podría deberse aquella visita, se temía que nada bueno la acompañaba.

—¿En qué puedo serviros? —La ansiedad por saber sus motivos, le produjo una creciente sensación de ahogo.

—Buscamos a don Antonio Rosillón y sabemos que éstos son sus aposentos.

La declaración partió de uno de los alguaciles. El obispo Pérez Prado ocultaba bajo sus oscuros ojos las respuestas que la mujer trataba de encontrar en ellos.

—¿Para qué lo solicitáis, a tan altas horas de la noche?

Con horror, la mujer había reconocido el emblema de la Inquisición bordada en el manto del que parecía ostentar una mayor autoridad y los hábitos del jesuita. Sin tiempo de obtener contestación, siguió hablando ella.

—Es mi marido, pero lamento informaros que ha salido hace un buen rato y no sé cuándo volverá, si es que lo hace esta noche.

La mujer mintió con el ánimo de conseguir lo que imaginaba improbable, dispuesta a evitar la misión que les suponía.

—No pongáis dificultades a nuestro empeño —un grave tono de voz salía ahora de boca del superior de los jesuitas—, y llamadle a nuestra presencia, pues sabemos a ciencia cierta que se encuentra aquí.

Una de sus manos agarró sin delicadeza alguna el brazo de la mujer, administrando tanta fuerza en el empeño que provocó un doloroso gemido en ella. Trató de revolverse y chilló alarmada, sin poder evitar que la otra mano del hombre se hiciera firme sobre su otro brazo, quedando por completo inmovilizada.

Un hombre de unos cuarenta años, rubio de pelo, y de estatura mediana pero robusto, apareció por una de las puertas que daba al rellano, alertado por los gritos de la mujer. Al ver la violencia de la escena, se adelantó cerrando los puños, dispuesto a enfrentarse a aquellos hombres que retenían a su mujer. Los dos alguaciles sacaron sus afiladas espadas para cerrarle el paso y frenar sus intenciones, exigiéndole que se quedara quieto. La mujer se vio liberada de las opresoras garras de aquel religioso, y corrió nerviosa a los brazos de su hombre, que expresaba en sus ojos una contenida rabia y una inexplicable sensación.

—¿Es usted don Antonio Rosillón, ayudante de cámara del excelentísimo marqués de la Ensenada? —La voz surgió de los rígidos y fríos labios del obispo.

—Sí. ¡Soy yo! —respondió con firmeza.

—Escribano Ruiz, os ruego que toméis escritura de todo lo que aquí se diga. Y a vos, alguacil Manrique, os requiero para que le sea leída la orden que obra en nuestro poder contra este hombre.

Los aterrorizados ojos de la mujer cabalgaban desbocados entre uno y otro de los presentes con la ansiedad de entender algo de lo que allí se estaba produciendo. Uno de los presentes desplegó un documento de una sola página, y se dispuso con solemnidad a leerlo.

—En Madrid, a día doce de diciembre del año del Señor de mil setecientos cuarenta y seis, y en la presencia del reverendísimo inquisidor general del reino don Francisco Pérez Prado y Cuesta y del superior general de los jesuitas, don Ignacio Castro, se hace saber a don Antonio Rosillón, vecino de Madrid, de profesión ayudante de cámara del excelentísimo señor don Zenón de Somodevilla, marqués de la Ensenada, que por haber llegado a este Santo Instituto de la Inquisición, y en recientes fechas, una grave denuncia contra su persona, se le hace saber que desde este momento queda detenido bajo la custodia de este Santo Oficio y que, por su mandato, será llevado a prisión de inmediato y recluido hasta que se determine la realidad de su culpa.

La mujer rompió a llorar aferrada al brazo de su marido mientras éste escuchaba atónito, y con un semblante invadido de preocupación, aquellas graves palabras. El alguacil terminó de leer.

—Se os hace saber, así mismo, que desde ahora serán inventariados y quedarán confiscados todos vuestros bienes hasta que el proceso termine.

—¡Exijo conocer de qué se me acusa! —Una altiva expresión en su rostro acompañó su impetración.

—Exijo, exijo… —ironizó el obispo—. Os aseguro que ahora no estáis en situación de demandar nada, y menos, una explicación. Mejor sería que os concentraseis en revisar vuestra conciencia. Nuestra clemencia os alcanzará siempre que declaréis vuestro delito, pero esmeraos, pues nuestras dudas os acompañarán si no vemos en vos una sincera rectitud de intención.

—¡Esto es un atropello! —Alzó aún más la voz—. El marqués debe ser informado de inmediato de esta infamia.

—Si queréis hallar alivio a vuestra causa, confesad pronto pues, como podéis comprender, antes de llegar hasta vos el marqués ha sido informado de nuestras intenciones, y no ha puesto objeción alguna. —En contra de la angustiosa expresión del acusado, la risueña mirada del inquisidor reflejaba un especial y cruel disfrute—. ¡Procedamos a la prisión del acusado! —espetó a sus ayudantes—. ¡Iniciad de inmediato la inspección de sus bienes! —Se dirigió hacia el receptor.

Los dos alguaciles se adelantaron hacia él preparados a usar la violencia ante la menor oposición del acusado, acostumbrados a ver que no había reo que se entregase sin mediar protestas y forcejeos. Como ambos le ganaban en corpulencia y altura a Rosillón, juzgaron que les resultaría poco laboriosa su reducción en caso de tener que bregar con él. Pero no calcularon la reacción de la mujer, que con una agilidad casi felina se abalanzó hacia el primero, cuando éste se disponía a agarrar de un brazo a su marido, disparándole sus uñas hacia el rostro con tanta rabia que consiguió rajarle la mejilla en tres finas líneas, tan cerca del ojo que a punto estuvo de recibir éste los acerados apéndices. Estuvo más rápido el segundo al esquivar las mismas intenciones de la fémina, para descargarle una brutal bofetada que la disparó al suelo y a buena distancia de ellos. Tuvo este segundo que abalanzarse a continuación sobre ella, inmovilizándola con todo su peso sobre sus costillas. Por más rabia y empeño que Rosillón ponía en desembarazarse de los tres hombres que se habían lanzado de inmediato a sujetarle, sus esfuerzos resultaban vanos, al verse fuertemente atado y con su cuello aprisionado y retorcido por el musculoso brazo de uno de ellos, lo que apenas le dejaba respirar.

—¡No permitiré que se lleven a mi marido!

Desde su incómoda postura, la mujer no detenía sus pataleos y gritos, y lanzaba las uñas hacia aquel monstruo que apenas la dejaba moverse. Aunque se estuviese entregando a inútiles reacciones primarias, sus pensamientos atravesaban una alocada sucesión de amargas sensaciones, donde predominaba, sobre todas, la sombría visión que el inminente futuro podría deparar a su marido y a su propio destino. Atragantada en la humillación a que se estaba viendo sometida, nada había peor que el tormentoso pensamiento de imaginar el suplicio y la conmoción que su pequeña Beatriz padecería si les veía en esa cruel escena. Notó cómo le retorcían uno de sus brazos sin piedad, hasta pensar que se le iba a descoyuntar del hombro. Las lágrimas le resbalaban, más de rabia que de dolor, aunque parecía ir ganando terreno la segunda sensación sobre la primera. Un vasto cordaje le empezó a ceñir hasta quemarle las muñecas, y otro, por los tobillos, reducía al mínimo sus posibilidades de movimiento.

—Estando bien atada, esta zorrilla dejará de molestar.

La ronca voz de su opresor insultaba la sensibilidad del marido, que apenas podía poner más oposición que expresar una humillante protesta.

—Ruego a sus señorías que sea sólo yo el objeto de sus empeños y eviten esta deshonra a mi mujer que nada le debe a vuestro Santo Instituto.

—De buen agrado lo haríamos si estuviéramos seguros de sus rectas intenciones —respondió el jesuita—, aunque la prudencia nos anima más bien a seguir reteniéndola por un rato.

—No sois más que unos sucios perros carroñeros —apostilló la mujer, antes de recibir un violento puñetazo sobre su rostro que le hizo perder el conocimiento.

A diferencia de la inconsolable impotencia que Rosillón sentía en su anulada capacidad de respuesta ante tamaña tropelía, ni al obispo Pérez Prado ni al jesuita Castro parecían incomodarles demasiado los excesos que acompañaban a aquella detención, hasta que descubrieron el frágil rostro de la pequeña, que atraída por el revuelo acababa de asomarse desde una de las puertas que les separaba del resto de la vivienda. Cuando sus inocentes ojos se cruzaron con los del inquisidor, éste sintió una incómoda sensación de compasión que le urgió a terminar con premura todo aquello.

Ordenó que soltasen a la mujer de sus ataduras, pues parecía seguir anulada su consciencia, y mandó que se aprestasen a salir de inmediato con el preso. Uno de los alguaciles se dispuso a liberar a la mujer de los cordajes sirviéndose de un espadín, cuando inesperadamente recibió sobre su espalda la furia de la niña que trataba con sus pequeños puños de luchar contra aquel hombre que había pegado a su madre y que parecía querer robarle a su padre. En su infantil inocencia, aun sin llegar a entender lo que allí estaba sucediendo, había intuido un peligro desconocido y frío, que tras recorrerle todo el cuerpo le había impulsado hacia ese hombre. Agarrada a su espalda, sus manos se dirigían en la búsqueda de algún punto que fuera más efectivo que el pobre resultado de sus puñetazos, encontrando ahora sus orejas, después su cuello, arañando todo lo que se les cruzaba entre uno y otro lugar. Los gritos de su padre no consiguieron convencerla para que abandonase su inútil empeño, pero sí despertaron a su madre en el mismo instante en el que la niña salía disparada por los aires por arte de la férrea mano de su captor, un tanto harto de los molestos intentos de herirle. Ante los empavorecidos ojos de los presentes, lo que se sucedió a continuación ocurrió de forma tan rápida, que no hubo tiempo de pronunciar palabra alguna, ni de escuchar otro sonido que el grito ahogado de la mujer al recibir en su corazón el mortal filo del espadín, cuando éste quedó cruzado en el camino entre ella y el alguacil, en el postrero intento de abalanzarse hacia él. Quedó sujeta al frío acero y, a través de él, al brazo de su mortal enemigo, detenida su mirada en sus ojos, antes de desplomarse al suelo sin vida.

La pequeña Beatriz permanecía sentada en el suelo, a cierta distancia, quieta, mirando de frente cómo su asesino extraía la afilada arma del pecho de su madre. A continuación, el hombre salió despavorido de la habitación, imitando la reacción del resto, sin asomo alguno de piedad por la pequeña.

El desencajado rostro que el obispo Pérez Prado llevaba al entrar en la biblioteca, demostraba con elocuencia que la misión no se había saldado sin problemas. Si sus anfitriones se habían preguntado, con innegable curiosidad, a qué se debería tanto ruido y agitación, al ver ahora su atormentado semblante, el interés por conocer qué habría ocurrido durante la detención, aún se hacía mayor.

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