Pronto se conocieron, animados por sus respectivas familias, y empezaron a compartir, primero inocentes juegos, y al ir creciendo, sus vidas. Con Braulio descubrió que la tristeza no era patrimonio exclusivo, pues éste había padecido iguales o peores experiencias que las suyas. Sus almas parecían tan iguales que el flujo de vivencias, sentimientos, e historias, brotaron de forma natural.
Beatriz supo que en la sangre de Braulio se habían mezclado dos razas y que la mitad era gitana. También, que a esa causa se debía su orfandad y el desprecio que le habían manifestado los miembros de su misma etnia. Envidió de él que al menos supiera los motivos que habían provocado su dolor, por extraños e injustificables que le pudieran parecer. A diferencia de ella, Braulio tenía un destinatario claro de su odio.
El fuerte alarido de la profesora de teología, devolvió sus pensamientos a la realidad aunque, casi al momento y sin haber pasado dos minutos, ya estaba pensando en la ropa que se pondría aquella noche para el concierto que iban a celebrar sus padres en su residencia, donde se había invitado a una gran parte de la aristocracia madrileña.
El palacio de los condes de Benavente constaba de varios pabellones, amplias cocheras y caballerizas y un frondoso jardín con viejos robles y dos bellas fuentes. Los diferentes estilos de sus edificios se debían a las sucesivas adquisiciones de casas anejas a la primera vivienda de la familia, comprada a principios del siglo anterior, ahora reunidas, y rodeadas por un alto muro que ceñía su perímetro.
La vivienda principal lucía granito en sus zócalos, esquinas y jambas, y guardaba el ladrillo para el resto de la fachada y su estructura interna; en altura se dividía en planta baja, principal, segunda y desvanes.
Doña Faustina y su marido Francisco se encontraban a pie de las escaleras, recibiendo al innumerable desfile de nobles, eclesiásticos y políticos, que iban siendo anunciados por su mayordomo coincidiendo con la llegada de sus carruajes.
Faustina lucía una casaca con brocados de seda malva, abierta en todo su escote hasta la cintura y por encima de un peto triangular, en tono más oscuro, que además de resaltar su natural belleza ocultaba bastante bien su avanzado embarazo. Aquella noche, ambos derrochaban una exultante felicidad, pues pretendían celebrarlo con todos los reunidos, después de haber pasado casi once años de matrimonio sin haber conseguido descendencia. La reina Bárbara de Braganza había excusado su presencia y la del Rey, pero había cedido con gusto a su músico Domenico Scarlatti para que presentase una nueva sonata de cámara en el palacio de su amiga.
—¡El obispo Pérez Prado, gobernador de la Secretaría de la Santa Inquisición! —El mayordomo anunciaba la presencia de aquel detestable hombre, que el conde se había empeñado en invitar contra la expresa voluntad de su mujer.
—El duque de Huáscar, embajador de España en Francia.
Aunque entre ellos existía una manifiesta rivalidad y conocía su postura contraria al marqués de la Ensenada, el conde había decidido invitar a Fernando de Silva Álvarez de Toledo como representante de la familia de más poder en España.
Después de él llegaron los duques de Medinaceli, los condes de Valmojada, la duquesa de Arcos y los duques de Castro; sus más allegados amigos y, a continuación, otros destacados nombres del ampuloso Madrid, así como varios embajadores: los de Francia, Venecia y, el último de todos, el de Inglaterra, sir Benjamín Keene.
Cerró la comitiva el secretario de Hacienda, Marina, Guerra e Indias del rey Fernando VI, don Zenón de Somodevilla, marqués de la Ensenada, que se detuvo en el saludo unos instantes más que el resto, en agradecimiento a sus amigos por aquella invitación.
La amplia galería que iba a acoger el concierto disfrutaba de una generosa iluminación que distribuían cuatro grandes lámparas de araña. Sus paredes estaban recubiertas de madera, con grandes paneles de tela, cuyos ángulos estaban enriquecidos por molduras doradas con una gran cantidad de finas figuras talladas.
Las mujeres permanecían sentadas sobre las más de cincuenta sillas de estilo inglés, y sus maridos, en corros de animada conversación, degustaban un delicioso vino dulce.
Beatriz y Braulio habían escogido una discreta esquina, donde soportar con escasa disposición de ánimo la que para ellos sería otra aburrida audición, para poder charlar sin molestar al auditorio.
Al hacer su entrada el músico Scarlatti, todos los varones se aproximaron hacia el lugar que ocupaban sus mujeres, para atender el comienzo de la sonata a solo para clave.
Los virtuosos dedos del artista jugaban con los primeros arpegios en un admirable cruce de manos; dibujando una contraposición de los distintos movimientos, grave y allegro, bajo la atención de un público que, nada más escuchadas las primeras notas, se entregaron a su indudable calidad.
Aunque todos parecían estar concentrados en la pieza, algunas miradas se dirigían hacia otros puntos. Unas, advirtiéndose de la incómoda presencia de algún personaje. Otras, con el sencillo motivo de saludarse. Y el resto, deleitándose en la contemplación de las muchas y bellas damas.
El inquisidor general Pérez Prado cuchicheaba con el superior general de los jesuitas padre Ignacio Castro y con el confesor del Rey, también jesuita, padre Rávago. Viéndoles juntos y ante la evidente apariencia de satisfacción que mostraban, el diplomático Keene se imaginó el asunto que ocupaba su conversación, que no sería otro que la sorprendente detención del gran maestre de la masonería española Wilmore aquella misma tarde. Keene, que había recibido la noticia poco antes del concierto, meditaba preocupado las consecuencias de la misma, tanto hacia su persona, como hacia alguno de sus conciudadanos.
Desde otro ángulo del salón, el marqués de la Ensenada, si bien había seguido con atención los primeros movimientos de la sonata, estaba decidiendo quién de los presentes podría merecer su posterior conversación. Al descubrir al joven duque de Huáscar, resolvió que aquél no iba a ser uno de los elegidos. Antes prefería al embajador inglés, que también había localizado entre los invitados, y luego se dirigiría al padre Rávago para comentar qué planeaba hacer con el masón Wilmore, tras su captura gracias a su espía el conde de Valmojada.
Cuando Scarlatti estaba terminando el último movimiento con un vivo en estilo fugado, Braulio se alarmó al notar la palidez que estaba invadiendo el rostro de su amada Beatriz. Su mirada se había clavado sobre dos de los invitados; el inquisidor general y el superior general de los jesuitas, mientras sus recuerdos volaban a toda velocidad hacia un momento de su vida, cinco años atrás.
Beatriz, al empezar a sentir las primeras arcadas, se levantó de forma precipitada de su silla para iniciar una sonora carrera que le alejara cuanto antes de aquella galería. Ante el estupor de todos los presentes, Braulio hizo lo mismo en persecución suya, hasta que la alcanzó cerca ya de su dormitorio.
—No sé qué te pasa, Beatriz, pero necesito que me lo cuentes. —Ella se echó a sus brazos, y tardó unos segundos en poder hablar, costándole respirar.
—Les he visto… —repitió por tres veces, sin explicarse más.
—Pero ¿a quiénes has visto? —le cortó Braulio ansioso.
—He visto los rostros de la muerte.
En Madrid.
Año 1751, 11 de julio
R
ecién amanecido el día, unas mujeres que iban a hacer la colada al río fueron las primeras que lo encontraron cerca de la orilla. Aterrorizadas ante el macabro hallazgo, corrieron a buscar ayuda entre los pocos viandantes que a esas horas recorrían el puente de Toledo, atrayéndose de inmediato su atención por los chillidos y aspavientos que las acompañaban.
Una patrulla de guardias de corps, que por rara coincidencia pasaba por allí como recambio de tropas del Palacio de Aranjuez, se acercó hasta ellas para poner algo de orden en aquella algarabía.
Pasadas dos horas, se había cortado el puente al tránsito de personas y carromatos para evitar que aumentase más la ya numerosa cantidad de curiosos que trataban de asomarse desde su borde para ver qué estaba pasando debajo de sus arcos.
El alcalde de Casa y Corte, Joaquín Trévelez, inspeccionaba el cadáver de un hombre de mediana estatura que había aparecido tendido boca abajo y con la cabeza envuelta en una tela ensangrentada y anudada al cuello con un grueso cordel. Cuando le dieron la vuelta, Trévelez, responsable de la Sala del Crimen de Madrid, comprobó que en su pecho se abría un gran agujero lleno de sangre coagulada. Asqueado por su penoso aspecto, ordenó que le retiraran la capucha. Un joven alguacil fue el encargado de la maniobra, entre la curiosidad de todos los presentes, ansiosos por reconocer el rostro de la víctima. Trévelez, al igual que el resto, se echó para atrás al descubrir su espantosa apariencia. Su cara estaba amoratada por completo, deformada y entumecida. Sus ojos, inyectados en sangre, parecían querer estallar desde sus órbitas, y su nariz estaba rota y doblada hacia uno de sus lados. De ella discurría un reguero de sangre negruzca que se había pegado a sus cejas, frente, y buena parte de la cabellera. Debido al lamentable estado que ofrecía, resultaba imposible reconocer a su propietario.
El alcalde observó más de cerca la herida que presentaba a la altura del tórax y comprobó, con espanto, que al hombre le habían extraído el corazón. Su traje estaba sucio y ensangrentado pero, a pesar de ello, no se le escapó que se trataba de un hábito jesuita, lo que convertía aquel asesinato en un asunto de particular significado.
Rebuscó en sus bolsillos por si hubiese algo que ayudara a su identificación, y encontró una cruz patriarcal dorada de buen tamaño y bella talla, que se guardó en su casaca.
Ordenó que examinaran con especial cuidado toda la zona del crimen para buscar cualquier detalle que pudiese suponer una pista, y mandó a tres soldados que llevaran el cuerpo hasta el hospital de San Lorenzo para que le realizaran la autopsia, pues éste era el más próximo a la plaza de Toledo.
Los soldados lo colocaron sobre un carromato, alejando a gritos a los numerosas personas que trataban de satisfacer su curiosidad correteando por los lados del vehículo, ansiosos por entender lo que había ocurrido. El alcalde decidió acudir a la Casa Profesa de la Compañía de Jesús, sede central de la orden en España, al estar seguro de su afiliación y para tratar de identificar a la víctima.
Joaquín Trévelez era oriundo de Badajoz, hijo de una noble familia de muy honorable raigambre en aquellas tierras, que un buen día había llegado a Madrid para estudiar gramática latina, historia y geografía en el afamado Seminario de Nobles. En él residió como interno durante unos años, y gracias al vasto patrimonio de su familia pudo luego ingresar en la Universidad para estudiar Leyes. Al obtener uno de los mejores expedientes académicos de su promoción, se le abrieron las puertas al trabajo y pronto alcanzó un alta responsabilidad como consejero legal de la Secretaría de Hacienda, Marina, Guerra e Indias, que presidía don Zenón de Somodevilla, con el que congenió desde el principio y gracias al cual fue presentado al mismísimo rey Fernando.
Cuando quedó vacante una de las plazas de alcaldía de Casa y Corte en Madrid, el mismo marqués de la Ensenada le recomendó al monarca y al poco tiempo fue nombrado en el cargo. Siempre estaría agradecido al marqués pues jamás le había dejado de brindar sus favores, y hasta había sido el responsable de facilitarle una interesante relación con doña María Salvadores después de haberla conocido en una recepción en el Palacio Real en la que habían coincidido.
Su refinada formación y su prestigiosa posición en la Corte no constituían para Joaquín circunstancias que le autorizaran a evadir sus propias responsabilidades, ni a poner freno a su férrea voluntad de trabajo. Entre los vagos y maleantes de Madrid su fama empezaba a ser notoria debido a la firmeza con la que actuaba y a los cientos de detenidos que en pocos años ya sumaba en su haber. De rostro severo y diminutos y achinados ojos, mentón roto y hundido, y pómulos picudos, a nadie se le olvidaba su cara, y menos si la había tenido de frente, en la Sala de Justicia, donde celebraba las audiencias y los juicios.
Su caballo resoplaba sudoroso cuando alcanzó la entrada del edificio que albergaba a las máximas autoridades en España de la orden fundada por san Ignacio de Loyola. Sin demoras, Trévelez se presentó al lego que guardaba sus puertas y le preguntó por el general de la Compañía. Éste le invitó a esperarle en una pequeña sala que quedaba en uno de los ángulos del recibidor, tiempo que aprovechó el alcalde para cavilar sobre aquellos detalles del crimen que le resultaban más sorprendentes.
Por su experiencia, sabía que cuando un asesino tapaba el rostro de su víctima solía hacerlo para evitar la presión de su mirada al darle una muerte lenta, o en los casos en los que el agredido conocía a su verdugo, pues esa familiaridad podía entorpecer su negro cometido. Necesitaba el análisis del forense para saber la causa exacta de su muerte, pero si le habían arrancado el corazón, desde luego ésta le habría sobrevenido de inmediato y sin mediar agonía alguna, lo que eliminaba la primera posibilidad y le dirigía a la segunda, todo ello sin haber podido disponer de mucho más tiempo para sopesar otro tipo de consideraciones. De confirmarse su condición jesuita, aquella muerte trascendía en sus fines a los habituales que solían perpetrar los muchos bandoleros y maleantes que infestaban Madrid, y más aún considerando el sadismo con el que se había cometido. Recordó un tratado inglés de psicología criminal, donde se argüía que los autores de asesinatos con extirpación de órganos vitales no sólo pretendían la muerte en sí, sino que ésta se producía como resultado final de un ceremonial, a través del cual el asesino justificaba las razones últimas de su ejecución.
—Disculpad esta larga espera, pero resulta que hoy no conseguimos localizar a nuestro superior, el padre Ignacio Castro. —Su secretario se mostraba un tanto azorado por la extraña ausencia que le tenía preocupado desde primera hora de la mañana—. No ha bajado a celebrar misa a las siete, como acostumbra cada día, y no se ha sabido de él desde ayer por la noche.
—¿Queréis decir que nadie sabe dónde está? —Una fuerte sospecha asaltó a Trévelez.